CAPÍTULO DIECISÉIS

D

uncan Edge fue el último en irse. Edén, hecha un ovillo en el sofá, miraba a los dos hermanos hablar con un murmullo suave del otro lado de la habitación.

No tenía frío, pero temblaba. Estrés. Miedo. Energía nerviosa. Todo se mezclaba en su estómago con una profusión tóxica. Fuera lo que fuera lo que los hermanos discutían, era obvio que se trataba de algo que nos los hacía felices a ninguno de los dos.

Deseaba con desesperación ir hasta donde estaba Gabriel y deslizar sus brazos en torno a su cintura. Quería apoyar su cabeza en su corazón y escuchar el latido constante de la vida.

Y, ah, Señor. Ella quería que él le aseverara que aquella situación no era tan horrible, tan aterradora como parecía.

Los hombres se separaron.

—Cuida a Caleb —le llegó la voz de Gabriel—. Y no vuelvas hasta que esto se termine.

—Dalo por hecho.

El tono de su voz era tan lúgubre y tenso como el de Gabriel. Durante un segundo Edén pensó que era una tontería de parte de Gabriel no querer que su hermano se quedara allí, donde había más seguridad. Y entonces recordó lo que MacBain le había contado en el desayuno.

Cuando los hermanos estaban juntos anulaban todos sus poderes, salvo los más elementales.

—Podría llevarla...

Gabriel no dejó que su hermano terminara la frase.

—Es mi responsabilidad.

—Caramba —dijo sombrío Duncan—. Para citar a Alexander Stone: esta situación es muy jodida. Cuídate la espalda, gran hermano. Me voy. Encantado de conocerla, doctora —gritó Duncan, alzando una elegante mano como despedida.

Qué comentario extrañamente prosaico. Edén recobró la calma.

—Hm... seguro...

Hacía un minuto él estaba allí y al siguiente ya no estaba.

Edén movió la cabeza con un gesto incrédulo.

—Jamás me acostumbraré a esto.

—No tendrás que hacerlo —le dijo de manera cortante, volcando al pasar la lámpara que estaba sobre el escritorio. Él no hacía nada tan mundano como tocar el interruptor de la luz. Una simple mirada hizo ese trabajo.

—¿Por qué no?

Apagó la lámpara de pie, y otra lámpara de mesa que había allí.

—No estarás aquí tanto tiempo para que eso suceda.

El corazón de Edén dio primero un vuelco, y después otro.

—¿Quieres decir que no puedes protegerme?

Gabriel enarcó una ceja.

—¿Qué te hizo creer eso?

—Dijiste que no estaré aquí mucho tiempo para que eso ocurra. Eso significa que o estaré muerta o en algún otro lugar. Estar muerta es malo y yo no quiero irme. Quiero quedarme aquí, contigo.

—No existe otro lugar más seguro para ti que permanecer aquí, conmigo.

Gracias a Dios.

—Pero parece que eso no te pone muy contento.

Edén apartó la manta liviana de un puntapié y se puso de pie. La única luz encendida era la de la lámpara ubicada cerca de la puerta, que proyectaba una luz débil y dejaba casi en penumbras la habitación, grande y tapizada de libros. La atmósfera estaba más cargada de lo que a ella le gustaba y ya se le había puesto la piel de gallina.

—No tengo que sentirme contento de nada para hacer mi trabajo.

Ella empezó a doblar la manta, pero las manos le temblaban tanto que finalmente la tiró hecha un bollo en el sofá.

—Bueno, me parece que confías demasiado en ti mismo, Gabriel. Ya llegó hasta mí una vez —dijo ella con tono monótono, orgullosa de que su voz no se quebrara a causa del miedo que por poco la sofocaba—.Volverá a intentarlo. ¿Verdad?

—Un hechizo protege el castillo. Vamos.

—Vamos... ¿adónde? —le preguntó sin comprender—. Aguarda un minuto. Antes también había un hechizo que protegía el castillo y aun así entró; y me puso las manos en la garganta. Me gustaría tener alguna garantía de que no volverá a ocurrir. —Edén se dirigió hacia donde él la esperaba con la impaciencia reflejada en sus oscuros ojos.

