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El sábado de Pascua cenamos pastel de patata, y luego no me sentí bien y me acosté temprano. Ahora dormía yo sola en el dormitorio, y Charles en la cama turca en el cuarto de estar. No podía cerrar la puerta del todo porque sólo tenía picaporte por fuera. El de dentro ya no estaba cuando nosotros llegamos al piso, pero nunca se lo dijimos a la casera porque siempre andábamos retrasados con el pago del alquiler.
Estaba muy cansada y enseguida me quedé dormida, pero al cabo de un rato se levantó viento y me desperté con el ruido. La ventanas repiquetearon y la puerta dio un golpe. Como me dolía mucho la tripa, pensé que sería una buena idea ir al baño, pero al llegar a la puerta, ésta se había cerrado, y sin picaporte no podía abrirla. Entonces, claro, me entraron todavía más ganas de ir al baño. Tuve que llamar a Charles y pedirle que me abriera desde fuera. Le molestó mucho que lo despertara en plena noche, así que bajé las escaleras muy apenada, y cuando estaba saliendo del cuarto de baño me di cuenta de que había sangre en el suelo. Estaba segura de que me había salido a mí y, recordando lo que decía el folleto del hospital, fui y desperté a Charles otra vez. Esta vez se enfadó de verdad y me dijo que siempre me estaba imaginando cosas y que, aunque se tratara del bebé, tendría que esperar hasta la mañana. Me volví a la cama con la sensación de estar castigada. Antes de quedarme dormida, recordé la maldita puerta: me levanté y puse una silla para que no volviera a cerrarse de golpe. La puerta daba golpes contra la silla y las ventanas repiqueteaban con más fuerza todavía, y todo era muy deprimente, pero finalmente conseguí adormecerme.
Entonces me desperté sobresaltada y me entró un miedo atroz. Pensé que debía de haber un fantasma en el cuarto y que me había dado un susto, así que escuché atentamente y oí un ruidito extraño, como de algo que hubiera reventado dentro de mí, y de repente estaba inundada de agua. Fui al cuarto de estar y volví a despertar a Charles. Le dije que sentía molestarlo todo el rato, pero que esta vez iba en serio. Había engordado tanto que había estallado. Vio que esta vez no me estaba imaginando nada y se levantó de la cama con cara de preocupación. Dijo que iba a salir a buscar un taxi para llevarme al hospital. Entonces se echó la mano al bolsillo y sólo encontró nueve peniques, y yo le dije lo de los cinco chelines que tenía en la maleta. Cuando abrió la maleta, vimos la tarjeta rosa que me habían dado en el hospital, en la que decía que sólo me admitirían si estaba de parto. No sabíamos si toda aquella agua tendría que ver con el parto o no, pero Charles dijo que tendrían que admitirme en el hospital porque se me había roto algo por dentro, así que se fue a intentar encontrar un taxi a aquellas horas.
Cuando me quedé sola, volví a tener un miedo horrible, y me empezaron a castañetear los dientes, pero ya no me salía tanta agua. Entonces fui a la cocina a poner agua a hervir para lavarme un poco, pero de pronto me vino un dolor tan espantoso que me dobló en dos. Justo en ese momento el agua se puso a hervir, y el hervidor, que tenía un silbato en el pitorro, empezó a silbar como un loco. Intenté llegar hasta él para detener aquel agudo pitido, pero el dolor era tan intenso que apenas me podía mover. Por fin se me pasó, y pude coger el tapón del hervidor con el pito incluido y tirarlo a la basura; no quería volver a oírlo nunca más.
Me lavé rápidamente y me vestí antes de que me volviera el dolor, pero se me volvió a manchar la ropa y tuve que cambiarme, porque no quería hacer mal papel en el hospital. Pese a que el dolor me volvió repetidamente, conseguí vestirme, peinarme e incluso maquillarme, aunque me quedaron algunos churretes, pues me temblaban mucho las manos.
Cuando volvió, Charles sintió un alivio inmenso al verme con un aspecto casi normal, pero le costó bastante trabajo ayudarme a bajar los tres pisos, porque yo estaba doblada de dolor. Mientras íbamos en el taxi, los dolores se hicieron más seguidos, pero descubrí que si repetía aquel verso de Walter Scott, «Lord Marmion por el puente cabalgaba…», muy deprisa una y otra vez, soportaba mejor el dolor, así que lo repetí sin parar todo el camino y me ayudó mucho.
