50
DESPUÉS de visitar Jade, Victoria tomada del brazo de Mario, caminaban por el corredor dirigiéndose al despacho de Oliver, como lo hacía todas las tardes desde que Eugene había partido a Veracruz a hacer las investigaciones sobre su Santiago, cada día ella cuestionaba a Oliver, si había recibido alguna noticia de Eugene, y la respuesta siempre había sido negativa.
—Oliver, va a hacer un berrinche cuando le digas que has contratado un arquitecto para que diseñe y construya tu casa en Jade.
—Ah, ya tendrá tiempo para enojarse y luego contentarse. No pienso ceder en...
—Mi nombre es Santiago...
El piso se sacudió bajo los pies de Victoria al escuchar esa voz. Le hizo falta aire y se soltó del brazo de Mario. Las paredes se ondulaban y su brazo extendido logró apoyarse en una que se empeñaba en zarandearse.
Mario se quedó de mármol cuando esa voz llegó a sus oídos. Le tomó varios minutos reaccionar y cuando lo hizo, se encontró con una Victoria temblorosa y al borde de un colapso nervioso. Él se acercó a ella y la sujetó por los hombros.
—Dime que la escuchaste tú también. —Victoria pronunció la frase con un hilo de voz. Mario asintió.
Él la soltó como si se hubiera quemado las manos. Ella se levantó un poco la falda y echó a correr por el pasillo. Se detuvo de golpe, apoyándose en el marco de la puerta del despacho de Oliver.
Su aparición fue tan inesperada que llamó la atención de todos los presentes. La piel de Victoria estaba tan blanca que se distinguían con claridad las venas azuladas. Ella tenía la boca seca y su cerebro no lograba echar a andar.
Fátima se retiró de la puerta, llevándose los niños al lado de Oliver. Se hizo un silencio tan espeso que zumbaban los oídos. Y ni siquiera a Julien y Diego se les ocurrió hacer algún comentario. El par de infantes estaban fascinados contemplando al par de muñecos vivos, frente a frente.
Delgadas líneas de agua surcaron el rostro de Victoria.
Él se veía hermoso.
Ella lucía prodigiosa con aquel vestido color violeta.
Él lucía tan varonil y encantador enfundado en ese traje gris acero.
—Siempre sentí que estabas vivo. —Le dijo con la voz rota y haciendo grandes esfuerzos por mantenerse firme.
—Sólo por ti. —Él avanzó hasta el umbral y levantó las manos para mostrarle las marcas en sus palmas y que ella comprobara que él era real— Sólo por ti. —Susurró.
La mano de Victoria temblaba cuando la levantó y la colocó en la mejilla de Santiago. Había tibieza en su piel, la barba incipiente de varios días le pinchaba y sus pupilas se habían dilatado. Victoria deslizó la mano por el cuello hasta alcanzar el pecho de Santiago y ahí la estacionó. Sus músculos eran firmes y respondían al contacto de su mano.
Y su corazón...
¡Su corazón latía!.
¡Él estaba vivo!.
¡Su caballero había regresado por ella!.
Las tragedias pasadas se le vinieron encima y ella se doblegó. Fue presa fácil del llanto que se hizo presente con bombo y platillo. Ella se refugió en el pecho de Santiago y él la envolvió en sus brazos, con toda la delicadeza que su muñeca viviente necesitaba en ese momento.
Fátima abrazó a Diego y con una seña, le indicó a Oliver que él cargara a Julien. Oliver obediente, así lo hizo.
Julien no despegaba la vista de aquella escena discordante entre Victoria y el forastero.
—¿Qué le hizo ese señoo a Vitoya que la ha hecho lloyaa?. —Preguntó en un susurro Julien mostrando abiertamente el descontento en su rostro.
Fátima lanzó a Daniel, una mirada cargada de intención y él captó de inmediato el propósito. Daniel asintió a la indicación silenciosa de Fátima y salió del despacho sin perturbar a Santiago y Victoria.
Fátima con Diego sujeto de su cuello emprendió la retirada, pero al llegar a la puerta notó que Oliver no la seguía. Él permanecía plantado en el mismo sitió, con Julien en brazos y ambos luciendo sendos ceños hostiles.
Oliver carraspeó.
La pareja no se inmutó.
Oliver dudó que lo hubieran escuchado.
Tosió.