—Aumenté la protección, y le saqué un poco el jugo a los demás. Nadie podrá entrar salvo que yo lo permita. Y no te perderé de vista. Te lo prometo —le dijo con tono grave—. Me pegaré a ti como un sello mientras esto dure.

¿El tema del sello le dio qué pensar o su corazón volvía a acelerarse porque él estaba tan cerca? Cualquiera de las dos cosas o ambas al mismo tiempo.

—¿Adónde vamos? —Miró su reloj: eran las nueve de la noche, pero parecía medianoche.

—A la cama.

—¿Juntos?

Gabriel miró la lámpara y la habitación se sumió en la semipenumbra.

—Tengo una cama grande.

 Lo recordaba.

—Sé que éste no es el mejor momento para pedírtelo, pero... ¿me abrazarías unos minutos? —Ella odiaba sentir que lo necesitaba tanto, sobre todo cuando tenía la sensación de que hacía horas que no la tocaba. Un buen abrazo serviría para convencerla de que ella no estaba tan sola como creía.

Los ojos de Gabriel se ensombrecieron y apretó las mandíbulas. ¿Con fastidio? ¿Por el esfuerzo que hacía para contener sus emociones?

—No. Eres una niña grande, doctora. No necesitas que te abracen, sino que te protejan. Y para eso tenemos que estar muy cerca el uno del otro. No es necesario ningún contacto físico. —Salió al corredor donde ya habían apagado las luces por esa noche—. Vamos.

—¿Doctora? —Entrecerró los ojos, y se detuvo antes de dar el siguiente paso—. Disculpa —dijo cuando él se dio la vuelta para ver dónde estaba ella—. ¿Acaso no eres el mismo hombre que me acariciaba el pelo hace menos de una hora? —No le pareció necesario agregar lo que habían hecho hacía tres horas.

—Por Dios, Edén. ¿Qué diablos quieres de mí? —respondió tenso. Parecía atormentado, pero se dio la vuelta y siguió caminando con los hombros erguidos por el corredor de entrada débilmente iluminado. El ruido de sus pasos despertaba miedo en el silencio del enorme espacio abierto.

—Un comportamiento consistente sería más agradable —le contestó fríamente Edén mientras atravesaban el corredor de entrada en dirección a la escalera que los conduciría hasta su gran cama.

Ella le disparó una mirada llena de odio a sus anchas espaldas. Ese maldito hombre se movía con la misma indiferencia y gracia sigilosa de un gato. ¿Qué le hubiera costado abrazarla un minuto más? Lo fulminó con la mirada, aunque no le servía de nada.

Sabía que no debía ser tan emotiva y lo peor es que comprendía que se estaba comportando poco razonablemente. Ella deseaba que él la... mimara, cuando lo aquejaban enormes responsabilidades y preocupaciones.

Pero saber que ella era poco razonable no significaba que él sí lo fuera.

Se apuró para poder alcanzarlo y estiró la mano para cogerlo del brazo, pero Gabriel se apartó de ella como un relámpago.

—No me toques. —Su voz era apenas un ruido áspero; retrocedió otro paso más y Edén pensó: Bien, joder. Aquí vamos de nuevo—. ¿Entendido?

Abrió la boca para decirle al exasperante hombre que no, que no entendía. Ni a él, ni al castillo, ni a la reunión que acababa de presenciar. Pero en lugar de eso, cerró la boca bruscamente y, dando grandes pasos, pasó por delante de él y empezó a subir la escalera.

No entendía nada de aquello y ella era una mujer que necesitaba saber todo lo que había que saber respecto a su en torno físico. El conocimiento siempre había sido su arma más poderosa. Quería saber cómo y qué hacía que las cosas funcionaran, y por qué. Así era como ordenaba su vida y controlaba el medio que la rodeaba. Por eso aquel mundo suyo carente de sentido la volvía loca.

Los dos últimos días habían arrasado con su mundo ordinario y lo habían dado la vuelta completamente.

Nada era explicable. Nada era normal.

Y ella era menos capaz aún de explicar sus propios sentimientos y su conducta.

Y todo alrededor de Gabriel Edge era un misterio profundo y oscuro.