Cuando llegamos al hospital, bajamos las escaleras del sótano, que a estas alturas yo ya conocía muy bien, y encontramos la puerta cerrada. Entonces subimos y nos dirigimos a la entrada principal. El portero se tocó la gorra y yo me sentí muy orgullosa, como si me hubiera sacado el título de bachillerato. Hablamos con una enfermera mayor que apareció de la nada, y me llevaron a una sala espantosa pintada sobre todo de marrón. Me dieron un hato de ropa de hospital y me dijeron que me quitara la mía y la doblara para que mi marido se la llevara a casa. No me gustaba quedarme sin mi ropa. Parecía que estaba entrando en prisión. Sin ropa no podría escaparme, si quisiera.
La ropa del hospital no tenía comparación con la mía. Sencillamente era horrorosa: un blusón de franela gris, una bata de algodón rosa y unos espantosos calcetines de algodón blanco. Intenté dejarlos, pero la enfermera mayor apareció de nuevo y me obligó a ponérmelos. Entonces tuve que echarme en una especie de camilla, y ella fue a buscar a Charles para que nos despidiéramos. Me daba vergüenza que me viera vestida con aquella espantosa ropa, y en cuanto me vio se echó a reír y me dijo: «Cariño, ¡si supieras qué pinta tienes!». Sí que lo sabía y esperaba no morirme, no fuera a ser que Charles me recordara así para siempre. Cuando paró de reírse, me besó, y la enfermera le dijo que volviera por la mañana. Entonces se fue, y yo me sentí horriblemente sola.
Después de irse Charles, empezaron a suceder un montón de cosas. Debí de pasar al menos por siete salas y camas distintas antes de dar a luz. Me estuvieron moviendo todo el tiempo, cuando lo único que quería era que me dejaran sola, en la intimidad. Debí de entregar la famosa tarjeta rosa y algún médico debió de examinarme, pero no recuerdo en qué momento ocurrió esto exactamente. Lo primero que sucedió nada más marcharse Charles fue que me llevaron a un cuarto de baño muy bonito, todo alicatado, y me dijeron que me bañara. Llevaba en la mano la maleta con la tetera y los camisones limpios. Cuando se fue la enfermera hice varios intentos de meterme en la bañera, pero estaba doblada de dolor y no lo conseguí; lo que hice fue quitarme aquella odiosa ropa y salpicar la alfombra de corcho, para que pareciera que me había bañado. La enfermera volvió y se percató del engaño. Me dijo que si me asustaba el agua es que era una sucia y se quedó en el cuarto mientras yo me metía a rastras en la bañera. Para entonces ya estaba completamente desmoralizada.
Lo siguiente que recuerdo es ir caminando detrás de una enfermera con la maleta en la mano. Llegamos a una sala en la que había dos enfermeras y unas camas muy altas sin sábanas. Estaban vacías. Tuve que retreparme en una, y ellas me hicieron unas preguntas y rellenaron unos impresos. Cada vez que iba a una nueva sala se repetía la misma operación. Cuando terminaron de hacerme preguntas, una de las enfermeras me afeitó. No fue tarea fácil, porque los dolores seguían viniendo y me costaba trabajo quedarme quieta. Cuando terminó, me echó un potente desinfectante. Me escoció un montón, pero casi era un alivio tener otro tipo de dolor. Luego me pusieron un enema, el primero de mi vida, y me dio mucha vergüenza, pero lo que vino a continuación fue todavía peor: me hicieron tomar una dosis de caballo de aceite de ricino, que estuvo dándome náuseas varias horas.
Por fin salí de aquella cámara de tortura, y me condujeron a una sala que llamaron paritorio. Había allí otras mujeres que todavía no habían empezado con las contracciones, pero que se suponía que iban a tener partos complicados. Charlaban alegremente, y me sentí mejor al oírlas, porque todas las enfermeras habían sido muy regañonas e impacientes. Había empezado a pensar que tener un niño era algo de lo que una tenía que avergonzarse.
