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LA fragata se deslizaba armoniosa sobre las olas doradas por el sol de la tarde, parecía que el viento se había confabulado con el mar para hacer que el navío navegara a velocidad constante.
En el camarote que fue destinado para las mujeres, Índigo le había quitado a Victoria el vestido manchado de sangre y la vistió con una bata larga de algodón. La joven se veía tan frágil en el centro de la diminuta litera que aparentaba devorarla.
Las capas negras que le cubrían el cerebro se deprendieron una a una, hasta que del negro al gris, la última capa oscura se evaporó en el momento en que sus párpados se elevaron. Pero, lo primero que vio fue la imagen de Santiago en el piso, con el pecho ensangrentado y la bota de Gonzalo presionando el tórax de su marido. Abrió de golpe los ojos y en su rostro se cincelo una mueca de horror, ella se enderezó tan aprisa que eso fue suficiente para que la tragedia finalmente se desatara.
Ella no escuchaba las palabras de Índigo, ni siquiera la veía. El dolor que estalló en su vientre le arrancó hasta la posibilidad de respirar. Victoria se llevó las manos al estómago y lo cubrió con sus brazos, como si intentara protegerlo. Entonces regresó a su memoria lo que había ocurrido en Casa Caracol. Los últimos segundos antes de que ella se desmayara. Y supo que con el primer golpe que había recibido, serían sus padres los encargados de cuidar al pequeño nieto, a quien le había sido arrebatada la oportunidad de probar el abrazo amoroso de su madre y la protección fervorosa de su padre.
¡Estaba perdiendo al bebé!.
Un aullido monstruoso que escapó de su garganta, alertó a toda la tripulación incluido el Coronel Salvatierra que estaba en cubierta, contemplando el movimiento acompasado del mar, que repentinamente adoptó una extraña tonalidad verdosa, y por alguna razón, pensó que navegaban en un océano de turmaline.
El Coronel mascullaba toda clase de maldiciones mientras corría al interior del navío, dirigiéndose a la cabina donde había dejado a Victoria. De camino se encontró con el capitán y el doctor. Sin siquiera llamar a la puerta, Mario giró el picaporte e ingresó en el camarote.
El camisón, las sábanas y el colchón estaban empapados de sangre y Victoria se retorcía de dolor.
Ella había perdido al bebé.
El mundo de los vivos se lo había arrebatado y el de los muertos lo recibía con beneplácito.
Por primera vez, Mario se sintió débil, inútil y profundamente desolado. Ni siquiera fue capaz de moverse ni medio centímetro. El doctor había tenido que empujarlo para que lo dejara pasar cuando vio lo que ocurría con la mujer. Mario escuchó murmullos y vio como el doctor e Índigo se movían apresurados acercando lienzos y brindándole ayuda a Victoria que seguía inmersa en una insondable selva de dolor.
El Capitán Cantrell arrastró a Mario fuera del camarote y lo llevó a cubierta, mientras ordenaba a un par de marineros que llevaran agua hervida al doctor.
Mario se quedó plantado ahí, a un costado del mástil, justo en donde lo había dejado el capitán. Instintivamente se llevó la mano al interior del bolsillo de la casaca y extrajo el alfiler que usaba Santiago en el foulard. Aún tenía manchas de sangre seca. Lo contempló en la palma de su mano. Mario, no pudo moverse. Había visto morir en la guerra a muchos hombres y mujeres, hasta niños inocentes, pero jamás había presenciado un aborto y mucho menos el del hijo de su amigo. Se sintió impotente, toda su habilidad militar no había servido de nada para salvar la vida de ese indefenso bebé.
Y tampoco tenía mucho que ofrecer para ayudar a la mujer que se desangraba en aquella cama, mientras era consumida por un puntiagudo dolor que parecía partirla en dos. Mario se cubrió el rostro con la mano libre.
Los gritos desgarradores de Victoria se desdibujaban en la inmensidad del mar y el cielo.
Un rato más tarde, Mario no supo con exactitud si fue largo o corto pero lo cierto era que estaba al borde de la noche, el Capitán Cantrell se acercó a él, colocó la mano sobre su hombro y lo apretó, arrancándolo de sus cavilaciones.
