37
AMELIA salió del hotel, pidió un carruaje rentado y lo abordó. El cochero abrió la ventanilla superior para recibir instrucciones.
—A Mansión Concha.
—¿Mansión Concha?. —Preguntó el cochero confuso.
—No recuerdo exactamente el nombre de la casa del señor Santiago de Alarcón.
—¿Don Santiago de Alarcón, el amo de las plantaciones de caña y café?.
—Sí. —Respondió Amelia fastidiada.
—Entonces es Casa Caracol, la mansión que está cerca de la ensenada.
—Esa debe ser. Adelante.
—Como usted diga. —El cochero cerró la puerta y chasqueando el látigo sobre la cabeza de los caballos, los instó a caminar.
El poco tiempo el carruaje había tomado buena velocidad y cruzaba la ciudad. El trayecto de poco más de dos horas fue un suplicio en el interior de ese armatoste. Amelia estaba a punto de exigir a gritos que el coche fuera detenido, pero al levantar la cortinilla de la ventana, observó una enorme masa verde que bordeaba el camino. Un gran muralla vegetal, pensó Amelia. El coche viró a la derecha, traspasó el portón de herrería que solamente era cerrado por la noche. El carruaje avanzó por el camino de gravilla, lanzando sonoros chirridos y columpiándose de un lado a otro, zarandeando a la pasajera. Y cuando finalmente se detuvo, la mujer a punto estuvo de caer al piso. El cochero bajó del pescante y colocó el escalón, abrió la puerta y ayudó a descender a una Amelia vapuleada.
Ella se presionó la cintura con mas manos y se arregló un par de mechones que se habían soltado con las cabriolas del coche, se sacudió un poco el polvo de la falda y se dirigió a la puerta. Subió los peldaños del porche y golpeó la aldaba de hierro con forma de caracol.
La puerta se abrió dando paso al rostro descompuesto de Pablo. Él había reconocido a la mujer y no le agradó ni pizca su presencia. Ella y aquel condenado Duque de León le habían ocasionado muchísimos problemas a Don Santi, y por su causa a punto había estado de morir él mismo cuando la mansión fue atacada por los piratas, hacía ya un puñado de años.
—¿Se encuentra el señor Santiago de Alarcón en casa?. Deseo hablar con él. —Ella intentó abrirse paso e ingresar en la mansión.
—No. —Pablo reaccionó con rapidez y con su cuerpo bloqueó el paso a la mujer— Don Santiago no está, y por órdenes del patrón, nadie puede ingresar si el patrón no está en casa, a menos que haya sido invitado o el mismo Don Santiago lo acompañe. Y no recuerdo que el amo haya mencionado que usted fue invitada. Y como Don Santiago no está en casa... Pues ya sabrá usted... —Pablo se aferró a la ironía al habar con aquella bruja.
En la habitación, Victoria recostada en la cama, escuchó que un carruaje había llegado. Pero pasaron los minutos y nadie vino a avisarle que tuvieran visitas. Eso le resultó extraño. Se puso de pie y salió de la alcoba. Caminó lentamente a través del corredor, ella se sentía adormilada y parecía que su cerebro se había envuelto, por voluntad propia, en un velo que le impedía mantenerse alerta, sin embargo, pudo escuchar el alegato que sostenían Pablo con una mujer en la puerta de la mansión. Victoria llegó a la escalera, sujetó con la mano derecha el pasamanos de madera de caoba, bajó uno..
Dos...
Tres...
Cuatro escalones y se petrificó. Poco le faltó para partir el pasamanos.
Ella dejó de respirar.
Su temperatura bajó hasta ponerle la piel casi transparente y las manos heladas.
Su corazón bombeaba a tal velocidad que amenazaba con estallarle en el pecho.
¡La habían encontrado!.
Ese pensamiento como flecha con punta de alas, le traspasó el cerebro de hemisferio a hemisferio, causando graves daños en los sueños futuros. Su cerebro reaccionó al ataque, se activaron las alarmas y el cuerpo respondió a la llamada de emergencia. Ella se levantó la falda y subió corriendo los peldaños, se recargó en la pared y se obligó a controlar el temblor que la había invadido, hasta los dientes le castañearon. Con los brazos protegió su vientre y regresó a la alcoba, puso los seguros, cerró la puerta del balcón y las ventanas. Deseaba ocultarse, de ser posible en el interior del enorme ropero que custodiaba sus vestidos. Quería que le crecieran alas en la espalda para escapar por alguna de las ventanas.
