XXIX
A partir de entonces las cosas fueron cada vez peor, y para colmo, caí enferma. Todo empezó con que no podía dormir por la noche, y de día de repente me ponía a temblar hasta que me castañeteaban los dientes, y a veces me desmayaba. Una cosa buena era que nunca tenía hambre. Ya no podía alimentar a Fanny, pero el lechero fue muy amable y me seguía trayendo la leche, aunque le debíamos bastantes semanas. Le dije a Peregrine lo difícil que era comprar leche para Fanny pero, aunque parecía que la quería, nunca se ofreció a pagar la cuenta del lechero, y yo no me veía capaz de pedírselo. Por la noche, cuando no me podía dormir, se lo reprochaba, pero procuraba no pensar en ello, porque él era la única persona en la que podía confiar en ese momento y, si perdía la confianza en él, no tenía a quién recurrir. Apenas veía a Charles ya. A veces pasaba varios días seguidos sin aparecer por casa.
Una mañana, la gente con la que se había quedado Sandro mientras yo estaba en el sanatorio me telefoneó para decirme que se habían enterado de que no me encontraba muy bien y pensaban que tal vez me ayudaría volver a dejarlo con ellos una o dos semanas. Me agradó el ofrecimiento, porque estaba muy preocupada por su comida. Llevaba semanas alimentado con los huevos y la sopa en lata que nos suministraba el lechero. Lavé y planché su ropa lo mejor que pude en aquellas circunstancias, pero no quedó muy bien. Esperaba que no pensaran que era una madre sucia.
Lo llevó Charles, porque a mí me resultaba difícil moverme con Fanny. Para mi sorpresa, esa tarde volvió pronto. Me dije que había sido muy amable porque debía de darse cuenta de que echaría de menos a Sandro. Me las apañé para hervir unos huevos e incluso hacer café en la llamita que proporcionaba la leña menuda que recogía, y me sentí más alegre de lo que había estado en los últimos tiempos. Me agradó que Charles viniera a casa. No habló mucho. Parecía sumido en sus pensamientos. Y entonces dijo: «No podemos seguir así. ¿No podrías irte a pasar una temporada con tu hermano?».
Me sorprendió mucho y le dije que mi hermano se había olvidado de mí desde que me quedé con ellos más de la cuenta cuando los visité al nacer Sandro. Estaba segura de que no querría acogerme otra vez. Además, no teníamos dinero para el viaje, y, con dos niños, quién iba a querer acogerme. Me dijo que él se encargaría de encontrar el dinero para el viaje si yo encontraba adónde irme. Y yo le respondí: «Sencillamente no tengo adónde ir, como no sea con tus parientes, y a ellos no pienso recurrir». Y él dijo: «No estaba sugiriendo que te quedaras con ellos; tiene que haber algún otro sitio».
Parecía muy preocupado y no paraba de contener el aliento, como si fuera a decir algo, pero no dijo más. Estábamos los dos acurrucados, cada uno en un extremo de la cama turca. Casi se había hecho de noche, y yo tenía miedo de lo que fuera a decir a continuación. Estuvimos un rato en silencio, y entonces Charles dijo: «Voy a ser sincero contigo. Supongo que te haces una idea de lo que voy a decirte, me he dado cuenta de que ya no te quiero. Te aprecio mucho, pero detesto esta vida doméstica. Los niños son muy bonitos, pero no significan nada para mí. No me siento padre y nunca he querido serlo. Puedo parecer inhumano y egoísta, pero no me queda más remedio que serlo, la vida es muy corta, y la juventud se nos va rápidamente. Tengo que ser libre para disfrutarla, sin sentirme agobiado por las responsabilidades».
Y yo le dije: «¿Fuiste muchas veces al teatro a ver Peter Pan cuando eras pequeño?».
«Estás mal de la cabeza. ¿Qué tendrá que ver una cosa con otra?».
