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EN penumbras... Santiago se había sumergido en la más profunda e incierta oscuridad.

Con las prisas, el berrinche y la preocupación mezclándose entre sí, no previó que salir a cabalgar sin luz sería, además de un disparate soberbio, una aventura muy peligrosa.

Una rama baja cobró venganza y Santiago apenas si logró sortearla inclinándose hasta casi caerse del lomo de Galahad. El bufido burlón del caballo le confirmó lo estúpido que había sido al salir de casa sin haber prestado atención a los preparativos que requerían la búsqueda de una fugitiva caprichosa.

Santiago reventó en maldiciones, que estuvieron a punto de hacer perder los nervios a Galahad.

El caballo sin duda percibía la inestabilidad del jinete. Y si él hablara, le habría dicho claramente a Santiago, que sí él hubiera usado su obnubilado cerebro, habría decidido ir tras Victoria por la mañana y no tendrían que lamentarse ahora el haber salido desbocados en plena noche e internarse en una selva peligrosa. Pero aunque el corcel estuviera en lo correcto, también estaba seguro de que mencionárselo a su amo, lo pondría de peor talante. Los hombres no poseían la serenidad para escuchar los sabios consejos que un caballo podía concederles de vez en cuando.

Después de haber cabalgado cerca de cinco horas sin haber encontrado rastro de Victoria, Santiago era un candidato perfecto para convertirse en asesino. Estaba tan enojado que ya había conseguido encabritar a Galahad un par de veces con sus movimientos enfurecidos y erráticos de la brida, las rodillas y sus continuos refunfuños.

Finalmente, Santiago se convenció de que montado en Galahad, sólo iba a lograr romperse el cuello o la pata al caballo y desmontó. Sujetó las riendas y emprendió la búsqueda a pie.

No podía gritar a todo pulmón el nombre de la mujer, si ella estaba escondiéndose, seguramente la alertaría de su presencia. Aunque Santiago dudaba que Victoria fuera capaz de estar atenta a cualquier ruido, lo más probable era que para estos momentos, ella estuviera echa un mar de llanto con un ataque de histeria y saltando de un lado a otro con cualquier ruido que fuera capaz de percibir.

Aunque...

Esa mujer tenía un carácter poco común.

Bien podía haber matado ya, a alguna bestia salvaje con sus propias uñas. Y él ahí, caminando en medio de la selva, sin iluminación y a media noche, preocupándose a muerte por esa condenada mujer, no mujer no... Mocosa. Se corrigió rabioso.

¿Qué demonios lo había impelido a salir como orate a buscarla?.

Ella se había marchado por su propia voluntad...

No.

Por su voluntad no había sido. Tuvo que reconocerlo, pero no le agrado para nada verse en esa posición.

Las circunstancias la habían llevado a salir despavorida de la casa. Él no había sido el amante de Fátima, pero dudaba que Victoria se lo creyera.

Y entonces...

¿Por qué demonios le importaba lo que ella pensara?.

¡Maldita mujer!.

¡No, mujer no, mocosa!.

¡En qué condenados aprietos lo había hundido!.

Pero... Recapacitó. Él estaba ahí porque lo deseaba. Necesitaba encontrarla y ponerla a salvo. De otra manera... Analizó sus pensamientos.

¿Cuál otra manera?. Se preguntó.

¡Él hubiera salido a buscarla, fuera cual fuera esa otra condenada manera!.

En su interior bullía una emoción rara. La preocupación le quedaba muy corta para lo que estaba experimentando en esos momentos.

Y para nada le gustaba como se le había anidado en el pecho esa sensación anómala, que si lo analizaba, le era desconocida por completo. Ni siquiera había experimentado algo similar por Fátima.

Por alguna ridícula razón, le tranquilizó saber que si no había sentido algo similar a lo que tenía clavado en el pecho, por Fátima, entonces podría tratarse de un berrinche de proporciones funestas.

Aunque... En lo profundo y lo superfluo, él deseaba encontrar a Victoria sana y salva.

Sin un solo rasguño.

Y que ella se echara a sus brazos extasiada de alegría porque él la hubiera encontrado evitando así una tragedia.

Y él la abrazaría tan fuertemente que no la dejaría ir otra vez.

Y la besaría hasta que los alcanzara el amanecer y pudiera regresarla a casa bajo la protección del sol.

