5

DESPUNTÓ la mañana, después de muchísimos días insípidos e incoloros.

Conchita, el ama de llaves, cocinera, lavandera, camarera... había dispuesto el desayuno en el comedor . Santiago observó las serpenteantes columnas de humo que se desprendían de la comida caliente frente a él, y por alguna razón que nadie entendió, Santiago se levantó y subió corriendo la escalera; dobló a la derecha y siguió por el corredor hasta llegar a la que había sido la habitación de Fátima. Abrió la puerta de par en par e intentó ingresar, pero las piernas no le respondieron. No había podido entrar en ese cuarto desde aquel día en que ella se marchó.

Índigo había observado la escena desde el momento en que él salió como tromba rumbo a aquella maldita alcoba y lo siguió. Posó su mano sobre el brazo de Santiago que sostenía una de las hojas de la puerta, abiertas de par en par. Él ni siquiera se sorprendió, mantuvo la vista en el interior del cuarto sin ver nada, o mejor dicho viendo demasiadas cosas que habían dejado de existir.

—Santi ha llegado el momento de que te busques una esposa. No puedes seguir deambulando por la casa de esta manera. Hace varios años que ella se marchó, con el hombre que amaba... —Él la interrumpió.

—Cuatro años. —Él escupió la frase como si fuera un trozo de bagazo de caña. Desabrido. Seco. Inerte.

—Debes aceptarlo. Me desgarra el corazón ver como disfrutas lastimándote. —Las frías palabras de Índigo lograron devolverlo al umbral de la alcoba.

—No lo disfruto. Algunas veces aún olvido que ella no está aquí. Hasta puedo percibir el aroma de su perfume. —Hizo una pausa y se paso la mano por el pelo y exhaló— No necesito una esposa. Necesito un viaje largo. Muy largo.

—¿Y la plantación?. ¿Tus negocios?. ¿Qué pasará con todo lo que has logrado, si te marchas por un periodo largo?.

La simple mención de un viaje, alarmó a Índigo. Seguramente él aún conservaba la estúpida idea de ver a Fátima otra vez.

—Venderé las plantaciones. Le pediré a mi abogado que inicie los trámites. Estoy seguro que habrá dueños de plantaciones similares, que estarán encantados de comprar mis tierras.

La voz de Santiago era tan insípida, que a Índigo se le hizo un nudo en la garganta, no supo con claridad qué era lo que el joven pretendía, pero de algo estaba segura, cualquier cosa que él estuviera planeando, no lo ayudaría a reconstruir su roto corazón, pero si desfiguraría permanentemente su futuro.

—Desprendiéndote tan irracionalmente de tus posesiones no vas a lograr nada que valga la pena. Solamente perderás el patrimonio que tanto trabajo te ha costado edificar. La decisión que estás tomando es estúpida.

Ella pretendió sonar malhumorada, pero le estaba costando mucho trabajo conseguir que su voz adoptara esos tintes.

—Índigo... —La voz de Santiago sonaba fastidiada, pero Índigo no le permitió continuar y tronó levantando la voz hasta transformar sus frases en gritos agudos.

—¡No!. ¡Maldito seas Santiago!. ¡Hundiéndote en un pozo de compasión no vas a conseguir nada!. ¡Especialmente no vas a lograr que Fátima vuelva contigo!. ¡Demonios!. ¡Ella no te ama!.

Santiago cerró los ojos, apretó los dientes y su mano que sujetaba la hoja de madera a punto estuvo de partirla en dos. Esas palabras que había escuchado se escurrieron por sus oídos como ácido carcomiéndolo por dentro. Ella tenía razón y él no podía negarlo.

¡Maldición!.

Él sentía como su vida se evaporaba con cada día que pasaba sin Fátima. La amenaza que le había hecho Oliver, se había convertido en una tenebrosa, doliente y destructora realidad. Santiago estaba vegetando su maldita vida sin Ella.

Sin Fátima.