Me quedé echada en la cama como una hora, sin dejar de tiritar. Como ahora me habían dejado tranquila, me parecía que el dolor era más soportable. Por desgracia, pasó una auxiliar con bandejas de té y pan con mantequilla. Yo cogí una y, en cuanto probé un bocado, vomité en la cama. La enfermera de la sala vino y me miró asqueada y me dijo que por qué no había pedido una palangana para vomitar. Me sacaron entonces del paritorio y me pusieron en otra sala en la que estaba yo sola. Llevaba mi maleta, que volvía a aparecer cada vez que me trasladaban y desaparecía cada vez que me metía en la cama. Dos enfermeras vinieron a examinarme. Oí decir a una que como en dos horas daría a luz. Dos horas más me parecía una eternidad. Los dolores volvieron a hacerse más fuertes, y yo intentaba decir el verso de «Lord Marmion», pero me dijeron que me callara. Quería llorar, pero sabía que se enfadarían, así que me mordí los puños. Todavía tengo las cicatrices. Parecía que las manos me olían a los cereales del desayuno, y me acordé de una perra blanca que teníamos de niños, que siempre estaba teniendo cachorritos: ahora la compadecía. Me dieron una palangana para vomitar, y me las apañé para que no cayera nada en la cama, pero el aceite de ricino hizo su efecto sin previo aviso, y entonces sí que la hice buena. La enfermera se puso furiosa conmigo. Me dijo que debería dar ejemplo y que tenía unas costumbres asquerosas. Yo sólo deseaba morirme y escapar, pero me volví a ver caminando, doblada de dolor y de vergüenza, detrás de la asqueada enfermera.
La siguiente sala a la que me condujeron tenía un retrete detrás de una cortina. Había otras mujeres en esta sala, y esperaba no tener que volver a avergonzarme. En cuanto la enfermera se fue, fui como pude detrás de la cortina. Me dolía ya horrores. Me parecía que aquello debía de ser el fin del mundo, pero estaba decidida a no volver a manchar la cama. Todo se había reducido a aquel dolor desesperante, a una cortina blanca y a un pasamanos dorado muy brillante.
De pronto cambió todo y me encontré en una especie de carrito. El siguiente lugar al que me condujeron fue una habitación muy iluminada, en la que había dos médicos y una enfermera. En cuanto llegué, me di cuenta de que iban a ser simpáticos. Me levantaron del carrito y me depositaron en una especie de cama muy alta. Miré a mi alrededor y vi que había dos cunas, y en una de ellas un recién nacido. Lo oía hacer ruiditos.
Le expliqué a la enfermera que tenía todo el rato ganas de vomitar, pero no pareció importarle. Cada vez que me venía un dolor de aquellos grandísimos, me hacia tirar de una sábana enrollada que estaba colgada de algún modo en la cabecera de aquella especie de cama, y me decía: «Empuje, madre». Intenté explicarle que no era madre, pero no fui capaz. Entre una contracción y la siguiente, me hacían preguntas, a fin de seguir rellenando formularios.
Busqué al doctor Wombat, pero no estaba. Me dio igual, porque los médicos que había parecían amables, igual que la enfermera, si no fuera porque no dejaba de meterme prisa. Sí pasó algo terrible: me hicieron poner las piernas en una especie de cabestrillos que debían de estar sujetos en el techo; además de estar muy incómoda, semejante postura me daba una vergüenza espantosa y me hacía sentir completamente expuesta. Nadie pensaría en hacerle algo así a un animal. Creo que la manera ideal de dar a luz sería en una habitación en penumbra y en completo silencio, sola y sin que nadie te apresure. Tal vez tu marido podría estar al otro lado de la puerta, por si en algún momento quieres a alguien a tu lado. Una vez nacido el niño, ya me daría igual cuántos médicos y enfermas estuvieran presentes.
Uno de los médicos estaba a mi lado, a la cabecera de la cama, y me dijo que enseguida me iban a dar algo para dormirme, y la enfermera seguía apremiándome y diciéndome que empujara, y me daba cuenta de que todos intentaba meterme prisa. Entonces me sentí arrastrada por una corriente de dolor y me oí gritar con una voz espantosa, semejante a un ronquido. Entonces me dieron algo a oler, y el dolor disminuyó un poco. El dolor comenzó de nuevo, pero parecía que ya no era tan importante. De pronto empezó a interesarme todo lo que estaba pasando. El niño estaba saliendo; ahí lo tenía, entre las piernas. Lo sentía moverse y un tirón en el vientre, donde todavía estaba unido a mí. Entonces lo oí llorar, así que supe que estaba vivo, y pude relajarme. Puede que me quedara dormida. Lo siguiente de lo que tuve conciencia fue que el médico me estaba apretando la tripa pero, aunque me dolía, ya no me importaba.
Le pregunté a la enfermera si era niño o niña y si estaba sano. Me dijo que desde luego que estaba sano, pero le pedí que se asegurara de que tenía todos los dedos de los pies y de las manos. Se echó a reír y dijo que era un varón muy lindo, con poco peso, pero sano.
Me eché a llorar sin poderlo remediar cuando oí que era un niño, pues sabía que no había muchas posibilidades de que a Charles le gustara; le desagradaban en particular los niños. Estaba deseando ver al pequeño, pero me dijeron que todavía no podía. Ya no lo oía llorar, y me preocupó que estuviera muerto. Así que también lloré por eso.