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LA puerta casi se desprendió totalmente de las bisagras, quedó pendiendo sólo de la inferior. Un par de robustos soldados la habían abierto a patadas. Un pequeño ejército de diez oficiales ingresó rápidamente en la alcoba. Todos con los rifles cargados y apuntando a la cama en donde Gonzalo tenía prendido el cuello de Victoria entre sus manos.
—¡Suéltela o le vuelo la cabeza!. —La voz grave y autoritaria, se desprendió del hombre que lideraba a los soldados: el Coronel Mario Salvatierra.
Mario disparó y la bala pasó silbando a un par de diminutos milímetros de la nariz de Don Gonzalo. Fue precisamente ese tiro, lo que arrancó al encolerizado hombre de aquel pozo de rabia en donde se había sumergido. La bruma roja se esfumó dejando frente a él, el rostro lívido de Victoria, marcado por manchones violáceos. Secretamente, Gonzalo deseo haber apretado lo suficiente el cuello de la muchacha.
Una sonrisa infausta se cinceló en aquellos labios marchitos y blanquecinos del hombre. Retiró las manos del cuello de Victoria y bajó de la cama, lentamente. Tomándose todo el tiempo para evitar que los soldados llegaran a ella a tiempo de brindarle ayuda a aquella maldita mocosa ramera.
—Aprésenlo.
La orden del Coronel Salvatierra, se cumplió al instante. Un par de oficiales atendieron la orden y arrestaron al señor del Valle. Lo esposaron y lo empujaron lejos de la cama.
Mario apoyó una pierna sobre el colchón y presionó sus dedos índice y medio en el cuello de Victoria. El ceño frío de su rostro se suavizó cuando las yemas de sus dedos ubicaron el débil latido del corazón de la muchacha.
Él se hincó al lado del doctor y revisó la herida de la nuca.
Estaba muerto.
El golpe le había roto el cuello. Mario se irguió en toda su estatura y cuadrando los hombros se volvió a Don Gonzalo que lo miraba con esa espantosa sonrisa depravada enraizada en su rostro. El demonio no se amedrentó, él tenía amigos influyentes y todo el oro y la plata que se pudiera necesitar para vivir cien vidas, o por lo menos, eso era lo que todo mundo creía y mientras lograra conservar la charada, él era intocable. Una acusación directa, una sentencia o la cárcel eran sólo meros trámites, que estaba seguro de poder ahorrarse.
Mario lo miró a los ojos, no le sorprendió percibír que lo único que salía a la superficie era puro y simple vacío helado, no había indicios de remordimiento o angustia; dolor o desesperación; no había nada. La furia podía llevar a un hombre a cometer crímenes horrendos, pero el vacío era mucho peor, un hombre vacío tenía por hábito olvidar las atrocidades y cualquier aberración no era suficiente para satisfacer lo que no existía dentro de él. Gonzalo del Valle y Alba pertenecía a esa clase de ente que carecía de toda conexión humana, hasta una bestia era capaz de defender o atacar cuando se le ponía en peligro, pero jamás para proveerse de un placer enfermizo que le iluminara la existencia. Ese hombre no era humano, ni bestia, debía ser un engendro que se había perdido de camino al infierno o un demonio jugando a ser humano.
Mario sintió como sus dedos se entumecían bajo la presión con que había cerrado los puños, tenía los nudillos blancos y las uñas cortas se le habían hundido en las palmas de las manos. Controlando su voz y sin romper el contacto visual con el monstruo, lanzó la orden.
—¡Llévenselo!.
Don Gonzalo amplió su sonrisa, pero se mantuvo en silencio. Bien podía ser un engendro demoniaco, pero también demostraba que su cerebro estaba en funcionamiento. Cualquier cosa que él hubiera dicho en ese instante, habría sido acusatoria, y al mantenerse en silencio, se brindaba, el mismo, la oportunidad de plantear su posible defensa.
Mario supo con certeza que ahora el tiempo que pudiera ganar manteniendo encerrado a Don Gonzalo, sería vital para cumplir con la promesa que había hecho a Santiago.
Santiago...