—Ordénale a Conchita que se encargue de preparar mis maletas. Será un viaje largo. Yo hablaré con Pablo después de la cena para informarle mi decisión. Y no te preocupes, yo me encargaré de que ellos y las mujeres de que atienden la casa, tengan trabajo con alguno de los otros hacendados. Y tú vienes conmigo. Te necesito a mi lado. Eres la única que se interesaría si vivo o muero, y no quiero dejarte sin protección. —Hizo una pausa, mientras Índigo miraba su espalda con la boca abierta— Vete ahora a cumplir mis órdenes. Partiremos en un par de días.

Mansión Caracol había quedado atrás. Las plantaciones y cafetales estaban ahora bajo la custodia y administración del abogado y del personal que Santiago consideró más indicado para el trabajo. Conchita, Pablo y las tres jóvenes que habían servido en Casa Caracol habían recibido una desorbitante cantidad de dinero, para que pudieran sobrevivir durante mucho tiempo o iniciar un negocio propio que les diera la oportunidad de solventar una vida digna.

A bordo del carruaje, Santiago e Índigo iban de camino al muelle del Puerto de Veracruz, se embarcarían rumbo a Europa. Índigo no sabía a ciencia cierta cuál sería el destino, pero de antemano estaba segura que tendrían por delante un futuro incierto y difícil.

Cuando llegaron al muelle, el coche se detuvo y Santiago bajó de inmediato, se volvió hacía Índigo que empezaba a ponerse de pie y le habló sin ninguna clase de emoción bordada en la voz.

—No te levantes. Haré los arreglos para que suban nuestro equipaje al barco. Vendré por ti en unos minutos, cuando todo esté resuelto.

—Cómo tú digas, Santi.

Santiago cerró la portezuela y se alejó. El muelle estaba atiborrado de personas que se preparaban para embarcarse.

Él se dirigía al sitio en donde se encontraban los marinos encargados de subir el equipaje. Su cerebro estaba enfrascado en una serie de contrariedades. Sentimientos que colapsaban unos con otros e ideas que no eran capaces de dibujarse claramente. Santiago decidió que por este maldito momento, sólo se concentraría en solicitar ayuda a esos marinos para que subieran su equipaje al barco.

Faltaban un par de metros para que él llegara al sitio en donde aquellos hombres se empleaban cargando baúles y cajas, cuando una mujer chocó a su costado.

Todo sucedió tan rápido que Santiago no tuvo tiempo de reaccionar de ninguna manera.

Esa mujer tenía los ojos grises, como si sus pupilas fueran de plata pulida y estaban desorbitados cuando levantó el rostro y lo miró directamente a los ojos. Ella sujetó el rostro de Santiago entre sus delicadas manos, lo inclinó lo suficiente para alcanzarlo y lo besó.

Ese beso lo sacó del estupor en el que se encontraba. No era dulce ni apasionado, era terriblemente desesperado e inundado de temor. Ella se apretó al cuerpo de Santiago y él respondió mecánicamente enredando los brazos en la cintura de ella.

Un par de segundos después, él se repuso de la sorpresa y levantó el rostro lo suficiente para recobrar el aliento y observar aquel rostro tan cerca del suyo. Ella era joven, tanto como Fátima, pensó de inmediato él. Pero ella era rubia. Estaba pavorosamente pálida, sus labios temblaban y le sujetaba la cabeza como si deseara arrancársela.

Él aferró los hombros de la mujer e intentó separarla de su cuerpo, pero ella se resistió.

—¡Ayúdame!.

Le dijo con la voz temblorosa y en un susurro que le produjo a él una oleada de escalofrío que le heló todo el cuerpo. Sin duda ella estaba asustada, pero, besar a un hombre en medio de un muelle atestado de gente en pleno día, no era la mejor manera de buscar la ayuda de un desconocido.

Él la arropó entre sus brazos y la condujo hasta el carruaje, abrió la puerta y sujetando su brazo la urgió a que entrara. Después subió él, cerró la puerta y bajó las cortinillas de ambos costados.

—¿Cómo?. —Dijo él con la voz ronca y desabrida.