Nadie le puso atención, excepto Fátima que tenía en jarras su brazo libre y había levantado la ceja izquierda.
Oliver tosió de nuevo con más fuerza.
Fátima se le acercó y levantó el dedo índice en señal de amenaza.
Oliver dibujó una infantil mueca de fastidio.
—Vámonos Oliver. —Le dijo ella en un susurro.
—Es mi despacho, Fátima. —Replicó enfadado.
—¿Oliver?. —Ella pronunció su nombre entre dientes— V—a—m—o—n—o—s.
—Fátima, es mi despacho. —Él susurró— ¡No en mi despacho!. —Concluyó la frase con los dientes apretados.
—Oliver, ellos necesitan privacidad. —Fátima susurró con la voz tensa.
—Que se vayan a la habitación de ella. Ahí que se re—encuentren cuantas veces quieran. —Refunfuñó Oliver en voz muy baja.
—Eres un obtuso. Para ti nunca ha habido diferencia entre un despacho o una habitación. O una piedra. ¿Te has olvidado acaso de cierta piedra veracruzana?. —Le dijo ella con los ojos encendidos. La tozudez de Oliver empezaba a hacerla perder la paciencia.
—La condenada piedra no le pertenecía a nadie. Y este maldito despacho es mío. —Le advirtió con los dientes apretados y las pupilas iniciando el proceso de dilatación.
—Oliver, he dispuesto el almuerzo en el pabellón, así que vas a salir en este momento y nos vas a acompañar a tus hijos y a mí al jardín y vamos a disfrutar la comida. —Dijo ella en una velada amenaza.
—Fátima... —Intentó replicar y ella lo interrumpió levantando la mano y mostrándole la palma. Oliver lanzó un gruñido entre dientes. Ella lo sujetó por el brazo y lo arrastró fuera del despacho.
Julien no despegó la mirada de la pareja, su carita mostraba una turbulenta mueca de fastidio.
—Mamá, ¿po qué el musaso muneca hizo yoya a Vitoya?. —Preguntó Julien entonando cada palabra con el sonsonete que aplican los niños cuando están enojados.
—Porque los hombres tienen un mecanismo especial para hacer llorar a las mujeres. —Respondió Fátima agria, afianzándose al brazo de Oliver— Te recomiendo que cuando crezcas y seas un hombre, evites hacer llorar a la mujer que ames... Te garantizo que eso te ahorrará muchos quebraderos de cabeza.
—Yo no queyo el mecasismo paya hace yoya a la muje, mamá. —Respondió Julien muy serio.
—Entonces Julien, sólo ámala y otórgale la posibilidad de moldear el mundo con sus propias manos. —Habló Oliver mirando directo a los ojos verdes de su hijo. Oliver se detuvo y con un movimiento muy rápido cambió de posición el brazo que Fátima sujetaba, y ahora era él quién la aferraba a ella. Con un delicado jalón, atrajo a Fátima con Diego en brazos y se aferró a la cintura de ella— Sí Julien, sólo ámala. —Oliver repitió la frase y depositó un beso profundo en los labios de Fátima.
—¡Guacala!. ¿Papá, también la teno que besaala?. —Preguntó Julien mostrando la lengua y haciendo gestos de aversión.
—Julien, te garantizo que vas a buscar cualquier oportunidad para besarla.
—¡Señor de Casielles!... ¡Mario!. —Fátima no ocultó la sorpresa al encontrarse con los dos hombres contemplando la escena familiar.
Oliver volvió el rostro y observó a los dos hombres que no pudieron disimular la incomodidad que sentían. Mario, sujetaba sus manos detrás de la espalda y había adoptado una posición típicamente militar, dirigiendo su mirada a alguna parte entre el techo y la pared. Daniel, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, analizaba algo invisible entre la pared y el piso.
—Caballeros, como habrán notado, yo mismo he sido removido de mi propio despacho y entiendo la incomodidad provocada por las circunstancias. —Hizo una pausa para que los dos hombres le otorgaran su completa atención— Sugiero que nos acompañen al jardín a almorzar. Está de más decirles que pasaran horas, —Oliver enfatizó la palabra— antes de que volvamos a ver al señor de Alarcón y a su esposa.
—Sí. Estoy seguro de eso. Santiago contaba los minutos que faltaban para reencontrarse con mi hermana. —Dijo Daniel dibujado una sonrisa cómplice.
