19

SANTIAGO instaló a Victoria en la parte trasera de la bodega. Pensó que si ella se sentía cansada, bien podría ir a su despacho y disponer de su sillón.

—Esta es la bodega y mi despacho. Desde aquí podrás ver la zafra y si en algún momento te sientes cansada puedes usar mi sillón, es bastante cómodo... —Ella lo interrumpió.

—¿Y tú?. Tú también debes estar cansado después de la nochecita infernal que tuvimos los dos. ¿Cuándo te canses, vendrás al despacho y descansarás conmigo?.

La sangre le incendió las venas a Santiago, con sólo imaginarse yaciendo al lado de ella. Él sintió como se elevaba la temperatura de su cuerpo y si no se controlaba terminaría lanzando chispas por los poros.

—Tal vez. —Le dijo con la voz tan ronca que bien podía haberle lanzado una piedra en lugar de una frase— Vendré por ti a la hora del almuerzo. —Ella asintió.

Santiago dio media vuelta y se alejó lanzando maldiciones mentales. Deseaba quedarse con ella. Sentarse en el condenado sillón de su despacho posarla en su regazo y acunarla entre sus brazos. Y después...

Lo que ocurriera después sería bienvenido.

Él no volvió la mirada, en lugar de eso apresuró el paso hasta perderse al doblar la esquina del cañaveral.

Victoria se sentó en los peldaños de cantera, que separaban el edificio del suelo y contempló su vestido destrozado. Se sintió ridícula. A pesar de que Santiago llevaba la ropa sucia, no la tenía hecha girones como ella. ¡Por Dios que hasta con el atuendo arruinado, él lucía encantador!.

Se alegró de que su madre no pudiera ver las fachas en las que se encontraba su única hija, por lo menos no cargaría con un ataque cardiaco producido por su escandalosa apariencia.

Ella bajó los peldaños y avanzó varios pasos acercándose al cañaveral, pero se detuvo de tajo, él le había dicho que no se acercara, que podía haber algún accidente si ella interfería durante la zafra, pero...

Ella deseaba verlo.

A él.

Quería saber cómo se desarrollaba Santiago en un ambiente que no era el adecuado para alguien de su posición. Sería revelador atestiguar su comportamiento.

Victoria emprendió la caminata recorriendo el mismo camino que había seguido él. Dio vuelta en la esquina del cañaveral y lo vio.

Fue una imagen desconcertante. Ella se refugió detrás de las vainas de caña.

Había un grupo nutrido de hombres vestidos con ropas de manta y sombreros de alas muy anchas, estaban armados con sendos machetes y daban la impresión de estarse divirtiendo. Hablaban y luego lanzaban risotadas, Santiago compartía con ellos los comentarios y las carcajadas. Victoria distinguió con precisión el sonido potente y aterciopelado de su risa. Ella la reconocería en cualquier parte, esa melodía se le había tatuado en la memoria.

Ella permaneció ahí, oculta tras la pared de cañas, contemplado a Santiago.

Admirándolo.

Y... ella no pudo pronunciarlo, era algo mucho más profundo y alarmante, que se negó a darle nombre. A pesar de que sabía con excesiva precisión que eso se le estaba enroscando en el interior y llegaría el momento en que no podría ocultarlo.

Ni siquiera tenía la intención de ocultarlo.

Los zafradores se dispersaron por todo lo largo del cañaveral. Santiago tomó el machete que un anciano le ofrecía y cuando el joven aferró el mango, aquel hombre le dio un par de golpecitos en la espalda y luego se alejó internándose en la Selva.

Santiago se acercó al cañaveral, se inclinó, sujetó la caña por la parte superior con la mano derecha y cortó el tallo casi al ras del suelo.

La zafra dio inicio.

Victoria caminó rumbo a la selva, adentrándose tan sólo un par de metros y avanzó hasta donde se encontraba Santiago cosechando la caña. Ella se ocultó detrás del tronco de un enorme árbol y contempló los movimientos precisos que él efectuaba al cortar la caña y lanzar los tallos a un lado formando una montaña uniforme.

Al cabo de un par de horas de trabajo continuo, la camisa de Santiago había adoptado varias tonalidades desde el negro al gris, su rostro estaba también manchado de tizne, igual que sus manos, brazos, el pantalón y las botas. Pero también había algo más que Victoria notó al instante, el sudor le había empapado la camisa y se le pegaba de tal forma que era imposible no distinguir los músculos de sus brazos, las curvas del pecho, la tensión en la espalda...

Victoria estaba teniendo serios problemas para respirar y no paraba de tragar saliva.

