4

MAMÁ se había encargado de preparar la fiesta. Nunca supe en realidad el motivo, hasta que fue demasiado tarde. Ella sólo argumentó que recibiríamos con bombo y platillo a un amigo de papá. Él era un hombre muy rico y por lo tanto poderoso. Y si era amigo de papá seguramente traería a su familia a la fiesta que se estaba fraguando en su honor.

La hacienda estaba a rebosar de actividad. La casa grande había sido tomada por una invasión de mujeres. Mientras algunas limpiaban aquí, allá y por todos lados; otras se encargaban de la decoración: flores en los jarrones, manteles de lino ribeteados con encajes bordados, vajillas de porcelana y cubertería de plata. Y otras muchas se habían atrincherado en la cocina y se afanaban preparando comida para todo un ejército.

Sólo mamá y un par de sus mujeres de confianza se ocuparon de preparar las habitaciones que ocuparían los importantísimos invitados.

Mamá me obligó a recluirme en mi habitación, argumentando que debía prepararme para la fiesta. Ordenó a su sirvienta personal que se asegurara de que yo estuviera lista y a tiempo para la hora de las presentaciones formales.

—Los invitados están por llegar en cualquier minuto. Y detestaría que se toparan contigo oculta en algún rincón, aferrada a un libro. No sería nada conveniente. —Dijo mamá mientras salía de mi alcoba y cerraba la puerta.

Hasta ese segundo, yo no había tenido problemas con ella porque alguien me encontrara sentada en algún rincón tranquilo de la hacienda, leyendo un libro. Ni siquiera se tomaba en serio que yo olvidara la hora de la comida o la cena si era por causa de algún libro. Mamá había dado órdenes de que nadie me molestara. Y ella misma había respetado sus propias indicaciones al pie de la letra. Por eso, me resultó desconcertante que ahora lo recriminara.

Nunca habíamos tenido desacuerdos, tal vez porque nunca fue ella la que me diera directamente las órdenes. Y aunque de alguna manera abstracta, ella respetaba mis decisiones que para su fortuna y la mía siempre resultaban ser inofensivas, y yo seguía sus indicaciones, aunque con un par de cambios discretos para que se ajustaran a mi propio beneficio y deseo. Ella nunca se mostró en contra de mi incesante necesidad de no formar parte de la misma línea de mujeres a la que ella pertenecía.

Sabía lo que se esperaba de mí. Había crecido educada en esos conceptos arcaicos de pertenecerle a un hombre y dejar de existir bajo su mando. Aunque no los considerara parte de mi credo personal.

¡Jamás he estado de acuerdo con eso!.

Sin embargo, no hubo necesidad de enfrentar ninguna batalla en ese frente, mis padres no se habían propuesto atosigarme con la búsqueda de un marido inadecuado.

Hasta esa tarde.

O ¿sería desde hacía varios meses antes?.

No lo sé.

Ellos lo habían decidido sin siquiera tomarme en cuenta. Eso era parte de la tradición. La tradición que los padres determinaban por generaciones.

Martina, la sirvienta de mi madre, se encargó de obligarme a convertir las indicaciones de su señora, en realidades palpables. Ella misma se había empeñado en bañarme, temeridad de la que desistió cuando estuve tentada a hacer uso de las uñas y los dientes. Tuvimos una pelea nada sencilla. Ella terminó hecha un hilo de agua, y yo bañándome con agua helada, pero sola.

La trifulca valió la pena.

Esa mujer de torso con figura de manzana, se las había arreglado endemoniadamente bien para asegurarse de que me enfundara en un vestido que ya había sido seleccionado previamente, imagino que por mamá. Martina también venía armada con un peine y un cepillo y se las había ingeniado para parecer inocente después de cada jalón calculado que se encargó de instalar en mi melena hasta casi quedarse con mis cabellos en la mano.

No llegaría a ninguna parte gimiendo o quejándome, ella encontraría la manera de castigarme por cada error que yo cometiera según su amargado juicio. Y era mejor que no le diera más excusas para dejarme calva.

Martina encajaba una horquilla con perlas en el moño alto en que había transformado mi cabello cuando llamaron a la puerta. Solo dos golpes. Severos. Directos. La puerta se abrió dando paso a mi padre. Su rostro no hablaba de ninguna emoción, como era normal en él. Siempre tan parco y desabrido que resultaba imposible determinar si estaba molesto o aburrido. No había otras opciones posibles en su existencia. O por lo menos, nunca las descubrí.

—Martina, debo hablar a solas con mi hija.

No hubo necesidad de otra palabra. La mujer se escabulló del cuarto en menos de un latido.