Excepto por el sonido ocasional de sus tacones, el silencio era espeso e impenetrable, oscuro y cargado de calor sexual, por más que él no deseara admitirlo.

—Tus compañeros son muy interesantes. —Edén se cogió de la barandilla, al pie de la escalera.

—Así es.

  Tenía cientos de preguntas que hacerle sobre lo que se había dicho en la reunión de la que acababa de ser testigo, pero le bastó mirarle la cara para decidir no hacerlas. La escalera alfombrada tenía por lo menos un metro de ancho. Si ella caminaba hacia la izquierda, él lo hacía a la derecha, inmediatamente. Edén subió de dos en dos la escalera, sintiéndose más enfadada a medida que subía.

—¿Tienes idea —gruñó, advirtiendo que había pensado inconscientemente en el tema durante horas— de lo insultante que es para la mujer con la que te acostaste que después no quieras acercarte a ella? ¿Qué problema tienes?

—Mi problema es que tengo una erección con solo mirarte. Y ya estoy tan excitado como para saltar con garrocha hasta Escocia. ¡Ese es mi maldito problema!

Bien, haz una pregunta directa y tendrás una respuesta directa. Normalmente, ella se habría sentido impresionada con la respuesta, pero esta vez no. No, porque le dolía escuchar en el tono de su voz que sentía aversión por sí mismo. Con el corazón dando los mismos saltos que siempre daba cuando estaba cerca de él, Edén se detuvo, se dio la vuelta para mirarlo y aferró con fuerza la barandilla profusamente ornamentada.

—Lo dices como si se tratara de algo malo.

Tres peldaños más abajo, él también se detuvo. Aparentemente trató de serenarse antes de girar la cabeza para mirarla a los ojos.

—Si me acercara más —dijo con voz densa—, te arrancaría los vaqueros y tardaría treinta segundos exactos en tener tus tobillos en mis hombros. ¿Todavía no has comprendido que cuando nos tocamos se desata el infierno?

Edén escudriñó su semblante áspero pese a que el reconocimiento que acababa de hacer inspiró una ola candente dentro de ella. Él tenía las mejillas enrojecidas y ella no pudo pasar por alto la agitación que leía en la negra oscuridad de sus brillantes ojos oscuros.

Desconcierto, además de un apetito feroz.

Esa mirada hizo que ella se preguntara cómo sería tener sexo en la escalera. No se tomó el tiempo para hablar abiertamente de ello, ni se molestó en evaluar las ventajas y desventajas. Ella deseaba y actuaba en consecuencia. Mirándolo de hito en hito, Edén se sacó de un puntapié las sandalias, que cayeron dando tumbos por la escalera: pum, pum, pum. No sabía cómo reaccionaría si en ese momento él se alejaba. Bajó la mano, y se desprendió el botón de los vaqueros con dedos temblorosos.

Él cerró los ojos.

—No lo hagas.

Su voz era gutural y se estremeció como si le hubieran dado un golpe fuerte cuando ella se bajó la cremallera, con un ruido que se escuchó muy alto en el silencio vibrante. En sus oídos resonaba el estallido de la sangre que comenzaba a correr enloquecida por sus venas.

Él abrió los ojos. Azul oscuro. Ávidos. Ardientes. Su mirada se posó en el triángulo de Venus que ella había dejado a la vista.

—¿Quieres que te posea aquí, en la escalera?

Edén se pasó la lengua por los labios secos.

—No me importa si eres tú el que me toma o yo te tomo a ti, con tal de tenerte dentro de mí en menos de tres segundos. —La velocidad ciega con que Gabriel borró los contornos de su figura y llegó adonde estaba ella, en un abrir y cerrar de ojos, la tomó por sorpresa.

La cogió por los brazos y la atrajo hacia él hasta que sus cuerpos chocaron y sus rostros estuvieron a la misma altura. Entonces él bajó la boca hasta la de ella, cálida y arrasadora. Edén se soltó y le envolvió el cuello con sus brazos, besándolo con todo su ser.

Gabriel retrocedió.

—En el dormitorio —dijo con voz pastosa.

