17

DE un gran apuro me había librado cuando perdí el conocimiento en la mina. Don Gonzalo, atemorizado por mi desmayo y la cantidad de testigos que habían presenciado su ataque, no tuvo más opción que ordenar al capataz que me llevara al carruaje.

No recobré el sentido hasta varias horas después. Estaba en cama, vestía un camisón de seda con volantes en el cuello. Escuchaba el murmullo de personas muy cerca de mí, identifiqué la voz de mi madre y la de Doña Amelia hablando en susurros que no lograba entender, pero no reconocí la voz del hombre que estaba ahí y que también hablaba en susurros.

Yo no deseaba abrir los ojos, hacerlo significaría enfrentarse a los mil reproches de mi madre y al sin fin de ataques de Doña Amelia.

¿Quién era él?.

Definitivamente no era Don Gonzalo. Su voz rasposa y nasal era inconfundible.

De cualquier manera tendría que encarar a todos los habitantes de esa casa ahora o más tarde. En fin, mientras más pronto rehusara escuchar regaños y dar explicaciones, los enemigos dejarían de acosarme.

Yo no tenía aliados.

Estaba sitiada por enemigos.

Moví la cabeza. Me dolía el cuello. Estuve segura que tendría marcas violáceas adornándome la piel.

Levanté los párpados lentamente, consumiendo con cada latido un milímetro, hasta que mis ojos estuvieron libres de las cortinas de piel y logré enfocar a los personajes que rodeaban la cama.

¿Para qué abrí los ojos?, fue lo primero que me le vino a la mente después de ver el rostro agrio de mamá.

Intenté hablar, pero no logré pronunciar ni una sola palabra. La garganta me dolía. Tuve suerte... Mucha suerte de estar aún con vida. Si yo no me hubiera desmayado por la falta de oxígeno, posiblemente el señor del Valle me habría ahorcado con toda impunidad y nadie habría dicho o hecho nada para castigarlo. Y a mí solamente me depositarían en una tumba y me llevarían flores de vez en cuando.

Los espectadores permanecieron en silencio.

Observándome...

Juzgándome...

Acusándome...

Hice un nuevo intento para hablar. Me salió la voz ronca y con altibajos, poco firme y desgarrándome las cuerdas vocales con cada letra que escapaba de mis labios.

—Madre, deseo regresar a casa.

Esas palabras fueron como el marro que golpea un gran muro de piedra, pero que no logra dañarlo. La única que reaccionó fue la sirvienta que de inmediato se acomidió a acomodarme las almohadas y brindarme ayuda para incorporarme en la cama.

Me sentía atontada, el dolor por dentro y fuera del cuello era molesto e insistente, pero tolerable mientras no hablara.

—Querida, marcharte ahora sería una insensatez. Debes recuperarte y luego pensaremos en...

La voz de ese basilisco con abanico, me inyectó una fuerza espeluznante, de un salto me escabullí de la cama, corrí al vestidor, descolgué mis trajes y los arrojé sobre la cama.

—¡No sea condescendiente conmigo!. —Esa frase me despedazó la garganta. Para ese momento mi voz era tan ronca y empezaba a perderla. El daño había sido mucho más grave de lo que yo había supuesto— Yo me marchó en este minuto. Es tu decisión si te quedas o te vas conmigo. —Le hablé a mamá, mientras sacaba la ropa interior de uno de los cajones de la cómoda de nogal y la arrojaba sobre la cama.

Gracias a Dios, mamá no me complicó la partida y dio órdenes precisas a la sirvienta.

—Prepare mi equipaje de inmediato y pida que el carruaje esté listo en un par de horas. Mi hija y yo nos marchamos.

Sentí un gran alivio al escuchar la voz firme de mamá. Su rostro no evidenciaba ninguna clase de emoción cordial, pero en su voz había un ligerísimo matiz angustioso que reconocí al instante. Y debo reconocer que me sorprendió. Mi madre estaba preocupada y su perfectísima postura y su máscara eternamente serena se había roto, por lo menos para mí.

