Seis
Lo que pienso de lo que le rodea
(incluida su perra)
Ay, llegó el capítulo. Recordaréis que un poco más arriba les pedía a los impacientes que se saltaran unas líneas y pasaran directamente a esta parte, ¿verdad? Menos mal que han sido solidarios y se han esperado a que vosotros lleguéis. Pues ya estamos todos. Señoras y señores, pasen y vean el fantástico mundo del señor Pablo Soler y su divertida familia (incluida su perra, of course). ¿Dónde está el tema principal de la peli El fabuloso mundo del circo? Que suene ya, por favor.
El padre, Julio: El de Pablo es un padre un poco peculiar. Un severo militar, de los de toda la vida, que ha tenido al chico y a los hermanos más tiesos que una vela. No le gustan ni los disfraces, ni el carnaval, ni las bromas, ni los chistes, y cree firmemente en la unidad de la patria, de la familia y todo eso.
La madre, Dorita: Si el padre es especial, no digo nada de la madre. Repito: no digo nada. La Asociación de Señoras de Militares es la principal causa de su vida. Vive por y para ellas, y no entiendo cómo no se aburre entre tanta vieja. Perdón, entre tanta señora mayor. Bueno, al fin y al cabo es normal. Ella también lo es. Pero yo me aburriría aunque tuviera noventa años.
Su hermano mayor, Juan Miguel: No lo puedo ver, se me atragantó desde la primera vez que se cruzó en mi camino. Es cirujano y se cree Dios teniendo la vida de tantos en sus manos. Me da escalofríos cada vez que pienso en él, ya que no puedo evitar verle como un doctor Frankestein.
¡Brrrrrrrrrrr, qué miedo!
Su hermana mayor, Ángela: Tres cuartos de lo mismo. Se cree superior al resto. Hace yoga y meditación, y quiere convertirse al budismo pero no lo hace porque si así fuera, su padre le metería una hostia tal que la iba a volver monja. Así que practica posturitas encerrada en su cuarto y constantemente enciende varitas de incienso. Yo creo que a ve-ces se coloca con un poco de hachís, pero como no estoy demasiado segura, prefiero no opinar. Sigo pensando que su ropa huele sospechosamente a “maría” y no a Chanel Nº 5, precisamente.
La hermana que le sigue, Maruca: Se cree la tía más buena del mundo. De rollo emo, es compradora compulsiva de Cosmopolitan y revistas semejantes, y roza la anorexia, de tan preocupada que está por mantenerse delgada. Come menos que un pajarito y menudea en los foros pro-ana y pro-mía de internet, sin querer darse cuenta del daño que puede hacerse con ello. Insoportable.
La hermana pequeña, Clara: ¿Esta niña es tonta o se lo hace? No necesita más comentarios. Menos mal que no tengo que, al igual que el resto de la familia, tratarla demasiado. Sería inaguantable. Bueno, en realidad a mí no me trataría mucho, porque no despega la nariz de su smartphone color rosa chicle. Vive por tanto en un mundo paralelo de unicornios que vomitan arcoíris.
La abuela paterna, Casilda: Es, junto al abuelo, la más salvable de la familia. Aunque de vez en cuando mete un tirito en medio de la batalla. Nunca un arma de destrucción masiva tuvo tanto poder como una observación de la abuela Casilda (Nota para los incrédulos: Se ruega leer un poco más adelante).
El abuelo materno, Salvador (de ahí que la madre se llame Dorita. Que no se entere que os lo he contado, pero odia a muerte que la llamen Salvadora): El abuelo va a lo suyo, y el día que lo conocí —al igual que a Pablo, al igual que a todos ellos—, es decir, el día que llegué, me echó un pedazo de cable que aún se lo agradezco. Quiere mucho a sus nietos, especialmente a Pablo, que es su ojito derecho. Es el miembro de la familia que más aprecio de todos ellos.
La perra, Eva: Una chihuahua de la que todo el mundo dice que es muy buena (como todos los que tienen perro y que se lo sueltan a alguien cuando el bicho los achucha y los lame), pero a mí no me lo parece, pues no para de ladrarme porque supongo que no me traga. Y no llamadme mala persona, pero… es que odio los perros. Es inevitable.
¿Comenzamos la función?
Todo arrancó el día en que yo llegué a su ciudad para conocernos. La familia de Pablo, especialmente Dora, se olía algo, puesto que en la última semana todos habían visto cómo el niño se encerraba mucho tiempo en su cuarto, venga a darle a las teclitas del ordenador. Pero claro, no podía imaginarse en esos momentos que no se trataba de una amiga más, sino de una bruja que a la larga se llevaría algo lejos a su Pablito de su alma.
—Qué pesada eres, mamá. Que nooooo, que no tengo novia.
