45

A salvo.

El cuerpo de Victoria ya no respondió con espasmos punzantes cuando abrió los ojos. Minutos antes, porque estaba segura de que solamente habían transcurrido un par de minutos, esa simple acción de levantar los párpados le habría provocado un dolor constante y profundo que le desgarraba desde las entrañas cada capa de carne, músculos y tendones hasta alcanzar la piel. Victoria no quiso saber si eso era una buena o mala señal.

Por la enorme ventana se derramaba un torrente de luz. Ella parpadeo un par de veces para acostumbrarse a la luminosidad. Instintivamente se llevó las manos al vientre.

No había protuberancia, su vientre estaba plano.

Vacío.

El dolor, ahora más violento, se encendió como una hoguera incendiándole el pecho.

Entonces observó con más atención la ventana, las cortinas que la adornaban y que estaban recogidas a los lados por enormes aros dorados. Su mirada rodó hasta la cama en donde descansaba. Tenía pilares tallados con formas geométricas, eran esferas y piñas, que soportaban un dosel de madera y pendían cortinas vaporosas bordadas con diminutas flores violetas.

El último recuerdo perforó su cerebro.

¡Estaba en Viridian!.

Victoria no pudo moverse.

Se sintió abatida.

Estaba sola.

Y su Santiago... Ni siquiera pudo conjurar su rostro en sus recuerdos, sólo había uno que se empeñaba en no abandonarla: una enorme mancha de sangre en el pecho de Santiago y él jadeando tirado en el piso.

Mario había dicho... Se reprendió. Mario no dijo nada en donde ella pudiera cimentar una esperanza imposible. El Coronel fue muy claro. Su Santiago, había sido abandonado con una herida en el pecho, había perdido mucha sangre y...

Ella no pudo continuar. Las lagrimas le inundaron los ojos derramándose sobre la hambrienta almohada que las devoraba sin recato.

Fátima e Índigo estaban sentadas en los sillones con apoya brazos de la pequeña estancia a unos cuantos metros de la cama de Victoria, ellas advirtieron al instante los movimientos apresurados del pecho de la joven, escucharon los brevísimos jadeos de ella cuando intentaba jalar aire por la boca y presenciaron como su cuerpo atormentado se estremecía con cada embate despiadado de lágrimas.

Fátima se puso de pie, avanzó hacia el lecho y se sentó en la orilla. Colocó su mano sobre el hombro de Victoria. La chica se tensó al sentir el contacto de aquella tibia mano sobre su hombro.

—Estas a salvo. Nadie te hará daño. —Victoria inclinó el hombro para evitar el contacto de la mujer. Fátima retiró la mano y no intentó volver a tocarla. Ella miró a Índigo y bajó el rostro. La indicación fue más que suficiente para informarle a la nana que ella debía acercarse.

Índigo rodeo la cama y se hincó frente a Victoria. La joven tenía el rostro anegado en llanto. Sus brazos rodeaban su vientre y no paraba de temblar. Índigo acarició el pelo de Victoria y luego intentó limpiar con un pañuelo el rostro pálido de la muchacha. Ese trozo de tela no fue suficiente para detener la flujo doliente de agua salada.

—Victoria, debes sobreponerte. Recuerda que Santiago se casó con una mujer vigorosa, que fue capaz de arrancarlo del pozo de desdicha en el que se había sumergido. Demuéstrate a ti misma, que eres capaz de superar estas penurias y que saldrás adelante.

La nana estaba consciente que hablarle con condescendencia a una mujer como Victoria, no funcionaría. Debía utilizar frases crudas para hacerla reaccionar, pero por algún motivo, cualquier palabra ácida, se negro a conjurarse en su cerebro.

—Estoy sola. —Dejó escapar un susurro desentonado.

—No lo estás. Me tienes a mí. A Mario. A Conchita, a Pablo, a Juana, a Adela y a Hortensia Tienes también a Eugene y Georgie. Cuentas con la protección de Oliver. Y también tienes a Fátima... —Victoria cerró los ojos y tensó el cuerpo.

—No deseo ser vigilada. Exijo estar sola. —Le dijo con la voz cortada por el hipo producido por el llanto.

