47
SENTADO en un mullido sillón de la sala en la hacienda La Jacaranda, Don Gonzalo del Valle y Alba, bebía una copa de brandy mientras esperaba que uno de sus esbirros le expusiera las noticias.
—Señor Don Gonzalo, ya le conseguí la información que me pidió. Tuve que seguir el rastro del oficial hasta la Ciudad de México. Lo habían asignado al regimiento de la capital. Pero con todo y los problemas, el oficial no tuvo empacho en hablar después de que lo animé con un buen puño de monedas de oro. Él me dijo que el coronel que lo apresó a usted en el hotel de Veracruz, se había dado de baja del ejército. Dicen que ya nunca volvió después de haberlo mandado encarcelar a usted.
El hombre de aspecto descuidado, se pasó los dedos por debajo de la nariz, en un claro gesto de desagrado. El olor que Don Gonzalo despedía era rancio, a pesar de que su ropa estaba limpia, su rostro y cabello evidenciaban días, tal vez semanas sin tener contacto con el agua y el jabón. Su pelo ralo y grasoso, con una desagradable coloración verdosa era una visión nauseabunda, aunque no tanto como el impacto que causaba la pestilencia de su aliento cada vez que pronunciaba alguna palabra. Y la visión pavorosa de sus dientes ennegrecidos, lograba conferirle un aspecto inmundo.
—¿Algo más?. —Preguntó el hombre obeso al tiempo que se rascaba la cabeza.
—Si señor. Utilicé todo el oro que me dio para sobornar al oficial, y él me proporcionó información valiosa. Descubrí que después de que se lo llevaron a usted a la prisión, el carruaje que mandó pedir el Coronel Salvatierra, los condujo al embarcadero. La señora Victoria iba con él. Se embarcaron en un navío de nombre "Aventurine". No lo encontré en el puerto, parece que desde entonces no ha vuelto a atracar en Veracruz. Fui al registro de embarques y pregunté. Me informaron que el Aventurine fue comprado por un tal Pablo no sé qué, y su destino se registró como Charles Towne, en Carolina. Esa fue toda la información que pude averiguar. La tripulación del Aventurine, tampoco ha vuelto, o por lo menos no pude localizar a alguien que me diera señas exactas del paradero de alguno de los tripulantes.
—Charles Towne. —Repitió Don Gonzalo, saboreando las palabras entre sus dientes ocres— ¿Del joven de Casielles averiguaste algo?.
—Regresó hace varios meses. Ya está instalado en la hacienda y parece que tiene serios problemas para mantenerla a flote. No esperaba encontrarse con las noticias que lo recibieron.
—Entonces, ha llegado el momento de visitar a mi querido cuñado Daniel. Prepara todo. Saldremos en dos días.
—Cómo lo ordene el señor. Con su permiso Don Gonzalo.
El hombre sacudió la mano regordeta despidiendo a su esbirro, que casi volando salió de aquel cuarto pestilente.
—Así que Charles Towne... ¿Qué demonios hay en Charles Towne?. —Se preguntó Don Gonzalo en voz alta— Después de visitar al jovencito de Casielles, tal vez, sería una buena opción salir de viaje y visitar nuevas ciudades. Uno nunca sabe las maravillas que puede descubrir en tierras lejanas.
Una pavorosa sonrisa negruzca se dibujó en aquel rostro surcado por las arrugas y la mugre.
Ah, cómo le gustaba hacer visitas inesperadas. Mientras más sorpresivas, más retribuciones.
—Joven Don Daniel, tiene una visita. —Dijo el capataz, dirigiéndose al muchacho sentado detrás de un enorme escritorio tapizado de papeles e iluminado por un candelabro con cinco velas.
—¿Una visita?. ¿A esta hora?. —Refunfuñó fastidiado Daniel, arrojando el libro que examinaba sobre la alfombra de papeles— ¿Quién es y qué quiere?.
—Dijo que era un pariente suyo y que exigía, así dijo, —Enfatizó, el hombre— hablar con usted.