Índigo con la boca abierta miraba a una y a otro. La joven se había sentado al lado de ella y Santiago en frente. Él permanecía con su rostro insondable y frío y la muchacha parecía que en cualquier momento se iba a desmoronar. Las manos le temblaban visiblemente y todo su cuerpo era presa de una tensión abrumadora. En su rostro había una mueca de desesperación incrustada y su voz no lograba disimular su estado.

—¡Tengo que marcharme de inmediato!. ¡No puedo quedarme aquí charlando!. ¡Pensé que ibas a abordar el barco!.

Ella hizo el intento de ponerse de pie y abalanzarse sobre la puerta, pero Santiago la sujeto por el brazo y de un empujón la devolvió al asiento, él le bloqueó el paso arrodillándose frente a ella mientras la aprisionaba con sus brazos apoyados en el respaldo, justo a cada lado de la rubia cabeza.

—¿Quién es ella, Santiago?. —Preguntó Índigo desconcertada.

—Esa sería una maravillosa manera de iniciar la conversación. —Respondió él sin ninguna expresión en la voz y el rostro. Sin embargo, todo su cuerpo estaba tenso— Me pediste ayuda, pero dudo mucho que besarme frente medio Veracruz, fuera la manera correcta para conseguirla. —Su voz sonó tan fría que bien podía haber congelado a aquella mujer que aún lo miraba con los ojos desorbitados.

—Creí que abordarías el barco. —Insistió ella recomponiéndose— Lamento mucho haberme confundido. Te ruego aceptes mis disculpas, pero la verdad es que no puedo quedarme más tiempo aquí.

Ella intentó ponerse de pie, pero él acortó la distancia entre ellos doblando los brazos y con su enorme cuerpo de hombros anchos, le bloqueó toda posibilidad de escape.

Índigo no salía de su asombro y permaneció muda ante semejante espectáculo. Apenas si podía creer que Santiago se comportara de tan aberrante manera. Por un segundo pensó que la partida de Fátima había logrado despojarlo de todo sentimiento coherente y noble. Para complicarle más los pensamientos, la chica encontró la mano de Índigo con la suya y la apretó. Con esa sola indicación, Índigo supo que la joven estaba clamando por su ayuda.

—No sabes quién soy, ¿verdad?. —Le dijo él con la voz tensa y con los ojos entornados.

Ella negó en silencio pero mantuvo la conexión visual con él. Índigo logró recuperar la sensatez y dándole unas palmaditas en el pecho a Santiago, lo urgió a que se retirara de la chica.

—Vamos Santiago, no seas impertinente. Estás asustando a la pobre muchacha.

Sin volverse a mirar a Índigo y con los ojos clavados en los de la joven, Santiago le respondió con cierto tono de burla en su voz.

—Te aseguro que ha sido ella la que casi me provoca un infarto

La joven se removió en el asiento, pero Santiago no se movió ni medio centímetro, en cambio acercó su rostro al de ella. La punta de su perfectamente recta nariz casi tocaba la respingada de ella.

Ella no olía a rosas. Su aroma era más dulce, tal vez jazmín o violetas. Sin aviso, el cuerpo de Santiago se electrificó.

¡Ella no olía a rosas!.

Endureció el ceño y elevó un poco su labio superior casi mostrándole los dientes apretados. Se preguntó por qué demonios le molestaba que esa desconocida no tuviera ese aroma en particular.

La joven percibió el despliegue de irritación en el hombre y se sumergió más en el asiento, apretando al mismo tiempo, la mano de Índigo.

—¡Por Dios, Santiago!. ¡Estás aterrorizando a esta pobre mujer!. —Índigo colocó su mano sobre el hombro de Santiago. Él solamente la miró de reojo y regresó a su asiento. Inclinó la cabeza y sacudiendo la mano le indicó a la muchacha que podía abandonar el carruaje.

Ella se puso en pie de inmediato y se abalanzó a la portezuela, giró el pomo y la empujó, bajó de un salto y aún sujetando la puerta se volvió hacia Santiago.

—Victoria de Casielles.

—¡Maldición!. —Tronó Santiago, asustando a la joven que se apresuró a dar un portazo y alejarse corriendo. Santiago se cubrió el rostro con las manos y recostó la cabeza en el asiento— ¿Escuchaste su nombre?. Victoria de Casielles... ¡Demonios!.

