IV

Mi nuevo nombre era Sophia Fairclough y enseguida me acostumbré a que me llamaran señora Fairclough y a llevar la alianza. A las pocas semanas de vida matrimonial, las cazuelas ya estaban requemadas. Había esperado tenerlas siempre relucientes, porque tenía la tonta idea de que, mientras las conservara como nuevas, mi matrimonio se mantendría igual, pero a pesar de las cazuelas éramos muy felices. A veces me preocupaba un poco el dinero, porque las dos libras semanales que ganaba yo no daban para mucho, pero teníamos algunos cheques en uno de los cajones del aparador y, cuando nos quedábamos sin dinero, le pedíamos a mi hermana Ann que nos cobrara uno. Ella ganaba lo suficiente para tener cuenta corriente en un banco y era una chica soltera de verdad, con piso y todo. Me llevaba dos años y era muy eficiente en el semanario femenino en el que trabajaba. Su trabajo consistía en recopilar el material para una sección titulada «Maneras de no gastar más de cinco chelines», y todos los artículos seleccionados tenían pies de foto del tipo de: «Esta delicada mantequillera de cuero sólo cuesta dos chelines y once peniques». O de este otro: «¿No les pirraría a los peques este gracioso ratoncito chillón?». Muchas veces le regalaban los artículos sobre los que escribía, por lo que su piso estaba lleno de objetos, y tenía debajo de la cama una caja a rebosar de cosas que guardaba para regalar por Navidad.

Antes de casarnos, Charles solía pintarme y dibujarme un montón, pero ahora que vivíamos juntos tenía que posar en todas las posturas imaginables. A mitad de fregar los cacharros de la cena, Charles me decía de pronto: «No te muevas». Y yo tenía que quedarme quieta con las manos en el agua, hasta que terminaba de dibujarme, o a lo mejor estaba preparando la cena, y entonces terminábamos cenando tardísimo. Una vez me pintó en la bañera y nunca he estado más limpia ni volveré a estarlo. A veces, cuando me despertaba por la mañana, ahí estaba él pintándome dormida. Ésa era la forma más cómoda de que me pintara, pero me hacía llegar tarde al trabajo. Mientras yo estaba fuera trabajando, a Charles le gustaba pintar bodegones. Hacía una composición sobre un cojín: un melón, un plátano y algunas zanahorias, y, tal vez, un arenque ahumado o un huevo. Pero el gatito, Matthew, se comía el pescado por la noche y jugaba al fútbol con la fruta, y entonces Charles se disgustaba mucho, aunque por lo general le chiflaba el gato; le pusimos Matthew por la iglesia en la que nos casamos, y era gris y muy delicado. La mayoría de las mañanas Charles me acompañaba hasta la estación de metro de Chalk Farm, y Matthew nos seguía hasta la mitad del camino más o menos, esperaba hasta que volviera Charles, y luego se hacían compañía el uno al otro hasta que yo volvía. Charles se quedaba en casa pintando casi todo el día; y también hacía la compra. A veces iba a agencias de publicidad a pedir trabajo, pero nunca le dieron nada; tampoco es que él esperara nada, era la época de la Gran Depresión, de la recesión, pero todavía nos quedaban cheques en el cajón.

Los sábados por la tarde yo libraba y hacíamos la limpieza y las compras; los domingos dábamos largos paseos por el gran parque de Hampstead o leíamos y dormitábamos al lado de la estufa. Por la tarde venían Ann u otros amigos y se quedaban a cenar.

Al principio todo lo que cocinaba sabía mucho a jabón, no sé por qué, pero enseguida me convertí en una buena cocinera. Durante la semana, tenía tanta hambre cuando llegaba a casa que ni siquiera intentaba hacer algo que requiriera tiempo, pero los fines de semana experimentaba. James venía a cenar con frecuencia y muchas veces hablábamos de cocina. Era muy buen cocinero y hasta sabía hacer pan. Una tarde cuando volví me encontré que salían chorros de vapor por las ventanas y olía a fritura quemada. Incluso el gato había salido huyendo. Avancé entre la humareda hasta la cocina y vi que Charles estaba intentando hacer huevos al curry, siguiendo la receta del libro de la señora Beeton. Llevaba intentándolo desde las cuatro, y en ese momento estaba quemando la cuarta tanda de huevos, pero nos los comimos igual.

Tardó mucho en irse el olor a curry.

Un sábado, cuando llevábamos como dos meses casados, pensamos que podíamos saltarnos la limpieza, y Charles me fue a buscar al estudio, comimos en Charlotte Street y luego fuimos a la Tate Gallery. Volvimos a casa a la hora del té con montones de postales. Al pasar por delante de nuestras ventanas, camino de la puerta lateral, por donde entrábamos nosotros, eché un vistazo dentro. Para mi sorpresa, vi que la casa estaba llena de gente. Charles dijo: «Debe de ser mi madre. Creo que ésa es su voz».

Y así era. Ahí estaba Eva rodeada de los mismos parientes que la habían acompañado la noche antes de la boda. Lo primero que pensé fue: «Bueno, ya no pueden impedir que nos casemos». Luego recordé que no habíamos limpiado y que estaba todo manga por hombro. Se me escapó el alma por los agujeros de los zapatos. Si hubiera sabido que iban a venir, habría dado cera al suelo y lo habría tenido todo resplandeciente y ordenado. Ya empezaba a extrañarme que Eva nos hubiera dejado tranquilos todo aquel tiempo, aunque creo que a veces le escribía a Charles cartas lastimeras.

