34
EN cuanto el sol asomó sus primeros rizos, Santiago se dispuso a salir de la casa. Fue directo a las caballerizas, ensilló a Galahad y a galope se dirigió a las plantaciones. Se sentía tan inquieto y desesperado, después de las noches infernales a las que había sobrevivido, que prefería mantenerse alejado de la casa sin tener la mínima oportunidad de ver a su mujer. Su estado de ánimo era tan inestable, que temía que con cualquier simple palabra mal colocada o pronunciada en el tono equivocado, él pudiera estallar en una rabieta que lo dejaría en ridículo. Y todo ese gran despliegue de mal humor, porque una condenada tradición que, Dios sabía a quién se le había ocurrido, no le permitió pasar las noches, anteriores a la boda, abrazado a la mujer que había convertido su vida en una espiral.
Santiago llegó hecho una tromba a las plantaciones. Poco le faltaba para dejar una estela de destrucción a su paso. Tenía la respiración inestable, tanto como su talante, situación inusual en él, que siempre era la serenidad personificada. Se dirigió al cañaveral y pasó la vista de un lado a otro sin ver realmente lo que los hombres hacían. Con la fusta golpeaba su bota. Jaló y exhaló una buena cantidad de aire en un par de ocasiones y finalmente consiguió ponerse bajo control. Entonces con las riendas de sí mismo bien sujetas, se encaminó al sitio en donde los zafradores limpiaban el terreno, preparándolo para la próxima siembra de caña. La mayoría de los hombres estaban reunidos en esa parte del terreno.
—¡Don Santi!. —Dijo el capataz— Todo va saliendo en tiempo. Ya hemos enviado toda la cosecha en las chalanas al ingenio y yo calculo que para finales de la semana la tierra estará limpia, sólo hay que dejarla descansar para la próxima siembra. —Santiago asintió— ¿Hay alguna orden que debamos atender, Don Santi?. —Preguntó dubitativo el hombre. El estado de ánimo inusual del joven amo era tan notorio que obligó al capataz a esperar alguna indicación.
Eventualmente los hombres empezaron a apiñarse alrededor del capataz, esperando una respuesta del patrón. Santiago exhaló e intentó curvar la línea recta en que se habían convertido sus labios. Ni siquiera las muecas y gestos desagradables, conseguía estropear las facciones exquisitas del rostro de aquel hombre.
—Quiero que todos me acompañen hoy a las cuatro de la tarde en la iglesia del puerto. Me voy a casar y deseo que ustedes sean testigos del enlace con mi prometida Victoria de Casielles.
La explosión de algarabía que siguió a la confesión de Santiago, le calmó los nervios. Los hombres lo rodearon expresándole sus felicitaciones. Algunos le estrecharon la mano, otros le dieron palmadas en la espalda y unos cuantos, los más cercanos a él, le brindaron abrazos fraternales. Santiago aceptó cada una de las muestras de afecto que ellos le concedieron. El muchacho no había imaginado que esos hombres se alegrarían de su suerte y tampoco que estarían interesados en lo que él hiciera con su vida. Cada día corroboraba que no estaba solo como siempre lo creyó. Descubrió lo que significaba sentirse afortunado.
Antes del medio día, Santiago estaba de regreso en Casa Caracol, se había atrincherado en su alcoba y ordenó que le prepararan un baño con agua helada. Se vistió eligiendo con todo cuidado cada una de las prendas que usaría, cuando terminó de anudarse el foulard de seda no lo sujetó con ningún alfiler. Verificó su apariencia frente al espejo de cuerpo entero y por última vez analizó su apariencia, vestía medias blancas, zapatos verde oliva con hebillas plateadas que aprisionaban moños en la parte frontal, los calzones, una prenda europea que no era otra cosa que un pantalón a la rodilla, y la chupa eran de una tonalidad beige con brocado en tonalidades de verde oscuro, camisa blanca tenía los puños adornados con volantes de encaje finísimo, y una casaca verde oliva de mangas amplias y faldón, con los puños y las solapas profusamente bordadas con hilo de plata formando intrincados diseños de guirnaldas. Tuvo que reconocer que la imagen que le devolvía el espejo, lucía diferente. Su rostro poseía una brillantez que nunca había vislumbrado.
