53
UNA revolución estaba desarrollándose en el recibidor de Viridian. Julien no quería irse a dormir y estaba hecho un mar de llanto histérico. Diego, en brazos de Índigo, le hacía coro berreando a grito abierto mientras se frotaba los ojos con las manos empuñadas. Ayden no paraba de gritarle a Julien que no hiciera llorar a su hermano. Victoria estaba mediando entre los niños, ella se había hincado para estar a la altura de Julien, lo había sujetado por los hombros e intentaba razonar con él.
—¡No queyo domii!. Tú dijiste que pimeyo vas a leyee un cueto. —Dijo Julien con el rostro empapado de lágrimas.
—Julien, —Victoria enmarcó entre sus manos el rostro encantador del niño y retiró las lágrimas con los pulgares— Desde luego que les voy a leer un cuento, pero no aquí, sino en la habitación. Es hora de dormir. Diego tiene sueño y tú también, aunque estés haciendo un berrinche de primer premio. Vamos a la alcoba, se ponen los dos sus pijamas, se acuestan en sus camas y entonces les leeré el cuento que tú elijas.
—Diego es un chiietas. —Refunfuñó Julien hipando.
Diego elevó más los decibeles de sus berridos.
—¡MAMÁ, JULIEN ME DIJO CHIIETAS!. —Gritó Diego con todo el poder de sus pulmones.
—Si no los conociera, diría que alguien los está torturando. Su griterío se escucha hasta el otro lado del Ashley. —Dijo Mario divertido, desde el umbral de la puerta principal— ¿Dónde están Fátima y Oliver?.
—Están en el despacho de Fátima revisando el... —Los ojos de Victoria a punto estuvieron de estallar en sus cavidades cuando distinguió la figura masculina que se plantaba al lado de Mario— ¿Daniel?.
—Finalmente tu esposo te ha permitido abandonar la maldita alcoba. Ya estaba planeando ingresar por asalto. —Respondió el muchacho con una enorme sonrisa iluminándole el rostro y que hizo brillar sus ojos plateados.
Victoria no se movió. Tragó saliva un par de veces y luego las lágrimas hicieron su aparición. Ella se levantó, atravesó el salón corriendo y se arrojó a los brazos de su hermano.
—Vamos niños, yo les leeré el cuento. Ayden, recoge tu muñeca y ven conmigo, es hora de que tú también te vayas a la cama. —Dijo Índigo, mientras sujetaba la mano de Julien, que ahora se rehusaba a caminar.
—Tú leyes feo. ¿Po qué Daniel está haciendo yoya a Vitoya?. —Julien había parado el llanto de un tajo y contemplaba con el rostro enfurruñado a los dos hermanos.
—Victoria está feliz de verlo. Daniel es su hermano y no lo veía desde hacía ya muchos años. —Índigo intentó explicarle al niño la situación. Julien no quedó conforme.
—¿Él también tiene mecasismo paya hace yoya a las mujeyes?. —Preguntó Julien. Para entonces, Diego había dejado de llorar y tenía la cabeza recostada en el hombro de la nana, el pulgar en la boca y los ojos casi cerrados y a punto de caer rendido de sueño.
—Posiblemente. —Respondió Índigo en medio de un suspiro de resignación. Seguramente Daniel, había dejado una estela de corazones femeninos rotos y llorosos. Un hombre como él, jamás pasaría desapercibido. Y no precisamente porque fuera un hombre atractivo con unos espectaculares ojos color plateados, sino, porque poseía una personalidad devastadora, el concepto que él tenía de la vida y las mujeres, eran tan particular que ninguna fémina que se cruzara en su camino, habría de ser relegada a los deberes domésticos. Y eso quedaba de manifiesto en la manera en que se había esmerado por conseguir que su propia hermana aprendiera infinidad de artes restringidas para el género femenino.
—Yo no voa ce yoya a una mujee. —Resopló Julien indignado, mientras subía los peldaños de la escalera, sujetando la mano de Índigo.
—Ya me encargaré yo de recordártelo en caso de que lo olvides. —Concluyó Índigo mientras guiaba a los infantes a sus respectivas habitaciones.