¿Cómo demonios iba a explicarle a Victoria lo que había ocurrido con su Santiago?.
¿Cómo?.
El Coronel Salvatierra salió al corredor para verificar que los oficiales se llevaran al prisionero y sus secuaces, pero lo interceptó el gerente del hotel. El hombre estaba tan pálido que las venas verdosas sobresalían de forma alarmante en su rostro dándole un aspecto tétrico. Su voz temblaba y no conseguía dominar las manos que se estrujaban una a otra, dándoles una tonalidad rojiza que no concordaba con la palidez de su desencajado rostro.
—Oficial... Ha sucedido un incidente espantoso. —¿Otro?, pensó Mario, mientras escuchaba atento al hombre que a duras penas le llegaba al hombro— Una mujer se suicidó en una de las habitaciones del fondo. Le advierto que la escena es turbadora. —Mario a punto estuvo de dejar escapar una carcajada. Él era militar, había participado en incontables batallas y había visto tantas carnicerías en su paso por la guerra, que podrían arrebatarle el sueño a cualquier simple mortal. A él, aún lo acechaban por las noches las imágenes grotescas de cuerpos mutilados, lamentos y... Respiró alejando aquellas imágenes perturbadoras.
—Procuraré no montar una escena histérica, se lo prometo. —Habló con voz monótona que nada tenía de jocosa, a pesar de que el comentario así lo expresaba— Después de usted. —Mario permitió que el hombre se adelantara y luego se dirigió a uno de sus oficiales— Sargento, asegúrese de tener un carruaje listo, y si es posible busque un doctor. Sería conveniente que revise a la mujer antes de que nos marchemos.
—Como ordene mi Coronel. —El hombre se cuadró y luego de colocar brevemente la mano sobre la frente a manera de saludo al superior, se dirigió a los soldados que custodiaban la puerta.
Mario siguió al gerente que se había convertido en un trepidante ramillete de nervios. El hombre lo condujo hasta la habitación pero él ya no ingresó. Mario de inmediato ubicó el cadáver de la mujer. La visión no fue algo que lo alarmara, había visto heridas peores durante las batallas en las que había tomado parte, por lo que un charco de sangre y un rostro desfigurado ni siquiera lograron conseguir que arqueara las cejas.
El Coronel Salvatierra se acercó al cuerpo y lo observó a detalle. Le resultó curioso que la mujer se hubiera disparado justo en la frente y no en la sien o en la boca. La salpicadura de la sangre indicaba que ella estaba apoyada contra la pared, pero esa mancha vertical y gruesa en la pared iniciaba mucho más arriba que el impacto de la bala. Mario se inclinó, examinó el cuerpo y encontró el otro disparo en el vientre que la mujer cubría con una mano crispada. Mario sujetó un dedo y lo movió. No había rigidez.
Era extraño que la mujer se hubiera disparado inicialmente en el estómago y luego en la frente. Eso era imposible. El dolor que le hubiera provocado la primer herida habría sido suficiente para arrebatarle la fuerza para dispararse por segunda vez y tan certeramente entre las cejas.
No se trataba de un suicidio, era un asesinato. Y Mario apostaría su grado de coronel a que estaba en lo correcto. A esa pobre mujer, le habían disparado en el vientre un primer balazo y luego para rematarla, le habían destrozado el rostro con un disparo justo en la frente, y considerando el daño provocado al rostro, la pobre desgraciada había tenido mucha suerte de no quedarse con un amasijo de carne en lugar de media cabeza.
Mario se enderezó y salió de la habitación. Quien quiera que hubiera deseado terminar con la vida de esa mujer, sin duda tenía rencillas con ella, la manera en la que había sido asesinada era evidencia de una venganza. Le habían destrozado el vientre y el rostro. Difícilmente alguien podría reconocerla.
—El cadáver aún no está rígido, debe tener poco tiempo de haber sido asesinada. No fue un suicidio, alguien la ejecutó.
Al gerente del hotel a punto estuvieron de reventarle los ojos en sus cavidades, después de escuchar el veredicto del oficial.
—¡Dios del cielo!. Él único que estaba con ella y que dio aviso del incidente era el hombre al que se han llevado esposado. —Balbuceó.
