XXI

Al día siguiente, a la hora de comer, vino el llamado Centinela Solitario, un hombrecillo que limpiaba y hacía pequeñas reparaciones en el estudio, y me dijo bajando más o menos la voz que un tal señor Narrow preguntaba por mí, así que salí a recepción y ahí estaba él. Me dijo que había venido a invitarme a comer para que no le tirara más sillas a Charles. Me agradó enormemente que hubiera venido, y esperaba no estar cubierta de pintura y de polvo de pies a cabeza. Me fui corriendo a buscar el abrigo y en el reflejo del cristal vi que no parecía en absoluto desaliñada; más bien al contrario, se me veía mejor que mejor, aunque no llevaba sino un vestidito plisado que me había hecho yo misma y me había costado tres chelines.

Fuimos a un restaurante italiano de Charlotte Street, que estaba muy cerca y daban muy bien de comer. Casi me había olvidado de lo triste que estaba, y hablé como una cotorra, pero él no debió de aburrirse porque dijo que de ahora en adelante me iría a buscar casi todos los días a mediodía, y así se aseguraría de que al menos hacía una buena comida al día. Él no comía mucho, se limitaba a mirarme comer a mí, y yo pensaba que aquello era un desperdicio. No le conté nada a Charles de esas comidas con Peregrine, por si acaso él también se apuntaba a comer de balde en el restaurante todos los días.

Empecé a pensar en Peregrine todo el tiempo, pero esto no me hacía portarme mal con Charles. Estaba mucho más simpática con él de lo que tenía por costumbre últimamente y siempre le hacía los platos que le gustaban para cenar, además de dejar que me dibujara tanto como quisiera. Me estaba calladita y no refunfuñaba, aunque a veces tenía muchísimo que hacer.

Una mañana antes de salir a trabajar, James nos telefoneó para invitarnos a cenar. Le dije que a Charles le encantaría, pero que yo andaba desde hacía días con ganas de pasar un tiempo en casa para ordenar y limpiar y que si ese día no tenía que cocinar parecía una buena oportunidad para quedarme yo sola y hacerlo, así que acordamos que iría Charles solo. Cuando le conté esto a la hora de comer, Peregrine me dijo: «No hagas la tontería de irte a casa a limpiar. Vente a cenar conmigo en mi estudio». Me parecía que eso era un engaño, pero, por otro lado, me apetecía mucho; le dije, por lo tanto, que iría y me volvería temprano para hacer al menos que pareciera que el piso estaba limpio y que olía a cera. Mi cabeza empezaba a volverse maquinadora.

Cuando salí de trabajar por la tarde, Peregrine estaba esperándome fuera para llevarme a su estudio. Llovía a cántaros, y llevaba el cuello de la gabardina levantado y el sombrero calado hasta los ojos, y de tan mojado parecía un alga horripilante. Me agarró por el brazo y corrimos hasta la parada de autobús más cercana. De momento, casi me molestó que se hubiera empapado así tontamente por esperarme bajo la lluvia. Me sentí abrumada y pensé que más me habría valido haberme ido a casa a limpiar.

Por fin llegamos a su estudio y todo se volvió más alegre. Había dejado encendida la estufa de gas y la mesa estaba puesta con un mantel de cuadros bastante bonito y limpio, una botella de vino tinto y un jarroncito con narcisos amarillos. Cuando me ayudó a quitarme el abrigo empapado, me avergoncé de haber tenido unos pensamientos así de desalmados. También se me había mojado el vestido, así que me obligó a ponerme su batín. Me asustaba un poco quitarme el vestido, porque no llevaba más ropa interior que las bragas, pero el batín era de seda roja con lunares blancos, y me lo envolví con cierto estilo y me sentí majestuosa, aunque las mangas me sobraban por todas partes. Hicimos la cena en la estufa de gas —no tenía cocina, sólo tenía un estudio bastante grande y un cuarto de baño—, y consistió en una parrillada mixta: beicon, champiñones y las inevitables salchichas. No iba muy bien con el vino tinto, pero lo bebimos de todos modos.

Cuando terminamos de comer y de beber, puse el gramófono. Peregrine tenía muchos discos extranjeros, sobre todo españoles. Yo no los conocía y cada vez que iba los oía. Pasado un rato me aburrí de darle a la manivela, que no ajustaba bien y no dejaba de salirse, así que nos limitamos a charlar. Me senté en el suelo, casi pegada a la estufa, y él se sentó en una sillita baja detrás de mí, de modo que yo tenía la espalda recostada contra sus piernas. Estaba tan a gusto que no soportaba la idea de tener que irme a casa a hacer que el piso oliera a limpio. Entonces nos quedamos callados, y Peregrine vino a sentarse en el suelo a mi lado. Y luego empezó a besarme; al principio me dio vergüenza y miedo, aunque me daba cuenta de que llevaba mucho tiempo esperando que hiciera esto. Así que me olvidé de mi vergüenza y lo besé también. Entonces supe que nunca había querido a Charles. Sentí que una riada desmedida, violenta y difusa me transportaba.

Un rato después, cuando me di cuenta de que había sido infiel, no sentí ni culpabilidad ni tristeza; sencillamente me puse muy contenta de haber tenido esa experiencia, que, de haber sido una «buena esposa», me habría perdido, aunque tampoco habría sabido lo que me perdía. Estaba desconcertada. Había tenido un hijo y medio, pero no había dejado de ser una especie de virgen. Me habría gustado saber si a otras mujeres les había pasado lo mismo, pero casi no tenía amigas a las que pudiera preguntárselo en confianza, así que no era fácil saberlo.

Cuando llegué a casa, me metí rápidamente en la cama. Acababa de acostarme cuando entró Charles. Se quedó a los pies de la cama, hablando un poco y me preguntó si había hecho toda esa limpieza, y yo me vi respondiendo: «Oh, no. No me encontraba muy bien y me acosté nada más llegar». Él dijo que, en efecto, parecía febril. Y esperaba que no estuviera incubando algo. Y ni siquiera entonces me avergoncé de lo que había hecho.