—¡Yo no tengo parientes!. ¿Tú lo recuerdas?. Porque si dice ser mi pariente, seguramente habrá venido aquí a visitar a mis padres... —Hizo una pausa— O a mi hermana...
—Yo no me acuerdo de él, porque en el tiempo en que la niña Victoria estaba con lo del casorio pos yo no andaba por aquí. El patron su papá me mandó a comprar ganado y pos cuando volví me enteré de toda la tragedia. Pero, pos parece que las mujeres si se acuerdan de él, le tienen harta desconfianza. Se le quedan mirando con los ojotes bien abiertos, la boca les tiembla y resoplan y resoplan.
—¡Maldición!. —Daniel abrió el primer cajón de la derecha y extrajo una pistola, se aseguró de que estuviera cargada y la colocó sobre los papeles. Reverberaron en su memoria, los relatos de las mujeres que vieron a sus padres asesinados por un hombre que había visitado la hacienda un par de ocasiones y que se había prometido con su hermana— ¿Viene solo?. —Preguntó ansioso.
—No. Trae escolta. Son cuatro... —Daniel interrumpió.
—Hazlo pasar, pero que entre solo y no cierres la puerta. Quédate afuera vigilando, ese hombre podría ser el que busco. —Las palabras se desprendieron de sus labios como si fueran lápidas, graves, dolorosas y cargadas de rabia.
—Cómo usted diga, joven Don Daniel.
El hombre salió del despacho, y unos segundos después, el sonido firme y determinado de los pasos, le anunciaron al joven que su visitante se acercaba sin una minúscula pizca de recelo.
Una voz clara, ronca y autoritaria flotó desde aquel personaje hasta los oídos del muchacho. Sólo le bastó ver frente a frente a su visitante, para entender el motivo de las reacciones anormales de las féminas que trabajaban en la hacienda, cuando contemplaron a ese hombre.
—Daniel de Casielles... —Pronunció el nombre sin inflexiones en la voz. No había preguntado, lo había afirmado— He conservado desde hace tiempo, un obsequio para ti que ansío entregarte.
El hombre le habló sin un sólo dejo de distancia en las palabras, se expresó como si lo conociera de toda la vida. Daniel se estremeció. Los asesinos tendían a experimentar una cercanía enfermiza con las víctimas.
—Y, ¿quién demonios se supone que es usted?. —Daniel le escupió las palabras estilando de socarronería.
Él hombre sonrió.
Avanzó lentamente hasta que poco menos de un metro de aire se interpuso entre ellos.
El cuerpo de Daniel era un manojo de músculos en tensión. La seguridad con la que ese hombre se movía a sus anchas, no hizo más que ponerle al joven hacendado, los nervios en guardia. Sin embargo, algo no cuadraba. El hombre debería ser mucho más mayor y de aspecto pringoso. Este hombre era todo lo contrario. ¿Quién cara...
Daniel no tuvo tiempo de formularse la pregunta.
Un puño se le incrustó en el rostro. Daniel, ni siquiera lo vio venir. El movimiento de ese miserable desconocido, había sido tan rápido, que el hacendado no supo lo que ocurrió hasta que la alfombra, le acarició el rostro.
A Daniel le tomó un par de minutos recuperarse de la sorpresa y del puñetazo. Sacudió un par de veces la cabeza para desembarazarse de la conmoción y apoyó las manos sobre la alfombra para ponerse de pie.
Una mano apareció frente a su rostro. Él, la contempló durante algunos segundos. Esa era la mano de un hombre que trabajaba sin descanso, tenía tantas marcas que bien podía pensarse que había colocado la gravilla de los caminos con sus propias manos. De un golpe con el dorso de la suya, Daniel rehusó el auxilio y tambaleante se puso de pie.
—Me prometí, que cuando conociera al hermano de mi esposa, lo primero que le daría, sería un puñetazo en el rostro y después le ofrecería mi total admiración.
La sorpresa de Daniel se le desbordó en el rostro. Ese tipo hablaba de su hermana...
No.
Ese maldito había dicho "su esposa".