Me puse de pie, sujeté las manos sobre el abdomen y esperé. Él ni siquiera se concedió los minutos pertinentes para aumentar el nerviosismo que a los padres les encanta crear con la expectativa de un posible regaño, amenaza o lo que ellos llaman: “recomendación”.

—¿Padre?.

—Esta noche es importante para ti. Tienes un futuro prometedor y estoy seguro de que encontrarás la manera de hacer un buen papel.

Sujetó sus manos a la espalda y caminó hacia la ventana, su casaca de faldón amplio se sacudió armónica con cada paso envuelto en sus zapatos de tacón cuadrado y grandes hebillas de oro al frente, llevaba medias blancas y calzones de terciopelo gris acero, que hacían juego con la chupa profusamente bordaba que cubría la mayor parte de su camisa blanca con cuello de volantes. Las cortinas estaban corridas, no había obstáculos que le impidieran la visión del campo abierto.

Verde.

Fructífero.

Vivo.

—Agradeceré que no me hables con rodeos. Nunca lo has hecho. —Le dije en el mismo tono desabrido que a él le encantaba utilizar cada vez que hablaba conmigo.

—Tu insolencia es uno de mis grandes fracasos. Pero, aprenderás a controlarte. Una esposa y madre debe mantener la compostura.

El estómago a punto estuvo de hacer explosión con el enorme vació que se abrió paso en mis entrañas. Tuve que apoyar las manos sobre el tocador, para evitar que las palabras que él acababa de lanzar no terminaran derribándome.

—¿Esposa y madre?. —Sólo ese par de pavorosas palabras lograron encontrar salida a través de mis labios.

—Tu prometido viene esta noche para sellar el compromiso. Tu boda será en un mes a partir de hoy. Victoria, agradeceré que evites cualquiera de tu actitudes rebeldes...

¿Actitudes rebeldes había dicho?

¡Actitudes rebeldes!.

—¡No me voy a casar con alguien que ni siquiera conozco!. —Lo interrumpí. En este momento las buenas maneras estaban prohibidas— ¿Padre, cómo se atreve a siquiera sugerirlo?. ¿Y madre?. ¿Está ella de acuerdo con esta atrocidad?.

Intenté mantener la voz bajo control. No lo conseguí. Él había venido a darme una sentencia con la frescura de entregar un mensaje benevolente.

—Está de acuerdo. Y tú también lo estás. Dentro de pocos minutos conocerás a tu futuro esposo y deseo —Hizo un especial énfasis, frío y dictatorial, en esa última palabra— que te comportes con el decoro que la situación amerita, porque esta vez, no toleraré ninguna clase de indisciplina.

—¡No!. —Él no iba a manipularme como lo hacía con todo y todos en esa casa. Había pasado toda la vida enfrascada en una interminable batalla discreta para no ser conducida a un cajón de inexistencia y bajo ninguna circunstancia, le permitiría a nadie, particularmente a él, que me obligara a aceptar algo tan atroz como un matrimonio con un desconocido— ¡No!. No voy a conocer a nadie esta noche, y NO tengo la mínima intención de casarme con nadie que yo no quiera. Tómelo como usted deseé. Indisciplina, rebeldía, berrinche, capricho... No. Y mi respuesta de hoy en adelante, será siempre NO.

Mantuve el volumen de mi voz, lo más discreto posible, pero tuve que reconocer que la rabia no había querido poner de su parte, y había ganado la partida al incrustarse escandalosa en cada una de las palabras que pronuncié.

Estaba consciente de que esta afrenta no sería perdonada ni pasada por alto, aunque los invitados estuvieran ya esperando en el salón. Mi padre, era un hombre que no toleraba sublevaciones, especialmente de las mujeres de la casa. Hasta Daniel, mi hermano mayor, había tenido problemas al externar sus opiniones contrarias a las de papá.

Daniel, cómo lo extraño, él era la única compañía divertida en esta casona. Siempre encontraba la manera de protegerme y de que juntos concretáramos toda serie de travesuras. Pero, se había marchado. Se había ido a estudiar a Europa, y sus cartas tardaban meses en llegar. Sin embargo, estaba segura de que cuando lograban alcanzar mis manos, ya habían sido leídas por papá y mamá, analizadas y hasta aceptadas o rechazadas. Tal vez por eso no las recibían tan a menudo como debería.

—No vas a hacerme perder el juicio. Esta vez no hay cambio de estación. Tú vas a hacer lo que se ordena y fin de la historia. —Dijo él mientras manoteaba zanjando el asunto.

—¡No!.

