Diez

 

Lo que podría ser en un futuro, pero, por lo que sea, nunca será

 

 

 

 

 

Mis amigas siempre han dicho de mí, que, a pesar de mi espíritu alegre y socarrón, soy muy fatalista. Eso implica que tenga continuos cambios de humor que vuelven locos incluso a los que más me quieren, y que continua-mente esté anticipando malos augurios, malas noticias que al final casi nunca llegan. Temo que lleguen a odiarme por esto. Bueno, en realidad me he pasado, porque no creo que nadie llegue a odiarme algún día. No he hecho tantos méritos como para eso.

Por ello, porque en el fondo soy bastante fatalista y porque me encanta comerme el tarro, y darle una y mil vueltas a las cosas —aún no sé cómo acepté la relación a distancia con Pablo, o ir a conocerlo a su ciudad—, por eso digo que creo que mi chico y yo no tenemos futuro. Bien, no sólo por mi forma de ser. Es que ha pasado algo... que no sé si debiera contar aquí. Y me da tanta, TANTA, TANTA rabia que todo lo haya provocado la persona que más quiero en este mundo, que de verdad que le tiraría una plancha a la cabeza. Y eso no es violencia doméstica. Es un pedazo de planchazo ante una soberana traición.

Pablo, sí, mi Pablo, el de los dientes lavados con sosa caústica, me ha hecho algo que creí que jamás haría: traicionarme. Y esto no se corresponde a la idea de futuro que yo me había planteado con él.

Él: guapo, varonil, con su puntito hipster que aún no sé exactamente en qué consiste, pero que últimamente se lleva mucho. Una barba muy bien cuidada y un cuerpo muy chulo y fibroso, aunque su testosterona ha comenzado a menguar, como en los chicos que ya han cumplido los treinta y cuatro años. Pero el conjunto de su físico le proporciona un gran atractivo. Y encima le molan The Field o Julia Holter. Es perfecto... ¡Cuánto me ha gustado y aún me sigue gustando! Con él iría al fin del mundo. Me dejaría vendar los ojos y dejarme llevar por un sendero fabricado de merengue y algodón de azúcar que se derritiera bajo mis pies. Era la única persona que no se asustaba ante mis piernas sin depilar, ni ante mi rostro sin gota de maquillaje. Aquél a quien he presentado a algunas chicas con el miedo de que me miraran con envidia, como codiciando la presa, y temiendo que otras, para robármelo, me desearan lo peor que se le puede pedir a una pareja: que rompa, que cada uno vaya por su lado; que el camino de azúcar por el que íbamos andando durante nuestro noviazgo se desmoronara y el merengue se tornara duro como el pedernal.

Una vez sentí amor por él. Al menos, eso creí. Que lo quería, que estaba sinceramente enamorada. Que, sin tocarme, podía notar sus dedos recorriendo mi espalda, des-de la nuca hasta los hoyitos que anunciaban los montes de mis nalgas, poderosamente prietas al principio de nuestra relación, hace ya algunos meses, y algo más flojas en la actualidad, puesto que he dejado el gimnasio. No me apetece. Añoro cada sentimiento de entonces. Recuerdo cómo se me erizaba el vello, cómo la piel se me ponía de gallina; me acuerdo de cómo, asombrada, notaba erguidos los pelitos de mi nuca. Una buena conclusión que sacaba de todo eso es que aún seguía viva, de que la sangre aún me latía en el pulso; de que mi corazón continuaba bombeando nosecuántas veces por segundo.

Seguro que mis lectoras habrán advertido lo mismo. No desesperéis, soy mujer como vosotras. Tengo sentimientos como vosotras. Tengo piel, ojos, boca, pechos, pies, todo como tú, y tú, y tú. Y he sentido muy fuerte ese juego del sogatira jalando en mi corazón. ¿No os ha pasado muchas veces eso? No os sintáis las únicas. También me ha sucedido a mí. Y seguirá pasando hasta que encuentre lo que real-mente me hace falta: un amor verdadero. No un amor que me traicione y que me haga el daño que me ha hecho Pablo.

Posiblemente, él y yo podríamos tener un futuro, pero creo que nunca será así.

Cosas que pasan cuando te enamoras por internet
titlepage.xhtml
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_000.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_001.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_002.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_003.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_004.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_005.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_006.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_007.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_008.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_009.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_010.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_011.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_012.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_013.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_014.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_015.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_016.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_017.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_018.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_019.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_020.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_021.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_022.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_023.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_024.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_025.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_026.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_027.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_028.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_029.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_030.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_031.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_032.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_033.html