—¿Su hermana?. —Mario clavo la mirada en el rostro de Daniel.
—Daniel de Casielles, a su servicio. —Daniel se volvió hacia Mario y extendió el brazo derecho ofreciéndole la mano.
—Mario Salvatierra. —Mario estrechó la mano de Daniel.
—Usted es el militar que rescató a mi hermana. —Daniel no preguntó, era una aseveración— Santiago me habló de su ayuda. Estoy en deuda con usted.
—No es necesario, señor de Casielles... —Daniel lo interrumpió.
—Daniel. Sólo Daniel, sin ceremonias, te lo ruego. —Mario asintió.
—No es necesario Daniel. Lo hice para ayudar a mi amigo. Santiago me salvó la vida hace muchos años, y lo que yo haya hecho para ayudarle a resolver este problema, es poco comparado con lo que él hizo por mí.
—Entonces, acepta mi profundo agradecimiento. —Mario asintió.
—Oliver, por favor, llévate a Julien y Diego, yo debo avisarle a Índigo que Santiago está aquí. Nos reuniremos con ustedes en unos minutos. —Dijo Fátima, mientras entregaba el niño a Oliver, él lo sujetó con el brazo libre. Fátima hizo una inclinación con la cabeza y se marchó a toda velocidad. Mario y Daniel, caminaron siguiendo a Oliver y sus hijos.
Diluida tensión de los minutos previos, ellos se dirigieron al jardín preparados para disfrutar del almuerzo familiar.
Familiar hubiera sido ver rodar lágrimas en el atormentado rostro de Santiago. Pero hacía tiempo que el agua salada ya no brotaba de sus lagrimales. Y mucho menos ahora que su esposa necesitaba consuelo.
—No llores. —Susurró Santiago al oído de Victoria, que tenía el rostro incrustado en el pecho de él— No diluyas la alegría con llanto.
—Tonto. —Dijo ella con la voz descompuesta.
—Tarado. —Replicó él en broma— Si recuerdo bien esa fue la primera definición que logré provocarte. —Le dijo divertido. Y no porque el momento lo fuera, sino por todas las razones contrarias. Él también deseaba echarse a los brazos de ella y llorar de alegría, pero... Santiago tragó saliva. Pero, ella necesitaba llorar y él le iba a proporcionar su hombro, su pecho y cada condenada parte de su cuerpo para que ella lograra encontrar consuelo. La sostendría entre sus brazos hasta que su espíritu renovado regresara a ella para enderezarse y salir a colonizar el futuro, con la misma determinación que lo había conquistado a él.
—Santiago... —Ella levantó la mirada y se encontró con los ojos turquesa rebosantes de cálida ternura que la contemplaban. Ella a punto estuvo de atragantarse con las palabras que se habían acuartelado en su garganta. Carraspeó para abrirles espacio y expulsarlas— Nuestro be... —Él la interrumpió.
—Lo supe en el momento en que te vi rodar por la escalera. Y desde ese instante he lamentado no haber estado contigo cuando lo perdimos. Yo... —A él le tembló la voz, exhaló y haciendo un esfuerzo sobrehumano, se rearmó— Yo lo he llorado también, y no puedes imaginarte como se me ha desgarrado el corazón cuando he visto mujeres con bebés en brazos. Te imaginé así durante muchos días, y luego... —Tuvo que hacer una pausa para recomponer la voz que se empeñaba en tornarse inestable— Esa tragedia no podemos remediarla regando la amargura con más lágrimas. Ya no más. Ya no más, Victoria.
Ella sujetó el rostro de él entre sus manos y lo contempló. Estaba tan maltrecho. Las machas violáceas se habían instalado bajo los ojos turquesa de Santiago. Había perdido peso, resultaba obvio, para ella que conocía tan bien la estructura muscular de su Santiago.
—Ya no más, Santiago.
No más distancia.
Ni amargura.
O soledad.
Ya no más.
Esas tres palabras contenían tantas causas y efectos.
—Dejemos descansar el pasado, no tiene caso desperdiciar cada respiro intentando revivirlo. —Santiago hizo una pausa— Vitoya, me pareció que cierto varoncito te tiene especial aprecio... —Santiago pronunció el nombre de ella, como lo había hecho el hijo de Oliver y luego sonrió.
