XVIII
Según avanzaba el invierno, avanzaron también los horrores de la pobreza. Se me había olvidado lo triste que era ser pobre, y las habitaciones eran tan grandes que no podíamos calentarlas. Seguíamos teniendo cuenta en el colmado pero, si pasábamos más de un mes sin saldarla, dejaban de vendernos y, si no pagábamos el alquiler, un hombre horrible con un sombrero hongo pasaba a vernos. Seguíamos teniendo a nuestros amigos, no estábamos solos y aislados, como lo habíamos estado antes, y me parecía que esta vez la pobreza sería sólo pasajera. Aunque la pintura de Charles no dejaba de mejorar, parecía que nadie quería comprar sus cuadros, en parte porque de pronto le dio por decir que valían mucho dinero. Si alguien le preguntaba el precio de un cuadro, le decía que costaba cincuenta o incluso cien libras, y prácticamente nadie que conociéramos disponía de semejante cantidad. A los dos nos aceptaron nuestras obras en la exposición colectiva a la que Peregrine nos había recomendado que las enviáramos. Yo me sentí muy orgullosa al ver mi escultura entre las obras de artistas de verdad; pero no vendimos nada.
Por entonces lo que más deseaba era tener tiempo para esculpir. Un remitente anónimo me envió un quintal de arcilla, y tuve un pálpito de que había sido Peregrine, pero no habíamos vuelto a verlo desde el día que lo conocimos, así que puede que me equivocara. Le sugerí a Charles que lo llamáramos por teléfono, pero él me dijo que no había razón alguna para llamarlo. Cuando veía al señor Karam, que parecía estar en contacto permanente con él, siempre le preguntaba, pero lo que yo quería realmente era verlo de nuevo. De alguna manera se había apoderado de mi imaginación.
A Sandro le contrariaba que me pusiera a esculpir porque no le hacía todo el caso que él quería. No lloriqueaba ni cogía pataletas, pero hacía travesuras. Una vez encontró un bizcocho y una docena de huevos que habían dejado en el vestíbulo de la casa para otra inquilina, una anciana que tenía un perrito pequinés. Pues Sandro colocó los huevos sobre el bizcocho y se fue a buscar algo para martillar y martilló los huevos en el bizcocho. Una vez rotos todos los huevos, me vino a buscar para que fuera a ver algo «muy bonito». Otra vez, mientras yo estaba esculpiendo, tiró todas las tazas por la escalera de hierro que bajaba al jardín. Salí corriendo al oír el estrépito, y le dije que era malo, malo, y luego durante meses, siempre que veía trozos de cristal o de loza en lo alto de las vallas (creo que los ponen ahí para que no las salten los ladrones), me decía: «Mira, malos». Pensaba que así se llamaba a la loza o a los cristales rotos.
Cada vez estaba más activo, y a Charles le resultaba más complicado ocuparse de él mientras yo estaba fuera trabajando. Ya no dormía tanto durante el día y no quería quedarse sentado en el cochecito; si se le dejaba sólo un rato, se ponía a tirar de la lana del jersey hasta que lo rompía o sacaba las plumas del colchón, pero, si se le dejaba suelto por el piso, Charles no podía trabajar. Yo deseaba poder quedarme en casa y ocuparme de él.
Entonces me tuve que quedar porque cogí la gripe; creo que la culpa la tuvo el frío que hacía en casa, mientras que en los estudios donde trabajaba hacía tanto calor y el ambiente estaba tan cargado que a veces hasta me desmayaba. Lo terrible de tener gripe era que si yo no salía a trabajar no entraba dinero en casa. Tuve que alimentarme de sopicaldos. Por suerte, no se lo contagié ni a Charles ni a Sandro, así que en cuanto me bajó la fiebre, volví a trabajar, aunque todavía me sentía fatal y me desmayaba con frecuencia; además tenía desarreglos menstruales. Estaba muy cansada porque también posaba los domingos para intentar recuperar el dinero que habíamos perdido mientras estaba enferma.
Los dos nos deprimimos mucho al ver que la miseria volvía a llamar a la puerta. Creíamos que había desaparecido para siempre de nuestras vidas. Charles dijo que lo mejor que podíamos hacer era dar otra fiesta. Sencillamente compraríamos unas cuantas cervezas para arrancar, y luego, si todo el mundo traía un botella, podríamos sacar algún dinero de los cascos. Así que pintó unas divertidas invitaciones, se las enviamos a nuestros amigos e hicimos la fiesta. Vino muchísima gente. A algunos no los conocíamos de nada, y hubo quien trajo alguna que otra caja entera de cerveza. Luego las pinté de azul y las utilicé para poner macetas en los alféizares. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, pensé en lo estupendo que sería que Peregrine Narrow también hubiera venido, así que salí al vestíbulo a llamarlo por teléfono. Me daba un poco de miedo, pues había pasado mucho tiempo desde el día en que lo conocimos y, como no lo habíamos vuelto a ver, pensaba que no me recordaría. Sin embargo, cuando conseguí hablar con él, me dijo que estaría encantado de venir, así que entré en el piso y no le dije nada a Charles. Esperaba que creyera que había venido por casualidad.
Vino en taxi y llegó enseguida, y fue una fiesta estupenda. Peregrine y el señor Karam se quedaron después de que todo el mundo se fuera, e hicimos té y charlamos y charlamos; al menos los hombres charlaron: yo los escuchaba tumbada en el diván.
Después de la fiesta, Peregrine vino a visitarnos muchas veces, y nosotros fuimos a su estudio. Me decepcionaron sus cuadros. Parecían tener barro mezclado con la pintura, pero no dije nada. Por entonces tenía la sensación de que los días que no veíamos a Peregrine eran días desaprovechados.