—Coronel, su esposa perdió mucha sangre. Tuvo una hemorragia. Milagrosamente el doctor logró controlarla. Ella está muy débil. El doctor dice que esta noche será determinante. Si ella logra llegar al amanecer, existe una leve posibilidad de que se salve. Pero, le recomiendo que no guarde muchas esperanzas, es muy probable que no lo logre. Ella tiene fiebre.
Mario cerró los ojos y sintió que le habían atado una piedra enorme y pesada alrededor de la garganta.
—Deseo ver a mi esposa. —¿De dónde diablos le había salido esa voz de ultratumba?, pensó Mario.
—Desde luego Coronel. —El capitán se hizo a un lado para permitirle pasar. Mario se dirigió con paso firme y apesadumbrado al camarote de Victoria.
Ella tenía los ojos abiertos y la vista clavada en la claraboya por donde se colaba la luz. De sus lagrimales escurrían intensas cataratas silenciosas. Victoria no se movía. La manta la cubría hasta el cuello. Índigo se había sentado al costado de la cama y sostenía la mano pálida de la muchacha entre las suyas. El dolor que atormentaba a la nana, se le tatuó en el rostro. Ella también lloraba en silencio.
Mario tragó saliva y de pronto se sintió helado. No tuvo la fuerza para dar otro paso. Plantado ahí en el umbral de la puerta, se obligó a entrar. Ese solo paso, fue el más inseguro que hubiera dado en toda su vida.
Ninguna de las dos mujeres modificó su posición.
El Coronel Salvatierra escudriñó el camarote con la mirada. Cualquier cosa era mejor que situar los ojos en aquellas dos damas que le estaban taladrando el alma con su silencio y sus lágrimas. Él localizó en una esquina un gran canasto de mimbre con una montaña de sábanas ensangrentadas, pudo ver el charco de líquido escarlata que se había formado debajo del canasto.
Tomando valor con un profundo suspiro, él se acercó a la cama. Flexionó una pierna y postró la rodilla sobre el piso de madera. Haciendo uso de toda su valentía, colocó su mano bronceada y enorme sobre las de la nana. Índigo volvió el rostro y lo miró, con la desolación rodando copiosa por sus morenas mejillas.
Victoria cerró los ojos. La mujer y el hombre que la acompañaban, se alertaron. Victoria separó los labios, intentó hablar, pero ni un solo sonido salió de su boca, en lugar de palabras, fue un caudal desbordado el que expulsaron sus lagrimales. Ella hizo un nuevo intento, y su voz apenas fue un indefenso susurro.
—Mi bebé, Mario... Mi bebé... —Un profundísimo y punzante lamento se escapó de su garganta y el llanto se transformó en tempestad.
Las defensas y la experiencia de ese aguerrido coronel no fueron suficientes para proporcionarle una trinchera adecuada contra aquel asolador ataque de unas cuantas palabras. Y por primera vez en años, sintió el calor húmedo que se abría camino por sus mejillas. Si este espantoso dolor que le estaba deshilachando el corazón, provenía de la pérdida de un niño que no era suyo, le horrorizó la idea de lo que iba a ocurrirle al padre de esa criatura cuando tuviera conocimiento de la insoportable pérdida que debería afrontar durante toda la vida, si es que Santiago aún la poseía.
Mario reflexionó en la posibilidad de que Santiago hubiera recibido en brazos el alma de su hijo y un escalofrío le recorrió la columna.
Victoria no logró controlarse. Índigo tuvo que salir corriendo del camarote en busca del doctor. Y al final, no hubo más opción que darle una buena dosis de láudano para que la muchacha permaneciera tranquila.
El nerviosismo se instaló en aquel navío.
Victoria fue presa de una elevada fiebre. Ella estaba muy débil y a punto de morir desangrada, había perdido a su bebé y lo peor de todo era que Santiago no estaba con ella, brindándole su apoyo y su fuerza.
Él no estaba ahí para compartir con ella ese dolor que había echado raíces en su corazón y le había despedazado el alma.
Él no estaba ahí, para llorar con ella la pérdida de aquel pedacito de amor que ambos habían creado.