Con un revuelo de faldas, mamá abandonó la habitación. Cuando ella se hubo marchado, dejé de sacar mi ropa de los cajones y me acerqué a Doña Amelia. Esa mujer espantosa me miraba con una sonrisa malévola delineada en los labios.

—¡Fuera!. —Le grité, consumiendo el último sonido que fui capaz de pronunciar, con la última letra mi voz se esfumó. Doña Amelia amplió la sonrisa pero no movió ni un solo músculo más— ¡Lárguese!. —Mi voz no era más que un murmullo descolorido y la garganta estaba pagando las consecuencias. Miles de astillas se clavaron con particular descuido en cada milímetro de mi ya maltrecha faringe.

Doña Amelia no se movió.

Esta mujer tenía el particular talento de enfurecerme. La prendí del pelo y se lo jalé hacia atrás doblándole el cuello. A Doña Amelia se le borró de inmediato la sonrisa y lanzó un chillido. No me importó que este no fuera el comportamiento adecuado de una dama, esa bruja no lo era y no tenía la intención de tratarla como tal. A jalones y empujones la llevé hasta la puerta.

—¡Esto no se va a quedar así. Te lo juro!. —Rugió hecha una leona.

—¡Fuera!. —Le grité en el oído, para que pudiera escucharme. Aunque no lo conseguí, la intención era dejarla sorda, desde luego. Y ese pensamiento tan simple, me causó un colosal placer.

Solté el cabello de Doña Amelia y la empujé con tal fuerza, que la mujer trastabilló y a punto estuvo de caer al piso. Cerré la puerta de un manotazo y corrí el seguro.

Me recargué en la hoja de madera y dejé escapar un profundo suspiro. Hasta ese momento experimenté la magnitud de lo que acababa de hacer. Le había declarado la guerra a una Gorgona, sí, esa mujer era una medusa espantosa, su mirada malévola bien podía convertir a cualquier incauto en una estatua de roca.

Un movimiento en el interior del cuarto llamó mi atención, descubrí al doctor de pie cerca de la cómoda acomodando sus implementos médicos en el interior de su maletín. El hombre me miraba de una forma extraña, casi podía decir que era una combinación entre divertido y horrorizado.

Me dirigí al escritorio, mojé la pluma en la tinta y garabateé una frase en la hoja de papel y se la entregué al doctor.

"¿Volveré a recuperar la voz?".

Él leyó la nota.

—Su garganta está lastimada. Bastante. Me sorprende que no se le haya roto el cuello. Le tomará varias semanas recuperarse por completo, pero yo le sugiero que no hable o no me temo que podría perder la voz permanentemente. —Me toqué el cuello con ambas manos. No pude evitar que las lágrimas me inundaran los ojos y de pronto me sentí débil. Tuve que buscar apoyo en uno de los postes del dosel de la cama y me senté en la orilla del colchón— Las marcas... —Él carraspeó— Las marcas que le dejó la caída y el golpe contra las tablas de la escalera en la mina, desaparecerán en unos cuántos días. —Levanté la vista y miré al doctor como si quisiera derretirlo con la mirada. El insondable rostro del galeno, me constató que él estaba recitando lo que le habían ordenado creer, a pesar de que él mismo no aceptara esa versión.

Me levante y fui al escritorio. Escribí varias frases en otra hoja de papel y se la entregué al doctor.

"No fue una caída.

Fue él.

A punto estuvo de asesinarme y usted lo sabe.

¡LO SABE!"

Él leyó el texto y luego encendió la vela que estaba sobre la mesa de noche, le prendió fuego a la nota, la arrojó dentro del aguamanil y dejó que se consumiera hasta convertirse en ceniza.

—Lo sé. —Respondió con un matiz tétrico en la voz— Me tranquiliza que haya decidido marcharse de inmediato. Voy a darle un consejo: procure no regresar jamás.