Después de retirar de su frente un mechón obstinado, se ajustó la casaca y exhalando se dispuso a salir de la habitación. Sus manos temblaban cuando sujetó el picaporte. El corazón le vapuleaba el pecho. En su estómago revoloteaban un millar de vampiros. Santiago dejó escapar una risita inquieta. Tuvo que reconocer para sí mismo que los nervios le habían encajado las garras. Y luego una descomunal sonrisa dejó al descubierto sus blanquísimos dientes.
Estaba listo para su boda.
¡Su boda!.
Un vacío conmovedor se instaló en su estómago obligándolo a jalar aire un par de veces intentando recobrar la calma.
Del interior de la bolsa de su chaleco, extrajo un reloj unido a una cadena que pendía por fuera del bolsillo. Para estas horas Victoria y las mujeres estarían listas para ponerse en camino a la iglesia. Una vez más Santiago dejó escapar un suspiro, le había llegado la hora de partir.
Salió de la mansión, Galahad estaba ensillado y esperando por él en su compartimento en las cuadras. Pablo se había encargado de dejarlo preparado. Santiago montó al corcel y se puso en marcha a galope.
Media hora más tarde, Victoria, Índigo, Conchita, Adela, Hortensia, Juana, ataviadas con sus mejores prendas, abordaron el carruaje.
Pablo en el pescante y el Coronel Salvatierra montado en su caballo, custodiaba el coche.
Cuando Santiago llegó a la iglesia, lo recibió una sorpresa mayúscula. El pasillo central del edificio, había sido decorado con infinidad de flores silvestres, trozos de caña y brotes rojizos de café.
Las esposas de los recolectores y los zafradores estaban atareadas terminando de decorar la iglesia. El aroma de dulzón de la caña y la acidez del café se mezclaban con los tintes delicados de las flores silvestres, inundando el recinto de una infusión de aromas embriagadores.
—Don Santi. —Una joven mujer recolectora de café a quien todos conocían como Mariló, se acercó al joven amo y le presentó un ramo hecho con gardenias y brotes rojizos de café— Es para su esposa. —Ella se lo ofreció. Santiago contempló el hermosísimo ramo de flores y granos de café y le obsequió una deslumbrante sonrisa. Esa era una prueba rotunda de que su gente aceptaba a Victoria como compañera del patrón y ama de las plantaciones.
Mariló era una mujer de edad mediana con un par de enormes y expresivos ojos color chocolate que reflejaban la indiscutible bondad de su dueña. Ella regresaba a los cafetales cada año para la recolección del grano.
—No Mariló, debes ser tú quien se lo entregue a Victoria. Estoy seguro de que ella lo aceptará encantada.
—Cómo usted diga, Don Santi.
Poco a poco la iglesia se llenó de feligreses. Todos ellos hombres y mujeres humildes que trabajaban para el joven plantador.
Minutos antes de las cuatro de la tarde, el carruaje se detuvo frente a la iglesia. Santiago se colocó la mano sobre el pecho para evitar que su corazón le hiciera un agujero y saliera disparado a posarse entre las manos de la mujer que viajaba en aquel coche.
El hombre dejó de respirar cuando al final de toda la comitiva, Victoria descendió. Iba ataviada con el vestido de brocado de seda color verde agua en el que se distinguían diminutas flores rosas, el corpiño tenía cuello de ojal y las mangas eran bombachas y hasta el codo transformándose discretos volantes de encaje sujetos por un delicado moño. Su pelo rubio estaba recogido en un elaborado moño del que se desprendían un par de caireles a cada lado de su rostro.
Con enloquecedora satisfacción, Santiago visualizó un mundo, su mundo, en que todo lo que lo rodeaba era en tonalidades de verde. Cada pequeño trozo de su historia pasada, presente, y sin duda futura habían sido germinadas en la tierra. Como si cada momento hermoso que conformaba su vida, fuera una gema preciosa. Una gema siempre de color verde. Algunas más duras que otras, pero todas con tonalidades y durezas distintas para adornar su existencia.
Las mujeres comandadas por Índigo se apresuraron a ingresar en la iglesia. La nana sujetó a Santiago del brazo y lo arrastró con ella al interior, lo guió hasta el sitio en que le correspondía esperar por su novia, justo a un costado del altar y ella se instaló en la primer banca del lado derecho, junto a Conchita, Hortensia, Adela y Juana.