Índigo mantuvo la boca cerrada. Ella había entendido perfectamente la reacción de Santiago. De Castella era el apellido de soltera de Fátima. No había mucha diferencia. Y para atormentarlo más esa joven se llamaba Victoria, como si fuera un mensaje para su ya muy maltrecho corazón.

Pero había transcurrido un minuto entero, mientras él seguía con el rostro cubierto por las manos, la puerta se abrió nuevamente y Victoria se abalanzó al interior del coche.

—¡Dios Santo!.

Índigo, tuvo que sujetarse la quijada al atestiguar la escena. Victoria estaba hincada frente a Santiago y sujetaba sus manos entre las de ella.

—Necesito tu ayuda. Tengo que salir de aquí. Ellos me están buscando. —Sujetó las solapas de la casaca del hombre y lo zarandeó.

Ella estaba agobiada en grado superlativo, y seguramente se habría arrojado por un acantilado de haberlo tenido a mano. Él la miró a los ojos, sujetó sus manos, las retiró de sus atormentadas solapas y la empujó sutilmente hacia el asiento frente a él.

Su desesperación era tan evidente, que apenas si podía mantenerse quieta en el asiento. Santiago aún maldiciéndose por el cambio de planes que se vio forzado a hacer, asomó el rostro por la ventanilla y le ordenó al cochero que los llevara de regreso a Casa Caracol. Santiago se arrellanó en el asiento, cruzó los brazos sobre el pecho y clavó la mirada en el rostro de Victoria.

Una vez más, él se veía envuelto en una trifulca que no le correspondía. O era tal vez que las mujeres en problemas encontraban en él, la imagen de la solución que desesperadamente buscaban. Cualquiera que fuera la razón, él no podía negarle su ayuda, le daba la impresión de que ella realmente la necesitaba.

Pero, esta vez él tenía plena conciencia de que no ofrecería su corazón a ninguna otra mujer con o sin peligro de por medio. Ya había tenido suficiente de ese veneno espantoso al que los mortales daban el nombre de amor.

Índigo había permanecido en silencio desde que Santiago decidió regresar a Casa Caracol, pero no apartaba la vista de él y luego la depositaba en la joven, y así iba y venía, contemplando como el hombre y la mujer se sostenían la mirada, electrificando el ambiente de aquel carruaje, que para entonces a Índigo ya le parecía diminuto.

Llevaban cerca de una hora de viaje, cuando él se dignó a hablar.

—Índigo, cuando lleguemos a casa, por favor prepara algo de comer, la señorita de Casielles debe estar hambrienta. Y después podrá informarnos sobre el tipo de ayuda que necesita de mí.

La voz no pudo salirle más fría. Índigo se estremeció tan sólo al escuchar cada una de esas heladas palabras que se desbordaban de los perfectos labios masculinos.

Santiago no despegó la vista de los ojos de Victoria y ella se mantuvo firme sosteniéndole la mirada. Él tuvo suficiente tiempo para observar a detalle a la muchacha. No era muy alta, tal vez le llegara al pecho. ¡Demonios!, se reprendió, era más o menos de la misma estatura que Fátima. Se maldijo otras tantas veces por comparar cada rasgo parecido que encontraba en ella. Pero, no habría más. Descubrió que su cabello era rubio y estaba peinado en un moño alto con algunos rizos que le enmarcaban el rostro ovalado y de facciones muy finas. Por alguna extraña razón, le recordó a las muñecas de porcelana que eran las preferidas de las hijas de sus acaudalados clientes. Los ojos de esa chica eran grises. Él entornó los ojos y lanzó un bufido nada amable. Esa maldita mujer era una mezcla contraria a todos sus dolorosos recuerdos.

Su piel era tan blanca que sin duda era la envidia de cualquier concha nácar. Aunque, ella era esbelta, lucía mucho más delgada que Fátima. La mujer necesitaba comer, estaba en los huesos, pensó él. Ella debía provenir de una familia rica, su vestido era de seda gris clara con bordados en plata. No llevaba gargantilla adornándole el cuello pero en su mano resaltaba un anillo de compromiso.