Santiago se detuvo como si un rayo lo hubiera ensartado.

Tragó saliva y se atragantó.

Durante unos segundos dejó de respirar y si hubiera podido verse en un espejo, la expresión de su rostro le hubiera desconcertado. Tenía los ojos desorbitados, la boca abierta y hasta el color de su piel lo abandonó.

¿De dónde demonios habían salido tantas sandeces?. Logró armar ese pensamiento, después de que un hilo de oxígeno se le coló a los pulmones.

¿Abrazar?.

¿Besar?.

¿Llevar a la mocosa a su condenada Casa?.

¡Él no estaba tan desesperado como para llegar a esos extremos de insensatez!...

¿O era acaso que Victoria había tocado alguna fibra que por algún desconcertante milagro, había permanecido inmune a aquella mujer del pasado?.

¡Maldición!.

¡Maldición!. Esas condenadas faldas no le estaban facilitando la caminata. Se le atoraban en cualquier rama o raíz; se le enredaban entre las piernas y ya la habían hecho trastabillar un par de veces.

Victoria se aseguró que la raíz del árbol que se atravesó en su camino, estuviera libre de cualquier bicho ponzoñoso y se sentó.

Sujetó la tela del vestido en sus manos y la rasgó por lo menos cincuenta centímetros hacia arriba en línea recta. Luego se quitó las enaguas y las arrojó al piso, después se anudó la parte frontal con la trasera de la falda envolviendo cada una de sus piernas, transformando así ese largo vestido en unos pantalones improvisados pero cómodos y que le permitían mayor rango de movimiento.

Sintiéndose más liberada, Victoria emprendió la caminata con más bríos. Para esas horas su vista se había acostumbrado a la obscuridad y se aseguró de encontrar un palo largo y grueso que le sirviera para medir el terreno que pisaba y por si se presentaba la ocasión, le sirviera como arma de defensa. Lo había aprendido de su hermano Daniel.

Después de varias horas de caminata, decidió buscar un sitio en donde pudiera pasar la noche y que le brindara por lo menos un poco de seguridad mientras la luz del sol reaparecía.

Descubrió un árbol con ramas altas que se entrelazaban entre sí formando canales que bien podían servirle de refugio durante algunas horas. Arrojó el palo hacia arriba. Su puntería era bastante buena. El palo cayó en la canaleta, pero no hubo movimiento alguno que le indicara que algún animal estuviera instalado ahí. Sujetándose de la corteza y las hendiduras del tronco, empezó el ascenso, apoyando las puntas de los botines en cualquier corteza saliente lo suficientemente firme. En pocos minutos estaba instalada en la canaleta. Permaneció inmóvil y silenciosa durante largos minutos, contemplando el movimiento de las hojas y las ramas; escuchado con todo cuidado los sonidos que se deprendían cerca de ella.

Por lo menos ese árbol no tenía visitantes reptiles que pudieran representar algún peligro serio. Y después de un largo rato más de observación, Victoria se acurrucó y se quedó dormida.

Dormida.

Victoria debería estar dormida en una cama cómoda.

Y él también.

Su cama era lo suficientemente grande y confortable para los dos. Pensó Santiago mientras caminaba.

¡Para los dos!.

Santiago se detuvo, se cubrió los ojos con la mano y sacudió la cabeza un par de veces. El celibato estaba jugándole muy malas pasadas y debía mantenerse firme, porque no podía cometer estupideces con esa mujer.

Pero...

¿Y no las había cometido ya?.

Ese día había sido particularmente agotador. Una lista interminable de situaciones se habían presentado modificándole la única actividad que había planeado. Y aunque estaba ya cerca de la media noche, las cosas seguían empeñadas en alterarle e inquietarle cada uno de los sentidos.

Él sabía a la perfección cómo era sentirse dominado por emociones específicas, pero las que había experimentado desde que se topo con Victoria, sin duda, le habían acalambrado el cerebro.

Ella tenía la particular capacidad de enfurecerlo.

Incomodarlo.

Desconcertarlo.

Sorprenderlo.

Sacudirlo.

Despertarle cada condenada parte del cuerpo.

Y hasta lo angustiaba, pero no de esa manera enfermiza que lo hacía sentir culpable. Este agobio era genuina preocupación.