El hombre le ofreció de nuevo la mano y esta vez, Daniel la aceptó, pero no de muy buena gana. De un tirón lo atrajo hacía él y lo sujetó por la solapas de la casaca gris que vestía el desconocido.
—¡Le concedo un minuto para explicar lo que ha dicho sobre mi hermana, antes de que le reviente un plomazo en el vientre!. —Daniel le habló escupiendo rabia en lugar de palabras.
—Te agradeceré que no me obsequies con más balazos. Aún estoy recuperándome del que, el asesino de tus padres, tuvo a bien sembrarme en el pecho. Y la verdad, ese puñetazo no fue una buena idea, otra vez me está doliendo el hombro. Cuando mi ama de llaves se entere, me va a soltar un rapapolvo que no te lo recomiendo.
Daniel no pudo dar crédito a lo que escuchaba. Sus enormes ojos plateados se abrieron tanto que cualquiera habría pensado que la plata se le desbordaría. Y su ojo derecho, empezaba a mostrar señales de hinchazón.
—¿Cómo lo sabe?. —Daniel logró articular esa frase.
El desconocido sujetó las manos de Daniel y las arrancó de las solapas de su casaca, se separó de él un par de pasos y extendió el brazo ofreciéndole la mano.
—Soy Santiago de Alarcón. Yo me casé con tu hermana hace poco más de dos años, lo que le enseñaste a Victoria, lo aplicó conmigo y me hizo ver mi maldita suerte, hasta que finalmente la hice mi esposa. Daniel, ella y yo estamos separados desde hace más de un año. —Santiago supo que esa pregunta era la que estaba a punto de abandonar los labios del muchacho y prosiguió— La envié a un lugar seguro para protegerla del hombre que a punto estuvo de matarnos a ambos. Mi esposa estaba embarazada y estoy seguro que perdió al bebé después de que ese animal de Gonzalo del Valle y Alba, la arrojara por la escalera.
Al rostro de Daniel se le evaporó el color. Dando tumbos alcanzó su sillón y se dejó caer. Santiago se sentó en una de las sillas al otro lado del escritorio.
—Desearía haber venido hace meses, pero la herida del pecho fue grave y me tuvo en cama durante largo tiempo.
—Usted dijo... —Santiago lo interrumpió.
—Santiago. Yo no requiero de ceremonia para hablar contigo y tú tampoco. —El joven asintió y corrigió el discurso de inmediato.
—Dijiste que habías enviado a mi hermana a un lugar seguro para protegerla. ¿Dónde está?
Santiago bajó el rostro. Esa separación, le provocaba un virulento dolor permanente, más intenso que el que experimento cuando el maldito pedazo de plomo se le incrustó en la carne. Y con cada condenado latido de su fragmentado corazón, se encargaba de transformar ese sufrimiento en una punzada constante, que ahora, se había convencido que era un puño de espinas lo que pulsaba en el interior de su pecho.
—Así es, por el momento, ella está bien. De otra manera estoy seguro de que ya hubiera recibido alguna noticia o una visita en particular. —Pensó en Eugene— Pero, considero que lo prudente sería que conozcas mi versión. Como te dije, fui herido en el pecho y eso, me mantuvo en cama durante mucho tiempo, de lo contrario, ten la certeza de que hubiera venido antes a buscarte.
—Sólo te habrías encontrado con una hacienda sin dueño. Yo llegué hace solo un par de meses. La travesía en barco fue larga y luego el viaje en caballo me tomó un buen tiempo. Apenas puse un pie dentro de la casa y los habitantes de la finca me recibieron con una serie de tragedias, ni una sola maldita respuesta y una condenada hacienda que manejar. —Daniel se mesó el cabello. Con ese simple gesto, Santiago percibió la desazón del joven hacendado. El hermano de Victoria no era menor que él, tal vez hasta fuera mayor un par de años. Por lo menos, pensó Santiago, la brecha generacional no existía entre ellos, y eso podía considerarlo abiertamente como un punto a su favor.