Fátima se cubrió la boca con la mano. Ella sabía con precisión brutal, que la pérdida de un esposo era asfixiante, y que el dolor debía habérsele enquistado a Victoria en cada célula de su cuerpo.

Sí.

Fátima conocía esa sensación horrible de perpetuo tormento. Enfrentar la muerte del esposo era espeluznante. Pero, ni siquiera se aventuraba a imaginar lo que Victoria estaría sufriendo por la pérdida de su bebé. Ese simple pensamiento le provocaba escalofrío y un punzante dolor en el estomago. Ella no fue capaz de imaginarse sitiada por una tragedia como esa.

Fátima con un revuelo de seda, salió de la habitación a toda prisa. Sin detenerse y a punto de echar a correr, se dirigió al cuarto de juego de sus hijos. Julien y Diego estaban en el piso, jugando con una horda de pequeños piratas y barcos de madera. Fátima se derrumbó al lado de ellos y los abrazó. Ella no pudo visualizarse sin esos dos pedacitos de cielo. Y dio rienda suelta a las lágrimas. Ella que había conocido los desgarres producidos por el dolor de una pérdida, ahora se daba cuenta que era incapaz de siquiera imaginar el suplicio en el que Victoria se encontraba sumergida, y por el que debería maniobrar para no ahogarse de camino a la superficie.

Fátima evitó imponerle su presencia a Victoria que seguía negándose a hablar con ella, y ni siquiera se esforzaba por dedicarle una fugaz mirada. Victoria la ignoraba totalmente o por lo menos eso era lo que pretendía hacerle ver a Fátima.

Habían transcurrido ya un par de semanas y Victoria más recuperada, aún permanecía postrada en cama. Su ánimo estaba sepultado bajo tierra, tal vez, en un tiempo largo, muy, muy largo finalmente echara raíces y lograra florecer, pero por el momento, la semilla de optimismo estaba inerte.

Una tarde de tantas que ya se habían deshojado del calendario, Índigo había reprendido a Victoria porque se negaba a comer. No era una rabieta, simplemente, todo lo que probaba le sabía a papel. Y después de un despliegue de dramatismo y amenazas, Índigo salió de la habitación cargando la charola con el almuerzo intacto y frío.

Victoria se volvió de costado hacia la ventana y cerró los ojos.

Se sentía débil.

No le apetecía ni siquiera aspirar el aire fresco y sólo abandonaba la cama para ir al baño. Estaba totalmente invadida de una espesa aflicción, que ni siquiera escuchó los pasitos que se precipitaron por la puerta y cruzaron la habitación hasta alcanzar la cama.

Justo frente a su rostro, el borde del colchón se hundió. Victoria exhaló derrotada. Seguramente Índigo le daría otro sermón que ella tendría que obligarse a no escuchar. Levantó los párpados.

Dos pares de enormes ojos la miraban con ingenua curiosidad. Un par eran extremadamente verdes y el otro de tonalidad avellanada.

El niño de los ojos verdes extendió la manita y tocó la nariz de Victoria. Ella no supo cómo logró esbozar una sonrisa, sujetó la manita del niño entre las suyas y una corriente desbocada de lágrimas brotó sin que ella pudiera evitarlo. El niño de los ojos avellanados, le dio un par de golpecitos en el brazo y luego estiró el brazo para que ella también sujetara su mano.

—¿Po' que lloyas?. —Le preguntó el niño de los ojos verdes.

—Estoy triste. —Le contestó ella con la voz rota.

—No lloyes. —El niño de los ojos avellanados, se aferró a la mano de ella y se subió a la cama, gateó hasta que alcanzó la cabeza de ella, se arrodilló y le acarició el pelo— Ya, ya no lloyes, bebe la melicina que sabe bien buacala y te vas a aliviaa.

—¿Cómo te llamas? —Preguntó el niño de los ojos verdes.

—Victoria. —Sólo fue un susurro que logró salir en medio de una tormenta salada.

—Yo soy Dulen y él es Dego. Es mi hemano.

—Miya Dulen, Vitoya se payece a la muneca de Ayden. —Esa comparación logró arrancarle una risa desentonada a Victoria— Te la voy a taye paya que la veas. Espeyame aquí Vitoya.