—Aquí. —Le mordió los labios y se estremeció con el temblor que provocó en Gabriel, que volvió a besarla con una fuerza dolorosa, su boca transformada en un horno. El corazón de Edén se dilataba: el no era dueño de sí mismo, y saber que ella era capaz de lograrlo la llenó de sobrecogimiento y de un deje de arrogancia. Había liberado a una pantera y no había forma de volver atrás, y no era que ella lo deseara.

  Él la sostuvo en sus brazos y la depositó en la escalera alfombraba. Sin dejar de besarla metió las caderas entre los muslos de la mujer. Calor y deseo se retorcían dentro de ella en un río de lava cuando él le acarició el hueco de la garganta, y después la clavícula, besándola al mismo tiempo.

  Su boca hambrienta se prendió de la boca de Gabriel cuando él comenzó a arrancarle la camiseta. La sensación que su mano provocó en la piel desnuda de Edén le hizo retorcerse para buscar un contacto mejor.

—Más rápido. Más rápido. Más rápido. ¡Haz algo! Usa tu magia.

—Hay más de un tipo de magia, Edén. Pero quiero arrancarte la ropa. Quiero oír que jadeas y ver cómo te estremeces.

—Jadearé y me estremeceré... después. Después...

Sus músculos internos se tensaron de una manera insoportable y si no encontraba alivio rápido, estallaría.

—Oh, Dios, Gabriel. Por favor. Date prisa.

Apartó un poco el cuerpo y, arrodillado en un escalón inferior, él se desplazó para bajarle los vaqueros y las bragas. Le arrancó la tela de las piernas y tiró las ropas a un costado. Edén temblaba y alzaba las caderas para ayudarlo y, al ver su semblante, ella sintió que la respiración se le estrangulaba en la garganta.

Ningún hombre la había mirado nunca como Gabriel lo hacía ahora; como si fuera a morir si ella no era suya.

—¿Esto es lo que quieres? —Tenía una expresión tensa, primitiva cuando se acomodó entre las rodillas abiertas de Edén, que se aferró a él con un alarido.

—Sí... sí. Ahora.

Sin embargo, las ideas de Gabriel eran otras.

Con un ruido bajo, contenido, que salía del fondo de su garganta, similar a un gruñido de excitación animal, inclinó la cabeza y aplastó la boca abierta en el estómago de ella. Sus músculos saltaron ante el contacto y le hundió los dedos en el cabello como si fueran arpones. Los mechones de pelo eran fríos y sedosos, el cráneo caliente. Le sostuvo la nuca en el hueco de sus manos, deseando que él volviera a besarla en la boca. Pero, en cambio, él levantó la cabeza, soplando un aliento caliente y húmedo sobre su piel.

—Quítate la camiseta —le ordenó con voz pastosa.

Obediente, de muy buen grado, se la sacó por la cabeza y luego buscó el broche delantero del sostén. Gabriel levantó la cabeza, con los ojos ardiendo.

—Yo lo haré.

Le apartó las manos, le desabrochó el sostén y dejó caer la cabeza e introdujo hondo el pezón en la caverna húmeda de su boca.

La espalda de Edén se arqueó sobre el escalón pues la succión de su boca parecía estar en correlación directa con el tirón que sentía en el vientre. El dolor agazapado que sentía en lo más profundo de su ser era insoportable y hundió sus uñas cortas en sus anchos hombros mientras él ponía la boca en el otro pezón y cogía el otro seno empapado, pasando el dedo pulgar hacia arriba y abajo sobre la punta endurecida.

—Seda —murmuró entrecortadamente antes de que su boca volviera a descender. Movía los labios y lamía con su lengua el ombligo, haciendo que las caderas de Edén se arquearan y retorcieran de placer.

—Por favor.

Rogaba alivio. Piedad. Rogaba pidiendo menos; pidiendo más; todo.

Él bajó la mano y le separó más las piernas. Acarició con un solo dedo el vello húmedo haciéndola gemir por el tormento. Ella ya estaba tensa y respondía con toda su sensibilidad, y jadeaba cuando introdujo sus dedos dentro de ella. Ella movía sin descanso la cabeza apoyada en el escalón mientras el se introducía más profundo dentro de ella, moviéndose hacia arriba. Dios. Aquel hombre sabía como moverse en su cuerpo, pensaba con desesperación Edén, y la mantenía lejos de una liberación mecánica.