Yo no contesté, pero lo que quería decir era que parecía que Charles tenía una especie de complejo de Peter Pan, que no podía soportar las responsabilidades, y que para él yo era una Wendy sentimental y gruñona, llena de complejos de maternidad, a la que sólo le interesaban las comodidades de la clase media, las camisetitas de lana y ese tipo de cosas, pero yo no era así en absoluto. No se lo podía explicar, así que le dije: «De acuerdo, Charles. Entiendo cómo te sientes. Pero yo no soy una de esas mujeres gruñonas y asfixiantes que te crees que soy, y, claro está, nos separaremos. Haré planes. Ya tengo algunos en la cabeza, así que no te preocupes».
Charles de pronto me besó en la coronilla. «No creo que seas asfixiante. Eres muy dulce, y me siento muy culpable por ti y por los niños. A veces casi te odiaba por eso. Últimamente te he sido infiel, pero no quiero a ninguna otra mujer. Nunca volveré a querer a nadie. Tengo que ser libre».
Se acercó a la ventana y se puso de espaldas a mí, mirando los narcisos del jardín. Cuando se volvió, casi parecía tener los ojos empañados de lágrimas, y nos miramos y entonces se fue y yo me quedé sola en el piso con Fanny.
Lo que más me apetecía era irme a la cama, aunque todavía era muy temprano. Sentía escalofríos y me dolía la garganta, pero tenía que irme antes de que volviera Charles. Fui al teléfono para llamar a Peregrine, pero ya antes de levantar el auricular recordé que nos lo habían cortado. Así que me fui al dormitorio. Fanny estaba tan guapa, durmiendo tan tranquila que daba pena despertarla. Junté algunas prendas de vestir y artículos de aseo y los metí en una maleta, y cogí un chal grande y suave con el que envolví a Fanny, levantándola suavemente de la cuna para no despertarla, y dejamos la casa para siempre.
Peregrine se había trasladado a Chelsea, así que caminé hasta Swiss Cottage para coger el autobús 31. No era fácil llevar una criatura en brazos al mismo tiempo que transportaba una maleta, pero el autobús llegó enseguida. Por desgracia, apenas tenía dos peniques en la bolsa y no pude pagar el billete hasta Chelsea. Nos tuvimos que bajar en un lugar espantoso llamado Chippenham. Se estaba haciendo tarde, y se veían hombres que iban cantando, medio borrachos, lo que era bastante deprimente. Olía por todas partes a pescado frito. Veía a través de las ventanas sin cortinas habitaciones abarrotadas de muebles, con camas de hierro y sábanas de dudosa limpieza. Todavía había niños jugando a la puerta de las casas. Algunos se habían hecho columpios con una cuerda atada de una barandilla a otra de los escalones de entrada; daba pena verlos. Me asustó que mis hijos tuvieran que vivir así alguna vez, y me alegré cuando llegué a Notting Hill Gate.
Me senté en los escalones de la estación, con Fanny en mi regazo. Estaba agotada y me dolía mucho la garganta; tenía que estar tragando todo el rato. Seguí caminando e intenté apurar el paso, porque los parientes de Peregrine iban a encontrar un poco raro que apareciera en plena noche. Esperaba que les hubiera hablado de mí. Se me cansaban los brazos, y entonces me colgué a Fanny del hombro con el chal, pero no lo até bien, y el nudo se deshizo. Conseguí sujetarla justo antes de que cayera al asfalto. Me quedé horrorizada porque podría haberla matado y me apoyé contra un muro, temblando y apretando a Fanny contra mi pecho, tan fuerte que la criatura se despertó y rompió a llorar. Al llegar a Fulham Road, vi que había perdido la maleta. Debí de soltarla cuando se desató el nudo. No podía retroceder toda aquella distancia, así que seguí sin ella. Me sentía insegura sin la maleta, y sin dinero en el monedero, como una vagabunda.
Por fin llegamos a King’s Road, y ya casi habíamos alcanzado nuestra meta. Recordaba haber oído decir a Peregrine que vivía en una calle enfrente de la alcaldía del distrito. Las calles estaban tan vacías que tenía la sensación de que era medianoche. Esperaba que en casa de Peregrine no se hubieran ido todos a la cama. Estaba segura de que él me iba a recibir bien, pero me asustaban sus parientes. Si no sabían de mi existencia, habría que dar muchas explicaciones, y todo a aquellas horas. Pensaba que la mejor cosa del mundo sería meterme en una cama grande con sábanas limpias y dormir para siempre.
