XXXIV

Estaba sentada en el alféizar de la ventana de la cocina pelando manzanas. Sandro vino corriendo por el jardín y se subió también al alféizar y se puso a comer las mondas. Entre bocado y bocado, me dijo: «Esta mañana, cuando estaba jugando al lado del lago (ñam, ñam), vi a un señor pintando, y yo voy a salir en el cuadro (ñam, ñam). Estaba cogiendo unas piedras grandes para construir una casa, y él me dijo que siguiera haciendo lo mismo (ñam), así que yo seguí cogiendo piedras, y ahora salgo en el cuadro (ñam)».

Del susto me corté en un dedo, y mientras me lamía la sangre pensé: «A lo mejor ese hombre es Charles o uno de sus amigos. Si es así vendrá aquí y me recordará cosas y armará una bronca por uno u otro motivo, les pedirá dinero prestado a los Redhead o arruinará mi reputación en el pueblo». Le pregunté a Sandro que cómo era ese artista. Me dijo que no se acordaba, pero añadió: «Es muy simpático. Seguro que te gustará, mami».

A la mañana siguiente, quería ir a ver a aquel maldito artista otra vez y yo no quería dejarlo ir, pero él no dejaba de mirarme con ojos de reproche, al tiempo que me decía: «Pero es que el cuadro depende de mí». Y lo decía con tanta congoja que terminé por darle permiso.

Pasé la mañana muy preocupada y abatida y para empeorar las cosas, la tata no había podido venir y había mucho más trabajo que de costumbre. Cada seis semanas más o menos, la tata faltaba un día, y al día siguiente volvía gimoteando y quejándose de que le dolía la garganta o de que tenía una comezón en la rodilla —una vez los nervios «se le agarraron» al estómago—, pero yo creo que cogía un autobús y se iba a ver a una hija que tenía casada en Bedford.

A la hora de comer, Sandro no paró de hablar de su nuevo amigo. Me dijo que se llamaba Rollo. Así que después de todo no era Charles, pero todavía podía ser un amigo suyo, lo que era casi tan malo. Pero se me quitó bastante la pesadumbre que tenía y, después de fregar los cacharros y de limpiar la cocina, le pusimos la correa a Zorrito y salimos a dar un paseo. Hacía un día de primavera perfecto, y pensé que cogeríamos un buen ramo de narcisos y se los enviaríamos a mi hermana Ann. Atravesamos los campos rumbo al bosque, y el caniche se olvidó de lo viejo que era y correteó de aquí para allá, sobresaltando a las vacas, y Zorrito tiraba de la correa hacia un lado y otro hasta que me vi corriendo y terminé enredándome en las largas piernas de un hombre que venía en dirección contraria. Sandro se echó a reír y dijo: «Mira, ¡si es Rollo! Vas a ver qué simpático es». Yo trataba de desenredar como fuera la correa de Zorrito y, al saber de quién eran las piernas en las que se había enredado, no me atrevía a levantar la vista, pero él se agachó a ayudarme y enseguida la soltó. Mi primera impresión fue la de una cara joven con una espesa cabellera canosa. No recordaba haber visto a nadie así estando casada con Charles, por lo que me sentí mejor y me erguí como una persona normal y le dije que lamentaba haberlo enredado en la correa. Me di cuenta de que era muy guapo, a pesar de las canas. También tenía una voz encantadora; me agradeció que le dejara a Sandro y me dijo que esperaba que fuera a ver el cuadro. Tenía alquilada una casita amueblada junto a la iglesia del pueblo, y en un momento íbamos ya caminando hacia ella para ver el cuadro sin más dilación.