Sentí como cada una de las células, luego los músculos, tendones, terminales nerviosas, y hasta el cerebro se petrificaban con suma rapidez, la espeluznante sonrisa de mi padre fue la que inyecto ese veneno corrosivo del temor en mi cuerpo. Sus ojos brillaban de una manera tétrica y su rostro adoptó una mueca malévola.

—Tu dote ha sido miserable comparada con lo que él ha aportado. Sería indecente pronunciar esa suma. Tú eres solamente una mujer sin capacidad para decidir qué es lo que te conviene.

—¡No!.

Su paciencia no resistió más. Se dirigió a la puerta con largas zancadas y sujetó el picaporte y, para alterar más mis nervios, me habló con su tono más dulce.

—Controlarte será una tarea ardua para tu marido, pero estoy seguro de que él la realizará con gusto. Tiene experiencia. Enviaré a tu madre por ti en unos minutos. —Abandonó la alcoba sin siquiera dar un portazo.

Se me helaron las neuronas del cerebro. No pude moverme durante no sé cuantos minutos. ¿O fueron horas?. Tuve que obligarme a respirar profundamente, aunque debí reconocer que hasta el aire se había vuelto tan denso que se atascó en mis pulmones. Después de una batalla interna, logré exhalar.

Si mi Padre había llegado a amenazarme de esa manera inescrupulosa, entonces la situación era más seria de lo que yo hubiera concebido.

No terminé de pensar nada más. Mamá abrió la puerta y sin mencionar palabra, con un inequívoco movimiento de la mano, ordenó que saliera de la habitación.

Caminé.

Ella sujetó mi brazo y me condujo hasta el salón recibidor. Sentí que estaba siendo arrastrada a las puertas del manicomio. Un manicomio decorado con muebles de caoba y tapizados en brocado de seda verde esmeralda. Un manicomio pintado en color crema y dorado, con cortinas vaporosas en beige y terciopelo verde oliva. Un manicomio con piso de madera, cubierto con alfombras Aubusson.

No podía darme el lujo de ser coaccionada a tomar decisiones erróneas.

Mi presente peligraba.

Mi vida estaba en juego.

Las dos hojas de madera se abrieron de par en par, cuando mamá apenas las tocó. Tuve la impresión que hasta ese trozo de árbol se confabulaba para trazar mi destino.

—Al fin. Acércate Victoria. —Mis piernas cumplieron la orden. Papá sujetó mis manos y depositó un beso en mi frente. Yo estaba temblando y seguramente se debía a los latidos escandalosos de mi corazón, palpitaba en mis oídos y sentía como bloqueaba mi garganta— Señor don Gonzalo del Valle y Alba, permítame presentarle a mi hija, Victoria.

Había un hombre entrado en carnes, más viejo que mi padre, sentado en el sillón de estilo afrancesado con tapicería en brocado de seda verde. Vestía un traje gris plata, de pantalones cortos y medias blancas, zapatos negros con una gran hebilla plateada al frente. La casaca y la chupa estaban bordados en hilo de plata con un intrincado patrón floral, la camisa era evidentemente de seda y los volantes de las mangas se asomaban envueltos en encaje. Llevaba anudado un fular que seguramente a su ayuda de cámara le tomó buen tiempo crear semejante nudo tan intrincado. Su pelo era blanco con unas cuantas vetas verdosas. Tenía ojos de bala, negros y helados como el hierro. Calculadores. Inquisidores.

Él había tenido el tiempo suficiente para evaluar la mercancía que estaba comprando. Y por su expresión complacida, me quedó claro que aprobaba mi apariencia.

Sin mediar palabra arrancó mis manos de las de mi padre y sin dar oportunidad a rechazo alguno, depositó un par de besos espantosamente húmedos en cada una.

Las náuseas se instalaron en mi estómago, apenas si logré controlar las arcadas que me atacaron. El hedor de ese hombre era ácido, almizclado con tintes de alcohol y bergamota.

Repulsivo.

Pero nadie parecía notarlo. Mejor dicho, nadie se interesaba en tomarlo en cuenta. O ¿sería Acaso, que yo era la única a la que le desagradaba?.

—Tú padre se quedó insoportablemente corto al describirte. Eres exquisita. Una gema perfecta. —Una tosecilla discreta hizo su aparición detrás de aquel personaje pavoroso. Una mujer de alrededor de cincuenta y muchos años, estaba de pie agitando rítmicamente su abanico mientras me observaba con una muy particular intensidad— Victoria, permíteme presentarte a doña Amelia de Bermejo, mi prima política.

La mujer rodeó al hombre y se detuvo justo frente a mí, cerró su abanico de un golpe e inclinó la cabeza.