—Temí que al venir encontraría una nueva tumba con tu nombre grabado en la lápida. —Daniel casi pierde los ojos al escuchar esa suposición. Santiago prosiguió— Te voy a relatar cómo conocí a tu hermana y porqué te ganaste el puñetazo. Y posiblemente al final de la historia, puedas encontrar las respuestas que necesitas para esclarecer el homicidio de tus padres y las razones que me obligaron a separarme de tu hermana.
Daniel asintió, se recargó en el respaldo del sillón, cruzó los brazos sobre su abdomen y se dispuso a escuchar a Santiago.
A pesar de la aparatosa presentación con que había llegado ese hombre, a Daniel no le disgustó la actitud del individuo. Él irradiaba determinación y poder, pero también era un hombre con temple que mantenía a raya sus emociones y además, era calculador, tenía plena conciencia de hasta dónde podía llegar sin perder el control y cuánto presionar a su oponente para conseguir lo que sea que hubiera planeado metódicamente. Santiago era joven, tal vez un par de años menor que él. Eso le provocó a Daniel una gran satisfacción, su hermana había elegido bien a su compañero de vida.
Su compañero había sido una buena elección.
Compañeros, se corrigió Victoria. Las visitas continuas de Julien, Diego y Ayden no permitieron que ella se abandonara a las profundidades de la desolación. Y eventualmente logró mantenerse a flote y cuando se sintió inmunizada contra el dolor de las pérdidas, retomó las riendas de su mundo. Le había llegado la hora de arar su destino y sembrar posibilidades que le dieran bastas cosechas de conquistas.
Con el oro que Santiago le entregó a Mario, Victoria había comprado las tierras colindantes con Viridian y bajo la supervisión de Eugene, compraron esclavos africanos provenientes de Gambia y Sierra Leona ya que eran los que contaban con experiencia en cultivos de arroz para trabajarlas. Y aunque Victoria no estaba de acuerdo en considerar esclavos a sus trabajadores y siguiendo las mismas condiciones establecidas en las plantaciones de Oliver, Victoria les había concedido la libertad, ofreciéndoles un trabajo en lugar de una ama, y para evitarse problemas con los hombres que serían su futuros clientes, optó por mantener en secreto, su muy particular acuerdo entre ella y sus jornaleros.
Si bien, los trabajadores vivían en las cabañas construidas para ellos, ninguno era tratado como esclavo. Dentro de la plantación, ellos eran colaboradores con los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro hombre blanco, aunque fuera de los límites de la tierras de Victoria, el resto del mundo se empeñara en considerarlos inferiores. Esos hombres y mujeres afortunados, aprendieron en muy poco tiempo que la joven con rostro de muñeca, era una mujer justa y voluntariosa que trabajaría hombro con hombro para sacar adelante su plantación.
Jade.
Victoria había bautizado la plantación con el nombre de Jade. Si el verde la había rodeado siempre proporcionándole penurias, ahora el verde revelaría su verdadero significado y la abastecería de vida en cada tallo de arroz que se cosechara.
En pocos meses, con ayuda de todos sus trabajadores, Victoria había instalado una prometedora plantación.
Ella se empleaba la mayor parte del día en Jade, aprendiendo sobre el cultivo del arroz y hasta experimentando ella misma con preparación de la tierra, la siembra y el traspaso de los tallos; la construcción de sistemas de irrigación a través del río Ashley y el cuidado del cultivo.
Uno de tantos días, uno en especial, Victoria se había marchado como todas las mañanas a supervisar el avance de su plantación, pero precisamente ese día, no había desayunado con los niños, como solía hacerlo todas las mañanas.
Julien estaba enfurruñado, comía una cucharada de avena y luego hacía mil preguntas sobre Victoria y el por qué no había ido a desayunar. Comía otra cucharada y jugueteaba con el cubierto salpicando el mantel de avena.
Ayden no paraba de hacer rabietas porque la leche estaba fría o caliente y las magdalenas tenían moras. Desayuno que normalmente comía sin quejarse.
Sólo Diego era inmune a la ausencia de Victoria.
—Me quieren explicar ¿por qué los berrinches?. —Preguntó Fátima con los brazos en jarras, de pie a un lado de la mesa de batalla, manchada de avena, leche y trozos de magdalena a medio comer.