Vi el edificio de la alcaldía y allí estaba Felix Street. A la luz de las farolas, las casas parecían muy bonitas. Todas tenían unas puertas pintadas de colores vivos y poco frecuentes. El número siete la tenía morada. En mi vida había visto una puerta de ese color y la contemplé unos instantes, luego levanté el lustroso llamador y di un golpe suave. Entonces reuní valor y volví a dar otro golpe con más fuerza, que resonó en la calle silenciosa. Se oyó cerrarse una puerta, el taconeo de unos zapatos de tacón fino, y delante de mí vi aparecer a una mujer muy alta que me resultó vagamente conocida. Intenté recordar dónde la había visto.
Y le dije: «Siento lo tarde que es, pero ¿podría ver al señor Narrow?».
La mujer pareció sorprenderse. Tenía una cara alargada y pálida, blandengue, y miraba como una ostra resuelta. Se cruzó la bata morada por delante y dijo: «El señor Narrow se ha ido a la cama. Si eres una modelo y quieres verlo, mejor ven por la mañana. ¡No! Pensándolo bien, no hay ninguna razón para que tengas que venir. En este momento no necesita modelos. Buenas noches».
Empezó a cerrar la puerta y yo grité: «Por favor, no me cierre así. Dígale al señor Narrow que soy Sophia. Dígale que he venido».
La mujer se quedó con la boca abierta. Parecía asustada o algo y empezó a cerrar la puerta, pero yo me colé. Oí que Peregrine le gritaba algo y entonces apareció de pronto vestido con un batín, el mismo que yo me había puesto el día en que llegamos a su estudio empapados. Tenía en la mano un cepillo de dientes con pasta. Y dijo: «¡Dios mío! Pero ¿qué haces aquí, Sophia?».
Me acerqué a él y le cogí de la mano y le dije: «No me digas que no te pones contento de verme, Peregrine. He venido antes de lo que esperábamos. Dile a esta señora quién soy. ¿No le has contado nada de mí?».
Se ve que no le gustó que la llamara «esta señora», porque enseguida dijo: «Perry, haz el favor de decirle a esta pequeña modelo, o lo que sea, que salga inmediatamente de esta casa». Y para mi sorpresa, él añadió: «Sí, claro, querida. Sophia, sé una chica sensata y vuelve a casa. Te iré a ver mañana por la mañana, de verdad que iré. Pero ahora, por favor, vete. No te das cuenta de lo tarde que es y del trastorno que estás causando».
Era como una pesadilla, y él parecía asustadísimo; el cepillo de dientes le temblaba en la mano. De pronto me di cuenta de que aquella mujer horrible era su mujer, así que dije: «Peregrine, ¿es esta señora tan horrenda tu mujer? Supongo que has vuelto con ella porque te mantiene». Estaba tan enfadada y tan dolida que podría haber dicho mucho más, pero la «señora tan horrenda» me agarró firmemente por los hombros, le ordenó a Peregrine que abriera la puerta, cosa que él hizo sin mirarme, y en un momento me habían puesto en la calle.
Estuve como uno o dos minutos delante de la puerta morada. Quería ponerme a darle patadas hasta echarla abajo y romper los cristales de las ventanas, pero sobre todo quería machacarle la cara a aquella mujer miserable. Imaginé que Peregrine no estaba pasando un buen rato dentro, y me regocijé por ello. Cuando se me pasó la rabia, estaba agotada y sentí pánico. No tenía adónde ir, pero me alejé de allí. Pasado un rato me encontré en el río. No tuve ni la fuerza ni el arrojo de tirarme. Tenía escalofríos, y agradecí el calor que despedía Fanny.
Debí de estar bastante tiempo andando sin saber hacia dónde me dirigía, porque terminé en Fleet Street. En un oscuro callejón encontré un portal que parecía un lugar seguro y pensé que lo mejor era sentarme allí hasta la mañana, y entonces podría pensar mejor. Temblaba de tal forma que se podía oír a distancia cómo tiritaba, y parecía que tenía la garganta en carne viva. Así que allí me quedé, esperando que se hiciera de día.