Él levantó la cortina y desvió la mirada a la ventana. Ella era atractiva, se le formaron esas palabras en el cerebro.

¡Demonios!.

Esa mujer era un problema latente. Ella era una intrusa y la causante de la demora de su viaje y él no debía verla de otra manera. Él se reprendió mentalmente, porque no podía darse el lujo de olvidar que su prioridad era abandonar aquel sitio y poner tierra de por medio. Mientras más lejos estuviera de sus condenados recuerdos, entonces, él tal vez encontraría un poco de paz que le permitiera rearmarse a su desbaratado corazón. Y si no sanaba, entonces aprendería a vivir con un hueco en el pecho.

El mundo y el destino se habían confabulado en su contra, pensó él lanzando maldiciones mentales de todos tamaños, cuando al abrir la puerta de su mansión, que por cierto creía vacía, se encontró a Conchita, Pablo y las tres criadas limpiando los muebles, los pisos y los adornos, como cualquier otro día normal.

—¿Qué diantres debo suponer que significa esto?. —Santiago estaba de humor virulento. Y semejante demostración de lealtad, agudizaba su fastidio.

Por un momento él creyó, que precisamente él, había sido elegido por el destino para convertirlo en su bufón personal. Deseó traer consigo un arma y pegarse un tiro ahí mismo, en el recibidor de su casa. Por lo menos tendría el absurdo consuelo de haber dejado una mancha sanguinolenta en el condenado piso impecablemente blanco.

—Don Santiago, pensamos que estaba usted en el muelle, a bordo del barco a Europa. —Dijo Pablo con los ojos desorbitados por la sorpresiva aparición del joven amo.

—No fue eso lo que pregunté. —Dijo Santiago con la voz ronca y con los dientes apretados.

—¿Señor se encuentra bien? —Preguntó cándida Conchita— Se le ve enojado.

—Enojado es una palabra muy sutil para describir como me siento en estos momentos.

Sin suavizar el ceño de su encantador rostro, Santiago dibujó una sarcástica sonrisa de medio lado en sus labios. Cruzó los brazos y levantó una ceja, demandándoles una respuesta.

—Señor don Santiago, pensamos que podíamos cuidar de la casa mientras usted estaba fuera. No queríamos que la saquearan o que se echara a perder por falta de mantenimiento. Usted nos dejó bien seguros con la fortuna que nos asignó y pensamos que sería bueno poner ese dinero en manos de su abogado y mientras él gestiona el capital, nosotros nos encargaríamos de preservar su casa hasta el día en que usted deseara regresar.

Ciertamente, Santiago no hubiera esperado semejante despliegue de lealtad proveniente de un puñado de personas que podían contarse con los dedos de una sola mano. El joven suavizó la mueca de su rostro y les sonrió sin que la alegría iluminara su rostro. Por alguna razón, que él desde luego no entendió, le alegraba no verse completamente solo, y también le provocaba una extraña punzada que iniciaba en su pecho y descendía hasta hacer explosión en su estómago, pero no alcanzó a provocar ninguna reacción en sus lagrimales. Entonces recapacitó y retomó el control.

—Gracias. —Hizo una pausa y tragó saliva— Conchita, asegúrate de que la habitación...

—De las flores. La habitación de las flores. —Interrumpió Índigo con voz firme.

Santiago sintió un puñetazo en el pecho. Esa era la alcoba de Fátima. ¡Cómo se atrevía Índigo, a siquiera sugerir que otra mujer la profanara!. Él se volvió con los ojos encendidos de rabia y la miró a punto de provocar un terremoto.

A pesar de que la apariencia amenazadora de Santiago bien pudo haber atemorizado a cualquier otro ser humano, nunca amedrentaría a Índigo, ella había conocido a tantas personas malvadas, y sabía a la perfección que Santiago por más enfadado que pudiera estar, no era capaz de dañarla. Y últimamente él había desarrollado la espantosa capacidad de autodestruirse.