No podía perder el tiempo imaginando soluciones imposibles, y doblegando su temor, se dirigió al vestidor de Santiago; sacó un pantalón, se quitó la falda y las enaguas y se vistió con la prenda masculina, ella introdujo una de las corbatas de seda de Santiago en las presillas del pantalón y se lo ajustó a la cintura. Se quitó el corsé y el corpiño y se puso una de las camisas de Santiago, la estrechez de esas prendas femeninas habrían limitado sus movimientos en caso de que se viera en la necesidad de huir; luego fue a su vestidor y se puso unos botines de piel gruesa que protegieran sus pies en caso de que tuviera que recorrer una distancia considerable. Preparó una capa con caperuza y se acercó con mucho cuidado a la ventana. En el patio trasero no había movimiento...
Y esperó.
Atenta a cualquier movimiento o sonido extraño.
—Ya le dije que no puede entrar. —Pablo tenía el ceño fruncido y su voz sonaba decidida e inflexible.
—Don Santiago se va a enterar de esta infamia. Me aseguraré de que usted no vuelva a abrir puertas ni sea recibido en ninguna casa decente en lo que le resta de vida.
La mujer estaba genuinamente indignada, jalaba aire con violencia y su voz había alcanzado decibeles molestos.
—Dígale lo que usted desee, señora. Pero con todo y todo, usted no entra, ¿cómo la ve?. —Pabló dio un portazo que cimbro la casa, dejando a la mujer a segundos de ser presa de una apoplegía.
Amelia, se aferró a la aldaba y la golpeó con tal furia que casi la desprende de su sitio.
La puerta permaneció cerrada.
Con un revuelo de faldas y la furia adornando su rostro, Amelia volvió al interior del carruaje, pero no ordenó al cochero que pusiera el coche en marcha. Por el contrario, permaneció ahí. El cochero expectante y la mujer, apretujándose las manos, mascullando maldiciones y dejando escapar leves chillidos rabiosos.
Victoria había controlado las lágrimas durante tantos episodios horrorosos de su vida, que aprendió a mantenerlas a raya, sin embargo, éste incidente sobrepasada por mucho cualquier catástrofe a la que ella se hubiera enfrentado antes.
Ella creyó que sus problemas se habían solucionado mágicamente cuando Santiago había invadido su vida, se convenció de que el pasado solamente había sido una pesadilla infantil que desaparecería por gracia de la fuerza luminosa que Santiago había inyectado en la oscuridad de su destino.
Creyó.
Pensó.
Se equivocó.
Si Amelia estaba ahí, seguramente Don Gonzalo rondaría muy cerca.
Victoria se llevó las manos al vientre mientras un pensamiento le taladró el cerebro: su bebé estaba en peligro.
—Mi bebé... Santi... Estoy asustada... Santiago... ¡Santiago!.
Mascullaba Victoria, escudriñando por la ventana intentando descifrar los movimientos perpetrados por el viento entre el follaje verde del jardín.
—¿Don Santiago?. ¿Señor?... —El capataz miró desconcertado al joven amo de la plantación mientras mantenía la vista clavada en uno de los papeles que sostenía en la mano. Su vista no estaba recorriendo las letras y los números escritos ahí, por el contrario, perforaba el papel— ¿Don Santi?. Si quiere puedo regresar más tarde y... —Santiago lo interrumpió.
—Si. Debo irme ahora. —Santiago se levantó como si hubieran accionado una palanca que lo impulsó hacia arriba.
Una punzada se le clavó en el pecho. Era dolorosa, pero no le producía una sensación física, era algo incorpóreo y profundo. Si él creyera en esas cosas, habría aceptado que se trataba de un presentimiento. En su cabeza se había instalado la imagen se su mujer y sus ojos grises derramando chorros de plata líquida. Y la sensación de dolor se le derramó en el estómago, provocándole burbujeos que al reventar se transformaban en un ejército de diminutas agujas que le torturaban. Ciertamente algo no iba bien.
