XXX
Cuando se hizo de día, no me enteré. Oía llorar a Fanny. Parecía que estaba muy lejos. Sabía que lloraba de hambre, hacía muchas horas que no había comido nada. Soñaba una y otra vez que le estaba dando el pecho, y entonces me despertaba sobresaltada, y la pequeña seguía llorando. Me dolía cuando abría los ojos. Una vez vi un corrillo de personas mirándome. Se acercaron e intentaron ver a Fanny, pero les dije que se fueran, y volví a dormirme. Entonces oí a alguien gritar a mi lado y sentí que me tocaban. Era un policía, así que me imaginé que me iban a llevar a la cárcel por estar sentada en una propiedad privada. Intenté ponerme en pie y echar a correr, pero no pude. Entonces me di cuenta de que se habían llevado a Fanny, así que me puse a llorar. El policía me hacía preguntas, pero yo no era capaz de responder. Lo único que podía decir era: «Fanny, Fanny». Así que eso fue lo que escribió él en su libreta. Pasado un rato, me pareció que volvía a quedarme dormida.
Lo siguiente que recuerdo es una comisaría de policía. Fueron muy amables e intentaron darme algo caliente, pero yo estaba demasiado adormilada para beber. Vino un médico y me examinó. Pregunté por Fanny, pero nadie sabía nada. Las lágrimas me corrían por las mejillas, y me sentía muy rara. Intentaba decirles que le dieran de comer a Fanny, pero no me salían las palabras. Recuerdo que me llevaron de aquí para allá. Y entonces tuve una maravillosa sensación de comodidad: por fin estaba en una cama. Pero el corazón me latía tan fuerte y tan deprisa que lo sentía en la cabeza. Había unos biombos alrededor de la cama; en cualquier caso, supe que estaba en un hospital.
Debieron de pasar varios días. Una vez me enseñaron a Fanny. Dijeron que era Fanny, pero no parecía ella. Otra vez, vi a Charles al lado de la cama. Estaba todo vestido de blanco y puso una cara amable; pero me dolía tanto la garganta que no podía hablar.
Una mañana quitaron los biombos, y me encontré en una sala bastante grande en la que había catorce camas. Me dijeron que estaba mejorando y me dieron a beber un caldo con un pistero. Oía hablar a las otras mujeres, y un día o dos después descubrí que todas teníamos escarlatina. Pregunté si podía ver a Fanny, y me dijeron que podría verla cuando estuviera más fuerte. Ella también había pasado la escarlatina. Las enfermeras eran muy buenas y amables, muy distintas de las de la maternidad. Todo era muy tranquilo. Estaba demasiado cansada para pensar en el pasado o en el futuro, y dormía la mayor parte del tiempo. Los domingos había visitas. Temía el momento, porque no quería que nada me recordara la existencia de un mundo exterior. A las tres entraban en tropel los visitantes, todos vestidos con batas y gorros blancos para que no se les pegaran los gérmenes. Un domingo, cuando me estaba recuperando, vino Charles. Le daba vergüenza verse vestido con esas ropas blancas, de modo que llevaba la bata abierta por delante y no se había puesto el gorro. También parecía que yo le daba vergüenza. Le pregunté por Sandro, y me dijo que estaba muy bien y contento y que a los amigos que lo habían invitado no les importaba quedarse con él hasta que saliera del hospital.
Entonces le pregunté si había visto a Fanny, y me contestó que la había visto una vez. Puso una cara rara al decirlo, y yo me asusté y me entró una gran desazón y le pregunté: «Dime, Charles, ¿ha muerto?».
Y él respondió: «Sí, murió tres días después de que os ingresaran en el hospital. Te la enseñaron antes de que falleciera».
Me invadió una gran tristeza. De alguna manera sabía que había muerto. Pero no me atrevía a preguntarlo por si me decían la verdad, y ahora lo sabía y no tenía escapatoria. Si no la hubiera expuesto a una noche a la intemperie, podría haberse recuperado. ¡Pobrecita, mi pequeña, mi preciosa Fanny! La estupidez y la pobreza habían acabado con su vida. Pensaba que no había esperanza en ningún lado y temía la idea de salir del hospital y tener que enfrentarme a la triste vida que me esperaba. Le dije a Charles que se fuera y me cubrí con la sábana y le pedí a Dios que me llevara.