—Yo aquí te espero... ¿Diego?. —Victoria no estaba segura si ese era el nombre del niño, porque su dicción infantil aún no estaba bien desarrollada. Él asintió, de un salto bajó de la cama y salió corriendo de la habitación.

Julien, no soltaba la mano de Victoria. Sujetándose fuertemente de ella, subió a la cama.

—Yo me quedo contigo paya que no lloyes. —Le dijo Julien y se acurrucó al costado de ella, usando de almohada el brazo extendido de Victoria, mientras que con su manita derecha le acariciaba el pelo.

El flujo de lágrimas disminuyó al tener a ese niño entre sus brazos. Tal vez así hubiera sido si a su bebé le hubieran concedido la oportunidad de nacer. Ella lo arrullaría y conversarían; lo acariciaría y le cantaría canciones de cuna... Los ríos salados regresaron con más potencia.

¿Por qué le había sido arrebatado su bebé?.

Ella lo deseaba tanto.

Era un trozo de su Santiago y también a él se lo habían arrebatado.

La maldad humana, la había dejado vacía.

Sola y vacía...

¿Cómo aventurarse a abrir los ojos cada día, sabiendo que su horizonte estaba devastado?.

¿Cómo toleraría ese dolor punzante que le infectaba hasta el alma y le avasallaba cada centímetro del cuerpo?.

¿Por qué no se murió con su bebé?. Por lo menos habría tenido la suerte de estrecharlo en los brazos y ella misma llevarlo al cielo.

Estaba sola.

Sin bebé.

Sin Santiago.

Sola.

Ese pensamiento la amedrentó. Supo que la voracidad de esas pérdidas, la devorarían en el instante en que se le acumularan los días.

Un griterío precedió la entrada de Diego en la alcoba. Venía corriendo a toda velocidad, entre sus bracitos cargaba una muñeca de porcelana con tirabuzones rubios. Y una niña varios años más grande que él, lo perseguía lanzando alaridos a todo pulmón.

Con ayuda de Victoria, Diego subió a la cama y se arrojó a los brazos de ella para que lo protegiera de la niña que venía tras él.

—Miya Vitoya, tú eyes la muneca de Ayden.

Diego levantó la muñeca de una pierna y se la mostró. Victoria la sujetó por la cintura y contemplo a una muñeca de pelo rubio, con un vestido rosa de brocado de seda. La muñeca tenía los ojos grises, como si fueran trozos redondos de plata. Ella no encontró parecido alguno con la muñeca, sin embargo evitó mencionárselo al niño.

—Tiene el pelo del mismo color que el mío y sus ojos también son muy parecidos a los míos. —Las lágrimas se aplacaron.

—¡¡DIEGO!!... —La voz enfurecida de la niña inundó la alcoba de Victoria. Los tres se volvieron hacia la puerta. Ayden, la hermana menor de Oliver, entraba como tromba en la alcoba— ¡¡Esa es mi muñeca!!. —La niña no paraba de gritar— ¡¡Tía Fátima!!... ¡¡Tía Fátima!!... ¡¡Diego me quitó mi muñeca!!..

—¡Ayden sismosa!. ¡Vitoya es la mamá de tu muneca!. Que no ves que toda la gente dice que Dulen y yo somos igualitos a papá. Y tu muneca es igualita a Vitoya. Vitoya es su mamá.

Ese razonamiento infantil hizo sonreír a Victoria. Se incorporó en la cama y colocó a Diego sobre su regazo y luego le alcanzó la muñeca a Ayden que no le quitaba la mirada de encima.

—Diego, yo no soy la mamá de la muñeca de Ayden. —Ella acercó sus labios a la oreja del niño y le habló en un susurro— Soy su hermana, pero ese es un secreto. —Los ojos del niño se abrieron al doble de su tamaño, si eso era posible.

—Y tú, ¿quién eres?. —Preguntó la niña, que contemplaba el rostro de su muñeca y luego el de Victoria y luego volvía al de la muñeca.

—Es Vitoya, la hemana de tu muneca. Peyo es un sequeto. —Respondió pomposo Diego.

