XVII

Cuando Charles regresó de New Forest, le conté todo lo del fin de semana. Se quedó muy sorprendido, pero no puso ninguna objeción a que volviera el siguiente fin de semana, así que cuando Bumble me telefoneó, le dije que podía ir. Después de esto, volví con frecuencia a Maidenhead, unas veces con Sandro y otras sola. Cada vez que iba, Bumble empezaba a modelar de nuevo mi cabeza, y a la siguiente vez se había secado o le aburría seguir con la misma. Empezaba otra y decía que iba a ser la mejor pieza que había hecho en su vida, y yo me entusiasmaba, pero nunca terminó ninguna.

Esto sucedió tantas veces que lo de posar terminó por convertirse en una farsa, y lo dejé. Seguimos siendo buenos amigos de todos modos y me quedaba en su casa con frecuencia. A su mujer le agradaba que fuera. Era una mujer amable y tranquila, que se tomaba las cosas como venían, incluso a mí. Cuando Bumble estaba esculpiendo a alguien en su estudio de Londres, muchas veces me pedía que fuera y les preparara el té y los entretuviera un rato. A veces estaba esculpiendo a hombres serios e inteligentes, y estoy segura de que no me encontraban en absoluto divertida, pero eran demasiado educados para decirlo.

Ese primer verano en Abbey Road fue el tiempo más feliz y más despreocupado que había tenido en mi vida. Nuestros grandes problemas monetarios parecían algo del pasado. A Charles le salieron muchos trabajos a través de Bumble Blunderbore, pero en otoño éste se fue a Nueva York, donde tenía una exposición en solitario. Estuvo fuera seis meses y cuando volvió nos había olvidado, aunque nos invitó a algunas fiestas fastuosas.

Nosotros también dábamos algunas fiestas, pero en las nuestras los invitados tenían que traer la bebida. Nosotros comprábamos unas cervezas y, tal vez, un poco de ginebra, y luego cada cual venía con algo. Me gustaba dar fiestas, preparar los emparedados y colocar las flores. A veces Charles pintaba frescos en papel de calco, que pegaba en lo alto de las paredes, y daban un ambiente muy bueno. Charles era muy ingenioso para estas cosas. Y era también muy buen anfitrión, cuando se había tomado una copita o dos.

Una noche, un tipo al que habíamos conocido hacía poco en el estudio de Francis nos invitó a cenar. Su mujer estaba fuera y era de esos hombres que se creen que saben cocinar. Muchos hombres son así. Dicen que saben cocinar y resulta que lo que hacen es una tortilla, huevos revueltos o salchichas. Nunca saben hacer mermelada o pastel de Navidad y comida de verdad (no cuento a los chefs, claro; cuando digo esto, hablo del hombre de la calle).

Por alguna razón, tal vez venía de una matinée, habíamos quedado con nuestro anfitrión en el vestíbulo de un teatro. Salió el público en tropel y en medio venía nuestro anfitrión acompañado de un hombre alto, de tez oscura y aspecto siniestro, que bien podría haber sido un hechicero, pero, cuando nos lo presentó, sonrió, y su cara cambió completamente; dejó todos los paquetes que llevaba en el suelo para poder darme la mano. Se llamaba Peregrine Narrow. Creo que todavía no he mencionado el nombre de nuestro anfitrión: el señor Karam. Era extranjero, pero no recuerdo de dónde. Nos condujo precipitadamente al metro y en su momento emergimos en Belsize Park y nos dirigimos a su piso, que estaba abarrotado de figuras de Buda y de la diosa china de la misericordia, Kwan Yin, creo que se llama. De eso vivía, de vender obras de arte chinas a los marchantes. Eran muy impresionantes aquellas sosegadas figuras, pero había tantas que parecía que te asfixiabas. Me pidió que lo ayudara en la cocina, y yo me sentí un poco decepcionada, porque me apetecía hablar con el hombre siniestro, pero me consolé pensando en que podría preguntarle al señor Karam cosas sobre él.

Como había supuesto, eran salchichas lo que había, de esas alemanas, largas y finas y espantosas. También había unos espaguetis, pero no encontré nada para hacer una salsa que los acompañara, ni siquiera una cebolla, así que abrí una lata de judías con tomate y rallé un trozo de queso duro que encontré. Quedó tan fino que parecía serrín. Mientras trajinaba, le pedí al señor Karam que me contara la vida de Peregrine Narrow, pero me dijo que lo único que sabía de él era que estaba divorciado o separado de su mujer y que se ganaba la vida de crítico de arte y periodista. También había escrito uno o dos libros sobre pintura, pero no habían tenido mucha repercusión.

Para cuando me hubo contado todo esto, y mientras fregaba lo necesario para cenar y cocinar, la comida estuvo lista. No fue una cena muy buena, a excepción del café, que lo hizo el propio señor Karam y estaba delicioso, pero disfruté escuchando a Peregrine y también mirándolo. Su cara oscura se animaba al hablar (creo que la palabra que describe su cara con mayor precisión es «móvil») pero, cuando se callaba, volvía a parecer amargado y siniestro, y encorvaba los hombros. Cuando yo hablaba, escuchaba atentamente cada una de mis palabras, como si fueran preciosas. Nunca me había pasado algo así, y me dio mucha confianza en mí misma, pero ahora sé por experiencia que muchos hombres escuchan así y que eso no significa nada; seguramente están pensando en una manera nueva de evadir impuestos.

Aunque era mucho mayor que nosotros, cuarenta y cinco años tenía, me dijo que lo llamara por su nombre de pila, que le iba como anillo al dedo. Lo de Narrow no me gustaba mucho.[4] Salimos al mismo tiempo y fuimos juntos hasta nuestra casa, entró y vio los cuadros de Charles, que, en general, le parecieron bien. Para entonces, mi famosa pieza de escultura había vuelto de la fundición y me sugirió que la enviara a una exposición, y también escogió dos cuadros de Charles que creía que podrían ser aceptados. Cuando se fue, nos dejó su número de teléfono por si en algún momento nos podía ser útil. Puse el número en un lugar seguro para que no se extraviara.