XXIV

Una tarde de principios de junio apareció Ann con aires de importancia y misterio. Pensé que o bien se había echado novio o bien se había cambiado a un trabajo todavía mejor; pero no era ninguna de estas dos cosas. Había recibido una carta de un abogado en la que le decía que habíamos heredado cada una ciento cincuenta libras: la tía abuela Nelly había fallecido y había dejado el poco dinero que tenía a sus sobrinas. Hacía años que no sabía nada de ella; de hecho, me había olvidado de su existencia. Y ahora resultaba que había dejado de existir. Ann le había felicitado las Pascuas todos los años e incluso le había enviado un regalito de la caja que guardaba debajo de la cama. Apenas la recordaba: una viejecita con cara de raposa, que solía llevar un paraguas con un puño de cabeza de loro.

Cuando Ann me dio la gran noticia, me emocioné tanto que, sujetando la cabeza entre las manos, rompí a llorar con sollozos desgarradores. Ann pensó que era una hipócrita, fingiendo que lloraba por la tía Nelly, después de haberla olvidado todos esos años, pero fue el alivio lo que arrancó mis sollozos. Ahora ya podría traerme a Sandro y pagar las pequeñas deudas que habíamos acumulado. También podría comprarme zapatos nuevos, en lugar de llevar siempre los que Ann desechaba, que me apretaban.

Ann dijo que tardaríamos como un mes en recibir el dinero, pero no me importó. Charles entró justo en el momento en que me estaba enjugando las lágrimas en el borde de la falda. Su cara afilada adoptó una expresión adusta cuando vio que había llorado. Creía que iba a armar otra vez lío por Sandro pero, cuando Ann y yo le contamos al unísono las buenas noticias, cambió por completo. Dijo que teníamos que ir al Café Royal a celebrarlo. Yo le pregunté si tenía dinero para eso. Y él contestó que claro que no tenía, pero que estaba seguro de que Ann le prestaría dos libras, y para mi sorpresa, ella se las prestó sin rechistar.

Tuvimos una velada encantadora, y, por primera vez en muchos meses, Charles y yo disfrutamos juntos. Ann también se lo pasó bien. Tomamos pollo y fresas y una botella de vino tinto, barato, pero rico.

Al salir del Café Royal, vimos a Peregrine, que estaba sentado con otros hombres en una de las mesas de mármol. Pareció sorprenderse al vernos salir del comedor; incluso me pareció que le molestó un poco. Al encontrarnos con él así de improviso, me di cuenta de lo mayor que parecía y también de lo amarillento que estaba. De pronto pensé que menos mal que no nos habíamos ido a Jamaica; allí habría seguido envejeciendo y, tal vez, se habría puesto aún más amarillento.

Al día siguiente le conté la buena noticia, pero no le produjo especial entusiasmo, y dijo que ciento cincuenta libras no era tanto dinero y que me durarían poco. Luego me preguntó si iba a ir esa noche a su estudio, pues era una de las noches en que Charles iba al club de dibujantes, pero yo le respondí que no podía, porque estaba muy ocupada. Fundamentalmente tenía que pintar la cuna y la sillita alta de Sandro, porque no tardaría en volver a casa y la pintura tardaría en secarse. Puso una expresión de tristeza y reproche, y yo me di cuenta de que me estaba portando cruelmente, pues no iba a pasar nada si retrasaba un día lo de pintar la cuna.

Pero fue una suerte que no quedara en ir al estudio de Peregrine, porque cuando volví a casa, Charles estaba todavía allí, y me había hecho la cena. Había preparado pescado al horno y puré de patata, y había decorado todo con limón y perejil. Era estupendo volver a casa así. Mientras cenábamos le conté que estaba pensando en dejar el trabajo y traerme a Sandro en cuanto recibiéramos el dinero, y él me dijo que, si no era feliz estando separada de Sandro, mejor me lo traía. Si me iba a quedar en casa cuidándolo, la cosa le parecía menos mal. Esa misma noche escribí a los tíos de Charles diciéndoles que dejaba el trabajo y que quería traerme a mi hijo. Y, por supuesto, les daba las gracias por haberse ocupado de él todos esos meses.

Unos días después me contestaron. Parecía que les molestaba que quisiera traerme a Sandro. No me puedo imaginar por qué. No lo querían, como no fuera como una especie de complemento para su hija. Decían que era muy egoísta por mi parte querer traérmelo cuando el único hogar que podía ofrecerle era un diminuto pisito en Londres. En realidad, las dos habitaciones de nuestro piso eran como el triple de grandes que cualquiera de las habitaciones de su casa de campo. También decían que nosotros llevábamos una vida bohemia, que no era la más indicada para un niño de tan corta edad, pero que, si era tan rica que podía permitirme dejar el trabajo, lo mínimo que podía hacer era pagarles algo por los meses que habían mantenido a Sandro.