En la boca de la niña se formó una perfecta donita. Y de inmediato se subió a la cama, se hincó al costado de Victoria y desplegó una deslumbrante sonrisa. Julien escaló los almohadones y se aferró con sus bracitos al cuello de Victoria y Diego se recostó sobre su pecho. Victoria rodeó con sus brazos a los niños para evitar que fueran a caerse y observó con detenimiento el rostro de aquella niña. Ella no se parecía ni a Fátima ni a Oliver. Tenía los ojos azules y el pelo castaño muy claro y sin duda era un par de años mayor que Julien y Diego.

—Yo soy Victoria, y ¿tú?.

—Me llamo Ayden. Oly es mi hermano, porque no puede ser mi papá, porque ya es papá de Julien y Diego, porque yo tengo el mismo papá que él. —La explicación dejó un poco aturdida a Victoria, pero por alguna loca razón, le produjo gracia y logró arrancarle una carcajada genuina.

—Es un placer Ayden. —La niña la interrumpió.

—Joy no me dijo que tuviera hermanas. —La niña se volvió a la muñeca y la sermoneó— No me avisaste que venía tu hermana y además tu hermana está enferma. Eres una muñeca muy mal educada Joy. Tú y yo hablaremos más tarde sobre esto. —La niña dejó la muñeca a un lado y regresó sus ojos al rostro de Victoria. Diego estaba quedándose dormido y Julien ya se había acurrucado entre los almohadones.

—Joy no sabía que yo vendría a visitarla. —Le informó Victoria con toda ceremonia.

—¡Ayden!. —Fátima corría por el pasillo y se detuvo de sopetón al escuchar la voz de la niña hablando con Victoria. Caminó de regreso a la habitación que tenía la puerta abierta y el aire se le congeló en la garganta. Sus hijos estaban en brazos de la muchacha. Diego estaba profundamente dormido y a Julien le faltaba muy poco. Ayden se reía y hablaba sin parar— ¿Ayden?.

Victoria y Ayden dirigieron las miradas hacia la puerta. Fátima tenía el aspecto de haber visto una escena espeluznante. Victoria no lo tomó nada bien.

—Tía Fátima, ¿sabías tú que Victoria es la hermana de Joy?.

—No cariño, no lo sabía. —Fátima avanzó hasta el borde de la cama y extendió los brazos hacia la niña, que se negó rotundamente a abrazarla.

—No. —Ayden manoteó para evitar que las manos de Fátima la alcanzaran— No tía Fátima, Victoria y yo estamos platicando de cosas de muñecas.

Fátima se fosilizó. Victoria la miraba directo a los ojos. Ella había esperado todo, desde un episodio dramático con lágrimas hasta uno agresivo, plagado de gritos y reclamaciones. Pero nunca, uno en donde sus hijos y su sobrina estuvieran involucrados.

—¿Te molestan?. —Le preguntó con voz desabrida.

—Sólo si el pasar tiempo conmigo, les causará problemas contigo más tarde. —La miró con los ojos encendidos y su voz pronunció las palabras con tonos graves. Fátima negó con la cabeza.

Ayden se acomodó entre los almohadones al lado de Julien y observó el duelo entre la mujer y la muñeca.

—No me imaginé que ellos podrían lograr lo que ninguno de nosotros. —Ella hizo una pausa. Las palabras se le amotinaron— Yo... —Intentó hablar pero ningún vocablo salió de su boca. ¿Qué debía decirle?, pensó Fátima. Cómo debía empezar a discutir lo que era necesario que aclararan, se corrigió— Yo, no deseo incomodarte. Si alguien en esta casa sabe por el suplicio que estás pasando, esa soy yo. Y precisamente por eso, no tengo la intención de agobiarte con mi presencia, a menos que tú así lo desees... —Victoria la interrumpió.

—No lo deseo. Preferiría no verte, ni hospedarme en tu casa.. —Fátima detuvo la diatriba de la muchacha.

—Lo sé. Pero estás en mi casa, eres mi huésped y eres bienvenida.

—Desde luego. —Escupió las palabras envueltas en puntiagudo sarcasmo.

—No fui su amante. —Sin premeditación, Fátima le arrojó la frase sin adornos. Sabía que podía mantener ese escenario desagradable hasta que Victoria reventara o surgiera algún inconveniente grave entre ellas; sin embargo, sus hijos se habían inmiscuido y Fátima no tenía la intención de provocarles ni a ellos, y mucho menos a Victoria, ninguna clase de congoja.

