XIX

Peregrine dijo que le gustaría retratarme. No me agradaba la idea de que me hicieran un retrato en el que estuviera toda llena de barro, pero pensé que estaría muy bien ir a su estudio a posar y hablar con él y, tal vez, oírle contar su vida, así que acepté ir dos veces a la semana. El cuadro empezó con unas gotitas de colores claros, y pensé que era un principio prometedor, pero poco a poco se fue embarrando, hasta que empezó a parecerse a Southend cuando la marea está baja. De todos modos, me lo pasaba bien en su estudio y, tal como había esperado, me enteré de un montón de cosas sobre su vida anterior y su matrimonio. Se sujetaba la cabeza entre las manos y me decía que era muy desgraciado, que odiaba a su mujer, y que ella se negaba a aceptar el divorcio. Hablaba muchas veces de lo horrible que era, y yo tenía la sensación de que, si la veía por la calle, la reconocería al instante.

Se casaron cuando él tenía veintiún años y su mujer (que se llamaba Mildred) veintisiete. Parecía la mujer más quejica del mundo. Peregrine decía que tenía la cara alargada, blanca y fofa, con la barbilla muy puntiaguda, que siempre iba vestida de terciopelo y se creía adivina. Decía también que le asfixiaba y que, después de dos años de matrimonio, salió huyendo. Llevaba todos esos años casado, desde antes de que yo naciera, pero no había conseguido liberarse de ella. Era espantoso, y lo compadecí. Dos veces había intentado vivir con otras mujeres, pero ella siempre lo había encontrado e iba y le montaba una escena horrorosa. Se exaltaba tanto hablando de esto que le empezaba a temblar la mandíbula, se ponía a ir y venir por el estudio y se olvidaba del cuadro. No era de extrañar que pareciera tan amargado y siniestro.

Pero, cuando no estaba pensando en su terrible mujer, Peregrine era muy alegre y un compañero encantador. Cuando acababa la sesión de la mañana, me invitaba a comer en un restaurante. Yo me sentía muy orgullosa de que me vieran comiendo con un hombre de mediana edad y aspecto distinguido, pero varias veces la gente lo tomó por mi padre, y eso no le gustaba nada. Yo me ponía las botas en esas comidas, y a veces cuando volvía a casa tenía ganas de vomitar.

Parecía que últimamente, desde que había tenido la gripe, eran muchas las veces que sentía náuseas y ganas de vomitar. Entonces me asaltó un temor espantoso; aunque al principio no me sentía capaz de hacer frente a la situación, acabé por tener que decirle a Charles que lo sentía horrores, pero que parecía que venía otro bebé en camino. Le horrorizó la noticia y dijo que no podía ni imaginarse con más niños y que debía hacer algo urgentemente para desprenderme del bebé. Que teniendo hijos de esa manera era injusta con él.

Me asustaba mucho esa idea, la de deshacerse del bebé, pero todavía existía la posibilidad de que estuviera equivocada, así que fui a ver a una doctora que vivía cerca. La había visto a veces entrando y saliendo de su coche, y pensé que tenía pinta de buena persona. Le pedí que me examinara, y cuando lo hizo me dijo que estaba embarazada, de casi tres meses. Le dije que a Charles le repugnaban los niños y que dependíamos completamente del dinero que yo ganaba. Entonces me preguntó que qué me parecía a mí tener más hijos, y yo le conté que siempre había esperado tener una gran familia, y que, aunque no podía evitar que me gustaran los críos, me daba cuenta de que no estaba bien tener familia si no contabas con posibles. De todos modos, no quería desprenderme de éste. Hacer algo así me parecía algo sórdido y perverso. Ella dijo que además era peligroso; entonces se ofreció a atenderme gratis durante el embarazo y el parto. Era muy amable, pero dijo que tenía que hacer que Charles encontrara un trabajo, cualquier trabajo, aunque no tuviera nada que ver con el arte.

Yo volví a casa y le conté a Charles todo lo que me había dicho la doctora, y él parecía aterrado y dijo que no pensaba dejar de pintar para tener unos malditos niños y luego salió corriendo de la casa. Yo me asusté, como si acabara de hacer algo malvado. Deseaba de verdad que alguna vez fueran los hombres los que trajeran los niños al mundo. Yo sería muy amable con Charles si tuviera uno, aunque no me gustara verlo hecho un tripón.

No volvió hasta muy entrada la noche, pero yo estaba todavía despierta. Me dijo que lamentaba haberse enfadado tanto conmigo, pero que debía prometerle que me desharía de este niño que nos venía de más. Así que lloré un poquito y le dije que lo haría siempre que no tuviera que hacer nada demasiado inquietante.

A la mañana siguiente, Peregrine me telefoneó para decirme que iba a estar seis semanas fuera, dando conferencias. Estaba entusiasmado, y dijo que se pondría en contacto conmigo en cuanto regresara. Me agradó que fuera a estar lejos mientras yo me sentía tan desdichada, pues sabía que a los hombres no les agrada que las mujeres estén tristes.