—No pretendo hacerlo —Susurré.

—Una chica inteligente. Si me lo permite, le haré compañía hasta que haya preparado su equipaje. No me gustaría dejarla sola.

—Gracias. —Tomé entre mis manos la del doctor. Y él inclinó la cabeza aceptando mi agradecimiento. Por lo menos, tener al doctor de mi lado me hizo sentir menos desprotegida y abandonada. Finalmente había alguien que se preocupaba por lo que pudiera ocurrirme, y seguramente él no iba a permitir que el "Diablo de la mina" consumara su ataque mientras yo me preparaba para salir huyendo de aquel infierno.

Un par de horas más tarde, enfundada en un vestido de viaje verde aceituna y con el cuello vendado, yo esperaba en el interior del carruaje a que mamá terminara de despedirse del Diablo y el Basilisco.

Agradecí mi estado, porque eso evitó que yo tuviera que soportar un acercamiento con Don Gonzalo y Doña Amelia. Ninguno de los dos, tuvo la desfachatez de siquiera intentar tocarme, cuando me despedí de ellos con un simple movimiento de cabeza y subí al coche.

—En vista de la situación, tendremos que posponer la boda un tiempo, hasta que mi hija se haya recuperado. Le pediré a mi marido para que se ponga en contacto con usted y acuerden una nueva fecha. —La firme voz de mamá, no daba lugar a ninguna clase de contradicción.

—Desde luego, Doña Ana. Nada me importa más que el bienestar de mi Victoria. Yo esperaré el tiempo que sea necesario hasta que ella se encuentre en perfectas condiciones para la boda.

Escuchar esa conversación, a punto estuvo de provocarme vómitos. Hubiera deseado asomarme por la ventanilla y gritarle un par de verdades al descarado aquel, pero las instrucciones del doctor habían sido claras y cualquier esfuerzo por hablar tendría consecuencias irreversibles. No me quedó otra salida que tragarme la rabia y la indignación de un solo bocado.

—Agradezco su benevolencia. Con su permiso Don Gonzalo.

—Que tengan buen viaje.

Mamá abordó majestuosa el carruaje, dio un par de golpecitos al techo y el coche se puso en movimiento.

Con cada metro que nos alejábamos de aquel lugar, yo me sentía más y más tranquila. Casi feliz.

—Sabes que no apruebo tu normalmente extraño comportamiento, —Mamá hizo una pausa y volvió el rostro a la ventanilla del carruaje— pero apruebo mucho menos que un hombre agreda a una mujer, especialmente cuando la mujer es mi hija.

Mis ojos se agrandaron hasta casi salir volando. No daba crédito a lo que acababa de escuchar. Podía haber esperado cualquier cosa, desde un leve reproche hasta horas y horas de amargos lamentos, pero jamás, una muestra de solidaridad que viniera de mi madre.

—Mamá... —Me toque el cuello con la mano— ¿Lo sabes?. —Susurré.

—Hija, los hombres tienen la estúpida idea de que nosotras estamos hechas para creer y obedecer cualquier cosa que ellos decidan. Cada mujer tiene el derecho de elegir si lo acepta o no. Y yo no acepto que ese pedazo de bestia que elegimos como tu prometido, haya intentando librarse de su fechoría aduciendo que habías sufrido un accidente. Victoria, no puedes casarte con él. Pero tampoco podemos romper el compromiso. La única solución que veo es que te marches. Huye hija. Yo te voy a dar joyas que te ayuden a sobrevivir mientras te estableces lejos de aquí. Voy a obligar a tu padre a que te envíe al convento de Santa Mónica en Puebla, estando ahí te será más fácil encontrar la manera de escapar. —Se inclinó y sujetó mis manos. Sabía que yo estaba boquiabierta, pero no pude evitarlo. Esta simple acción me demostraba que mi propia madre en realidad experimentaba alguna clase de emoción maternal a mi favor— Hija, por esta única vez, deja aún lado la testarudez y haz lo que te pido.