El gerente estaba al borde de un colapso nervioso y Mario a centímetros de perder la paciencia. Los acontecimientos complicaban cada vez más las cosas y el tiempo se le terminaba para dar solución a todo ese embrollo.
—Ordenaré que algunos de mis oficiales se encarguen de levantar el cuerpo y de tomar declaraciones.
El hombre asintió. Mario regresó a la habitación donde se encontraba Victoria. No había ningún doctor atendiendo a la muchacha. Mario con un movimiento de sus dedos llamó al sargento.
—¿Señor?.
—A partir de este momento mi licencia suerte efecto. Dígale al Capitán Fernández, que el hombre que aprendimos está acusado de homicidio en primer grado en agravio de dos personas. El hombre que yace al lado de la cama y una mujer en la habitación del fondo. —Mario le explicó con todo detalle al sargento lo que había descubierto en la escena del crimen donde se encontraba el cuerpo de la mujer— Y además tentativa de asesinato en perjuicio de esa mujer. Él irrumpió en casa de ella y luego la arrojó por la escalera e intentó ahorcarla mientras ella estaba inconsciente. Si es necesario llame a los oficiales que presenciaron la escena cuando derribamos la puerta, ellos podrán testificar en contra del señor del Valle. ¿Está todo claro, Sargento?.
—Si mi Coronel. Señor, no hay un doctor disponible. Me informaron que el único que hay en el puerto, es el difunto que yace al lado de la cama.
Mario saludó al sargento inclinando la cabeza y avanzó hasta el borde de la cama, él tragó saliva. La noticia había derribado una oportunidad vital. El bebé de Santiago, sin duda, se había perdido a causa de una bestia humana, y Victoria se columpiaba a la orilla del precipicio de la muerte.
¿Y Santiago?... Lo mejor era no pensar en eso ahora. Ya tenía dos tragedias entre las manos como para intentar manejar otra a la distancia.
—Sargento, ¿está listo el coche?. —Preguntó sin dibujar ni un atisbo de emoción en su voz.
—Sí mi Coronel. Aguarda en la puerta del hotel.
—Bien.
Mario se inclinó sobre el lecho, levantó en brazos a Victoria y salió de la habitación. Avanzó por el corredor y bajó la escalera, cruzó el recibidor y se encaminó a la salida. Justo frente a la puerta aguardaba un coche de alquiler. Uno de los soldados abrió la portezuela del carruaje y se ofreció para sujetar a la mujer mientras el Coronel subía al coche, luego el soldado se la entregó y cerró la portilla.
Mario golpeó el techo del carruaje y el cochero abrió la ventana superior para recibir las indicaciones del oficial.
—Al puerto.
El cochero agitó las riendas e hizo estallar el látigo sobre la cabeza de los caballos que de inmediato echaron a andar.
Pablo en el pescante del coche observaba muy atento a todo coche que se estacionaba en el puerto, hasta que finalmente llegó el carruaje correcto. El Coronel Salvatierra se apeó y con la ayuda del cochero sacó en brazos a Victoria. Pablo saltó del pescante y sorteando a los viajeros, marineros, maletas y cajas, alcanzó al Coronel. Pablo tragó saliva en el instante en que contempló el estado de Victoria. Estaba pálida, sus brazos, rostro y cuello exhibían las huellas violáceas del accidente y el posterior ataque.
—¿Conseguiste los pasajes?. —Preguntó el Coronel con la voz impasible.
—Le conseguí todo el barco, Coronel. No había ninguno disponible hasta dentro de cuatro días. Hice lo que Don Santi ordenó. —Pablo bajó la cabeza y el Coronel Salvatierra sintió como se estrujaba su corazón.
Mario no se detuvo y Pablo lo guió hasta donde se encontraba anclada una fragata mercante que ostentaba el nombre "Aventurine".