—Mira, te crees que soy tonta porque no sé manejar un ordenador. Pero que sepas que en el grupo —la Asociación de Señoras de Militares a la que Dora pertenecía desde hacía muchos años—, nos hemos apuntado Cuqui, Puchi y yo a las clases de informática que nos va a dar nuestra amiga Memi, y verás como te cojo la delantera.
—Sí, mamá.
—En cuanto aprenda un poco, seré capaz de meterme como tú, en los chans esos y verás, te vas a quedar asombrado.
Eso. Los chans. La señora iba por buen camino. Ya faltaba menos para terminar la carrera de Informática.
—Vamos, cariño, que no se diga que no tienes confianza en tu mamuchi...
¿Mamuchi? ¿De dónde coño habría salido esta señora? ¡Pero qué rematadamente cursi era!
—Mamá, claro que tengo confianza contigo. Y mira, para demostrártelo, bueno… pues sí, te lo confieso: he conocido a una chica por internet y la recojo dentro de... uf, se me está haciendo tarde... Dentro de veinticinco minutos.
—Claaaaaaaaro, por eso estás tan nervioso y te has puesto tan guapo. Hum… ¿por internet? ¿Y en qué calle vive? ¿Es del barrio?
—No, mamá.
—Vaya, de otra zona. Bueno, no pasa nada. Será de una clase inferior a la nuestra, pero se adaptará bien si lo vuestro sigue adelante.
Lo que había que oír. Como no era de su barrio pijo, ya a la fuerza era una pobretona. Lo de esta mujer no tiene nombre. ¡Será clasista!
—Mamá, por Dios, no corras tanto que sólo somos amigos. Además... no es de aquí. Es de fuera.
—¿De fuera? ¿De fuera de dónde?
—Pues... de fuera de fuera. De otra ciudad.
—¿Que no es ni siquiera de aquí? Ay, hijo, mira que eres rarito. Primero que si la conoces en un chans de esos, y ahora que ni siquiera es de por aquí. (Suspiro hondo). Anda, anda y ve a recogerla. Compras unos pastelitos y la invitas a casa.
—Pero mamá, ¿estás loca o qué? ¿Cómo pretendes que suba a casa? ¡Si ni siquiera la conozco!
—Me lo pones más fácil todavía: así ves cómo se comporta ante una situación difícil y tendrás más criterios para valorarla.
Pablo es un chico muy espabilado, pero en ese momento no sé en qué estaría pensando cuando aceptó y le dijo a su querida mamuchi que sí, que bueno, que vale, y que subiría conmigo. Lo cierto es que todo, desde que Natalia, chateando con él, le habló de mí, hasta el momento en que él aceptó subirme a casa sin apenas conocernos, todo, todo, sonaba muy surrealista. Como dirigido por Buñuel, por ejemplo como El ángel exterminador. No; más surrealista aún si cabe.
(El otro final de la película es que Pablo iba con el tiempo tan justo, tan justo, que fue incapaz de decirle a su madre “NO” para no retrasarse en la que sería nuestra primera cita, no porque le apeteciera presentarme a su familia. Para echarlo directamente a los leones).
Para no cansaros, mis queridos lectores, os diré que era una situación tan rara y que me había quedado tan traspuesta con el blanco dental de Pablo, que apenas le oí cuando, mientras me hablaba y hablaba en la cafetería de la estación, me comentaba que había decidido presentarme a su perra, para que comprobara que esos bichos no son malos. Sí, habéis leído bien. No a su padre, ni a su madre, ni a ningún otro miembro de su familia. A su perrita. Lo hizo así porque pensó que de la otra manera no aceptaría. Lo que no sabía entonces es que en esos momentos no me parecería raro nada de lo que me planteara. Incluso el que me llevara a su casa con la excusa verdadera: para que me vieran sus padres, hermanos y abuelos. Todo había transcurrido de manera tan absurda, tan rara y surrealista, que aunque hubiera visto en esos momentos un burro volando me hubiera parecido un hecho de lo más normal.
Así que ahí me tenéis, tomando unos pastelitos junto a la familia más envarada y cursi que he visto en mi vida. Y la perrita de marras.
—Eva, deja tranquila a la muchacha. —Sí, Eva, no seas pesadita, mujer.
La muchacha estaba empezando a descuartizar a Eva igual que lo hacía con Natalia cuando ésta metía la pata.
—No, de verdad, si no molesta. Es una perrita muy linda.
—Ah, yo creí que no te gustaban los perros, Laura. —Bueno, en realidad no me gustan demasiado (NADA, no me gustan NADA DE NADA, imbécil), pero es muy buena, no me molesta, de verdad.