¡Victoria!.
¡El bebé!.
—¿Señor, se siente bien?. —El hombre se aventuró a sujetar el hombro del joven señor, arrancándolo de aquel estupor angustioso.
—No. Me marcho a casa. Hablaremos cuando regrese. Hazte cargo de lo que se presente en mi ausencia.
—Como mande, Don Santi.
Santiago salió del despacho hecho una saeta y montó a Galahad instándolo a ir a galope tendido con un simple movimiento de sus rodillas en los flancos del caballo.
Santiago voló.
Galahad flotaba sobre el camino de terracería, no necesitaba alas para volar, las zancadas largas y firmes catapultaban a hombre y corcel rompiendo la fina nube de viento que los envolvía.
Nunca antes el camino de vuelta a casa se había alargado tanto como en este momento. La punzada en el pecho y el burbujeo de su estómago, se habían encargado de transformar un trayecto acostumbrado de una hora, en poco menos de treinta minutos, pero que habían parecido tres veces más para el hombre montado en el pegaso sin alas.
Al tirar de la brida a la derecha para cambiar la dirección de Galahad y que cruzara el portón de ingreso a la mansión, Santiago casi de inmediato jaló las riendas, haciendo que el caballo respondiera levantando las patas delanteras. El movimiento no había sido del agrado del corcel. Los nervios de jinete estaban a flote y habían contagiado a la montura.
Ese carruaje, no era una buena señal. La sangre se agolpó en sus pies, Santiago pensó que no sería capaz de dar paso cuando intentara desmontar a Galahad. Nadie había sido convidado a visitar su casa y mucho menos había aceptado ninguna invitación de nadie que pretendiera hacerse presente en la mansión. Las burbujas de su estómago formaron una marejada que atacó con toda su fuerza el vientre del hombre. Y por primera vez, supo a lo que sabía el miedo.
A trote se acercó al carruaje estacionado frente a la puerta principal de la mansión y desmontó, atando las riendas a una argolla de metal instalada en una de las columnas del porche para brindar ese servicio.
Él echó un vistazo al coche, era de alquiler. Eso resultaba un descubrimiento desconcertante. Sin demora, subió la escalera del porche y sujetó el picaporte de la puerta. Sabía que quien estuviera dentro de la casa habría notado su presencia y estaría a punto de abrir la puerta.
Sí, la puerta se abrió, pero fue la del carruaje, dando paso a una Amelia con la piel enrojecida y con los ojos a punto de lanzar llamaradas.
—¡Don Santiago!.
A Santiago casi se le desprenden los ojos del rostro cuando observó aquella mujer del pasado que se materializaba justo frente a su casa.
—Doña Amelia. —Él pronunció aquel nombre con la voz ronca y sin ningún matiz emotivo y la miró directamente a los ojos.
—Lo he estado esperando. Sus sirvientes se han comportado de manera grotesca, me han negado el paso a su casa y me he visto en la lamentable necesidad de esperarlo aquí afuera, le pido... —Él la interrumpió con el ceño fruncido y los ojos entornados.
—Los habitantes de mi casa tienen órdenes explícitas de no permitirle la entrada a nadie. —La marejada de pánico anidada en su estómago, seguía provocando oleajes devastadores. Sin duda esta mujer, era parte del motivo que lo angustiaba, pero no estaría seguro de nada, hasta que no viera a Victoria y se asegurara de que ella se encontraba en perfectas condiciones— Señora, ni siquiera me atrevo a imaginar el motivo de su visita. —Le dijo tiñendo cada palabra en una capa de reprobación pura.
—Señor de Alarcón... Don Santiago, estoy de paso en Veracruz, me hospedo en el Hotel San Gabriel y pensé en venir a visitarlo. Hace ya mucho tiempo que no he recibido noticias suyas ni de mi estimado Duque de León, y consideré que sería prudente pasar a saludarlo y ponerme al tanto de las novedades.
El rostro de Santiago se agrió más, el simple recordatorio de aquel personaje que había desbaratado su vida en el pasado, fue suficiente para echar a andar el volcán de ira que él creyó extinto.