—Julien está fufuñosando. —Dijo Diego entre cucharada y cucharada de avena que llevaba a su boca— Ayden está bien peyucha.
—¿Julien?. —Fátima se inclinó hasta que su rostro quedó a la altura del niño— ¿Por qué estás refunfuñando?.
—No estoy funfuñosando, mamá. —Canturreó el niño con la típica tonadita de fastidio infantil.
—¿Ayden?. —Fátima observó a la niña.
—Victoria siempre bate mi leche para que no esté caliente y le quita las moras a las magdalenas. No me gustan las moras. —Dijo la niña con la cabeza inclinada a un costado y moviéndola al ritmo de cada sílaba.
—Vitoya le da la vena a Julien —Informó Diego— poque no queye comela solo.
Fátima se enderezó y observó a los tres niños. Resultaba evidente que dos de ellos estaban molestos por la ausencia de Victoria, pero Diego no parecía haber caído en ese embrujo victoriano.
—Diego, ¿tú no estás enojado porque Victoria no los acompañó a desayunar hoy?. —Preguntó Fátima.
—No mamá. Vitoya me susta. Es la hemana de la muneca de Ayden y yo penso que se va a yompe cuando camina.
Fátima estuvo a punto de sucumbir a un ataque de risa.
Julien se había encaprichado con Victoria.
Diego le tenía miedo porque la consideraba una muñeca tamaño familiar que podría romperse en cualquier minuto, como había sucedido con una de las muñecas de Ayden que Diego había roto sin intención. Fátima se enterneció con la respuesta de su hijo, se inclinó a su lado e intentó remediar el temor.
—Diego, Victoria no es una muñeca. Es una mujer como yo, y yo no me he roto, ¿verdad?. —El niño movió negativamente la cabeza y se llevó la cucharada de avena a la boca.
—Peyo, tu eyes mamá. Y la mamá no se yompe. —Respondió Diego después de pasar el bocado. Fátima enternecida le obsequió un beso en la frente.
—Julien, no quiero ver más avena derramada sobre el mantel. Ayden, me encargaré de que no pongan moras a las magdalenas. Terminen de desayunar en paz.
Los tres niños asintieron y desayunaron sin mayores contratiempos.
—Mamá, ¿Vitoya va a veni a come?. —Preguntó Julien con un grueso bigote de avena sobre su labio superior.
—Si Julien, voy a avisarle que ustedes desean que los acompañe durante el almuerzo.
—¿Seguya mamá, que Vitoya no se va a yompe? —Insistió Diego.
—No Diego, Victoria no es de porcelana. Ella está hecha de acero y seda.
—Tía Fátima, ¿por qué no vino Victoria a desayunar hoy con nosotros?. Ella siempre desayuna aquí y luego se va a Jade.
—No lo sé, cariño. Te prometo que investigaré por qué se marchó tan temprano.
Fátima se encaminó a la puerta del desayunador y pidió a la sirvienta que fuera a llamar a Índigo. Minutos más tarde, la nana se abría paso al interior del cuarto.
—¿Me llamaste?.
—Victoria no vino a desayunar y la dama y los caballeros están fastidiados. ¿Sabes algo al respecto?. —Preguntó Fátima.
—Sí. Hoy sería su aniversario de bodas. Victoria deseaba estar sola y me dijo que más tarde iría a Jade. Mario se fue con ella. —Respondió Índigo.
—Dios mío, ¿Victoria sigue pensando que Santiago está vivo?.
—Una parte de ella ha aceptado la muerte de Santi, pero la otra parte lo cree vivo, Fátima. Y con cada día que transcurre, su esperanza avanza un paso más hacia la cumbre de la obsesión.
Fátima le pasó el brazo sobre los hombros de la nana y la abrazó.
Ese día, desde sus primeros minutos había sido doloroso para Victoria, pensó Fátima. Un escalofrío se desgrano por su espalda. Ella conocía con precisión ese sentimiento espantoso de abandono y vacío. Victoria tendría que sobrevivir a las punzantes espinas del recuerdo que le darían estocadas durante cada minuto de ese día.
