XXVIII
Charles salía cada vez más por la noche, y después de acostar a los niños, la casa se quedaba muy solitaria y triste, y además no había nada que cenar, con lo que el tiempo pasaba más despacio. Peregrine se solía quedar hasta las siete. Le gustaba verme acostar a Fanny y darle de mamar. Un día le pregunté a Charles si podía irlo a buscar a la galería, para luego irnos a algún lado. Me dijo: «Claro, cariño», pero me di cuenta de que no le apetecía, así que no llegué a ir. En cualquier caso, habría tenido que volver corriendo para la toma de la diez de Fanny. Empecé a sentirme torpe y como una carga para Charles, y me preguntaba si por el hecho de haber tenido dos hijos me había vuelto fea y poco atractiva. Me miraba al espejo durante horas, pero parecía la misma de siempre; a lo mejor estaba tan acostumbrada a verme que no distinguía la diferencia entre antes y después. Le pregunté a Peregrine si había cambiado para peor, y me dijo que todavía era guapa y que todavía me amaba. Me sentí muy agradecida de saber que alguien me quería.
Entonces me contó que no tenía un verdadero trabajo y que sólo tenía el poco dinero que ganaba con unas clases. Y también me dijo que creía que era cuestión de tiempo que le saliera trabajo de nuevo en un periódico, y que cuando le saliera esperaba que me fuera a vivir con él y me llevara a los niños. Le dije que lo pensaría y, cuando se fue, lo pensé. Me metí en la bañera, que siempre ha sido el sitio en el que mejor pienso, y me concentré. En las últimas semanas había vuelto a tomarle aprecio a Peregrine. En parte, por Fanny y, en parte, porque se había portado bien cuando me sentí sola. Parecía que Charles no quería saber nada de mí, así que tal vez sería para él un alivio si le dijera que lo dejaba y que me llevaba a los niños. Tal vez, hasta podía hacerlo sin decirle nada de Fanny. Desde el principio, había sido una cobarde en este asunto. Todavía le tenía cariño a Charles. En los últimos tiempos nos habíamos distanciado mucho. De no haberme sentido tan culpable, habría intentado que volviera a interesarse por mí; tal como estaban las cosas, no podía censurarlo porque saliera y me dejara sola todas las noches, ni tampoco podía quejarme de todo el dinero que gastaba cuando ni siquiera teníamos para comer. Me figuraba que me lo tenía merecido. Así que, pensando en la bañera, llegué a la conclusión de que lo mejor para todos era que me fuera con Peregrine.
Al día siguiente vino un hombre a cortar el gas. Hacía bastante tiempo que la compañía venía amenazándonos con cortárnoslo. Más tarde nos cortaron la luz, y luego el teléfono, aunque todavía podíamos recibir llamadas. Echaba de menos el gas. No teníamos con qué cocinar ni tampoco agua caliente, así que me resultaba difícil lavar la ropa de los niños. Intenté lavar los pañales con agua fría, pero no quedaban bien. Y no nos podíamos bañar, lo que era horrible.
La casa estaba tan poco acogedora que Charles apenas aparecía por ella. Sin embargo, compró un quintal de carbón, y yo intenté cocinar en la chimenea, pero se ponía todo perdido y el carbón no duraba nada. Por las tardes llevaba a los niños a Primrose Hill y llenaba el cochecito de palos, que me eran útiles para poner cacharros de agua a hervir. Cuando Peregrine venía a verme, se afligía mucho por la situación en la que nos encontrábamos. Dijo que le gustaría ayudarnos, pero que él también estaba sin blanca; una tarde, no obstante, nos trajo un pollo y ensalada e hicimos un picnic. Yo guardé bastante para que Sandro tuviera al día siguiente. Le dije a Peregrine que, si de verdad nos quería a su lado, yo me iría con gusto, pero que, si esperábamos mucho más, nos moriríamos antes de inanición.
Ann vino un día a verme y me dijo que le apetecía un té. Intenté disuadirla, pero ella insistió y tuve que encender unos palitos en la chimenea para calentar el agua. Pensó que estaba chiflada, y tuve que explicarle lo que había pasado con el gas. Me preguntó por qué no me compraba un infiernillo eléctrico y entonces tuve que decirle que también nos habían cortado la luz. Se quedó consternada y me dijo que debía de ser una derrochadora para haberme gastado todo el dinero de la tía Nelly en un año. A ella todavía le quedaban más de cien libras. Le dije que se me había ido todo en comida y en pagar el alquiler y los gastos del nacimiento de Fanny; ciento cincuenta libras no era tanto dinero para una familia de tres, y últimamente de cuatro. Ella se gastaba como el doble de esa cantidad al año, y vivía sola. Luego me eché a llorar. En los últimos tiempos lloraba mucho. Ann parecía muy atribulada y se fue sin esperar al té. Cuando se marchó, vi que había dejado una libra en la bandeja. Me avergonzaba cogerla, pero me serviría para pagar la leche de varias semanas, así que me la guardé. No se lo dije a Charles. Al quedarme sola, después de que se fuera Ann, me invadió una gran tristeza. No podía sino recordar lo esperanzada y alegre que me había puesto cuando vino a contarme lo de la herencia de tía Nelly, y ahora las cosas estaban mucho, mucho peor que antes. Esa noche, cuando vino Peregrine, volví a ser su amante. Parecía que daba igual si eras buena o mala; en cualquier caso, todo era espantoso.