No supe cómo responder a esta carta pero, para mi sorpresa, Charles dijo que iba a escribirles él y que se iban a enterar de lo que valía un peine. Y, al parecer, funcionó, pues finalmente acordamos que dos semanas más tarde Charles iría a Birmingham, donde se encontraría con ellos y con Sandro. Después de esto empecé a ser muy feliz, y Charles y yo volvimos a salir juntos por las noches. Muchas veces me iba a buscar al trabajo e íbamos al cine o al teatro o simplemente cenábamos en un restaurante italiano económico.

De pronto me di cuenta de que le tenía mucho cariño a Charles, no estaba enamorada de él, pero disfrutaba de su compañía y, al desaparecer el motivo fundamental de rencor, me alegraba de estar con él. Él pareció darse cuenta de mi renovado cariño y volvió a enamorarse de mí. A veces, cuando volvía por la noche, tenía la cena preparada, y si estaba cansada, me obligaba a irme a la cama pronto y me leía. A mí me encantaba todo esto, después de la mala temporada que habíamos pasado.

Lo único malo era que sentía un gran cargo de conciencia por Peregrine. De hecho, ya no me interesaba lo más mínimo. Mi único deseo era no volver a verlo. Intentaba decírselo, pero era muy difícil. De todos modos, debía de saber que mis sentimientos habían cambiado, porque siempre le estaba poniendo excusas para no ir a su estudio. Se hacía el encontradizo cuando iba a trabajar, y luego volvía a la hora de comer y también por la tarde, si Charles no había llegado primero. Me clavaba unos ojos ardientes y acusadores, como si me quisiera fulminar con la mirada, y a la hora de comer me asustaba. Al igual que él, yo tampoco era capaz de probar bocado, y nos quedábamos ahí mirándonos, mientras la carne y la verdura se nos enfriaba en el plato.

Tras una semana así, vi que tenía que decirle la verdad, así que acepté ir a su estudio, y él pareció agradablemente sorprendido, y cuando salí del trabajo por la tarde estaba esperándome. Hacía bastante calor, y llevaba una chaqueta blazer azul marino completamente horrenda, al menos dos tallas por encima de la suya, y una camisa con el cuello desabrochado que era de un espantoso tejido que recordaba al de las bragas de mala calidad. Me agradó verlo vestido de aquella manera. Me resultaba más fácil decirle que ya no lo quería.

Cuando entramos en el estudio, estaba la cena dispuesta, con flores en la mesa y todo, y me volví a sentir fatal. Terminada aquella lastimosa cena, me arrastró al diván y me enlazó con su brazo ardiente. Se estaba preparando una tormenta fuera, y de pronto el cielo se oscureció, y me sentí encerrada. La habitación olía a toallas mojadas y a ratón; aquello se me hacía insoportable. Entonces Peregrine empezó a besarme, y yo me puse en pie de un salto y le dije: «Peregrine, tengo que decirte algo horrible. Es que… ya no te quiero; tampoco quiero seguir con este adulterio». Me horroricé al oírme decir esto, pero me salió sin darme cuenta.

Después todo fue muy penoso. Sucedieron las cosas más espantosas. Hundió la cabeza entre las manos y se echó a llorar. Esto me impresionó y me asustó, y sólo quería salir huyendo de allí, pero fuera llovía y tronaba. Pensé que, en cualquier caso, lo mínimo que podía hacer era tratar de animarlo, pero él no se dejaba. Se me pasó por la cabeza que, de alguna manera extraña, estaba disfrutando con aquello. Me besó el bajo de la falda. Y yo le dije: «No hagas eso. Se me está descosiendo el dobladillo».

Cuando por fin paró de llover, me dejó ir. Me acompañó hasta el autobús. Me agarraba del brazo con fuerza y no dejaba de exclamar: «¡Dios mío! ¡Dios mío!», aunque era ateo y además no serviría de nada decirlo. Cuando llegó el autobús 28, no me fue fácil convencerlo de que no hacía falta que me acompañara a casa, pero acabé prometiéndole que comería con él al día siguiente, aunque no me apetecía lo más mínimo.

La semana siguiente no pudo ser más terrilbe. Me resultaba imposible saber si Peregrine estaba haciendo teatro o sentía de verdad lo que decía. Mi mayor deseo era que desapareciera completamente de mi vida, pero no podía olvidarme de lo atento que había sido conmigo, y sabía que no podía tratarlo mal. Todo esto llegó a preocuparme tanto que empecé a enfermar y decidí que lo mejor que podía hacer era dejar el trabajo antes de lo que había pensado, pues así no habría ya ocasión para esas espantosas comidas con Peregrine; únicamente me vería en casa, y Charles estaría también con nosotros.

En esta temporada tan insana sucedió algo bueno. Francis puso a Charles en contacto con un tipo que estaba a punto de abrir una pequeña galería que se dedicaría sobre todo a pintura inglesa contemporánea, y acordaron que, en cuanto se inaugurara, Charles estaría de encargado por las tardes. El salario sólo sería de una libra a la semana, pero Charles podría exponer cuadros suyos, por lo que tendría alguna posibilidad de que se vendieran. Me sorprendió y me agradó mucho que Charles aceptara el trabajo; casi parecía que lo estuviera deseando, pero podría deberse a que quería complacerme.