Victoria no deseaba liberar a Daniel de su abrazo, temía que al hacerlo él se esfumaría.
Cuanto lo había necesitado.
Cuánto lo había extrañado desde que se marchó a España.
Daniel notó el cambio en su hermana, se le veía más entera y madura, pero también frágil. Él entendió que su encuentro le había recordado memorias pasadas que la hacían sufrir.
A él también lo habían lastimado las decisiones insensibles de sus padres.
Y él, era un hombre.
No pretendió siquiera, imaginar por todas las desgracias que había pasado su hermana, porque jamás sería capaz de vislumbrarlo.
—Decirte cuánto lamento no haber estado contigo cada vez que necesitaste de apoyo, no reivindica mi ausencia y tampoco te brindará consuelo. Pero, te doy mi palabra que no volverá a ocurrir. Me aseguraré de quedarme cerca de ti y brindarte mi ayuda, mi hombro, mi espada y mi tiempo cuando tú lo solicites.
Victoria no atinaba a armar las frases que expresaran la mezcla de dolor y júbilo que la invadían en ese momento. Sólo logró asentir.
—¡Gracias!. —Fue la única palabra que escapó de sus labios.
—Santiago me contó una versión, pero me interesa escuchar la tuya, cuando te sientas en condiciones de hablarme sobre ese asunto. —Daniel le acariciaba el pelo y ensartaba de vez en cuando algún mechón dorado se empeñaba en abandonar su sitio.
Tonalidades de dorado a rojo se apoderaron del horizonte, cubriendo por entero el trozo de cielo que se apreciaba a través de la ventana en la habitación del hotel. Gonzalo del Valle tenía el rostro descompuesto y jadeaba como un jabalí embistiendo una presa invisible.
No estaba solo, en la alcoba se encontraban dos hombres mal encarados y desaliñados.
—Yo lo vi, Don Gonzalo. —Dijo el informante más robusto— Estoy completamente seguro de que era el Coronel Salvatierra. Él casi me atropella cuando salió de la habitación en el hotel de Veracruz, con la señorita de Casielles en brazos. Lo vi muy de cerquita y podría reconocerlo sin problemas. Señor, el Coronel Salvatierra iba acompañado de otro hombre más joven que él. No le vi la cara, pero el pelo lo tiene muy claro y por la forma en que cabalgaba y la ropa que vestía, de seguro que es un riquillo. Visitaron una plantación de arroz que está por el camino que bordea el río, curiosamente esas tierras colindan con las del señor Drake.
Esa descripción hizo que sonaran alarmas en la mente del minero. Él no conocía a Daniel. Ese condenado hermano de Victoria había vivido en España durante varios años y mientras duró el efímero compromiso entre él y Victoria, el heredero de la fortuna de Casielles nunca tuvo a bien dignarse a presentarle sus respetos por ser el prometido de su hermana.
Pero...
Había muchos cabos sueltos.
Daniel se había marchado de la hacienda de su familia sin dejar rastro ni mensaje alguno de su destino. Victoria era rubia. Y el hombre que había visto su vigilante, tenía el pelo muy claro... El minero se frotó la barbilla con la mano.
Podría ser.
Cualquier cosa era posible.
Muy posible.
—¿Alguna señal de Victoria?. —Preguntó Don Gonzalo mientras se rascaba la cabeza y luego la entrepierna.
—Nada aún señor. —Respondió firme el hombre.
—El Coronel Salvatierra es la clave para dar con Victoria. Tráiganmelo. Lo necesito vivo. O por lo menos, lo suficientemente vivo como para que me de respuestas.
—Así se hará.
—Antes de que te marches, quiero saber si alguno de los hombres ha averiguado algo más sobre el señor Drake. —Preguntó el minero mientras se dejaba caer en un sillón.
—Es un hombre poderoso. Los esclavos que trabajaban en sus plantaciones, no son esclavos del todo. Cada uno de ellos es libre y aunque no poseen tierras, ellos reciben trato insuperable. Ellos cultivan las plantaciones de arroz e índigo y lo hacen por decisión propia. Ese señor Drake tiene aliados, no trabajadores.