Y casi se le desprendió la quijada, cuando Santiago hizo una pausa, dejó caer el machete, se desabrochó la camisa, se la quitó y la anudó alrededor de su estrecha cintura. Sin saberse observado, él estiró los brazos y se enderezó alargando la espalda hasta conseguir que sus músculos perdieran un poco de tensión y luego volvió al trabajo.

Y ella...

Se deleitó saboreando cada movimiento de él.

Victoria percibió como los músculos de los brazos y la espalda; el pecho y el abdomen de Santiago, se contraían y distendían componiendo una sinfonía de movimientos, cada vez que él levantaba el brazo y lo dejaba caer cortando los tallos de las cañas con la hoja de metal. Victoria fue presa del calor que le subía y le bajaba recorriéndole todo el cuerpo, hasta la boca se le secó y tragó saliva tantas veces que pensó que se atragantaría.

Santiago poseía una cadera estrecha que contrastaba con la anchura de sus hombros, perfectamente modelados que eran la antesala de los brazos torneados con precisión matemática. Los pectorales redondeados y esculpidos sin error y en las proporciones justas, estaban adornados por una fina alfombra de vello castaño. Su abdomen era plano y lucía músculos bien marcados que se contraían con cada esfuerzo que él hacía. Las piernas eran abrazadas celosamente por la tela del pantalón, que sin duda había sido confeccionado a su medida, porque las envolvía como si fuera parte de su propia piel.

Las gotas de sudor se deslizaban sobre su rostro acariciando cada centímetro de piel, atravesando el torso masculino hasta precipitarse al vacío y desmembrarse en algún trozo de tierra que las devoraba sin aspavientos.

Definitivamente, el día se estaba tornando demasiado caluroso para Victoria. La sangre le burbujeaba en las venas, sentía el fuego instalado en sus mejillas, y se alegró de estar oculta en la selva en donde nadie pudiera ver su bochorno.

Jamás hubiera esperado que un hombre provocaría esa serie de reacciones en una mujer, con el inocente hecho de descubrir la maravilla mecánica que eran sus músculos al contraerse o distenderse obligados por el esfuerzo efectuado por el varón mientras trabajaba.

Victoria dudó de su sentido común, sabiendo que sólo caminaría un par de metros y podría tocar el pecho húmedo del hombre, y que si se concedía la posibilidad de ser un poquito osada, hasta podría saborear sus labios una vez más.

Solo una vez más.

¿Y después?...

Aceptaría cualquier cosa a cambio.

Cualquier cosa.

Si ese hombre era capaz de expresar semejante pasión al desempeñarse en un trabajo deslustrado que no era digno para alguien de su posición, ¿cómo se manejaría él en un ambiente privado?.

Victoria sintió la agobiante necesidad de abanicarse el rostro con las manos. El calor estaba volviéndose insoportable, y Santiago no estaba colaborando para aminorarlo. Con cada segundo que se evaporaba, el cuerpo de aquel hombre brillaba cubierto por una constante película de sudor y expuesto a la luz inclemente del sol. Y Victoria no podía apartar la vista de aquel trozo de astro humano.

Sí.

Los ángeles debían estar hechos del mismo material que estaba hecho él.

Él.

A Victoria la inundó una desmesurada alegría cuando pensó que ella lo había elegido a él de entre todos los hombres que caminaban por el muelle. Él, con su aspecto sombrío y amargado de aquel día, había logrado llamar su atención. Ella lo había distinguido sin ningún problema, como si él solo caminara por aquel embarcadero.

El resto del mundo podía desaparecer si él entraba en escena.

Sí.

Victoria deseó que su mundo desapareciera, conservándolo sólo a él.

A él.

Con ella.

Transcurrieron horas...

Demasiadas.

Y mientras Victoria contemplaba con especial intensidad cada uno de los movimientos que ejecutaba el cuerpo de aquel hombre angelical. Santiago intentaba desenredar el conflicto en el que se había enredado, descargando su frustración y angustia en cada golpe del machete que empleaba para cortar los tallos.

Pero mientras refunfuñaba y maldecía la amenaza que representaba el prometido de Victoria, se encontró frente a otro problema que ni siquiera había considerado hasta entonces.

Una mujer sin carabina, estaba viviendo en su casa. Índigo podría ser una excusa para evitar las habladurías, pero...

Ella lo había besado en medio del muelle atestado, y él había reaccionado resguardándola en su coche. Había testigos suficientes como para dar santo y seña de dónde encontrarla, en caso de que alguien preguntara por una mujer con sus características físicas. Una muñeca de porcelana que respira, no pasaría desapercibida para nadie.

Nadie.

Santiago reconoció que cada segundo que se consumía, complicaba más la situación de Victoria, por lo pronto la reputación de ella estaba indiscutiblemente dañada. Eso sin contar con que su prometido minero, apareciera en escena antes de que él pudiera idear nada.