Victoria no esperaba un ataque frontal proveniente de esa mujer. Y mucho menos en ese momento. Sintió como se le removían toda clase de recuerdos del inicio de su relación con Santiago. Y recordó la frase que él le había dicho y que a ella la había lastimado profundamente. "La mansión era un mausoleo al recuerdo de aquella mujer".

—Su casa era un mausoleo a tu recuerdo. —Contraatacó Victoria.

—Y el suyo aún asecha a mi esposo. —Resistió Fátima.

—¿Y a ti?. —Insistió Victoria.

—Desde el momento en que abandoné Veracruz; Santiago y lo todo lo que viví durante aquel tiempo, forman parte de una epopeya que está guardada en el baúl de olvidos, y que precisamente, no recuerdo en dónde he almacenado.

Victoria se sintió reducida a un puño de turbación. Tuvo que reconocer, que la franqueza con la que aquella mujer le habló, le había descompuesto el panorama que se había formado de ella. El entendimiento le llegó como un disparo al pecho. Victoria conocía la historia que había unido a su Santiago con esa mujer, y sin duda sólo Fátima podría darle otra versión. Una, que Victoria debía explorar.

—Lo siento. —Susurró Victoria, genuinamente incómoda.

—Yo sé cómo te sientes. Experimenté algo similar cuando conocí a una de las amantes de mi esposo. —Fátima agitó la mano disminuyendo la importancia de esa revelación que dejó a Victoria pasmada, por la casi graciosa manera en que se lo dijo. Victoria pensó que si eso le hubiera ocurrido a ella, sin duda habría dejado calva a esa "amante"— ¿Te apetecería beber un té?. Creo que este sería el momento perfecto para que tú y yo desempolvemos recuerdos.

Victoria asintió. Fátima levantó a Diego en sus brazos y lo sostuvo mientras Victoria bajaba de la cama, luego volvió a depositar al niño en el lecho. Diego se acurrucó entre los almohadones al lado de Julien y se llevó el pulgar a la boca.

Fátima se encaminó a la cómoda y extrajo una bata de seda brocada en tonos violeta, con aplicaciones de volantes de encaje ribeteados con listón, y le ayudó a Victoria a ponérsela.

La muchacha constató que ella y la otra mujer, eran de estatura y complexión similar y aunque sus facciones distaban mucho de ser parecidas, esa mujer irradiaba una calidez y fuerza contagiosa. Sin duda, como enemiga sería implacable; pero como aliada... Victoria deseó tener a Fátima bajo la segunda categoría.

Fátima abrió la puerta ventana y llevando a Victoria del brazo, salieron juntas a la terraza. Unos pasos más adelante, encontraron un par de sillas de herrería con respaldo en forma de abanico, ornamentados con cojines de terciopelo en tono melocotón con bordados en oro. Fátima ayudó a Victoria a tomar asiento.

—Voy a pedir que nos traigan el té. —Victoria asintió y Fátima se alejó caminando por la terraza.

La joven se levantó y se acercó al barandal. Frente a ella se desplegaba un inmenso jardín de rosas de tan diversos colores que le pareció una fiesta organizada por la tierra para demostrarle que aún en donde prevalecía un sólo tono de verde obscuro, se engendraban pequeños capullos de diferentes tonalidades para asegurarle que una gota de color podría iluminar el universo. Hasta el arco iris anunciaba el final de las tormentas más borrascosas. Y desde luego, también habría un arco iris en su universo, a pesar de que ahora sólo lograba ver en tonalidades de verde muy oscuro. En cualquier ángulo a donde desplazara la mirada, el verde se hacía presente. El verde representaba la vida...

La vida que ella no tenía.

A ella se la drenaron.

Dos veces.

Su bebé.

Su Santiago.

El verde no era una tonalidad que le otorgara vida, sino una burla constante de sus pérdidas. El pecho de Victoria se llenaba de una presión que le bloqueaba la respiración. Algo pesado se derramaba desde su pecho inundándole el estómago de diminutas estacas puntiagudas que le atormentaron cada órgano que desgarraban a su paso.

Una vez más se vio sola.

¿Dónde estaban Índigo y Mario?.

Ellos que le habían asegurado que permanecerían a su lado.

¿Dónde estaban ahora que la soledad se daba un festín con ella?.