Una mueca de desaprobación se cinceló en el rostro del minero. Para él, cualquier persona que estuviera bajo sus órdenes, no pasaba de ser sólo una pieza que él podía mover a su antojo y desechar cuando ya no sirviera o estorbara a sus propósitos. Mineros, sirvientas, jornaleros, caballerangos y hasta matones, habían sido despachados por su propia mano, cuando ya le resultaban fastidiosos o innecesarios. El comportamiento del señor Drake, le resultó chocante y lo posicionó como un pusilánime, en su muy personal escalafón. Un hombre a quien sus sirvientes no temían, era sólo un pelele, inepto y fútil. Don Gonzalo casi sintió pena por ese señor Drake a quien no conocía.
En un segundo, en su cabeza se formaron infinidad de imágenes. Tal vez hasta pudiera sacar provecho de esta situación. Sería interesante poseer una plantación de arroz al norte del continente. Ese pensamiento lo animó.
—¿Tiene familia?. —Sus ojos inyectados de sangre brillaron.
—Sí. Tiene esposa e hijos. Son apenas unos niños. Ese hombre es joven... —Don Gonzalo lo interrumpió.
—Un hombre joven con esposa e hijos... —Meditó por un instante— Sencillo. Tiene demasiados puntos débiles.
Una cadena de recuerdos le desfilaron por la memoria.
Se vio a sí mismo joven, pobre y desesperado por labrar su propia fortuna. Estaba convencido de que él podía dar con alguna veta de plata, como lo había hecho Juan Rayas, hacía casi un siglo.
Y la encontró por intervención del destino.
Mientras vagaba por la falda de una montaña, lo pescó una tormenta que se antojaba diluvio. Tuvo que buscar refugio en una saliente. Logró recoger unas cuantas ramas y encendió una diminuta fogata. Cuando las llamas danzaron, le revelaron chispazos en la pared de roca. Era plata. Para su mala fortuna aquellas tierras tenían dueño. Un hacendado rico que no aceptaría a un hombre pobre como socio.
Así fue como todo empezó.
Pocos días después había ingresado a trabajar como peón en la hacienda de aquel hombre. En menos de un mes había ultrajado a la hija adolescente del hacendado. La convenció de casarse con él utilizando una buena dosis de golpes y amenazas. Pero ante la negativa de los padres para que ella contrajera nupcias con semejante escoria, como lo llamó el padre de ella, el joven Gonzalo se encargó de desaparecer a la hermana mayor y al hermano lo dejó mal herido de un balazo en el costado. El muchacho falleció pocos días después.
La boda se celebró en un ambiente pesaroso y desagradable. No hubo invitados, sólo los padres de la novia, que toleraron con admirable estoicismo aquella ceremonia.
La madre falleció. Dijeron que fue un infarto. Él sabía quién se lo había provocado al ahogarla con una almohada mientras dormía la siesta.
El padre de la novia, nunca regreso de su viaje a la ciudad de Guanajuato. La escolta que lo custodiaba se vendió por una generosa cantidad de oro. Ellos no interfirieron. Gonzalo, personalmente, le perforó el pecho de un disparo y lo enterró en alguna parte del camino. Ya ni siquiera recordaba el lugar.
Después todo fue sencillo. Se dedicó a explotar la bocamina y a ignorar a su mujer. La chica perdió un par de niños. Las comadronas dijeron que se debió a la mala vida que él le daba. Tuvo que despachar a las parteras en cada ocasión. Hasta que finalmente la esposa le hizo el grandísimo favor de morirse. Una mañana simplemente ya no se levantó. Él no se molestó en investigar, sólo ordenó a los sirvientes que la metieran en una caja de madera y la enterraran. Nunca supo en dónde.