Aunque...

Pensándolo de otra manera, la situación lo favorecía. Ningún hombre en sus cabales accedería a contraer matrimonio con una mujer que hubiera sido deshonrada. Y a estas alturas, Victoria ya había sobrepasado los límites del escándalo. Sin duda, él iba a ser considerado el principal artífice de la desgracia de ella.

¡Maldición!...

Una interminable fila de blasfemias y gritos salieron disparados de su boca, mientras arremetía contra los indefensos tallos que sucumbieron a la fuerza de su ataque sin presentarle la mínima resistencia.

Él estaba en un condenado predicamento.

Y ella...

Ella había logrado sacudirle las ideas y trastocarle los sentimientos que creyó firmes y...

¿A quién quería engañar?.

Cuando ella apareció, él carecía de sentimientos. No había nada. Él era solo un deposito rebosante de amargura. Y ella, había revuelto su universo hasta darle a la hiel un sabor azucarado. Tan dulce e intenso como el aroma que se desprendía del cañaveral.

¿O era tal vez que la dulzura que aderezaba el viento, no provenía del cañaveral quemado?

Entonces... ¿Emanaba de ella?.

Aunque Santiago, aún consideraba que su corazón estaba fragmentado, el dolor constante que le palpitaba en el pecho había desaparecido casi por completo. Otro tipo de sensación había caldeando aquel dolor frío. Y él no lograba identificarla con claridad.

Definitivamente no era similar a cualquier emoción que él hubiera experimentado con anterioridad.

Ni siquiera aquel sentimiento intenso que había profesado por la mujer del pirata, se parecía a éste que ahora lo inundaba.

Éste era más pesado.

O grande.

¿Profundo?.

¡Diferente!.

Fuera lo que fuera, tenía muy claro que Victoria no se marcharía a ninguna parte sin él. La necesidad de protegerla se le había encajado en la carne. Deseaba resguardarla y no era porque la culpabilidad lo abrasara. Victoria, no le producía esa sensación espantosa de impunidad que lo había perseguido a todas horas arrebatándole el sueño y la paz.

Victoria le provocaba algo muy agradable.

¡Seductor!

¿Cómo era posible que una mujer edificara milagros de las ruinas de un hombre?.

¿Cómo era posible que un hombre pudiera transformar un simple acto de cosechar caña en un espectáculo perturbador?.

Victoria no se había movido ni medio centímetro para evitar llamar la atención de Santiago. Su cuerpo se había acalambrado debido la posición que se vio obligada a mantener, pero la visión de aquel hombre trabajando, le resultó embriagadora y valía la pena pasar todas esas incomodidades, tan sólo para admirar la constitución prodigiosa de un ángel terrenal en acción.

—No. —La palabra escapó de sus labios— Sin él... No.

Victoria caminó de regreso al edificio en donde estaba ubicado el despacho de Santiago. El corazón redoblaba en su pecho con tal escándalo, que bien podría ser utilizado como campana para llamar a los fieles a cualquier ceremonia religiosa. En el estómago se le había enroscado una emoción punzante que amenazaba con desplegarse hasta cubrirle cada uno de sus órganos, células y hasta el alma.

¿Cómo podía un hombre conjurar un hechizo tan devastador que alcanzara el alma?.

Y si este hombre era capaz de hacerlo, entonces valía la pena enfrentarse al mundo y luchar en tantas batallas como fueran necesarias hasta ganar la guerra.

Hasta ganarlo a él.

Él no era un trofeo.

Él era la promesa de un mundo.

Su mundo.

Victoria dejó escapar un suspiro. Caminó al sillón detrás del enorme escritorio de roble tallado con guirnaldas y hojas de acanto. Tomó uno de los libros de registro y empezó a hojearlo. Revisó los números y las anotaciones. Descubrió un par de errores en los cálculos. Tomó asiento y abrió los cajones, uno a uno hasta que encontró hojas en blanco. Sumergió la punta de la pluma en el tintero y le dio un par de golpecitos para eliminar el exceso de líquido negruzco y luego hizo anotaciones para mostrárselas más tarde a Santiago y explicarle sobre los errores que había encontrado.

Varias horas se consumieron en la revisión de libros y anotaciones, hasta que el cansancio devoró a la muchacha. Las cifras y palabras ejecutaron una danza ondulante frente a sus ojos, parecía que ninguno deseaba ser enfocado con claridad. La danza se prolongo unos cuantos segundos más hasta que cayó el telón de sus párpados y ella recostada sobre el brazo izquierdo, se quedó dormida encima del libro mayor.

Santiago visitó sus sueños.