—Deja de arrugar la cara. Si pretendes transformarte en un monstruo espantoso, debo decirte que has fracasado penosamente. Tus facciones son tan deliciosas que aún cuando hagas esos intentos horribles de parecer feroz, no lo consigues. Además, vas a asustar a la pobre Victoria. Mírala. La mujer está encaramada en la puerta.

Santiago negó un par de veces con la cabeza dándose por vencido. Esa mujer lo conocía lo suficiente como para ponerlo en su lugar cuando fuera necesario y hasta cuando no lo era también. Y era obvio, en especial para él, que ella estaba determinada a borrar cualquier rastro de Fátima en aquella casa.

Tal vez ella tenía razón.

Después de todo, recapacitó él, su corazón estaba hecho jirones y el daño sería mínimo con un cambio aquí o allá. Santiago miró el rostro de Conchita y asintiendo confirmó la indicación de Índigo.

—De acuerdo, que sea la habitación de las flores. Conchita, podrías prepararnos algo ligero para cenar. Tomaremos los alimentos en el comedor. La señorita de Casielles nos acompañará hoy en la cena.

—Cómo usted diga Don Santiago.

—Índigo conduce a la señorita de Casielles a la sala y esperen ahí a que la habitación esté preparada. Yo voy a mi despacho, debo hacer ciertas diligencias para resolver la cancelación de nuestro viaje. Pablo, ven conmigo.

Santiago se encaminó al despacho dejando a las dos mujeres arreglárselas solas. Abrió la puerta y se detuvo como si una pared invisible le bloqueara el paso. Se irguió y respiró, almacenando el valor suficiente para traspasar el umbral de aquel cuarto.

—¿Señor?. —Preguntó Pablo consternado mientras posaba su mano sobre el hombro de Santiago.

—Después de todo. —Exhaló— De todo. Me alegra haber vuelto a casa. Ahora tengo que arreglar lo que me empeñé en descomponer.

Santiago esbozó una sonrisa, que más bien se antojaba amarga y se encaminó a las ventanas, corrió las cortinas y se detuvo frente a aquella desde donde se apreciaba el verde intenso del jardín. El joven sujetó sus manos a la espalda y contempló aquel trozo verde que lo espiaba del otro lado del cristal.

Después de varios minutos en silencio, Santiago se dirigió al escritorio y se sentó en el sillón y con un movimiento de la mano le indicó a Pablo que tomara asiento.

—Ha perdido todo su encanto, ¿verdad?. —Dijo en un susurro, pero no obtuvo respuesta. Pablo lo miraba sin comprender de lo que le estaba hablando— El jardín. El jardín ha perdido su encanto. —Explicó Santiago.

Pablo lo observó en silencio. De inmediato supo que era mejor no hablar del tema. Su joven patrón se negaba la oportunidad de reponerse de la pérdida de aquella mujer, y nada ni nadie lo harían reflexionar a menos que él mismo así lo decidiera. Fátima era la esposa de un hombre encarcelado. Nadie en la casa, ni en las plantaciones tenían idea precisa de los motivos que la unieran a ella con el joven plantador. Pero de lo que todo mundo estaba seguro era que esa mujer se convirtió en una especie de mito que perseguía a Santiago hasta en sus más profundos sueños. Ella, había sido una historia que nadie comprendió del todo y que Santiago, jamás se dignó a aclarar.

Sin embargo, todos aquellos sirvientes, braceros y zafradores que los vieron juntos, tenían perfectamente claro lo mucho que al joven amo le había afectado la partida de ella.

Sin inmutarse, Pablo condujo la conversación por terrenos menos fangosos.

—Señor, sus potros están en las caballerizas. No los vendí como usted lo mandó. Tenía el presentimiento de que usted regresaría pronto.

Santiago levantó la vista de la hoja en la que estaba escribiendo una carta y frunció el ceño. Más que molestarle, le sorprendía la frescura con la que sus criados habían pasado por alto todas sus ordenes e indicaciones. Le pareció que ninguno de ellos tenía la minúscula intención de respetar las difíciles decisiones que él había tomado.

¿O sería que se rehusaban a dejarlo cometer más errores?.