Su Santiago no estaba ahí, porque se había ahogado en la laguna de sangre que brotaba de su pecho. Ella lo había visto con claridad antes de que se precipitara por la escalera. Y ese pensamiento la sacudió. Había perdido a su esposo y a su hijo. Todo lo que había transformado su insípida existencia en vida, le había sido arrancado de forma brutal y dolorosa.
Quiso gritar.
No pudo.
Intentó llorar.
No había más lágrimas.
Sólo había calor, tan intenso y profundo que le hacía hervir la sangre. Y no lograba desembarazarse de él.
Esa noche en especial, no fue una noche tranquila, la fiebre se elevó hasta casi transformar el cuerpo de Victoria en una hoguera.
Ella deliraba.
¿Dónde estaba?.
Hace calor.
¡Muchísimo!.
Las perlas de sudor rodaban desde mi frente surcando mi rostro. Descubrí que mi mano sujetaba un pañuelo. Sequé las insistentes gotas rebosantes que se empeñaban en empaparme la frente.
Una puerta de herrería me bloqueaba el paso. Sujeté los barrotes y los sacudí. La puerta estaba cerrada con llave, era tan firme y pesada que no conseguí moverla ni medio milímetro.
Tras de mí se alzaba un ejército de árboles silenciosos, era su follaje verde lo único que desafiaba el gris de aquel sitio.
¿Por qué hace tanto calor, si está nublado y el viento zarandea colérico los árboles?. Escucho como silba...
No, no silba.
¿Llora?.
¡Llanto!.
Alguien llora y no es el viento que maltrata a los árboles.
Me volví hacia la puerta.
Del otro lado distinguí un cementerio. Un extraño mariposeo doloroso se anido en mi estómago y con sus ondas tétricas alcanzó mi pecho y garganta.
Una procesión fúnebre avanzaba lentamente por entre las tumbas dirigiéndose a una en particular al fondo de la callejuela principal.
Sin aviso, una punción en el pecho me hizo tambalear, sentí que había un gran trozo helado de metal clavado que palpitaba lanzando astillas puntiagudas que me provocaban dolor constante y que se agravaba con cada respiración.
—¿Victoria?.
¡Santiago!.
Era su voz.
No me pude mover, mis pies se negaron rotundamente a dar un solo paso. Busqué a mi Santiago con la mirada. Él no estaba a mi lado. Estaba de pie del otro lado de la puerta, a varios metros de distancia.
—¡Santiago!. —Le grité.
Él se acercó. Escuché claramente sus pasos avanzando firmes sobre esa callejuela de gravilla. Él lucía magnífico. Vestía un pantalón de montar café claro, que se adhería sus piernas fuertes y moldeadas. Calzaba botas de caña alta y sólo vestía camisa blanca, sin chupa, ni casaca. El foulard estaba perfectamente anudado alrededor del cuello, pero no llevaba prendido el alfiler.
Él siempre usaba el alfiler.
De un segundo a otro, él estuvo frente a mí.
Me sonreía.
Era hermoso. Un ángel, a mi Santiago de la guarda sólo le faltaban el par de alas blancas, porque ya poseía un halo plateado que emanaba de su cuerpo.
Metí los brazos entre los huecos del diseño de la herrería, los extendí intentando alcanzar a Santiago. Él sujetó mis manos y se acercó, también introdujo los brazos entre los huecos y me abrazó.
Su corazón latía fuera de ritmo.
Su piel hervía.
—Perdóname. —Me susurró al oído mientras me envolvía entre sus brazos como si quisiera fundirme en ese calor tórrido que irradiaba. El metal helado de la herrería de la puerta no sufrió alteración en su temperatura a pesar del calor incendiario que hacía en aquel sitio y de que Santiago mismo parecía estar en llamas— No te abandoné, ni te alejé de mi por voluntad. Intentaba protegerlos a ti y a nuestro bebé.
¿De qué está hablando?.
¿Protegernos?
¿Al bebé y a mí?
¿Al bebé?.
¡MI BEBÉ!
El dolor en el pecho descendió hasta mi vientre e hizo erupción.
El alarido que salió despedido de mis labios, me desgarró la garganta. Una mancha bermellón apareció en la falda y se hacía más y más grande. Por mis piernas se precipitaban ríos de un líquido candente. Pronto me vi parada en un enorme charco de sangre.
—¡Santiago!...
Él no pudo hacer nada.