Nunca había tenido una oportunidad similar, nunca había sentido el apoyo materno y definitivamente no la iba a desperdiciar ahora que se había presentado. Me eché a los brazos de mamá y automáticamente el llanto encontró su afluente.

La distancia había devorado el casco de La Bugambilia y la próxima parada sería hasta llegar a nuestra hacienda, sin embargo, el carruaje fue disminuyendo la velocidad paulatinamente, hasta que dejó de moverse, los caballos resoplaban y la puerta del coche se abrió.

—Señora, hay varios mineros bloqueando el camino, dicen que quieren ver a la señorita Victoria. No están armados y tampoco nos han amenazado, conté diez hombres en total. ¿Qué ordena la señora?. —Preguntó el cochero. Él no parecía estar asustado, ni siquiera preocupado.

Me enderecé al escuchar mi nombre. Levanté la mano para llamar la atención de mamá y le susurré intentando forzar lo menos posible la voz.

—Mamá, deben ser los mineros que presenciaron el ataque. Acompáñame, deseo verlos y que comprueben que aún estoy con vida.

—Está bien. —Mamá no estaba muy convencida de mi decisión, pero accedió después de escuchar que había testigos del ataque. Si yo había estado a punto de morir a manos de Don Gonzalo, ¿las vidas de cuántos hombres habían sido extraídas por las zarpas de esa bestia?.

Bajé del coche seguida de mamá. Caminamos escoltadas por el cochero. Al frente, había diez hombre bloqueando el camino. Eran los mineros que trabajaban en el túnel y estaban capitaneados por el capataz que me había explicado el proceso de extracción.

El hombre tragó saliva, se quitó el sombrero de paja y lo sujetó con ambas manos sobre su abdomen. Ellos estaban nerviosos, echaban ojeadas a un lado y otro, como si temieran ser descubiertos.

—Señorita, queríamos saber cómo estaba usté. Preguntamos en la casa grande pero nadien nos supo dar razón. Dijieron que el dotor la estaba viendo, pero pos na'más. Y luego nos dijeron que usté se iba.

Mamá me sujetó el brazo, como si esperara alguna indicación para que ella tomara el control de aquella por demás inusual conversación.

Levanté el rostro y con toda la serenidad de la que era capaz, les hablé a aquellos hombres vestidos de manta y sombreros raídos, descalzos o con huaraches de cintas de cuero.

—Estoy bien. —El susurro se había evaporado, dejándome con un jadeo de voz.

Me toqué el cuello y me respondió con una punzada. Busqué la mirada de mamá para solicitarle ayuda. Ella entendió mi petición silenciosa y les habló, más no con el tono altanero y arrogante que correspondía a los de su clase, sino con el terciopelo del que una madre suele vestir su voz cuando alguien pregunta por el bienestar de sus hijos.

—Agradecemos su interés. Mi hija no puede hablar... —Guardó silencio un par de segundos y me miró como si buscara mi aprobación, yo asentí y ella continuó— Tiene el cuello y las cuerdas vocales lastimadas, el doctor le ha ordenado no hablar, o podría perder la voz permanentemente. Ella decidió regresar a casa. La boda va a posponerse hasta que ella se haya recuperado por completo.

El capataz asintió aceptando la explicación. El nerviosismo era mucho más tangible en aquellos hombres conforme pasaban los minutos. Me pareció que en cualquier momento aparecería un monstruo de fauces horribles y los devoraría si no estaban pendientes de todo movimiento en los alrededores. Cada uno de ellos vigilaba, con la angustia evidente pegada al cuerpo.

—Esta bueno.