Santiago sacudió la cabeza y exhaló derrotado, volvió la atención a la carta que redactaba, pero no le encontró ni pies ni cabeza al texto, las ideas se empeñaron en danzar alocadas de un renglón a otro. Él, apoyó el codo derecho sobre la superficie del escritorio y sostuvo la cabeza con su mano. Cerró los ojos durante unos segundos y respiró profundamente, reteniendo el aire en sus pulmones, luego lo dejó escapar por la boca.

Si.

Todos ellos estaban confabulados en algún ingrato complot que él no entendía. ¿Acaso a la servidumbre le resultaba tan difícil comprender que él necesitaba espacio y tiempo?.

¡Mucho tiempo!.

Y un espacio lejos de este condenado lugar impregnado con la esencia de Fátima.

¡Maldición!.

Solamente tenía que invocarla en sus pensamientos para que en el pecho se le removiera esa horrenda punzada que no aminoraba, y que a estas alturas estaba alcanzando una potencia alarmante.

En ese momento contempló el abrecartas que descansaba a un lado del tintero. No sería difícil enterrarse el abrecartas de plata en medio del pecho y drenar ese dolor que lo inundaba. Pablo le leyó el pensamiento, porque se levanto como si se hubiera activado un resorte en su espina dorsal y se abalanzó por el abrecartas.

Santiago se enderezó y se recargó en el respaldo del sillón. Esbozó una sonrisa de lado y contempló los rasgos alarmados de su chofer mientras ocultaba el abrecartas tras su espalda.

—Aunque pretendiera atravesarme el pecho con el abrecartas, dudo mucho que lograra alcanzar el corazón. Lo perdí. Hace días que sus trozos están regados en diferentes partes de mi cuerpo. Tendría que desollarme yo mismo para encontrar esos pedazos de corazón extraviados.

La voz de Santiago era fría. Sus palabras fueron duras y evidenciaban la condición doliente del muchacho. Pero también manifestaban su resistencia a pedir o recibir ayuda de ninguna clase.

—Puede ser que ahora así lo crea don Santiago, pero estamos convencidos de que lanzándose a una aventura disparatada no lo va a sanar. El mal de amores puede ser mortal, es cierto. Pero, siempre hay un antídoto para toda enfermedad. Y siempre resultan ser amargos.

Santiago no cambió su expresión ni su posición, pero fue evidente que su quijada se tensó. Ahora estaba seguro de que todos y cada uno de sus sirvientes se habían confabulado en contra suya.

No.

Recapacitó.

A su favor.

¿Por qué entonces, no lo entendían?

Santiago deseaba tener la fuerza y la valentía para drenar ese dolor que lo ahogaba de día y lo consumía de noche.

Deseaba llorar.

Los hombres también deberían llorar cuando por obra del maldito destino, enfrentaban pérdidas ominosas. Estaba seguro de que si seguía en esas condiciones dolientes, bien podía morirse. Ahora estaba viviendo en carne propia ese dolor horrible que había experimentado Fátima cuando creyó que Oliver había muerto.

¡Demonios!.

Santiago se levantó y se dirigió a la ventana. Retiró la cortina unos centímetros y se encaró con su verde jardín.

—Sabes que quisiera bramar y... —Guardó silencio durante un par de latidos— Llorar. Deseo tanto poder llorar. —Su voz se tambaleó. Finalmente lo había dicho.

Pablo se puso de pie y se acercó al joven. Colocó la mano sobre el hombro derecho de Santiago y lo apretó.

—¿Qué se lo impide?. —Le dijo el hombre con su tono más calmado.

Si. Pablo tenía razón. ¿Qué le impedía llorar?.

Respondió con su nombre, y lo mentalmente varias veces.

Era él quien se negaba a encontrar consuelo en nada ni nadie.

Nada. Pensó Santiago. Nada le impedía llorar tanto como deseara. Sintió como el calor del agua empezaba a nublarle la vista. Su respiración se descompuso y salió apresurado del despacho. Abandonó la casa y corriendo se internó en el jardín.