Le pasó el dedo por el clítoris hasta que ella corcoveó y gritó su nombre. Un calor líquido manaba de ella y la obligó a erguirse.

—Por amor de Dios, Gabriel. Haz... algo.

Él sacó con suavidad sus dedos esbeltos de la cavidad, aferró con sus dos manos las caderas de ella, deslizando las palmas de sus manos hacia atrás sobre las nalgas, mientras ella aferraba de sus hombros. Con la cabeza baja, él le abrió las piernas apoyadas en sus hombros hasta provocarle dolor. Expuesta. Vulnerable. Ella cerró los ojos con fuerza, mientras el la acercaba a su boca.

El calor resbaladizo de su ágil lengua hizo que ella se abriera más, y él expresara su placer con sonidos guturales, como un tarareo, al descubrir el capullo duro de su clítoris aplastado contra su lengua, mordiéndolo suavemente. La vibración ronca hizo que ella se mojara más. Que se desesperara más. Arqueó las caderas, soltándose de sus manos. Necesitaba estar más cerca del calor; del calor de Gabriel.

Ella trató de pronunciar su nombre, pero descubrió que le faltaba el aliento porque lo tenía retenido dentro del pecho que él acariciaba y lamía hasta hacerle sentir escalofríos. Se mordió los labios, indiferente a los escalones que se hundían en su espalda. No existía nada, nada más que la boca inteligente de Gabriel amándola y sus manos que se hundían en los músculos tensos de sus nalgas. Él volvió a tararear.

La sensación era tan aguda, tan insoportablemente erótica que ella deseaba que él se detuviera para aspirar una bocanada de aire y centrarse un poco. Pero el deseo confuso la forzaba a sumergirse en el oscuro humo líquido del deseo ciego.

Edén gritó cuando el primer paroxismo se apoderó de ella. Trató de respirar, aunque fuera brevemente. Pero no había aire. Ni luz. Violentas convulsiones estremecían su cuerpo y la obligaban a arquearse contra la ávida boca de Gabriel.

El no tuvo piedad al ver que el cuerpo de Edén temblaba y se doblegaba, ni ella se la pidió. Ella quería a aquel hombre de cualquier forma que fuera.

Cuando él se extendió junto a ella, estaba agotada, consumida y apenas consciente. La mejilla le rozó el pecho cuando él la tomó en sus brazos, y la acomodó encima de él como si fuera una manta.

Ella no podía moverse. Ni tampoco quería hacerlo. Estar en los brazos de Gabriel era como haber encontrado... el hogar. Había tanta paz, serenidad y bienestar.

Dios, pensó Gabriel, que también respiraba con dificultad, con la cara hundida en el pelo empapado de Edén. Soy demasiado mayor para andar rodando por la escalera como un adolescente enardecido.

Ese pensamiento, por desgracia, no se le había ocurrido cuando daban vueltas. Demasiado excitado, demasiado conectado para trasladarse, trazó surcos con la mano en la piel suave de la espalda de Edén, levemente empañada de sudor, y se puso a escuchar su respiración irregular.

Tras haber acabado, las réplicas seguían ondulando en su cuerpo, aumentando su necesidad hasta un límite doloroso.

—Ahora sé por qué Scarlett O'Hara sonreía —murmuró Edén con los ojos cerrados, los labios curvados en una sonrisa—. No era por aquella cama. Lo que le hacía disfrutar eran las escaleras.

Gabriel sintió que el rápido aleteo de sus pestañas le hacía cosquillas en el pecho mientras respiraba la fragancia floral de su pelo. Había demasiado bienestar en aquello. No en el sentido físico (todavía se sentía dolorosamente insatisfecho), sino porque estaba en la zona de peligro emocional que sabía muy bien que debía evitar con todas sus fuerzas. Era demasiado consciente de la existencia de aquella mujer, estaba demasiado fascinado, demasiado interesado en ella. Nada bueno podía resultar.