El capataz hizo una señal con la cabeza a uno de los hombres y él se acercó nosotras. El minero aún llevaba alrededor de la frente el pañuelo que usan para protegerse de las marcas de los látigos de la bolsa de cuero y que también evitaba que el sudor les cayera a los ojos, el hombre mantenía la cabeza baja y se sujetaba las manos una a otra a la altura de su estómago.

—Señorita Victoria, —Él estaba claramente incómodo, y por más que lo intentaba no era capaz de levantar el rostro y mirarme a los ojos. Entonces coloqué mis manos sobre las suyas. Estaban heladas. Con ese simple gesto, él levantó el rostro y posó sus ojos en los míos. Había temor y abandono en el fondo de esos estanques marrones. Lo reconocí de inmediato. Él era aquel hombre que se inclinó para prestar ayuda al minero moribundo y recibió los latigazos que lo obligaron a retirarse.

—Espero que los golpes no lo hayan dañado. —Esa frase ahogada pareció surtir efecto y él me sonrió.

—No, señorita Victoria, yo estoy bien. Tengo el cuero curtido. —Hubo un intento de sonrisa en su rostro.

El hombre giró las manos y colocó sobre las mías algo frío, un trozo helado que no logré identificar porque él mantuvo sus manos alrededor de las mías.

—¿Y esto?. —Le pregunté.

—Era de José. Él lo estaba juntando pa' llevárselo a su mamacita. Ella falleció de una fiebre hace varios meses. José no tenía a nadie más. Nosotros pensamos que usted debería quedárselo.

Él retiró las manos. Había un trozo de metal plateado descansando en la palma de mi mano.

—No puedo aceptarlo.

—Si usted no se lo lleva, se lo quedará el patrón. Usted fue la única que acompañó a José, que en paz descanse, en sus últimos minutos —Se santiguó— y por defenderlo, el patrón la lastimó. Nos asustamos mucho cuando la vimos caer al piso. Pensamos que el desgraciado de Don Gonzalo la había matado.

—Poco faltó. —Le susurré.

—Llévesela señorita Victoria, José estará contento sabiendo que usted se la quedó.

—Gracias.

Empuñé el trozo de plata con ambas manos y lo apreté sobre mi pecho. Ese gesto me había conmovido. Dentro de sus posibilidades, habían dejado su trabajo, arriesgándose a ser castigados, para darme un presente que había costado la vida de un hombre. Era el patrimonio de una vida, reducido a un trozo de metal.

¡Qué injusticia!.

La vida de ningún ser humano debía valer tan poco.

—Úsela pa' una buena causa, pa'quel trabajo de José tenga un buen fin.

—Así será. Gracias.

—Señorita Victoria... —Él hizo una pausa, trago saliva como si estuviera almacenando valor para continuar— No se case. —Bajo la voz— Bueno, si cásese, pero no con él. No con él. Hágalo pa'que José pueda descansar en paz. A él no le hubiera gustado que usté sufriera otra vez. A ninguno de nosotros nos parece que a usté la lastime ese condenado de Don Gonzalo. No se case con él, señorita Victoria.

Esas palabras amalgamaron mi sangre en metal. Sentí como una chispa helada invadía todo mi cuerpo dejándome envuelta en un tétrico escalofrío. Si esta conversación llegaba a oídos de Don Gonzalo, seguramente ninguno de estos hombres viviría hasta el atardecer.

—No lo haré.

El hombre asintió, aprobando mi decisión.

—Vaya con Dios señorita Victoria. Señora.

Él se dio vuelta y regresó con los otros mineros, luego se hicieron a un lado despejando el camino.

Mamá y yo regresamos al interior del coche. Iniciamos la marcha y levanté la cortina para despedirme de aquellos hombres.

Contemplé durante largo rato aquel trozo de metal amorfo en la palma de mi mano. Debía pensar cuidadosamente en qué utilizar ese trozo de plata amalgamada.

Este metal debía ser usado para restaurar, no para adornar. Las joyas sólo adornaban y carecían de esa particularidad restauradora.

En algún lugar de la selva

Veracruz

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