Si hubiera tenido que crecerme la nariz dos centímetros por cada mentira que solté aquella tarde, me hubiera hecho falta un trípode. No se trataba ya de que no me gustara, es que me molestaba terriblemente aquel bicharraco que me miraba con mala sombra y yo a él con una cara más fea todavía. Menos mal que la abuela Casilda comenzó a soltar bombas de destrucción masiva. Cosa mala para mí, pero al menos me distraía de la tensión de tener que estar pendiente de la escandalosa chihuahua.
—Eres muy guapa, Laura.
—Gracias.
—Lástima de esas picaduritas de acné que tienes en la cara. ¿No has pensado en nada para quitártelas?
(¿Quizá aprovechar los restos de ácido sulfúrico que usaré para disolverla en la bañera, abuela?)
—Bueno... uso cremas y estoy empezando a ir a un centro de estética, para que me den láser. Me han dicho que se me quitará a las pocas sesiones.
—Ah, eso está muy bien. Y tienes unas piernas muy bonitas.
—Muchas gracias, Casilda.
—Lástima que a las niñas de hoy os dé por poneros esas faldas tan cortas.
¿Tan cortas? Dios, ¿por qué se me habría ocurrido ponerme minifalda para impresionar a Pablo? De todas formas, tenía un largo digamos… normal. Esta señora no había visto las que me ponía para ir a mi garito favorito las noches de los sábados. Además, ¿qué hacía observándome tanto? Que si la cara, que si las piernas, que si...
—Hija, no vayas a molestarte por lo que vaya a decir...
Eres muy guapa, pero estarías más mona con un poco más de pecho. Eres alta y te sentaría muy bien.
Aaaaahhhh, qué bien. Un alma altruista que me va a pagar la operación. ¡Sería bruta! ¡Pero si yo estaba muy bien de talla! ¿Pretendía que fuera el trasunto de Lolo Ferrari?1
Doña Casilda estaba empezando a tocarme la moral, por no decir el kiwi. De la cara pasó a las piernas y luego al pecho. Parecía Admunsen en plena exploración. Pablo estaba mientras tanto atendiendo el teléfono y no se daba cuenta del bombardeo masivo de su querida abuelita. Sinceramente, parecía el cuento de Caperucita, pero al revés. Yo era la examinada por la anciana. Y por la madre, y por una hermana, y por la otra, y por...
—Laura, qué ojos tan bonitos tienes. ¿No has pensado en cambiarte las gafas por lentillas? O, mejor aún, ¿y si pasas por el quirófano y te corriges la miopía?
(¿Y por qué no mejor si te pasas tú, niñata, y te corrigen el cerebro?)
—No, Maruca, ya lo he pensado, pero me da un poco de miedo operarme.
—Pues yo que tú —terció Julia, la pequeña—, le echaba valor y me metía en el quirófano para retocarme el pecho. Además, eso es lo que se lleva ahora.
—Sí, está claro que nadie se conforma con lo que tiene. —Aparte de bajar la cabeza y observar mi noventa de pecho con incredulidad, yo miraba desesperada hacia Pablo, que me hacía gestos con la mano para que aguardara un minuto. La conversación que mantenía con alguien para mí desconocido, debía ser de una importancia equiparable a la espera de la fumata blanca en El Vaticano o a conocer el sexo del primer hijo de un príncipe heredero. Vaya tela dejarme sola con estas hienas.
—De todas formas —continué airosa— estoy muy contenta con lo que tengo y de ser como soy. Siento que sería una desgraciada si no fuera así.
—Hombre, en realidad la chica tiene razón. Está contenta con ser como es, y eso me parece muy bien.
Habló la voz. La voz suprema, la que me sonó a música celestial en medio del fuego cruzado en el bombardeo. Se trataba del patriarca de la familia, el abuelo Salvador, que, haciendo honor a su nombre, me recogía del matadero para recomponer los añicos y dejarme sana y salva junto a mi querido Pablo, el de los dientes blancos.
—Vamos, no seáis más preguntonas que estáis atosigando a la pobre chica. Y encima esta perra que es tan pesada, todo el rato encima de ella. Entre todos vamos a asustarla.
En ese momento Salvador me pareció más bueno que el abuelito de Heidi cuando le hizo la cama de heno en el primer capítulo. Podía hasta oler el queso fundiéndose en la chimenea de la casita. Ya la ra la ra jiju, ya jiju la la jiju, ya la ra la ra jiju, la la jiju, jijuuuuuuuu… Abuelito, dime tú… Me entraron ganas de cantarle eso, darle un abrazo y preguntarle cómo podía pagar aquello, porque sinceramente, las brujas de Eastwick estaban empezando a agobiarme. Dios mío, si yo sólo quería estar con Pablo... Me dio la impresión de que hablé más tiempo con ellas que con el que en el futuro se iba a convertir en mi chico.
La música celestial se convirtió en el Nessun dorma de Puccini cuando Pablo nos disculpaba porque nos íbamos a dar una vuelta para enseñarme la ciudad. Se acabó el martirio, y empezó la gloria.