Con el camino ya libre de obstáculos, su vida fue un continuo escalar de posición hasta llegar a posar sus manos en un sitio preponderante en la comunidad. Su hacienda minera era la más grande y productiva de la región. O por lo menos, lo había sido durante muchos años. Y luego cuando las primeras inundaciones amenazaron la mina, se dispuso a volver a la carga. Las esposas resultaban ser convenientes cuando tenía problemas de liquidez. Pero, la última mujer, no había sido lo que él esperaba. Lo había engañado. Él la creyó acaudalada, ella había sido la esposa de un hacendado de la Nueva Galicia. Era viuda y heredera única de la fortuna del difunto marido. No lo pensó dos veces. Contrajeron nupcias y poco le faltó para desmembrarla con sus propias manos la noche de bodas, al averiguar que sólo poseía unos fondos indignantes. Ella había dilapidado la fortuna y se había quedado en la ruina. Y él, él había sido su fuente de recursos inagotable. Fueron sólo un par de años los que él tuvo la desgracia de soportar a esa arpía aprovechada. Y después de unas cuantas buenas palizas, había sido un puñetazo bien colocado y la esquina de un escritorio los que hicieron el trabajo. La bruja chupa sangre se había partido el cráneo y él alegremente era viudo por segunda vez. Pero aquella desgraciada le había hecho trampa hasta en la muerte. La muy maldita le había informado de todo a su condenada hermana y esa mujer, se había encargado de chantajearlo de tal forma, que parecía provocarle placer cada pieza de oro que le extirpaba. Ella también fue despachada.
Desafortunadamente, para entonces, ya no había manera de salvar la mina, las inundaciones estaban devorando niveles y la mina había sido sobre explotada y él insistía en mantenerla en funcionamiento para cubrir suspicacias. Entonces descubrió las tierras de la familia de Casielles. El bendito destino le sonreía ofreciéndole una nueva historia.
¡Y la maldita Victoria se había empeñado en descomponer sus planes tan bien detallados!...
—¿Señor alguna otra orden antes de marcharme?. —Preguntó inexpresivo el hombre que parecía estar a cargo.
—Tráiganme al Coronel Salvatierra. —Le respondió tajante y luego agitó la mano, indicándole que se marchara.
Él abandonó la habitación sin mediar palabras.
Don Gonzalo se arrebujó en el sillón y levantó el rostro. Intentó invocar a sus recuerdos, pero no hubo más imágenes. Ni siquiera la fugaz aparición de aquellas personas a quienes había eliminado durante su periplo en este mundo.
Ni una sola.
Se convenció de que cada uno de sus aciertos, porque así era como los llamaba, eran necesarios y por eso perdían valor cuando se concretaban. Tantos aciertos había en su lista, que ya no valía la pena recordarlos.
No había lugar para minucias en la memoria de un hombre.
—Créeme que no son minucias lo que vas a presenciar. —Dijo Mario esbozando una sonrisa burlona de lado.
—De mi mujer puedo esperar cualquier clase de perpetraciones, pero jamás minucias. —Respondió Santiago ajustándose el cinturón de donde pendía la espada.
La madrugada se había teñido de una gama de colores de ocre a oro, Mario y Santiago caminaban hacia las caballerizas, dejando el cielo dorado posarse sobre ellos.
Los dos salieron de Viridian montando vigorosos sementales. Había la suficiente luz para provocar un ataque cardiaco a cualquier merodeador que los tuviera bajo la mira. Especialmente, a aquel que había constatado que Santiago de Alarcón yacía en el interior de un ataúd pocos minutos antes de ser sepultado.
—¡Maldición!. —Gruñó entre dientes el hombre apostado tras un arbusto— ¡Está vivo!. ¡Yo vi su cuerpo en el cajón!. —El hombre desesperado se pasó las manos entre el pelo.
Tomando precauciones, él se escabulló entre los arbustos y árboles hasta alcanzar el sitio en donde estaba guarnecido otro vigía. El rostro descompuesto fue suficiente para advertirle al cómplice que no iba a recibir una buena noticia.
—¿Qué te traes?. —Le dijo en tono parco, aferrando con más fuerza el mosquete que llevaba aún enfundado en el cinturón.
—Avisa a los demás que sigan a esos dos hombres y no los pierdan de vista. Yo voy a informar a Don Gonzalo que el endemoniado Santiago de Alarcón está vivo.