Él recordó que siempre había relacionado a Santiago con la tierra, siempre lo había visto rodeado de verde. Al joven plantador se le había obsequiado la esperanza que se alojaba en las entrañas de esa tonalidad. Se había forjado la vida de un trozo de nada y se enraizó en esa tierra que lo acogió con ternura. Él y la tierra que cultivaba y cuidaba, florecieron juntos. Todo lo que nace de la tierra, debe sembrarse, crecer, dar sus frutos y luego morir, reflexionó el militar, pero ¿si el fruto se perdía?. La tierra solía ser caprichosa, pero de ninguna manera despiadada. No con Santiago, con ese hombre que vivía de ella y en ella.
—¿Él...?... —Mario no pudo concluir la pregunta, la voz se negó a salir.
—No lo sé. Me dijeron que el doctor había salido. Le dejé un mensaje. —Respondió Pablo con amargura.
—El doctor no va a recibir el mensaje. Él estaba atendiendo a Victoria cuando lo mataron.
—¡Dios nos ampare!. —Pablo se santiguó.
Mario caviló que si el doctor hubiera llegado a tiempo a Casa Caracol, tal vez se hubiera obrado un milagro.
¿A quién quería engañar?. Se reprendió.
Una herida como la de Santiago había llevado a soldados a la tumba en cuestión de horas. Y muchas se habían consumido desde que la bala le había perforado el pecho a su amigo.
Un estallido en su estómago le alcanzó la garganta. Él no había llegado a tiempo cuando su amigo más lo necesitaba y ...
No quiso pensar más.
Contempló el rostro mustio de la joven que refugiada en la inconsciencia se había ahorrado aumentar las penas en su cuenta personal. El Coronel Salvatierra se conmovió al observarla. En sólo un puñado de horas el destino le había revelado sus fauces y la había atrapado entre sus afilados dientes.
Si no había podido salvar a Santiago, entonces honraría su promesa y se encargaría de que la mujer fuera protegida...
Y vengada.
En la tierra se engendraban las piedras preciosas y Santiago había sido formado por la tierra, era hermoso, perfecto como una roca extraída de las entrañas de la tierra. La tierra sin duda reclamaría la ofensa acometida a uno de sus hijos.
El Coronel Salvatierra, seguido de Pablo, caminaron por la plancha de abordaje y al tocar cubierta, se toparon con el capitán del navío.
—Capitán Cantrell, ellos son los dos pasajeros que esperamos. —Informó Pablo al hombre de no más de cuarenta años que masticaba tabaco.
—Bien. Entonces podemos zarpar de inmediato. —Pablo asintió.
El capitán llamó a uno de los marinos y le ordenó que llevara a los pasajeros a sus camarotes.
—Capitán, ¿hay un doctor abordo?. —Preguntó Mario.
—Sí. Para su esposa, supongo. —Afirmó agrio, el Capitán Cantrell.
—Sí, es para ella. —El Coronel Salvatierra no desmintió la conclusión del Capitán, era mejor que así lo consideraran. Mientras menos pistas dejaran en su escapada, sería mejor, especialmente para Victoria.
—Se lo enviaré al camarote cuando hayamos zarpado.
—Gracias.
Pablo alcanzó al Coronel Salvatierra antes de que cruzara la puerta que conducía a las entrañas del barco.
—Coronel... —Las palabras que pretendía decirle, se negaron a ser pronunciadas y después de abrir y cerrar la boca un par de veces, cambió el discurso— Buen viaje...
Pablo no pudo decir más, en sus ojos se formaron capas de agua que luchó valientemente para que no le empaparan en rostro.
Mario con una punzada clavada en el pecho, sólo acertó a inclinar la cabeza, para luego volverse y continuar avanzando hasta que se perdió en el interior del estómago del barco. Pablo bajó el rostro y se encaminó hacia la plancha. Varios minutos más tarde, El Aventurine navegaba a toda vela, alejándose rápidamente del muelle.
Pablo subió al pescante y sacudió las riendas, los caballos echaron a andar hasta que la velocidad alcanzó un galope constante. Tenía la cabeza hecha un nudo de pensamientos desesperados. No había un doctor en las cercanías, pero...
¡Sí, una curandera!...