Saber que era así y hacer algo al respecto, al parecer, eran dos cosas completamente diferentes. Enredó los dedos en sus rizos y le masajeó el cuero cabelludo.

Fue un gravísimo error táctico tocarla otra vez, se dijo mirando pensativamente el techo abovedado que se elevaba muy alto encima de sus cabezas. Pero ahora que ya lo había hecho, no quería dejarla. La abrazó más fuerte y Edén lanzó un murmullo de satisfacción, haciéndose un ovillo más cerca de él.

Gabriel sintió que se le retorcían las entrañas de saber que, no importaba cuántas veces poseyera a aquella mujer, siempre seguiría deseándola. La sed que sentía por ella era infinita: la había necesitado y la necesitaría siempre.

¿Cuántas veces tendría que tener sexo con ella antes de que le entrara en la cabezota que aquello no era simplemente una follada para divertirse? No era un adolescente que no podía dejar quieta la polla dentro del pantalón. Jamás, jamás había perdido el control como con Edén. Era imposible soslayar la realidad.

Cada vez que Gabriel hacía el amor con Edén, inexorablemente reforzaba el lazo que los unía y sentía que resbalaba peligrosamente por una pendiente cercana al desastre.

Todo pensamiento inteligente se desvanecía en una estela de humo cuando estaba cerca de ella.

No podía dejarla ir.

No podía dejar que se quedara.

Era imperioso que consiguiera sacarle la información enseguida. No se podía esperar más. No les quedaba tiempo y el robot debía ser construido.

Gabriel disfrutó de la sensación de tener a Edén arrebujada en sus brazos unos minutos más, luego se transportó con ella hasta su cama. En algún momento de esa millonésima fracción de segundo decidió, sin reflexionar mucho, que una hora más no cambiaría mucho las cosas.

Las sábanas y las mantas habían quedado desparramadas en el suelo después de haber hecho el amor con anterioridad, ese día... Dios. Parecía que había pasado toda una vida. La depositó en medio del colchón, soportando su peso apoyado en los codos.

Se acomodó entre los muslos de Edén y acarició los magullones que oscurecían la piel blanca del cuello. La cólera y la desesperación que sentía por dentro no habían desaparecido. Sus labios rozaron con ternura la mejilla obstinada y sintió que la boca de ella se curvaba en una sonrisa somnolienta. Restregó suave la nariz en sus labios, absorbiendo la fragancia cálida y dulce de su piel, y el suave deje floral que formulaba una promesa que él no podía dejar que ella cumpliera.

—Edén.

—¿Hmm?

Estaba con el alma en un hilo por la excitación sexual, con una erección tan poderosa que le causaba dolor.

—Edén... sólo —susurró apretando los dientes mientras se abría paso por la cálida superficie resbaladiza. Ella abrió desmesurados los ojos mientras él entraba en ella con un empuje firme y lo rodeó de inmediato con sus brazos y piernas, aplastándolo contra ella como si tuviera grilletes, haciéndolo su cautivo de una forma que jamás hubiera imaginado.

La necesidad lo invadió mientras empujaba más hondo. Trató de recurrir al resto de su perdido control para dominar la demanda torrencial de su propio alivio. Luchando con todas sus fuerzas, Gabriel trató de no apurarse, de mantener un ritmo lento y profundo para saborear cada pulsación líquida del orgasmo inminente.

No recordaba haber hecho jamás el amor sin protección, y la sensación de que no existía absolutamente nada entre ellos era de una intensidad exquisita.

Gabriel la abrazaba, la sostenía, controlaba el ritmo frenético de ambos, con la mirada fija en la cara de Edén mientras se apartaba apenas, y volvía a empujar.

Las buenas intenciones se fueron al diablo cuando ella musitó su nombre con un suspiro lento, agónico, apretó más los brazos y piernas en torno a él y le hincó los dientes en el hombro.

Una explosión de calor avanzó desde las plantas de los pies de Gabriel hasta los nervios y músculos de la espina dorsal, y se clavaron directamente en su cerebro, exigiendo que él volviera a penetrarla una y otra vez.

Y otra vez.

Y otra vez.

Hasta que el mundo en torno a ellos se transformó en una masa candente y no había forma de distinguir a uno del otro.