Caí al piso de rodillas, presa de un dolor que me estaba partiendo por la mitad. Pero, él me sostenía entre sus brazos, a través de la puerta de herrería.
Las lagrimas hicieron su triunfal aparición y la sangre seguía fluyendo.
Santiago me acunaba entre sus brazos. Él tiembla. Su pecho sube y baja. Santiago...
Él estaba llorando en silencio y esforzándose por no perder el control.
Levanté el rostro y lo miré. Sus ojos estaban hinchados, ríos descomunales de agua salada se habían desbordado de las turquesas opacas que tenía por ojos. Nunca pensé que los ángeles pudieran sentir dolor y que lo expresaran de manera tan clara en sus rostros perfectos. El desconsuelo marcado en el rostro de Santiago era un reflejo exacto del que yo sentía.
—¡Mi bebé!... —Su voz sonaba entrecortada. Ronca y desentonada al mismo tiempo mientras intentaba pronunciar esas palabras— También era mi bebé, Victoria... Y no pude protegerlo. ¡No pude protegerte!. ¡Lo lamento tanto!...
Él rompió en llanto, como si fuera un niño pequeño que ha recibido un severo castigo por no haber completado satisfactoriamente una tarea.
—Perdimos a nuestro bebé. ¡Lo perdimos, Santiago!.
Él estaba desconsolado.
Yo también.
Sus lamentos se me clavaron en la piel. Verlo así, en ese estado de total indefensión y pesadumbre, me colmó de impotencia. Lloramos juntos la pérdida de nuestro niño. De ese trocito de amor que habíamos deseado y creado juntos. Nuestro pequeño tesoro nos había sido arrebatado y dolía.
Dolía a más no poder.
—Lo lamento Victoria. No sabes cuánto.
Deposité un beso en sus labios.
Quemaban.
—No te culpes. Tú te habrías ofrendado por nosotros sin dudarlo. Pero ahora, te necesito conmigo. Santiago, abre la puerta.
—No puedo. De aquel lado tú estarás segura, de este lado los finales se están escribiendo.
Coloqué la mano sobre su pecho. Estaba húmedo y pegajoso. La sangre no sólo provenía de mi vientre, también fluía de su pecho.
¡Le habían disparado!. ¡Don Gonzalo le había disparado!
Lo recordé.
Sus brazos se aflojaron y se desplomó, contra la puerta que se zarandeó. No tuve fuerza para levantarme, empezaba a sentirme adormilada. Pero sujeté su mano tan fuerte que mis dedos se entumecieron.
—Tu alfiler. —Le pregunté ya sin fortaleza.
—Tú lo vas a necesitar más que yo. —No entendí lo que insinuaba— Júrame que no vas a dejarte morir. Eres la mujer más fuerte que ha puesto un pie en esta tierra. Eres mi mujer valiente y poderosa. Prométeme que vas a luchar por tu vida. Porque si tú mueres y yo sobrevivo, yo no tendré nada por lo que valga la pena soportar un amanecer más.
Sentí los labios pesados, me costaba trabajo separarlos, pero con un esfuerzo que me provocó oleadas de dolor que envolvían todo mi cuerpo, le hablé.
—Y yo te necesito a ti. Santiago, si te pierdo, tu alfiler no unirá el corazón de nadie, porque no habrá corazón que remendar.
—Victoria, solamente existe una sola Victoria. Mi Victoria. Y yo la amo.
—Y tu Victoria te ama a ti. Lucha Santiago.
—Aférrate a la vida, Victoria. Nuestro bebé era un niño. Un angelito que estará velando por ti de ahora y hasta siempre.
—¡Santiago no...!... Su mano se deslizó lejos de la mía, como su estuviera cubierta de mantequilla, no logré retenerla.
Con un último esfuerzo, me incorporé sujetándome de la herrería de la puerta. Los integrantes del cortejo fúnebre lloraban desconsolados mientras un par de hombres con palas, llenaban de tierra una tumba.
Santiago caminaba directamente hacia aquellas personas enlutadas. Me daba la espalda, y a pesar de que poco me faltó para perder la voz gritando su nombre, él no se volvió.
El dolor paulatinamente se esfumó.
La sangre también.
Y Santiago se desdibujó en el brillo al final del túnel.