La esposa de Cristóbal, recordó el cochero. Jaló las riendas dirigiendo a los caballos para que siguieran por el camino que llevaba a las plantaciones. Llegó a la bodega y saltó desde el pescante, cruzó el almacén y corrió a todo lo que daban sus pulmones hasta que divisó la pequeña casa de adobe con techo cubierto de tejas. Sin disminuir la velocidad se dirigió ahí. Cristóbal estaba sentado en un trozo de tronco y afilaba la hoja del machete con una piedra.
—¡Cristóbal!. ¡Cristóbal!...
El anciano se levantó de inmediato. Le bastó contemplar el rostro descompuesto de Pablo, para entender que no traía buenas noticias.
—Cálmate Pablo, aquí estoy.
El cochero se inclinó para recuperar el aliento, apoyó las manos sobre sus muslos mientras jalaba y exhalaba bocanadas de aire.
Cristóbal lo sujetó del brazo y lo condujo al interior de la casa y le ofreció una silla. Pablo la rechazó y aún con el aliento roto, hizo un gran esfuerzo para que sus palabras salieran con la urgencia necesaria.
—A Don Santi lo hirieron en el pecho. El doctor está muerto y yo creo que a estas alturas a Santiago podría ya no necesitar a nadie, pero...
—¡Dios santo!. ¿Cuándo pasó?. —Preguntó el anciano frotándose nerviosamente las nudosas manos.
—Hace horas. A mí me ordenó que llevara a Índigo al puerto y que me encargara de comprarles pasajes o un barco entero si era necesario para que Victoria, Índigo y el Coronel Salvatierra pudieran escapar. —Jaló aire y exhaló. Ya con la respiración controlada, prosiguió con el relato— Cristóbal, el otro prometido de Doña Victoria, se apareció en Casa Caracol muy de madrugada, iba acompañado de un grupo de hombres que golpearon a mi mujer, cuando pensando que éramos el Coronel y yo, ella les abrió la puerta. Don Santi me había enviado a buscar al Coronel Salvatierra, para que él escoltara a Doña Victoria a casa del pirata. —Su voz se transformó en un susurro al pronunciar las últimas tres palabras.
Cristóbal había visto cosas que sucedieron cuando aquella otra mujer, la mujer del pirata, había vivido en Casa Caracol. Santiago había cambiado entonces, el sufrimiento lo había endurecido, pero con la llegada de su esposa, él había vuelto a ser el mismo hombre conectado con la vida y la tierra. Era un hombre entero, feliz y con raíces.
—¿Por qué Santiago envía a su esposa, con aquel hombre que casi lo mata?. —Preguntó el anciano un tanto incrédulo.
—Porque si Don Santiago muere, el pirata es el único que puede protegerla del hombre que quiere asesinarla. —Los ojos de Cristóbal se abrieron tanto que las arrugas que adornaban su rostro, se hicieron más profundas— Vengo del puerto. Dejé al Coronel, a Victoria e Índigo a bordo del barco. Victoria estaba muy mal. El loco de su prometido la arrojó por la escalera. Cuando la vi en el barco, ella estaba inconsciente.
—¿El bebé?. —Preguntó el anciano con un nudo en la garganta. Pablo se encogió de hombros, negándose a contestar aunque ambos sabían la respuesta.
—Necesito que tu mujer venga conmigo a Casa Caracol. Con sus plantas y sus brebajes... —Se le cortó la voz. Sabía que había pasado mucho tiempo desde que habían herido a Santiago y aún contra toda lógica, el hombre se negaba a aceptar lo inevitable— Ella debe venir conmigo, por favor.
La súplica reflejada en la voz de Pablo, no había sido necesaria. Cristóbal salió de la casita a toda prisa, seguido de Pablo y se dirigieron a un pequeño jardín en donde la mujer estaba arrodillada recolectando hierbas.
—¡Emilia!. ¡Emilia!. Agarra tus hierbas y menjurjes, nos vamos a Casa Caracol. Don Santi está herido. —Cristóbal se negaba a creer lo contrario. Y mientras no viera con sus propios ojos el cadáver del amo, no le concedería el triunfo a la muerte.
En pocos minutos, los ancianos instalados en el coche y Pablo conduciéndolo, iban a galope tendido rumbo a Casa Caracol.