Victoria se sujetó del brazo del Coronel Salvatierra y emprendió la caminata rumbo al interior de la iglesia, pero unos metros antes de alcanzar la puerta fue interceptada por Mariló.
—Doña Victoria, hice este ramo para usted. —Mariló ofreció el enorme ramo a la joven consorte.
El Coronel estaba atento con la mirada escrutadora y el rostro impasible, analizó los movimientos de la mujer que le entregaba el ramo a la novia. No descubrió nada peligroso, pero si algo muy evidente. Una indiscutible señal de aceptación de parte de los trabajadores de Santiago. Victoria había ganado una importante triunfo y ni siquiera lo había notado, pensó el Coronel. Sin duda, ella estaba interesada en el hombre y no en sus posesiones, esa silenciosa declaración de la mujer a quien escoltaba, le provocó una satisfacción que no sólo le iluminó el rostro con una discreta sonrisa, sino que también desactivó sus más negativos pensamientos.
Santiago tenía razón, esa mujer, era justamente la medicina que su amigo necesitaba. Y por Dios que él se alegraba profundamente.
—Gracias. Es hermoso. —Victoria tomó el ramo y depositó un beso de agradecimiento en la mejilla de Mariló y luego le obsequió un abrazo sincero. Mariló atolondrada por la muestra desinhibida de agradecimiento de la futura esposa del patrón, se alejó tomando su sitio en una de las bancas.
Victoria del brazo del Coronel Salvatierra, prosiguieron con su andar por el pasillo central de la iglesia hasta que llegaron frente al altar.
Santiago tenía incrustada en los labio una sonrisa perfecta, los trozos de turquesas pulidas que tenía por ojos, brillaban con intensidad celestial y hasta un ligerísimo rubor le teñía las mejillas.
Santiago extendió la mano y ella colocó la suya sobre la del hombre, él la abrigó entre sus dedos y se situaron frente al altar.
La ceremonia fue hermosa.
Por lo menos eso fue lo que mencionó Índigo más tarde. Victoria no recordaba nada, estaba tan nerviosa que sólo se limitó a seguir las instrucciones del sacerdote cuando la instó a recitar sus votos.
Al terminar de pronunciar sus votos, Santiago levantó el brazo y con la mano levantada, le indicó al sacerdote que detuviera un instante la ceremonia.
—Aún no he terminado padre. —Del bolsillo de su casaca extrajo un alfiler de plata, sujetó el brazo izquierdo de Victoria y depositó el alfiler sobre la palma de su mano, Victoria contempló la delicada joya y él pronunció las mismas palabras que ella había dicho aquella noche cuando le obsequió la pepita de plata— Encárgate tú de prenderlo todas la mañanas y une bien los trozos para que mi corazón no se parta de nuevo.
—Todas las mañanas. —Ella selló el compromiso prendiendo el alfiler en el centro del foulard, justo debajo del nudo justo sobre su corazón, y luego con todo cuidado regresó la tira de seda a su sitio entre la camisa y la chupa.
Esa simple acción, provocó un sin fin de suspiros y lágrimas en los concurrentes y cinceló una leve sonrisa en el rostro agrio del sacerdote.
Santiago no logró desenganchar sus ojos de los plateados de ella durante el resto de la ceremonia. Pero a diferencia de Victoria, él estuvo perfectamente consciente y preparado en el instante en que el cura concluyó la celebración y lo exhortó a besar a la novia.
El primer beso para su esposa.
¡Su Esposa!.
De no haber sido por los gritos y silbidos, Santiago se hubiera pasado toda la tarde ahí, de pie besando a su esposa.
No hubo fiesta.
Por precaución habían optado por evitar congregar invitados que pudieran dar fe de la existencia de la novia y su ubicación, y previniendo cualquier eventualidad futura, sólo organizaron una discreta cena para los moradores de Casa Caracol. Nadie tomó a mal la decisión. Sin duda la alegría que se reflejaba en los rostros del plantador y su esposa era una razón ardiente para dejarlos celebrar en privado.