Esa sonrisa que antes había deslumbrado a Fátima, tenía un efecto diferente en Victoria. La sonrisa celestial de Santiago, la revitalizaba.
—¿Celoso?. —Preguntó ella y Santiago encogió los hombros.
—Él es un Oliver Darke en miniatura y eso lo hace peligrosamente encantador.
Victoria dejó escapar una minúscula carcajada, que fue suficiente para evaporarle las lágrimas. Ella volvió la mirada a los ojos turquesa de Santiago y ya no fue capaz de liberarse del sortilegio profundo de aquellos ojos celestiales. Ella llevó las manos al escote del vestido y desprendió el alfiler de plata con sus iniciales.
—Debes usarlo tú. Ese era el pacto. Yo te lo prendo todas las mañanas y tú lo llevas puesto para evitar que se te desgaje el corazón. —Ella prendió el alfiler en el foulard de Santiago.
—Tendrás que desprenderlo en los próximos segundos, porque ya estorba a mis propósitos. —Le dijo él con la voz tan ronca que provocó un escalofrío en Victoria.
Santiago sujetó el rostro de Victoria y con el simple contacto de su piel abrasadora, encendió la de ella produciéndole oleadas de éxtasis que le recorrían cada centímetro del cuerpo. Él inclinó el rostro y con sumo cuidado acopló sus labios a los de ella.
Eso no era un beso, era una tórrida caricia.
Victoria enredó los brazos alrededor del cuello de Santiago y él aprisionó la cintura de ella casi fusionándola en su cuerpo.
Necesitaba sentirla.
Experimentarla.
Vivirla.
Respirarla.
Verterse en ella.
Marcarse cada centímetro de piel con ella.
Ella era su Victoria.
La victoria que matizaba de colores vivos eso que él interpretaba como vida.
Sólo un par de minutos bastaron para que ambos alcanzaran el punto de ignición.
Santiago se esforzó para concluir el beso. Debía terminarlo, porque se columpiaba en la orilla del precipicio, pero un chispazo de sentido común, le hizo recordar que estaban en el despacho de Oliver. El peor lugar de la casa para consumar nada que no fuera un negocio.
O un asesinato, pensó divertido.
Santiago liberó a Victoria de su abrazo, sólo unos cuantos brevísimos centímetros. Sujetó las manos de ella y las colocó sobre su pecho. Casi revienta cuando sintió que la piel suave de ella le quemaba el pecho a través de todas las capas de tela.
—¿Santiago?. —Victoria lo miró desconcertada.
—Este no es el lugar donde te deseo... —Hablaba haciendo grandes esfuerzos por controlar los jadeos que se empeñaban en tambalearle las palabras. Su pecho subía y bajaba enloquecido— Si Oliver ha controlado sus instintos asesinos hasta ahora, dudo mucho que oponga resistencia a desprender mi cabeza, si se me ocurriera utilizar su despacho para hacerle el amor a mi esposa.
Victoria se paró de puntas y depositó un brevísimo beso en los deliciosos labios de él. Ella entendió la razón del dilema y no le procuró más combustible al incendio que ya los consumía a ambos.
Ella sujetó la mano de Santiago y caminó a la puerta del despacho, la abrió y salieron juntos. Lo condujo a la habitación que le habían asignado en Viridian.
Santiago concedió sólo los segundos necesarios para que ambos ingresaran en la habitación, que Victoria cerrara la puerta con seguro y le desprendiera el alfiler de plata.
Una décima de segundo después, Santiago y Victoria hicieron erupción. Y otro par de larguísimos minutos más tarde, el vestido y el traje eran sólo montículos de tela regados por el suelo y ellos en el lecho fundidos en un abrazo que bien podía haber dejado escapar chispas.
Nunca antes, pensó Santiago, había visto nada más hermoso como aquella mujer que sólo vestía una deliciosa sonrisa dedicada entera sólo para él
Santiago estaba en peligro de convertirse en una hoguera humana. El fuego contenido en la piel de Victoria le estaba fundiendo cada centímetro del cuerpo, con la delicada caricia de sus manos. Y le estaba costando la vida y un gran trozo de eternidad, afianzar la última delgadísima hebra de control. Él deseaba dar rienda suelta a la pasión que por circunstancias ingratas había sido puesta en letargo forzoso. Pero la necesidad de paladear cada segundo con ella, hacía indispensable que él mantuviera el dominio de sí mismo contra todo pronóstico insensato.