Y Dios debió de escucharme, porque dos días después tuve una recaída y me metieron en una especie de jaula, que colocaron sobre la cama y llenaron con bombillas que estaban todo el tiempo encendidas. Hacía muchísimo calor. Mi cuerpo ardía y yo sólo quería morirme. No reparaba en la bondadosa enfermera ni tampoco en Charles, cuando venía a visitarme. No quería ni verlo, porque pertenecía a esa vida aterradora a la que no podía enfrentarme. Un día que pasó entero en el hospital, aunque apenas era vagamente consciente de que estaba allí, no dejé de desear todo el tiempo que se fuera. Vino mucha gente a verme. Me empezó a parecer que me separaba de mí misma, como si flotara por encima de mi cuerpo. Era una sensación casi agradable, una vez que te hacías a ella. Entonces pensé: «Me estoy muriendo y tendré que encontrarme con Dios y verlo todos los días, por siempre jamás». Me lo imaginaba como un anciano malhumorado, un poco duro de mollera, con el pelo crespo y vestido con una túnica de rayas, y creía recordar haber leído en la Biblia que tenía los pies de bronce bruñido, y pensé que el cielo debía de ser un lugar incómodo, sin camas ni chimeneas ni sol ni libros ni comida; un lugar donde nunca se veían las hojas mecerse en los árboles, donde todo estaría inmóvil, y Moisés estaría también allí, y siempre aquellos pies de bronce bruñido. Y empecé a rezar: «Por favor, Dios, haz que no vaya al cielo. Haz que descanse en paz en mi tumba». Pero entonces me di cuenta de que Él no iba a estar de acuerdo, pues mis pecados tenían que ser castigados, así que dije: «Por favor, Dios, haz que siga viviendo y que purgue mis pecados ahora, y, cuando los haya purgado, que tenga una tumba tranquila, y no me mandes al cielo».
Dios también debió de escuchar esto, y me arrepentí de haber dicho que era un poco duro de mollera. Empecé a recuperarme y cada día estaba mejor que el anterior. Pronto saldría del hospital, pero no sabía adónde ir, ni tampoco me preocupaba. Entonces recibí una carta de mi hermano. Ann le había contado lo enferma que había estado, y me decía que, si quería, podía ir a su casa y llevar a Sandro. Fue un alivio saber que tenía un sitio al que ir. También me enviaba cinco libras, que le agradecí enormemente. Parecía que el futuro se estaba arreglando solo, sin agobiarme, como si supiera que yo estaba agotada.
El último día de hospital, cocieron todas mis pertenencias y me lavaron el pelo para que no me llevara gérmenes. Me daba pena irme. Charles vino a buscarme. Me había traído un poco de ropa en una maleta. Dijo que lo demás estaba en casa de Ann. Había dejado el piso de Belsize Square y vendido todos los muebles. Se quedó callado después de comunicarme esto, como si esperara que fuera a llorar la pérdida de mis tesoros, pero me daba exactamente igual. Todo me parecía muy remoto: la porcelana de Staffordshire, la mesa de roble redonda, los muebles pintados de color verde mar. Todo aquello estaba muy lejos. Sandro me esperaba fuera, en un taxi, absorto en un tebeo. Pareció muy contento de verme; tenía muy buen aspecto e iba vestido con la ropa nueva que debían de haberle comprado los amigos que habían cuidado de él. Charles nos acompañó a la estación de Paddington y nos metió en el tren de Leamington. Pareció aliviado al vernos en el tren, cerró con firmeza la puerta del compartimento y comentó alegremente lo bien que lo íbamos a pasar viviendo con mi hermano en el campo. Parecía que daba por supuesto que nos íbamos a quedar allí para siempre. Creo que por eso se dio tanta prisa en vender los muebles, para asegurarse de que no podíamos volver.