A mediados de Mayo el clima era excepcional, oscilaba entre los veinticinco y veintinueve grados Celsius; los caminos bordados de azaleas, glicinas, madreselvas y magnolias lucían hermosos y además la combinación de flores perfumaba el ambiente; y si el paisaje con sus aromas, colores y mansiones de columnas blancas o ladrillos rojos era romántico, la vista desde el río Ashley resultaba seductora.
Victoria cabalgó hasta Jade y luego hacia la orilla del río Ashley, con Mario siguiéndola muy de cerca. La joven desmontó y se acercó a la orilla del río. El agua se mecía tranquila, como si también ella disfrutara de la deliciosa visión que la rodeaba.
El viento suave se entretenía con los mechones del cabello de la muchacha, que se habían liberado del moño. Victoria se sentía sofocada, algo que ni ella misma pudo determinar, presionaba su pecho, provocándole dolor. Precisamente ese condenado día, era su aniversario de boda.
¿Por qué los días no podían botarse a la basura como una bola de papel después de haber sido usada?. ¿Por qué esos días, tenían la infame manía de quedarse y atormentar a las mujeres en la situación de ella?.
Las piernas de Victoria perdieron su fuerza y ella se desplomó de rodillas. Mario desmontó de un salto y corrió hacia ella, pero Victoria levantó el brazo, elevó la mano y no le permitió acercarse.
—¡No!. Si vas a quedarte, entonces te exijo que no me obligues a ocultar el dolor. No me consueles. No me toques. Deja que me sienta miserable durante el tiempo que sea necesario. Porque precisamente en días como éste, nada puede manchar de color mi mundo negro. Hoy, no puedo mantener oculto el sufrimiento. Hoy no.
En silencio, Mario se sentó al pie de un árbol de frente al río y con Victoria a la vista. El hombre se sintió aliviado al recibir la negativa de ella a ser consolada, él ya no sabía que más decirle. Después de tantos meses contemplando como esa mujer se esforzaba por salir a flote y mantenerse en pie en un trozo de vida que se empeñaba en sacudirse a la menor provocación con el único propósito de hacerla caer, a él se le habían agotado los argumentos. Ya no encontraba palabras, ni gestos o miradas que pudieran transmitirle a ella un poco de consuelo.
Él había aprendido a desenredar sus actitudes y sabía que debajo de la entereza que ella demostraba día a día, en lo profundo, aún se escondía una joven mujer desolada. Si él pudiera arrancarse el corazón e insertárselo en el pecho a ella para que encontrara un poco de paz, él lo haría sin dudarlo.
Mario se llevó las manos al rostro intentando desbaratar las imágenes absurdas que le habían taladrado el pensamiento. Se mesó el pelo y volvió la cabeza al lado contrario.
A Victoria, nadie podría tocarla.
Nadie.
Él encabezaba la lista en la columna con el concepto de: "Nadie".
La belleza casi mítica de esa mujer no lo había hechizado. Habían sido las penurias que había compartido con ella y la fuerza que ella misma irradiaba, lo que eventualmente había logrado que él redefiniera los límites de su promesa. Santiago bien podría ser sólo un puño de huesos en el estómago de la tierra que él mismo había cultivado con tanto esfuerzo y pasión; y esa posibilidad lo colocaba a él, Mario Salvatierra, en un sendero que temía andar, porque estaba seguro que una vez internándose en ese camino, no estaría dispuesto a cambiar el rumbo, ni a regresar.
Mario rogó a Dios que no permitiera que Victoria se resignara, que ella mantuviera la esperanza de encontrar a su Santiago. Porque si ella aceptaba la pérdida, entonces él... Él estaba dispuesto a entregarle su alma y a conquistar la de ella. Aunque eso significara librar una batalla contra el pirata y su mujer. Contra Índigo y contra la memoria de Santiago.
Su amigo Santiago.
Mario elevó la vista hacia arriba. El cielo no le brindó ni un sólo centímetro de alivio, en cambio, el hombre se encontró con un limbo verde que se mecía al compás del viento de primavera.