Los dedos de ella exploraban el cuerpo de él, reconociendo cada centímetro de ese terreno tibio, hasta que sus dedos se detuvieron en esa aparatosa cicatriz circular que tenía él en el pecho. El recuerdo de Santiago tirado en el piso con la camisa ensangrentada, hizo estremecer a Victoria. Santiago sujeto la mano de ella y besó las yemas de sus dedos.
Ella notó que en la garganta crecía una gran bola de angustia. Santiago, percibió las oleadas de sentimientos cruzados que recorrían a la mujer. Él, inclinó el rostro y depositó un beso diminuto en la punta del a nariz de ella.
—No Victoria. Es sólo una cicatriz. Y cada marca es un recuerdo de que el sufrimiento fue dominado.
Él engarzó sus labios a los de ella con movimientos delicados, lentos, diluyendo la desazón que se cuajaba en Victoria. Ella fluyó en la corriente de sensaciones que él dibujaba con sus labios en el lienzo de los suyos.
Ella instaló sus manos sobre el pecho atlético de él, que subía y bajaba a una velocidad alarmante.
Santiago ya no respiraba.
Jadeaba.
La virilidad que se desprendía de aquel hombre era una droga que trastornaba los sentidos de la mujer. Y el cuerpo masculino conjuraba un sortilegio tan poderoso que la mantenía bajo su hechizo y ella sólo deseaba embrujarse en él.
Con él.
Por él.
Santiago estaba hecho una barra de acero al rojo vivo y se aferraba desesperado al ribete del último de sus hilos de dominio para no echar a perder su reencuentro. Ese reencuentro, que él tanto había soñado y deseado tan fervientemente y que le había robado el sueño muchísimas noches, desde que lo habían devuelto al mundo de los vivos.
Victoria no le concedió un segundo de tregua, había monopolizado el cuerpo del hombre, sus pechos anidaban en el seductor vello que cubría el torso de él, y él no insinuaba el mínimo intento de despegar los labios de los de ella.
La mujer percibió el fuego de la piel masculina fundiéndose en la suya. La esencia que emanaba del hombre la inundó colándosele por los poros hasta que fue sólo su esencia mezclada con el aroma a jazmín, madera y vetiver, lo que reconoció en el interior de sus pulmones y supo que el perfume particular de ese hombre era lo que le hacía falta para aderezar el aire desabrido que había respirado desde su separación.
El interminable beso que compartieron se les enraizó en lo más profundo de sus espíritus. Santiago ahuecó las manos sobre los pechos firmes de ella, él necesitaba redescubrir cada línea curva y recta del cuerpo de aquella mujer que lo había acompañado en los días y noches que pasó sitiado entre la vida y la muerte. Con cada movimiento exploratorio de él, ella emitía brevísimos gemidos y su cuerpo respondía arqueándose intensificando el contacto y esto disparó la velocidad de la sangre del ángel que a durísimas penas logró controlarse para no poseerla de la manera salvaje que estaba empezando a burbujear dentro de él.
Los ángeles humanos que son como él, eran presas de deseos arcanos y primitivos, que sólo se encendían con la contraparte adecuada.
El beso se tornó en un dialogo de jadeos agudos y graves. Santiago estrechó a la mujer contra su pecho y ella se extasió con el placer delirante que producían sus cuerpos al tatuarse uno en el otro. Él la abrazó aún con más fuerza, acoplando con precisión la figura femenina en la suya. Ella descubrió que en el núcleo del abrazo masculino se delineaba la ardiente rigidez de su palpitante virilidad bien resuelta.
Él renunció por unos segundos a los labios adictivos de ella y modificó su trayectoria reconociendo el terreno desde la curva del cuello femenino, deslizándose por la clavícula hasta quedarse varados sobre los montículos erectos de sus pechos. Él succionaba y luego los mordía con especial cuidado para no lastimarla, y después, cuando ella aún no se recuperaba de aquel deslave de sensaciones, él utilizaba la lengua para inundarlos de caricias húmedas que estaban a punto de hacerla rugir.
El cuerpo de ella le respondía de tan diversas maneras e intensidades a cada roce y cada caricia de él. Ella se arqueaba en espasmos y jadeos rítmicos en los brazos del ángel y con cada movimiento intenso de ella, estimulaba la ya desbordada necesidad de posesión de Santiago, que ya había arribado al borde de un colapso si no la reclamaba de inmediato.