El hombre se internó entre los árboles y montó uno de los varios caballos que estaban atados a los troncos. A galope tomó el camino que lo conducía a la ciudad. Él no lograba dar crédito a lo que vieron sus ojos. Él había comprobado que Santiago estaba bien muerto. Él mismo lo había tocado y no encontró pulso, Santiago estaba frío y su rostro era sólo el reflejo de la muerte fresca.
El trayecto le pareció eterno, pero cuando finalmente arribó a la ciudad, de un salto bajó del caballo y ató las riendas a una argolla instalada en la pared del hotel. Ingresó como tromba al lobby y corriendo se dirigió al segundo piso. Sin llamar a la puerta de la habitación, el hombre la abrió e ingresó apresurado.
No fue recibido de la mejor manera.
Don Gonzalo estaba atareado obteniendo los favores de una joven prostituta de muy mala pinta. Ella estaba sucia y despedía un olor agrio, tenía algunas manchas misteriosas en el cuello y cardenales muy, muy recientes en el rostro, eso sin mencionar que su cuerpo lucía una capa de sudor y mugre. Fue una escena nauseabunda que dejó pasmado al esbirro.
—¡Que demonios... —Rugió Don Gonzalo, al tiempo que empujaba a la mujer quitándola de encima de su voluminosa humanidad. Ella se escurrió al otro extremo de la cama, recogió sus ropas mugrientas y se vistió a una velocidad sorprendente.
—Santiago de Alarcón está vivo. —Gruñó el hombre como si le hubiera dado un latigazo.
El efecto de esas palabras no fue gélido, muy por el contrario le provocaron un estallido que incendió cada centímetro del cuerpo obeso del señor del Valle. Haciendo gala de una tétrica serenidad, Don Gonzalo se enderezó con un marcado esfuerzo que tiño de escarlata su piel amarillenta y abandonó el lecho. En total silencio se vistió y al abrochar el último botón de su casaca, el hombre estalló en frío.
—Dijiste que estaba muerto. Que tú mismo lo habías visto tendido en el cajón improvisado. Que presenciaste cuando lo enterraron. —Don Gonzalo mantuvo la intensidad lóbrega en la voz— Ramiro, me aseguraste que él estaba muerto. —Inconscientemente acarició el cañón del mosquete que descansaba sobre la mesa de noche.
—Estaba seguro señor. —Ramiro trago saliva un par de veces para aclararse la garganta y controlar los nervios. Por equivocaciones menores, otros hombres terminaban con el pecho agujereado.
Don Gonzalo pasaba sus dedos regordetes intentando acicalar su ralísimo pelo grasoso, en un intento desesperado por no arrancarse el cabello o plantarle un plomazo en la cabeza a Ramiro, tan sólo para mitigar la rabia que lo estaba atormentando.
—Estabas seguro de que Santiago había muerto, ¿cómo podría creerte, ahora que me dices lo contrario?. —Preguntó con la mandíbula tensa y los dientes tan apretados que las palabras tuvieron problemas serios para escabullirse entre el sarro de los dientes.
—Don Gonzalo, el hombre está vivo. Lo vi cabalgando acompañado del Coronel Salvatierra, iban por el camino del río, rumbo a la plantación que visitó el militar con el sujeto que no pudimos identificar. Iban solos.
—Bien. Consigue un carruaje. Reúne a los hombres que están haciendo guardia aquí y espérenme afuera del hotel. Llegó la hora de que las malditas cosas sean puestas en el sitio dónde pertenecen.
—Como usted ordene, Don Gonzalo.
Ramiro salió de la habitación, dispuesto a cumplir las órdenes. Sabía que la suerte le había servido de escudo. Y debía sacar provecho de esta protección inesperada. Don Gonzalo era de los hombres que disparaba de frente, pero con mayor frecuencia, por la espalda.
Un par de minutos más tarde, la escolta compuesta por diez hombres avanzaba a caballo custodiando el coche. En el interior del carruaje, Don Gonzalo viajaba solo. La pistola estaba cargada y en la funda que pendía del cinturón. La daga, oculta en la bolsa de su casaca. Esas eran sus armas favoritas y las que siempre había llevado consigo, eran sus amuletos de buena suerte.