Siete

 

¿Influyen mis ex en su relación conmigo?

 

 

Un poco más arriba yo os hablaba de la persona que, además de Pablo, posiblemente haya sido la que más ha marcado mi vida. Alberto. Sí, el chico que iba para periodista en una revuelta redacción y que prefirió escoger un camino duro, pero igual o más hermoso aún, como era ayudar a muchas personas a que fueran más libres, enseñándoles cosas nuevas y potenciando lo poquito que sabían. En el momento en el que él me explicaba esta determinación tan decisiva en su vida, era incapaz de imaginar el alcance de la misma, y, sobre todo, lo orgullosa que me iba a sentir por haber elegido ese camino. Cuando al año siguiente terminé mis estudios de Periodismo, me sentí cobarde, de forma injustificada, por supuesto, pero no podía evitar las comparaciones entre Alberto y yo misma. Salía ganando Alberto por muchísima diferencia. Quizá por ello me metí en otra carrera, en Enfermería. Quería ayudar a mi manera, como sabía que lo hacía Alberto muy lejos de mí.

A día de hoy, aun cuando Natalia insista en que se me cae la baba recordando a mi exnovio y yo reconozca que todavía siento un gusanillo en el estómago, debo decir que para mí ha quedado como un precioso recuerdo y que no puedo culparle de una decisión tan valiente. Sólo pierde aquel que no se arriesga. El que se arriesga, y gana, gana el doble. Y Alberto ganó.

Pero no os creáis que Alberto ha sido el único hombre de mi vida. Yo ya lo he explicado antes: he tenido amigos, rollitos, líos, y un poco de todo. Imagino que como cualquier chica de mi edad; los veinticinco los dejé hace relativamente poco, y aún me quedan bastantes para ser cuarentona. No me seáis vagos; haced cálculos e imaginaos cuántos años tengo. (No vale pasarse, que me mosqueo).

A Pablo no le hace mucha gracia que yo le hable de mis anteriores relaciones, y mucho menos que le cuente cosas que Alberto y yo hacíamos juntos: cómo nos gustaba tanto ir a patinar o las tardes de cine que compartíamos entre besos. Yo no veo nada malo en ello, pero también es cierto que cuando me habla de Paloma o de Sara, me echo a temblar. No de miedo, claro está: de rabia porque ellas se han bebido antes que yo esos labios golosos y llenos de carne tentadora. Y es que los celos, amigos míos, siguen moviendo el mundo, por muchos años que hayan transcurrido des-de el inicio del mismo. Y si no, aquí tenéis una prueba más que contundente...

—Laura, ¿tú eres feliz conmigo?

Bonita pregunta, teniendo en cuenta que acabábamos de entablar una conversación sobre nuestras anteriores relaciones.

—Por supuesto que sí. ¿Por qué lo dudas?

—Pues porque no soy tonto y veo cómo se te iluminan los ojillos cada vez que hablas de tus exnovios / amigos / amantes, especialmente del dichoso Alberto.

—Pablo, no digas más chorradas. Tú también has tenido un pasado y no por ello me molesto. Ya somos mayorcitos para sentir celos de personas que ya no pertenecen a nuestras vidas. (¿Yo estaba COMPLETAMENTE segura de lo que estaba diciendo, al menos en lo que concernía a él? Para más información, pasar directamente al capítulo nueve, “Sus ex”).

—Lo sé, Laura, pero no puedo evitarlo. Algunas veces pienso, cuando nos besamos, o cuando hacemos el amor, en si no estarás en realidad con otro en vez de conmigo.

—Definitivamente, Pablo, siento decirlo, pero eres idiota. ¿De qué te sirve tanta formación, tanta cultura, si luego demuestras ser un enfermo de celos? Esos celos patológicos no pueden llevarte a nada bueno. Y por supuesto, me ofendes, porque, vamos a ver... Si le damos la vuelta a la tortilla, resulta que yo puedo pensar lo mismo de ti con respecto a tus antiguas novias cuando estamos juntos.

—Espera, de eso nada. Yo estoy contigo y no puedes dudar de mis sentimientos hacia ti cuando te acaricio, o cuando te beso.

Eso. Qué listo el chaval. O sea, que él sí tenía todo el derecho del mundo a sentirse celoso, a imaginar cosas raras cuando me miraba, o a pensar que yo soñaba con mi antiguo rollito Julio cuando le mordisqueaba sus labios gruesos, como los de Pablito, que ahora mismo me... me... ay, Dios mío, que este niño me pone mala. Pero qué bueno está.

—Tú sí. Yo no. ¡Serás machista! Esto es de locos.