Él, se abrió camino entre los muslos de ella y se detuvo en el pórtico de ingreso al universo glorioso de la mujer.
Los ojos turquesa de Santiago habían sido parcialmente devorados por la oscuridad de las pupilas dilatadas e irradiaban un sugestivo ultimátum.
Cada beso de ella.
Cada caricia.
Cada jadeo espontáneo.
Cada pequeño movimiento acompasado con que respondía, estaban cargados de una calidez que disolvía aquel incesante temor de haberla perdido.
Ella era suya.
La mujer que amaba.
La única que podía amarlo de la forma en que él lo necesitaba.
Ella era la única mujer, por la que él había deseado conservar la vida.
Un gemido oculto en un melodioso susurro se desprendió de la garganta de Victoria en el instante en que él la penetró.
Todo en el pasado y el futuro tendría sentido, mientras Santiago estuviera con ella. Victoria no le permitiría ofrecerse como festín de la muerte para protegerla. Haberlo dejado en las fauces de la Parca había sido un error que ella no volvería a cometer. La próxima vez que él se columpiara en la orilla del precipicio de la vida y el despeñadero de la muerte, ella se aseguraría de que él tuviera bien sujeta su mano y que juntos perdieran el equilibrio en cualquiera de los dos campos de batalla.
El cadencioso y lento vaivén de los movimientos de Santiago la devolvió a la calidez de sus brazos. Él depositó un breve beso tranquilizador y luego la miró. Sus ojos relampagueaban lanzando destellos de pasión turquesa que iluminaron los plateados de ella.
Victoria se levantó un poco y depositó con sus labios una tierna caricia en los de Santiago. Ella no lograba contener los espasmos de su cuerpo que exigían que él no se detuviera. Él le respondió tomando un pezón entre sus labios, succionándolo y atormentándolo dibujando círculos con la lengua tibia y luego dedicó la misma atención al otro.
Las embestidas de Santiago fueron más profundas, continuas y rítmicas. Él se estaba entregando a ella, como ella un segundo antes se había entregado a él. Él se fundía con ella en un vaivén de posesiones y conquistas, y ella aceptaba y reclamaba contagiándose del movimiento acompasado de él, respondiéndole con cándidos encuentros y acogidas febriles.
La respiración del hombre iba en ascenso y sus muy masculinos jadeos provocaban que la sangre de Victoria acelerara su velocidad casi al punto de reventarle las venas. Cada terminal nerviosa de su cuerpo desató una explosión en cadena. Él lo notó y deslizó sus brazos por debajo de la espalda de ella, estrechándola con tal furor que en medio de aquella danza de espasmos compartidos, el cuerpo de ella se tensó, la respiración se cristalizó en sus pulmones y experimentó un ensordecedor cataclismo de todos los sentidos, mientras él continuó entregado en una composición de acometidas cada vez más intensas y continuas, hasta que en un último empuje, él hundió su rostro en la curva del cuello femenino y se estremeció en medio de un gemido grave, derramándose dentro de ella. Luego se quedó inmóvil. No había espacio en su mente para pensamientos o recuerdos, el éxtasis arrollador que se le enroscó en cada milímetro de su cuerpo, lo dejó apabullado.
Permanecieron acoplados hasta que la respiración, los sentidos y la sangre de ambos, se apaciguaron después de aquel tornado de pasión que los había envuelto y arrastrado a la profundidad del cielo.
Cuando Santiago estuvo seguro de que su cuerpo había recobrado el control, se tendió de espaldas y la arropó con sus brazos acurrucándola sobre su pecho, ella se ensambló al cuerpo del hombre con precisión envidiable.
Él volvió la mirada a la mujer que lo contemplaba con una plácida sonrisa adornándole el rostro.
Ninguna palabra sería la correcta en ese momento, él le devolvió la sonrisa y depositó un beso delicado sobre su pelo.
La tarde desdibujada se disolvió en el horizonte y la noche espesa se extinguió en la continua interpretación de melodías ejecutadas con el amor que era hecho, reinventado, construido, rearmado y consumado.
Santiago y su Victoria se arroparon en un plácido sueño. Ella protegida en brazos de su Santiago de la guarda. Y él, invadido de Victoria.