—Señora, su estimado Duque de León falleció hace varios años. Precisamente en el recibidor de mi casa y con la hoja de mi espada —Él enfatizó esas dos palabras con especial intensidad— atravesándole el vientre.
El rostro de Doña Amelia se descompuso en una mueca de horror y sorpresa. Ese hombre de rostro perfecto no podía haber asesinado a un tipo como Alfonso. Santiago no tenía ni las habilidades y tampoco el valor para enfrentarse al Duque de León. Alfonso le había asegurado que Santiago era sólo uno más de sus mucho sirvientes acomodados, con deudas impagables y que estarían bajo sus órdenes de por vida. Después de una brevísima batalla entre la incredulidad y la determinación, ganó la segunda. Doña Amelia reagrupó sus fuerzas y recobrando su altanería dibujó una sonrisa burlona en su rostro.
—Entiendo. En ese caso, tendré que hablarle de algo que puede ser de su interés, considerando que usted ya tiene experiencia en este tipo de menesteres.
Santiago la miró con los ojos entornados y levantó la comisura de su labio superior en un claro gesto de disgusto.
—Señora, no pretendo ser grosero, pero se vuelve indispensable hacerla entender que cualquier persona, actividad o asunto relacionado con el Duque de León, no es de mi incumbencia, ni de mi interés, por lo que le ruego se marche de mi casa, o me veré forzado a echarla yo mismo.
Amelia se rió, como si hubiera escuchado el más gracioso de los chistes y al microsegundo siguiente su rostro era el de un basilisco a punto de descuartizar con la sola intensidad de su mirada.
—Señor de Alarcón, sin importar lo que diga, le estoy proponiendo un negocio. No pretendo hacer uso de las ventajas o desventajas, que mi relación con el finado Duque de León pudieran proporcionarme. Tengo un problma y creo que usted está capacitado para ayudarme a resolverlo. Estoy buscando a una mujer joven. Hay mucho dinero de por medio y deseo encontrarla antes de que lo haga su prometido.
La marejada existente en el estómago de Santiago, salió de control estallándole con tal voracidad y furia que sintió como el ácido subía por su garganta. Su cuerpo era presa de una alarma general, y hasta creyó que por un segundo un estremecimiento muy evidente lo había abatido.
—Señora, creo que será necesario informarle que encontré a Doña Fátima y ella y su esposo están en perfectas condiciones y viven en completa armonía, muy, muy lejos de aquí... —Ella lo interrumpió.
—Esa furcia no merecía una vida tranquila. —Sus ojos despidieron relámpagos, mientras hablaba de aquella mujer por la que ahora Santiago no experimentaba ni siquiera un leve chispazo— En fin, esa historia no tuvo arreglo. Pero volviendo al tema, eso es precisamente lo que yo requiero de usted. Necesito que busque a una mujer. Victoria de Casielles es su nombre.
Santiago mantuvo el rostro impasible, a pesar de que se atragantó con el aire que había respirado y la marejada de su estómago se derramó por cada centímetro de su cuerpo llevando salvajes oleadas de punzante pánico a cada una de sus terminales nerviosas. Las piernas se le ablandaron y tuvo que utilizar toda su fuerza para no perder el equilibrio. En un valiente esfuerzo por mantener la calma, Santiago sujetó sus manos tras su espalda e inclinó la cabeza bajando la mirada para evitar que aquella bruja descifrara su agobio.
—¿De nuevo se ha aliado con algún prometido rencoroso?. —Ese ente distaba mucho de ser una mujer, era la tía del demonio enfundada en vestidos de seda, pensó Santiago, mientras echaba a andar su cerebro para obtener más información sobre la complicidad de esa aberración femenina en la desventura de su esposa— ¿Tal vez su hermana ha vendido a una nueva hijastra y la necesita para llevar a cabo la parte miserable del plan?. O ¿es acaso que ahora se dedica a localizar mujeres extraviadas por pura buena voluntad?. —Le dijo aparentemente burlón.
Ella dejó escapar una risa malévola y se acercó a Santiago enredando su brazo en el de él.
—Ah, señor de Alarcón. Soy una mujer sola que busca el sustento. El problema que me ha traído hasta usted es delicado y conversar sobre eso en el porche de su casa, no es muy adecuado. ¿No cree que sería... —Él la interrumpió y liberó su brazo.