Conchita e Índigo salieron del comedor al escuchar el golpeteo de las botas del joven al salir. Las mujeres se dirigieron hacia la puerta, pero Pablo las detuvo.

—Déjenlo en paz. Necesita estar solo un buen rato. Y eviten hacer comentarios sobre su aspecto, que para cuando él regrese, estoy seguro que no será nada bueno.

Un horrible grito desgarró el silencio que envolvía la casa. Conchita sujetó el brazo de Índigo y ambas mujeres clavaron los ojos en Pablo.

Él asintió.

En la habitación de las flores, Victoria caminaba de un lado a otro, estrujándose las manos mientras pensaba que su ex—prometido que la buscaba, tardaría un buen tiempo en encontrarla, por el momento estaba segura.

Sin embargo, no debía permanecer en esa casa mucho tiempo, tal vez sólo un par de días y luego encontraría la manera de embarcarse y huir a un sitio lejano. Llevaba consigo un poco de dinero y las joyas estaban cosidas en el corpiño y la enagua. Era un buena suma que sería suficiente para mantenerse durante un buen tiempo, mientras encontraba un empleo decoroso.

Ahora, el asunto que la preocupaba era el enfrentamiento que tendría con Santiago.

Santiago.

Era un lindo nombre. Masculino pero dulce al mismo tiempo.

¿Pero en qué demonios estaba pensando?, se reprendió.

El hecho de que tenga un nombre encantador no es garantía de nada, probablemente, él tampoco entendería su situación y la obligaría a regresar a casa, tal vez hasta intentaría llevarla él mismo. Él parecía honorable, pero eso no le garantizaba que ella estaría a salvo. Y por otro lado, un caballero era propenso a corromperse si se le presentaba la oportunidad adecuada, y ella estaba muy consciente de que esa era la categoría en la que ella se había colocado.

Un alarido retumbó en el interior de aquel cuarto y Victoria sintió como se le paraban de punta los cabellos de la nuca y un helado estremecimiento le recorrió el cuerpo entero. Los nervios le hicieron explosión y salió corriendo de la alcoba.

¡Él está aquí!. Ese pensamiento espeluznante inundó su cabeza y no le dejó espacio para ninguna clase de reflexión.

Índigo, Conchita y Pablo se encontraban en el recibidor a varios pasos del pie de la escalera. Los tres se quedaron de piedra cuando Victoria bajó los peldaños como saeta y los esquivó, abrió la puerta y salió huyendo internándose en el jardín.

—¡Muchacha!. ¡Espera!. —Gritó Índigo demasiado tarde.

—Índigo, déjala que se vaya. Don Santiago no necesita otra mujer que venga a arruinarle la vida. Él está intentando sobrevivir a la que se marchó, y sin haberse recuperado todavía, ha vuelto a traer a otra en condiciones peores que la anterior.

—¿De qué hablas Conchita?. —Preguntó Pablo ceñudo.

—Doña Fátima vino aquí muy enferma. Don Santiago la ayudó a recuperarse. En cambio ésta que ha traído hoy, está asustada. No tiene penas, no ha sido lastimada... —Hizo una pausa— Si la otra que estaba disminuida, dejó a Santiago en las condiciones en las que ahora se encuentra, ¿puedes imaginarte lo que pasará si esta mujer lograra llenar el agujero que dejó la otra?. —Respondió Conchita afligida.

—Yo lo pensé de otra manera. La vi como una posibilidad para que él se rearmara. —Intervino Índigo— Pero ahora que lo analizo, creo que vamos a tener problemas. Esa muchacha está huyendo de alguien y debe ser alguien poderoso. Ella pertenece a alguna familia bien acomodada, sus ropas lo evidencian. —Concluyó Índigo— Alguien la debe estar buscando...

—Y van a culpar a don Santiago de haberla secuestrado o algo peor. —Prosiguió Conchita, alarmada.

—Por lo pronto, vamos a tener una gran pelea. —Terció Pablo, lanzando un suspiro mientras se rascaba la cabeza— Don Santiago, se fue al jardín para estar solo y seguramente esa mujer lo va a encontrar en su peor momento.