En ese momento me asaltaron cientos de chistes feministas a la cabeza. “¿En qué se parece un hombre a un cajero? En que si no te da dinero no sirve para nada”. “¿Cómo vuelves a un hombre loco en la cama? Escondiéndole el control remoto”. “¿Qué le pasa a un hombre cuando lo capan? Comienza a pensar con la cabeza”.

Comencé a reírme sin darme cuenta.

—Oye, perdona, que no me estoy riendo de ti, ¿eh?

Que acabo de acordarme del día en que te conocí, cuando subí a tu casa. ¡Qué situación más rara! Era algo taaaan surrealista… Yo apenas te había saludado, y de repente me vi en medio de toda tu familia. ¡Es para contarlo en un libro! (Je, je).

—No sé; ya llevamos el suficiente tiempo juntos como para conocerte, y creo que eso que me cuentas no es cierto.

—No me gusta que desconfíes de mí, que creas que te miento. (¿Serás cínica? ¡LE ESTABAS MINTIENDO, JODERRR!) Si empiezas a no creer lo que te digo, mal asunto.

—Entonces, ¿no tengo razón cuando pienso que no se te han olvidado del todo tus antiguas relaciones? Mírame a los ojos y dime que no tengo razón.

¡Glubs! Empecé a tragar saliva. Pablo se estaba poniendo demasiado serio y yo no tenía ganas de continuar la con-versación por esos derroteros.

—Hombre, no pretenderás que borre todo lo que he vivido hasta ahora. Mira, Pablo, tú me conociste de una determinada manera y así soy, y lo que haya hecho hasta ahora, hecho está, y si he estado con alguien, pues alguien más que ha entrado en mi vida. Es algo inevitable y es totalmente ridículo que sientas celos. Te estás comportando como un crío, de verdad.

En ese momento, Pablo me miró como disculpándose. Era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que estaba cometiendo un grave error al pretender eliminar las antiguas relaciones que yo había tenido, para bien o para mal. Sabía que el fantasma de Alberto flotaría para siempre entre los dos como flotaba el fantasma de la señora de

Winter en Rebeca. Pobre Pablo; se había travestido, y de repente era la débil protagonista sin nombre luchando contra la señora Denvers, el ama de llaves feísima y lesbiana, aquella que había hecho del fantasma de la señora de Winter alguien tan poderoso que podría llegar a derribar el muro del amor entre ella y su marido.

Sí, pobre Pablo. Era tan guapo, y, sobre todo, tan encantador, que no pude resistirme.

Me acerqué un poco más sutilmente, casi flotaba sobre el suelo. Él tenía cerrados sus párpados, expectante; intuía que iba a darle más de lo previsible. Lentamente, con una sonrisa traviesa casi imperceptible —por el resto del mundo que no nos rodeaba, porque por él era imposible verme, al continuar con sus ojos cerrados—, acerqué mis labios a sus ojos y besé sus párpados. Podía notar el suavísimo e invisible vello de su frente, de sus orejas, erizándose, los labios hinchándose, su cara dándose a mí. Su barba cerrada, recién afeitada, luchaba por salir de los poros de su cara, en un ardid inaudito e imposible: los pelos tardarían al me-nos tres días en aparecer. Pero a mí no me importaba; me chiflaba ese tacto suave de la piel, y, por un momento, casi hubiera deseado que la suya fuera como la de una mujer: de melocotón, de merengue.

Resumiendo: me encanta besarle. Aunque... Ay, Dios mío... ¡También me encantaba besar a Alberto!

COMPARATIVA ENTRE ALBERTO Y PABLO (DEL 1 AL 10)

 

ALBERTO

PABLO

BESOS

10

10

 

BUEN OLOR

10

10

 

HUMOR

6,5

7,5

 

INTELIGENCIA

8

7,5

 

SEXO

 

9

 

9

 

CULTURA

9,5

5,5

 

BELLEZA

5,5

9,5

¿Qué elegir? ¿Un moreno guapísimo y cachas frente a un rubio tirando más bien a feíto?... ¿O un rubio con una inteligencia prodigiosa que machacaba a un moreno que no era precisamente una lumbrera? Mejor dejaremos las comparaciones para otro momento.

Cosas que pasan cuando te enamoras por internet
titlepage.xhtml
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_000.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_001.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_002.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_003.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_004.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_005.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_006.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_007.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_008.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_009.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_010.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_011.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_012.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_013.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_014.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_015.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_016.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_017.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_018.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_019.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_020.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_021.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_022.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_023.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_024.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_025.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_026.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_027.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_028.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_029.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_030.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_031.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_032.html
CR!ZX51FRQY0X0TN20DNV84K2N3JZE5_split_033.html