El viaje de regreso a Casa Caracol, fue de lo más extraño. Las mujeres viajaban dentro del carruaje; Pablo en el pescante conducía el coche; Santiago y el Coronel Salvatierra montando sus caballos, custodiaban el carruaje.
Santiago difícilmente habló con su amigo, quién evitó a toda costa iniciar alguna conversación con el recién casado. Era evidente el estado de alteración en que el muchacho había quedado después de la brevísima sesión de discretos besos que se vio obligado a concluir.
El Coronel Salvatierra, no terminaba de dar crédito a la escena que había atestiguado. El hombre que demostró ser una perfecta máquina de guerra en cuestiones amorosas; ese hombre por quien las mujeres decentes y públicas se postraban a sus pies para obtener una sola de sus sonrisas y que llegaban al grado de ofrecérsele sin recato para disfrutar de unas pocas horas compartiendo el lecho con un ángel de porcelana. Ese hombre, era el mismo que desde la noche anterior, a duras penas, lograba controlar sus impulsos cuando estaba cerca de aquella mujer de ojos plateados. Ese hombre por quien todas las mujeres perdían el control de sus quijadas al verlo pasar y se atragantaban con interminables suspiros, era el mismo que ahora luchaba por no asaltar el carruaje, sacar a la mujer de un tirón y llevársela a galope a casa y encerrase con ella en la habitación más cercana.
Qué cosa más inesperada era esa infección que la mujeres daban el nombre de amor. Ellas eran las portadoras y sin duda era extremadamente contagiosa. Pensó el Coronel Salvatierra, esbozando una sonrisa. Pero, esa inoculación sólo surtía efecto con el hombre adecuado. Mario se preguntó si algún día, él sería infectado con el amor de una mujer.
Pablo detuvo el carruaje frente a la puerta principal de la mansión. Santiago y Mario desmontaron para ayudar a las mujeres a descender del vehículo. Victoria fue la última en salir, Santiago le ofreció su mano y ella la sujetó tan firmemente como si se estuviera aferrando a la propia vida.
Mario tuvo la penosa encomienda de separar a los novios. Sin desperdiciar una sola palabra, el Coronel Salvatierra colocó su mano sobre el hombro de Santiago y con un par de apretones le indicó que era momento de llevar el coche y los caballos a las cuadras.
En los ojos de Santiago sólo había halos turquesa alrededor de la descomunal pupila negra que brillaban con intensidad mortífera cuando clavó la mirada en los ojos del militar.
Para Santiago esos instantes en que cualquier segundo lejos de su esposa le parecían una agobiante eternidad, separarse de ella resultaba una afrenta que estaba dispuesto a cobrar con sangre.
—Guarda esa mirada corrosiva para el momento en que te enfrentes con el hombre abandonado, porque si la aplicas conmigo, puede ser que te ganes un puñetazo para que recobres la calma. —Mario le susurro inyectando una luminosa dosis de burla en cada palabra.
Santiago parpadeó varias veces asimilando el mensaje y delineó una forzada sonrisa de medio lado. Depositó un beso volátil en la frente de Victoria y liberó sus manos.
Los dos hombres montaron sus respectivos caballos y siguieron al carruaje que había enfilado rumbo a las cuadras. Las mujeres se internaron en la mansión, pero Victoria permaneció enraizada ahí en el pórtico.
Santiago volvió el rostro un par de veces, aferrando la mirada a la figura de su esposa hasta que los músculos del cuello respingaron produciéndole pinchazos dolorosos.
Victoria no despegó la mirada de la efigie enfundada en la casaca verde que se alejaba montando a Galahad, hasta que Índigo la arrancó del porche y la llevó al interior de la casa. La condujo a la sala y la obligó a sentarse en un sillón cerca de la ventana que daba directamente al jardín.
—¿Te importaría quedarte sola unos minutos?. Santiago no tardará en llegar. Yo voy a la cocina. Preparamos una cena sencilla para celebrar su boda. —Le dijo Índigo con una enorme sonrisa surcándole el rostro.
—Índigo, márchate tranquila. Esperaré aquí a que regrese Santiago. —Respondió Victoria con la voz temblorosa.