¿Por qué sentía que ese dolor formaba parte de sus huesos?. Ella no tenía sangre, pensó, toda la había derramado y lo único que le quedó fue dolor espeso llenándole las venas.

Victoria no percibió que Fátima se acercaba. La mujer posó la manos sobre el hombro de Victoria y ella dejó que un afluente de desolación se le escapara vistiendo cada palabra.

—Yo deseaba a mi bebé. Yo amaba a su padre. Y me los arrebataron. ¿Por qué?.

Fátima la abrazó y Victoria rompió en llanto. Las palabras que ella había pronunciado antes de que el torrente salado se desbordara, alcanzaron la médula de su anfitriona, que sólo atinó a envolver a la muchacha entre sus brazos y brindarle el consuelo que ella precisaba. Victoria temblaba y con los dientes apretados, pretendía mantener los sollozos bajo control. Fátima los liberó con un par de frases.

—Grita sí es necesario. Drénalo, hasta que hayas derramado la última gota de dolor.

Victoria no gritó. Se tragó los reclamos, las maldiciones y únicamente se permitió exhalar sollozos. Pensó que por más que gritara y maldijera, su voz no arrancaría de los brazos pegajosos de la muerte a sus dos caballeros.

Los sirvientes que escucharon los lamentos, se reunieron en el jardín para averiguar de dónde provenían. La mayoría de ellos, terminaron limpiándose las lágrimas y alejándose de la visión devastadora de aquella mujer entregándose entera al sufrimiento.

A pesar de todas las penurias que Santiago les había ocasionado a ella y a Oliver, Fátima no sintió ni siquiera una diminuta punzada gratificante por la tragedia que envolvía a Victoria.

Índigo llevaba la charola con la tetera, las tazas y un plato de pastas. A punto estuvo de dejarlas caer cuando atestiguó la escena. Fátima, con la mano le indicó que se marchara. En ese momento, Victoria necesitaba consuelo y no condescendencia. Y sólo ella misma, podría concedérselo o negárselo.

Después de un larguísimo desahogo, Victoria agotó las lágrimas. Había llorado tanto, sus ojos estaban hinchados y tenía la garganta destrozada. Su cuerpo se había debilitado por esfuerzo descomunal de extirparse la desolación.

Pero no lo logró.

Victoria se sentía rebosante de pena.

Fátima la condujo de vuelta a la habitación.

Los tres niños estaban durmiendo la siesta en la cama de Victoria.

—Espera un minuto, voy a pedir que los lleven a su habitación. —Fátima salió de la alcoba.

Victoria contempló a los tres niños, invadida por una punzante conmoción. Diego con el pulgar en la boca, hecho bolita en una esquina. Ayden, se había adueñado de un almohadón, ella dormía de costado y con las manos juntas bajo su mejilla. Y Julien...

Julien, por alguna razón que Victoria no lograba comprender, la había cautivado con sus enormes y expresivos ojos intensamente verdes, tan vívidos como un cañaveral... Victoria tragó saliva... El verde la había emboscado hasta en los ojos de ese niño.

Sin embargo, en ese niño había algo que le inducía un sentimiento de ternura diferente y por un segundo, se sintió ligada a él. Después se reprendió, ella no permanecería el tiempo suficiente en aquella mansión como para ver crecer a ese niño y forjar un vínculo con él. Sin duda, ella se marcharía en la primera oportunidad, y no tenía ni la más insensata intención de regresar allí. Y a pesar de todo, muy en lo profundo, ese niño tendría un sitio en sus recuerdos. Siempre. Julien había sido el primero que le había obsequiado un gran trozo de consuelo, cuando ella estaba siendo torturada por el destino, con el simple contacto de su manita.

Julien no era su bebé.

Su bebé se había perdido.

Y ella, debía rearmarse. Debía unir cada una de las partes restantes del corazón que aún le colgaban en el pecho y unirlas con el alfiler de Santiago.

Maldito fuera el monstruo que había arrojado a sus caballeros a la ribera del Hades.

En algún camino de la Nueva España

1684

¡Era un maldito!.

Maldito mil veces, el oficial que había ordenado que lo apresaran y lo mandaran directo a la cárcel.