Yo estaba un poco asustada y no hablé mucho, pero él hablaba por los codos con esa voz deliciosa y parecía encantado con Zorrito. Pero, cuando llegamos a la casita, éste se puso muy nervioso y se orinó en la alfombra; yo esperaba que Rollo no se hubiera dado cuenta. Luego se lanzó a trepar por el interior de la chimenea y se quedó allí dentro un buen rato. Lo llamé una y otra vez, metiendo la cabeza por el tubo, pero no quería volver. Rollo le puso incluso un trozo de carne sobre la rejilla, pero ni por ésas bajó. Con la mayor firmeza contuve a Sandro para que no se lanzara tras él chimenea arriba e intenté olvidarme de Zorrito y charlar educadamente. La casa era bastante oscura y estaba abarrotada de cosas, pero era agradable y tranquila como una descansada tarde de domingo, algo que cabía esperar, siendo su dueña una ancianita que iba siempre con un perrito faldero. La había visto muchas veces en el jardín, arrancando las malas hierbas, pero era la primera vez que entraba en la casa. Rollo dijo que le aterraba que se le cayera pintura al suelo o romper algo. Afortunadamente una mujer del pueblo iba por las mañanas a limpiar y hacerle algo de comida. Mientras me decía eso, apareció Zorrito y corrió al otro lado de la sala, dejando una estela de hollín en la alfombra; parecía que sonreía. Casi lo mato. Rollo lo cogió en brazos y se puso perdido de hollín el bonito traje gris que llevaba; entonces el zorro intentó morderle la mano. Me parece que no le gustaban los hombres. Rollo lo encerró en el armario de las escobas. Pero así no podíamos abrir la puerta y sacar una para barrer la alfombra, por si volvía a escaparse, y al fin Rollo dijo que lo haría él más tarde, cuando nos hubiéramos ido. Yo no podía dejar de pensar en lo tranquilo que se iba a quedar cuando nos fuéramos y lo dejáramos en paz, aunque él se mostró todo el tiempo encantador teniendo en cuenta todos los desastres que había ocasionado nuestra presencia.

Me enseñó el cuadro, que estaba casi terminado; era de un estilo fuerte y vigoroso, lleno de luz y de color. Reparé en que utilizaba mucho la espátula, y con gran eficacia. Me sorprendió cuando me dijo que apenas había hecho paisaje antes, pero que tenía la sensación de que su pintura se estaba haciendo un poco sombría y rancia, y que le haría bien trabajar al aire libre algún tiempo. Pintaba sobre todo retratos y parecía que tenía cierto renombre.

Mientras estábamos contemplando el cuadro, un jarrón con narcisos amarillos que estaba en el alféizar se volcó, y el agua empezó a derramarse en una antigua espineta. Miramos hacia la ventana, y ahí vi, intentando entrar, aquella espantosa madeja color marrón. Me había olvidado completamente del caniche: le abrí la puerta, entró y correteó por el cuarto, saludándonos a todos y armando un gran alboroto. Rollo fue a buscar un paño para secar la espineta. Cuando hubo quitado toda el agua, nos invitó a tomar el té, pero a mí me pareció que estábamos prolongando nuestra visita más tiempo del conveniente y, sacando al sucio zorro del armario, que dejó un tanto apestado, me fui lo más rápido que pude.

De camino a casa, dejé que Zorrito se limpiara corriendo entre las hierbas más altas, aunque tal vez fuera heno a punto de segar. Estaba triste; los animales habían hecho de las suyas. Se había nublado, y la nubes cruzaban rápidas por el cielo. Pasaban tan deprisa delante del sol que la luz cambiaba todo el tiempo y las sombras cubrían los campos, mientras los rayos de sol se deslizaban sobre las colinas.

Cuando llegamos a casa, subí a mi cuarto y me senté delante del espejo y me miré intentando ver qué le había sucedido a mi rostro desde que vivía en la granja. En cierto modo, había mejorado. Tenía un cutis impoluto y los ojos brillantes; pero en las comisuras de la boca y los ojos habían aparecido unas líneas que antes no tenía; o al menos yo no las recordaba. Mi cabello seguía siendo negro y rizado; y nunca lo dejaba crecer por debajo de los hombros. Llevaba los pequeños aretes de oro que siempre había llevado para que no se me cerraran los agujeros de la orejas. Iba vestida con una ropa bastante triste: una blusa azul, desvaída de tanto lavado, más bien carcelaria; un jersey de Shetland color caldero con coderas, y una vieja falda de tweed que me había hecho aprovechando otra que Rose había tirado. Me puse en pie y lamenté tener un aspecto tan poco seductor. Luego bajé y preparé un té.