—No, señora, no lo creo. Lo que tenga que decirme puede hacerlo aquí. —Él cruzó los brazos sobre el pecho, se alejó varios pasos de ella y apoyó el hombro en la columna del porche donde estaban sujetas las riendas de Galahad.
—Mi hermana falleció en un accidente doméstico. —Esa revelación sorprendió a Santiago, pero se mantuvo impertérrito observando el rostro de la mujer— Mi ex—cuñado está comprometido con la señorita de Casielles, y me preocupa que ella pueda correr la misma suerte que mi hermana. —Santiago no creyó ni media palabra de lo que la mujer había dicho. Ella no se preocuparía ni por su propia madre moribunda.
—¿Será que el sonido metálico de la herencia es lo que predomina con mayor intensidad en su conciencia, Doña Amelia?. —Preguntó él sarcástico y ella emitió una risa forzada.
—Ah, Don Santiago, había olvidado que usted es un hombre perspicaz. —Ella hizo una pausa. Él se mantuvo en silencio. Al no recibir ninguna palabra del joven, ella prosiguió— Estoy sola y en mis circunstancias, no tengo otra salida que proteger la fortuna que en algún momento debió ser para mi hermana. —Ella guardó silencio nuevamente y Santiago permaneció instalado en el suyo— La fortuna debió ser para mi hermana, si no hubiera sido asesinada por ese personaje despiadado a quien ella tuvo la mala fortuna de llamar marido.
La sangre se le cuajó en las venas a Santiago. Si ese hombre del que esa arpía hablaba había sido capaz de asesinar a su esposa; y también golpeado y amenazado a Victoria, no había duda de que el peligro tenía nombre y apellido y ahora se encontraba deambulando muy, muy cerca. Haciendo uso de cada gota de esa sangre fría, Santiago permaneció en la misma posición y con las emociones con la rienda corta.
—Hmmm. —Santiago logró emitir un sonido tedioso y carente de interés.
—Debo encontrar a la señorita de Casielles y asegurarme de que no vuelva al lado de mi ex—cuñado. Necesito su ayuda para conseguirlo. Le aseguro que una vez que yo personalmente me haya encargado de la muchacha, puedo recompensarlo con una razonable cantidad... —Él la interrumpió.
—No estoy en venta. No soy esbirro de nadie y tampoco cazador de recompensas. Su propuesta me ofende. —Le habló con voz glacial y tan afilada que la mujer sintió como penetraba en sus oídos con un corte tan limpio que bien podía haberla partido por la mitad— Usted forma parte de un pasado desastroso al que no tengo nada de apego. Señora, usted no es bienvenida en mi casa y le ruego que se marche en este instante o me veré forzado a echarla yo mismo. Tómelo como ultimátum, no vuelva a poner un pie en mi propiedad o la siguiente vez que nos veamos, olvidaré el hecho de que usted es, lamentablemente, una mujer y será una bala la que le de la bienvenida y despedida al mismo tiempo. Ahora márchese y no vuelva a molestarme en lo que le reste de su solitaria y compungida existencia.
Santiago se volvió dirigiéndose a la puerta, la abrió y con pasos firmes entró en la casa y selló la advertencia con un portazo. Permaneció recargado en la puerta, sin moverse y en sepulcral silencio. Un par de minutos después, cuando estuvo seguro de haber recobrar unos milímetros de compostura, se dirigió a la ventana del recibidor y retiró la cortina sólo lo suficiente para confirmar, a través de la diminuta hendidura de tela, como el carruaje emprendía la marcha abandonando la propiedad.
Santiago se cubrió el rostro con ambas manos y se atusó el cabello, respiró profundamente y vació sus pulmones.
—Don Santi, esa mujer se presentó demandando verlo e insistía en que la dejara entrar en la casa. No se lo permití. —Pablo estaba de pie en la ventana del lado contrario de la puerta. Él había estado vigilando a la mujer y su carruaje y había presenciado toda la escena. Santiago, ni siquiera notó la presencia de su cochero.