Charles entró primero, y yo le seguí, muy asustada. Eva besó a Charles y luego me besó a mí; así que la visita iba a ser amistosa. No pude evitar alegrarme de correrle el carmín cuando me dio el beso, sabía que se iba a enojar mucho cuando llegara a casa y se viera la cara. Empecé a mascullar algo sobre el desorden de la casa y que habría hecho un bizcocho de haber sabido que venían, pero dijo que no me preocupara, pues se lo imaginaba mucho peor, aunque había tenido que buscar en todas partes para encontrar las cucharillas. Me la imaginé revisando todos los cajones del aparador, mirando mi ropa raída y sacándola para enseñársela a sus parientes.

Dijo que el piso la había impresionado, pero pensaba que las sillas eran muy duras e incómodas y no entendía cómo podíamos dormir en una cama turca tan pequeña y por qué no teníamos una asistenta. Entonces Edmund, el marido de la del sombrero negro tieso, dijo que estaba seguro de que Eva me podía dar muchos consejos útiles de economía doméstica. Como Eva era famosa por la forma en que derrochaba el dinero en ropa y en la casa, me interesaba mucho oír lo que tenía que decir al respecto. Carraspeó una o dos veces y dijo algo como que los pobres tenían que comer muchos arenques, pues eran muy alimenticios, también que había oído que los pobres comían muchas cabezas de cordero, y continuó preguntándome si yo las hacía alguna vez. Yo le dije que antes muerta que cocinar o comer cabeza de cordero; las había visto en la carnicería, con esos ojos horrendos y trocitos de lana pegados al cráneo. Después de esto, los útiles consejos para los pobres cayeron en el olvido, porque Charles le contó lo de nuestro fin de semana en casa de Paul. Le interesó grandemente, pues quería saber cómo andaba de dinero, ya que necesitaba un aumento de la pensión que le pasaba. Charles y yo le aseguramos que vivía en la más absoluta pobreza, que apenas tenía criados y el coche se le caía a pedazos, así que Eva empezó a preocuparse por si se quedaba sin pensión.

Entonces Edmund se puso a preguntarle a Charles cuáles eran sus posibilidades laborales. ¿Tenía algún trabajo en perspectiva? ¿Había vendido algún cuadro? ¿No tenía nada en perspectiva? Conque Charles tuvo que fingir que las cosas le iban mejor de lo que le iban en realidad y habló de su brillante futuro, aunque no muy convincentemente. En realidad, el propio Edmund pasaba graves apuros en su negocio, y yo tenía ganas de que Charles le hiciera unas cuantas preguntas sobre su situación económica.

Por fin, la del sombrero negro tieso, que no había dicho palabra hasta entonces, anunció que era hora de irse a preparar para la cena. Eva se alojaba en su casa. No se había movido del diván todavía a medio pagar en el que estaba sentada cuando llegamos, y miraba a un lado y al otro con sus gélidos ojos azules, fruncidos los labios finos, pálidos. Yo no tenía más familia que un hermano y una hermana. Todos los demás habían muerto por una u otra razón, pero me parecía que con la de Charles ya teníamos bastante.

Tuvimos que revolver la habitación de arriba abajo en busca de las pertenencias de Eva. Entonces encontramos al gatito dormido sobre su abrigo, y hubo que darle un buen cepillado para quitarle los pelos, pero por fin se fueron, y pareció que hubiera parado de pronto un gran vendaval.

Después de esta primera visita, Eva y yo firmamos una especie de tregua; siguió criticándome y soltándome sus sermones pero, como hacía lo mismo con todas las personas que conocía, incluso con Charles, yo no podía protestar mucho. Aunque la mayoría de los parientes de Charles eran de Wiltshire, venían a Londres con mucha frecuencia. Todos hablaban y nos preguntaban sobre nuestra situación económica, y su actitud conmigo estaba en la línea de «espero que cuides muy bien de Charles» o «qué suerte tienes de haberte casado con alguien de nuestra familia». Por entonces me daba vergüenza decir algo, pero por eso mismo me resentía todavía más, y, cuando se iban, estaba molesta y rencorosa con Charles. Además no paraban de sugerirnos maneras, todas ellas absurdas, de ganar más dinero. Nos enviaban recortes del Daily Mail con ofertas de trabajo a destajo, para hacer en casa dulces o guantes, diciéndonos que yo podía hacer una fortuna con eso, o para que Charles se metiera en un tinglado de venta de billeteros a comisión; se los podía vender a nuestros amigos, decían. Como ninguno de nuestros amigos tenía muchos billetes, no le habría ido muy bien que digamos.

Salvando aquellos momentos en que su familia venía a criticar todo lo que hacíamos, Charles estaba muy feliz pintando todo el día y, mientras yo ganara dos libras a la semana y hubiera unos cuantos cheques en el cajón, nada le preocupaba. Era muy cariñoso y atento conmigo. Un día fuimos a la playa con James, y una ola gigantesca me golpeó y me tiró cuando me estaba bañando. Charles se atribuló en gran medida y no paraba de preguntarme si me había hecho daño. Me gustaba que se preocupara por mí, porque hacía mucho tiempo que nadie lo hacía. Llevaba viviendo sola, de pensión en pensión, desde los diecisiete años, y había tenido una vida muy dura y, a veces, muy solitaria.