Con ella no había nada que ocultar, pero tampoco nada que esperar. Los puntos estaban perfectamente claros entre ambos.

Y sin embargo...

Al dar paso, algo se enredó en sus pies y casi lo hace caer al suelo. Tuvo que sujetarse del cuello de Galahad para no irse de bruces.

Cuando recuperó el equilibrio, intentó liberarse de aquello que se le había enredado en los pies. Y nuevamente se maldijo por no haber traído alguna lámpara de aceite.

Santiago levantó la pierna y con la mano dio un tirón tan fuerte que el sonido de la tela desgarrándose le aclaró la naturaleza de aquella inusual trampa colocada en el piso. La levantó y extendió ese descomunal trozo de tela.

Una enagua.

¡Una enagua!.

¡Maldición!. Eso no auguraba nada bueno.

Victoria había pasado por ahí y si su enagua estaba tirada sin cuidado...

Santiago fue presa de una ráfaga de escalofrío que le atenazó cada centímetro del cuerpo.

Emprendió la caminata casi corriendo, jalando a Galahad en su loca carrera.

El corazón le golpeteó en el pecho con tal fuerza, que a punto estuvo de hacerle un enorme agujero.

¿Su corazón?.

Santiago sintió como un gran manto helado se le pegaba al cuerpo. Sí. Su corazón estaba batiendo como endemoniado. Un dolor horrible le estalló en el estómago y las oleadas le subieron hasta el pecho y alcanzaron la garganta.

Se llevó la mano al pecho para comprobar que en realidad era su corazón el que le estaba cavando un boquete. Sintió los latidos desaforados golpeando la palma de su mano.

¡Su corazón latía!. Fuera de control, pero latía y...

Latía por ella.

Santiago disminuyó la velocidad de sus pasos, mientras empuñaba la enagua. Carolina y Fátima fueron emociones fuertes. La primera había sido la dama a quien había considerado como la parte seria de su vida, pero carecía de pasión. Carolina había sido como una especie de oasis para combatir su sedienta soledad. Él se había quedado huérfano desde muy joven. Tenía sólo quince años cuando se hizo cargo de las tierras y los negocios de su padre. Sí. Sufrió. Le dolió mucho haberla perdido de la forma horrible en que ocurrió, pero eventualmente ella se convirtió en la razón de una venganza. El dolor se esfumó después de varios años, en los brazos de un par de amantes. Pero la venganza prevaleció sin fecha de caducidad.

Por otro lado, Fátima había traído la pasión abrasadora, que milagrosamente, él logró contener, pero también le trajo la culpa y el remordimiento, y a la larga, esas emociones terminaron por consumirlo. Con ella siempre tuvo que mantener la verdad oculta, sus intenciones fuera de la mira. Y su amor en un nivel peor que platónico. Siendo honesto, ahora dudaba que hubiera podido ser real, o por lo menos lo suficientemente auténtico que él creyó en aquellos días.

Y luego apareció Victoria en medio de una multitud, fue ella quien lo sorprendió. Y no había parado de asombrarlo desde el instante en que él decidió dejarla entrar en su destartalada vida.

Un golpe seco en la frente, le despejó los pensamientos distorsionados que estaba tejiendo en su cabeza. Había chocado con algo, y ese algo se columpiaba levemente atrás y adelante. No había siseo, por lo tanto no se trataba de una nauyaca. Sin duda la víbora lo habría atacado sin avisarle y además esos reptiles no eran tan grandes.

¿Una boa, tal vez?.

Santiago ya había acostumbrado su visión a la oscuridad y pudo distinguir como aquella cosa colgante se mecía débilmente hasta detenerse por completo. Era demasiado recta para ser una serpiente. y tenía mucho más movimiento que una rama rota. Y además...

Tenía un botín.

¡Y medias!.

Santiago casi brinca de alegría y pánico al mismo tiempo. Una confusión de sensaciones lo apresaron. Estaba feliz de haberla encontrado, pero ¿en qué condiciones?.

Con la mano temblorosa, sujetó el tobillo de aquella pierna torneada y la jaló un par de veces.

No completó la tercera.

Santiago cayó al suelo en medio de un revuelo provocado por Galahad que salió huyendo de aquel paraje.

Ella lo había golpeado en la cabeza con el enorme palo que blandía como arma de defensa.