—Es un placer conocerla señorita de Casielles.

—El placer ha sido... —El hombre apretó mis manos y volvió a besarlas... Suyo... El placer, definitivamente, había sido todo suyo, pensé— mío, señora de Bermejo.

Tuve que combatir contra los músculos de mi rostro para evitar que se descompusieran en una mueca de asco.

Asco era lo único que ese personaje y su acompañante me provocaban.

—Victoria... —El hombre hizo una pausa y acercó su rostro a mi cara, incrustando su cabeza entre mi mejilla y el hombro derecho, a punto estuvo de tocarme y yo de gritar— Mi deliciosa Victoria, me encantaría salir contigo a dar un paseo por el jardín, desde luego, si tu padre no se opone.

—De ninguna manera Gonzalo. Victoria estará encantada de acompañarle a pasear por el jardín.

¡Yo no existía!.

Estaba claro que yo no tendría la mínima oportunidad de expresar ninguna palabra.

Ese hombre obeso, enredó mi brazo en el suyo y me condujo hacia el patio trasero.

Yo deseaba llorar. Sentí que era conducida al sitio en donde habría de recibir un castigo ejemplar por alguna ofensa cometida.

Así fue.

Caminamos lo suficiente para que lograra sentirme incómoda. Estábamos tan lejos de la casa que ya no podría considerarse un paseo honorable. No llevaba carabina y estaba empezando a caer la tarde.

Sin más aviso, la cortesía de mi acompañante se evaporó.

De un empujón, que me tomó por sorpresa, me obligó a sentarme en una de las bancas de herrería que adornaban el jardín. Él se paró justo frente a mí y colocó sus manos alrededor de mi cuello.

—Se que me desprecias. Tu rostro es tan transparente que no puedes evitar mostrar tus emociones. Pero... —Apretó mi cuello. El aire no lograba pasar a mis pulmones— no me interesan tus berrinches. Y te lo advierto, o te casas conmigo o te mueres. Así, tan simple como ahora. Ves lo sencillo que es obligarte a no respirar.

Él me soltó con otro empujón que de no ser por el respaldo de la banca, me hubiera hecho caer entre los arbustos. Jalé aire desesperada. Tosí. Jadeé. Hasta que un hilo de aire alcanzó mis pulmones.

—No. —Apenas si logró escapar esa palabra de mi boca, haciendo un esfuerzo para que tuviera la fuerza suficiente de sonar resuelto. No lo conseguí, porque apenas si logró ser un débil susurro.

El hombre sin inquietarse siquiera, sujetó mi rostro con su regordeta mano cubriendo mi boca con su palma, mientras su dedos se hundían en mis mejillas.

—O te casas conmigo o te mueres. Yo no acepto negativas por respuesta. Lo que yo deseo es mío. Y tú eres mía, mujercita tonta. Yo, te voy a enseñar como complacer a tu marido.

El hombre se me vino encima. Olía a sudor, su boca despedía marejadas de aliento podrido. Sus manos estaban en todas partes y yo ni siquiera tuve tiempo de sorprenderme. Apenas entendí lo que pretendía hacerme, le presenté batalla.

Él era fuerte, obeso, un poco más alto que yo, pero sus movimientos eran torpes. Empuñé las manos y haciendo un gran esfuerzo, las incrusté en su voluminoso estómago. Él perdió el equilibrio y durante un segundo, también el aire. Aproveché para escapar. Corrí sin detenerme hasta que me ardieron los pulmones, entré en la casa y sin cruzar palabra con nadie, subí la escalera y me encerré con llave en la habitación. Me apresuré al baño. Con un lienzo húmedo me limpie el rostro, el cuello, los brazos... cada centímetro de mi piel que había estado en contacto con aquel ser desagradable.

Alguien llamó a la puerta.

No.

Alguien intentaba tirar la puerta. Los golpes eran tan escandalosos que la inquebrantable hoja de madera se sacudía con cada arremetida.

—¡Abre la puerta inmediatamente, Victoria!. ¡Es una orden!.

Era papá. Estaba gritando como si le fuera la vida en ello.

No me acerqué a la puerta.

Ni siquiera fui capaz de salir del baño.

Del otro lado de la hoja de madera, se produjo una discusión de voces graves.

No entendí lo que decían. Los latidos de mi corazón se habían apoderado de mis oídos. Estaba temblando. Sentía como gotas heladas corrían por mi espalda.

Y después, solo silencio.

Esta iba a ser una noche muy, muy penosamente larga.

Y lo fue.

Tampoco estuve segura de querer que despuntara la mañana.

Casa Caracol

Veracruz, 1682