—Bien hecho. De hoy en adelante, antes de abrir la puerta, esté yo o no esté yo en casa, siempre verifica a través de la ventana, quién está llamando, y si no lo conoces o es alguien que esté relacionado con esa mujer, no abras la puerta y si me encuentro en casa, antes de abrir, avísame de inmediato. Y bajo ninguna circunstancia permitas que vea a Victoria, ella no debe enterarse de que mi esposa vive aquí. Va a ser conveniente que mantengas cerradas las puertas del cancel de ingreso. En caso de que esa mujer regrese o envíe a alguien en su lugar, tendremos tiempo suficiente para tomar decisiones.
—¿De qué habla Don Santi?.
—Amelia, está buscando a mi esposa. Esa bruja conoce al ex—prometido de Victoria... —Hizo una pausa y aspiró, como si con esa respiración profunda buscara calmarse. No lo consiguió. Casi podía oler el aroma ácido del peligro que los estaba cercando. Su estomago fue presa de un violento revoloteo de vampiros mientras un escalofrío le surcaba la columna— ¿Dónde está mi mujer?.
—En su habitación Don Santi, ella no se ha sentido bien en todo el día. Las náuseas y vómitos la han mantenido recluida.
—Cierra el cancel de ingreso y asegúrate de que todas las puertas y ventanas tengan puestos los seguros. Y no le menciones nada de lo que ha ocurrido a las mujeres. Yo les informaré, después de que haya hablado con mi mujer.
—Como usted diga Don Santi.
Santiago subió corriendo la escalera y se dirigió a la alcoba.
La puerta estaba cerrada.
Victoria sabía de la visita. El presentimiento se potenció a potencias desorbitantes.
Y a él le invadió la impotencia. Se sintió desesperado y un minuto después fue la angustia la que consumió cualquier rastro de incompetencia que lo había sembrado en el corredor, sin poder tocar el picaporte.
La necesidad de tirar la puerta le carcomía las entrañas, deseaba entrar al maldito cuarto y abrazar a Victoria, consolarla, tranquilizarla y asegurarle que él la protegería, que nada en este endemoniado mundo, le haría daño mientras él respirara, pero todo su cuerpo se declaró en huelga.
Santiago permaneció plantado en el corredor frente a la puerta sin poder tocar el trozo de madera. No sabía con precisión el estado en el que se encontraría Victoria, pero podía apostar que, sin duda, ella estaría al borde de un ataque de nervios. Y lo que más le angustiaba era esa posibilidad, sabiendo de antemano que ella no era propensa a ataques histéricos.
Un ataque de nervios no era, precisamente, lo que bullía en el interior de aquel hombre sentado en el sillón de la alcoba en el hotel, cuando recibió el reporte del espía.
—Señor, Doña Amelia fue a una casa en las afueras del puerto. Está como a dos horas de aquí. No le permitieron el ingreso a esa casa. Vi como el mayordomo hablaba con ella y sin más le cerró la puerta en la cara. Doña Amelia permaneció en el coche hasta que se apareció un hombre joven, debió ser el dueño, ellos se conocían y no me pareció que tuvieran una relación muy amable que digamos, él no le permitió ingresar a la mansión y ambos hablaron en el porche. Luego ella se marchó y él se metió a la casa. Hice unas cuantas averiguaciones sobre él. Es español y dueño de varias plantaciones, es socio en un ingenio azucarero y no es muy dado a frecuentar los jolgorios en el puerto, pero si ha tenido amantes caras. Es un hombre reservado. Pero, parece que hubo un incidente grave hace un tiempo. La gente dice que fue por una mujer que luego lo abandonó. Él se batió en duelo con un duque. Ya se imaginará quién salió con las patas por delante. —Gonzalo lo interrumpió.
—¿Escuchaste de lo que hablaban él y Amelia?. —Le preguntó mientras contemplaba el líquido ámbar que contenía la copa que sostenía en la mano.
—No me fue posible desde la distancia en la que me encontraba. Pero le puedo asegurar que no fue nada grato, el hombre se veía hosco y Doña Amelia enfurruñada. Señor, me dijeron también ese hombre se casó hace poco con una mujer de ojos plateados. Yo no logré verla, por eso ordené que dos de mis hombres se quedaran montando guardia. Nos mantendrán informados de cualquier cosa que ocurra en esa casa y con sus habitantes.