Don Gonzalo, tuvo que soportar casi tres semanas encerrado en aquella pocilga. Pero ya habría tiempo de cobrar la deuda a ese desgraciado personaje que tuvo el condenado tino de aparecerse justo cuando él estaba a punto de consumar su venganza. La mocosa se le había escurrido una vez más de las manos y podía apostar toda su fortuna a que ese endemoniado oficial había tenido algo que ver. Don Gonzalo rumiaba esos pensamientos mortíferos, mientras viajaba a bordo del carruaje de regreso a su hacienda en Guanajuato.

Victoria tenía un hermano, recordó Don Gonzalo, frotándose la barbilla con la regordeta mano que ya mostraba signos de mugre añeja.

Un hermano.

Ella no tenía otro lugar en donde refugiarse ahora que su esposo... Apretó los dientes con tanta fuerza, que los incisivos centrales a punto estuvieron de partírsele.

¡La mocosa rebelde, se había casado!.

Y ahora era una viuda prófuga. Él se consoló al pensarlo.

Sin duda, el muy arrogante Santiago de Alarcón estaba ya bien muerto y enterrado. Lo único que lamentaba era no haberlo destazado, para que no quedara nada servible de él.

Nada.

Con un movimiento bien calculado, con la mano empuñada se golpeó sin fuerza en la frente. Le fastidiaba la idea de no haberse quedado para terminar con ese muchacho atrevido, pero uno de sus vigilantes les había informado que se acercaba a galope un piquete de soldados, y no iba a poner en juego su suerte. Había encontrado a Victoria y se había desembarazado...

Las pupilas de sus ojos se dilataron dejando un enorme hueco negro como la entrada al infierno.

Victoria estaba embarazada de ese infeliz plantador.

¡Embarazada!.

Él la había poseído.

¡Ese bastardo la había poseído!... ¡Antes que él!.

Llevó rápidamente las manos a su cabeza y empezó a jalarse el pelo. Su respiración había perdido el ritmo y comenzaba a jalar aire por la boca. Con los dientes apretadísimos jadeaba ruidosamente, hilos de saliva se descolgaban de sus labios. Y fue hasta que el escozor del cuero cabelludo le advirtió que, una vez más, había perdido el control. Retiró las manos de su ya muy atormentado cabello, y como en otras tantas veces, se encontró con los puños repletos de cabellos blancos verdosos. Se limpió las manos sobre la tela del pantalón y se aferró a la orilla del asiento, para obligar a sus manos a no torturar más su maltrecha cabellera. Le tomó mucho tiempo recobrar su aparente dominio.

Cuando finalmente logró poner en orden sus ideas, regresó al punto en donde había iniciado su remembranza: el hermano de Victoria.

Tal vez sería conveniente hacerle una visita. Ese muchacho, no tendría oportunidad de presentarle batalla. Siendo tan joven como él creía, era posible que tuviera un par de años más que Victoria. Él no tendría la madurez para defender a su hermana. Y si por alguna loca razón juvenil, se le ocurría la insensatez de dejar salir su lado caballeroso y protegerla, y ojalá así fuera, como disfrutaría quitándolo del camino. Así, el último obstáculo habría sido extirpado y Victoria tendría que responderle por todas las humillaciones que había tenido que tragarse por causa de ella.

Sí.

La solución era una visita que les helara la sangre.

Y para conseguirlo debía darles tiempo. Suficiente tiempo.

Debían confiarse.

Pensarse a salvo.

Creerse libres.

Y entonces, sería su turno de lanzar la moneda, que sin duda caería a su favor.

Don Gonzalo desplegó una enorme sonrisa amarillenta y sucia. Esa sanguinaria posibilidad, le provocaba una algarabía insana. Su rostro adornado por esa espantosísima sonrisa, lucía más tétrico que alegre. Las arrugas bordeaban sus ojos, frente y mejillas transformando aquella mueca en una máscara horrenda.

La locura podía transformar las facciones de cualquier hombre cuando lo tomaba por sorpresa y enraizaba sus garras tan profundamente, que sus efectos devastadores daban frutos desquiciados en cualquier inesperado momento.

Esa visita sería una mano en la que se jugaría la vida...

6

Abordo de El Cerulean

19°05'43.1"N 96°02'37.2"O

Golfo de México,

1686