—No deberías tener miedo. Esta noche Santi sabrá qué hacer... Y tú también... —Dijo la nana con voz traviesa— Además, no será necesario que estén presentes durante la cena si no lo desean. El Coronel Salvatierra, lo entenderá. —No quedó centímetro en el rostro de Victoria que no se hubiera ruborizado. Aunque, esa posibilidad le resultaba de lo más tentadora, después de haber logrado tocar el cielo en brazos del hombre al que ahora podía llamar esposo y el rubor se acentuó.
—Si, imagino que lo entenderá. —Respondió Victoria intentando que la voz no se le volviera un susurro.
—Bien, entonces me voy a la cocina. Si necesitas... —Corrigió— Si necesitan algo, no duden en llamarme. —Victoria asintió y la nana contoneando su exageradas caderas, se dirigió a la cocina.
Al llegar a las cuadras, Santiago pasó una pierna sobre la silla, desmontó y condujo a Galahad a su compartimento y lo desensilló. Pretendió cepillarlo y retirar el sudor del pelaje del equino pero Mario interrumpió la tarea.
—Si yo fuera Galahad, ya te hubiera propinado una buena coz. Parece que quieres abrirle canales en la piel al pobre animal. —Le dijo mientras él mismo cepillaba su montura— Si te entretienes un par de minutos más atendiendo al caballo, tu mujer no se enfadará, pero apuesto mi cabeza a que tú estás a punto de ebullición. —Santiago sonrió.
—No imaginé que fuera tan obvio. —Santiago retiró el cepillo de la piel de Galahad y le obsequió un par de golpecitos en el cuello en señal de disculpa.
—Digamos que si no hubiera estado la muchedumbre que se congregó en la iglesia, seguramente ahí mismo habrías consumado el matrimonio. Y ni una maldita pistola en tu delirante cabeza, lo habría evitado. —Añadió Mario esbozando una sonrisa, más de complicidad que de burla.
Santiago reventó en una carcajada. Galahad empezó a moverse inquieto, el caballo percibía el comportamiento extraño de su jinete. Santiago le acarició el cuello para tranquilizarlo.
—Cuando la mujer indicada invada tu mundo, te darás cuenta que el aire no te llena los pulmones, si no es su aroma el que respiras. Y todo lo demás, TODO, se esfuma si ella no está a tu lado. —Las pupilas oscuras devoraron el turquesa hasta dejar sólo una delgadísima línea rodeándolas.
—Vete de aquí. —Refunfuñó divertido el militar— Yo me encargo de los caballos. Y algo más, me retiraré a descansar temprano, pediré una charola con mi cena y la tomaré en mi habitación. —Una pícara sonrisa se instaló en el rostro de Mario mientras le hablaba— Mañana salgo a primera hora de regreso a mi despacho en la prisión. Por favor, despídeme de tu esposa. Y... —Guardó silencio un par de segundos sin despegar sus ojos castaños de los dilatados de Santiago— te confirmo que no espero recibir noticias espeluznantes de tu parte. Confió en que las cosas saldrán bien. Pero en caso contrario, te juro que cumpliré mi palabra y pondré a salvo a tu mujer, tal y como me lo has solicitado, en el caso de que las circunstancias lo ameriten.
—Gracias. —Santiago rodeo a Galahad y se acercó a su amigo ofreciéndole la mano. Mario la estrechó y luego se fundieron en un abrazo fraternal.
—Márchate ya.
Santiago salió apresurado de las cuadras y casi corriendo se dirigió a la mansión. Entró en el vestíbulo hecho una tromba. Victoria escuchó el golpeteo azuzado de los tacones de las botas de Santiago que se alejaban. Ella se levantó la parte delantera de la falda y corrió al vestíbulo. Santiago subía la escalera de dos en dos peldaños.
—Santiago. —Ella lo llamó y él se detuvo al instante; se volvió y contempló a la mujer que se acercaba al pie de la escalera imperial.
El descendió lentamente sin despegar la mirada del rostro de ella. Tres peldaños antes de alcanzar el piso, él extendió el brazo ofreciéndole su mano. Ella la sujetó y juntos subieron los escalones, en el rellano tomaron el tramo lateral de la izquierda y caminaron por el corredor dirigiéndose a la alcoba de Santiago. Él abrió la puerta y la sostuvo para que ella entrara. La cerró detrás de él.