Don Gonzalo, permaneció inmóvil contemplando el licor de su copa, después de varios minutos de incómodo silencio, levantó el rostro mostrando los efectos rojizos de la ira en su piel, las aletillas de su nariz se distendían una y otra vez por la aspiración descompuesta de la que el hombre era presa. Tenía la quijada trabada y los dientes tan apretados que podía escucharse el rechinido que producían en medio de aquel silencio espeso.
—Que preparen mi carruaje. Dile a todos tus hombres que estén listos para salir al amanecer. Vamos a hacerle una visita a...
—Santiago de Alarcón. —El esbirro reveló el nombre de la víctima.
—A Santiago de Alarcón. Algo más... —Su voz se volvió más ronca y sus pupilas se dilataron.
—¿Patrón?.
—Asegúrate de que Amelia no abandone su habitación hasta que hayamos regresado. No me importa lo que tengas que hacer para mantenerla encerrada. ¿Entendiste?.
—Perfectamente, patrón.
—Márchate. Deseo estar solo. —Don Gonzalo agitó la mano como si estuviera espantando una mosca.
—Como ordene el patrón.
El hombre salió disparado de la alcoba.
Don Gonzalo se levantó y de un trago se bebió todo el contenido de la copa, la dejó sobre la mesita de caoba situada al lado del sillón y se encaminó a la ventana.
La furia que lo consumía era tan corrosiva que estuvo consciente de que si se permitía liberar tan sólo una minúscula frase empapada de rabia, no sería capaz de frenarse. El hotel no era su casa, y ahí nadie haría la vista gorda y tampoco sabrían escapar de su ataque de ira.
Su mano derecha se aferró a la cortina de terciopelo color verde botella y su mirada abrasadora se posó en la calle y su movimiento de carruajes, caballos y jinetes sin poner atención en nada en particular, pero la fuerza de la sujeción aumentó hasta que la tela cedió desgarrándose con un aullido. El hombre bufaba en lugar de respirar y tenía los labios tan apretados que se le habían puesto blancos.
Se agolparon en su cabeza, toda clase de imágenes de Victoria deleitándose en brazos de ese maldito Santiago de Alarcón, al que aún no conocía pero que ya odiaba con muy particular intensidad.
Él se lo había advertido.
¡Muy claramente!.
Pensó, mientras su mano aferrada a la cortina continuaba desgarrando la tela y él ni siquiera lo notaba.
Él le había hecho una advertencia, insistió su cerebro desquiciado, y esa maldita mocosa no tenía la autoridad para ignorarla.
Él le advirtió y ella lo desafió.
Él no toleraba desobediencias.
Y mucho menos cuando provenían de la mujer que era su prometida.
Ella tenía mucho que aclarar y lo haría. Aunque él le arrancara cada palabra con sus propias manos.
Aunque tuviera que abrirle la garganta él mismo y las dejara salir a borbotones.
No era difícil, se recordó. El calor y la sensación viscosa de la sangre en las manos, era algo que lo enardecía. La sangre de esa mujer debía ser como la lava, dueña de un calor fulminante que sin duda consumiría la furia que se le había anidado en cada condenada célula del cuerpo y que sólo se consumiría en el momento en que el magma que burbujeaba en las venas de Victoria, le quemara las manos. Casi podía percibir el aroma dulzón y metálico de la sangre de ella.
Sí.
Consumirse en el calor de su sangre zanjaría ese inconveniente femenino y molesto; incapaz de acatar órdenes.
Gonzalo esbozó una horripilante sonrisa, convirtiendo su rostro en un gran puño de arrugas, grasa y sudor.
Mañana. Pensó. Mañana sería un día indeleble.
Sólo quedaba un obstáculo por resolver.
Amelia.
Y su rostro volvió a tornarse agrio y ceñudo. Su ex—cuñada era una traidora. Si ella había ido directamente a buscar a ese Santiago de Alarcón, seguramente ella estaba enterada de la escapada de Victoria, y no dudaba que hubiera sido la condenada Amelia quién le hubiera proporcionado los medios para que a la mocosa se largara.
¡Esa arpía era un incordio!.
Y los incordios se eliminan
A ella le había llegado el momento.