XXVII
Unos días después de llevar a Sandro, tuve la sensación de que me estaba poniendo de parto. Estuve todo el día muy inquieta e incómoda y, mucho antes de la hora en que solía regresar, empecé a desear que Charles estuviera en casa. No le gustaba que lo llamara a la galería, pero en ese momento deseaba de verdad hablar con alguien. Una gran soledad parecía haber invadido la casa, así que telefoneé a Peregrine, pero me contestó un desconocido que me dijo que el señor Narrow había dejado el estudio hacía algún tiempo, y me dio su nuevo número. Lo apunté, pero no lo llamé. Me sorprendió que no nos dijera que se había trasladado. Lo habíamos visto hacía tres días, y no había dicho nada. Pensé que posiblemente se había trasladado a una habitación o a un piso más barato y le daba vergüenza que lo supiéramos.
Después de todo, no le dije nada a Charles de que tenía la sensación de que el bebé estaba a punto de salir, porque para él, hasta que no estaban prácticamente fuera, no había nada que hacer, y además, una vez que lo vi en casa, me recuperé bastante, cené copiosamente y no pareció sentarme mal. Sin embargo, a medianoche, me empezó a doler la tripa, así que me senté en la cama y dudé si despertar a Charles. Entonces vi al espíritu de mi madre sentado en la mecedora, meciéndose de una manera bastante normal, así que decidí despertar a Charles y le dije: «Mira, ahí está el espíritu de mi madre. Debe de haber venido a decirme que es hora de ir al sanatorio. En realidad, me encuentro bastante mal». Entonces Charles también la vio, pero a él no le gustó. Saltó de la cama y encendió la luz; la mecedora estaba vacía, pero todavía se mecía. Nos vestimos, porque yo estaba segura de que quería que nos fuéramos al sanatorio, pero ver a un espíritu había puesto a Charles un poco de mal humor. Luego me contaría que se asustó tanto que, mientras estuve yo fuera, no apagó la luz ninguna noche.
Salió a buscar un taxi, y cuando fui a entrar yo, había un vagabundo sentado delante, al lado del taxista. Al llegar al sanatorio, el taxista y el vagabundo entraron con nosotros y se sentaron en un banco en el vestíbulo. A mí me bajaron al sótano y una matrona me examinó y me dijo que, aunque no hubiera tenido muchos dolores, el bebé venía ya de camino. Así que Charles salió al vestíbulo y esperó al lado del vagabundo y del taxista pero, cuando llegó el médico, les hizo señas para que se fueran.
Aunque esta vez tuve un parto un poco más complicado, fue maravilloso poder estar tumbada en la cama, sin que estuvieran molestándome todo el tiempo y metiéndome prisa, y además no me daba vergüenza. El bebé tardó mucho tiempo en salir, y cuando por fin salió, yo estaba tan cansada que me daba igual si era niño o niña o si estaba vivo o muerto. Después de dormir un rato, me interesé un poco más; no obstante, no pedí que me lo enseñaran, por si acaso se parecía a Peregrine o por si tenía alguna marca que delatara que no era hijo de mi marido. Entonces Charles entró a verme y me dijo que era una niña muy bonita. Estas palabras supusieron un gran alivio, y la enfermera la sacó de la cuna y me la dio. Me sorprendió ver una recién nacida tan guapa. Tenía el pelo negro y largo, unas mejillas sonrosadas y una boquita enmarcada con hoyuelos. No estaba nada enrojecida y enseguida la quise.
Estuve dos semanas en el sanatorio. Charles venía a verme casi todos los días. Parecía que le gustaba la pequeña y le hizo varios dibujos dormida. Yo no me atrevía a decirle que él no era el padre hasta que no volviera a casa. Me dolió mucho que Peregrine no hubiera venido a verme. Sabía que había nacido la pequeña. Charles me dijo que se lo había encontrado al día siguiente de que yo diera a luz.
Cuando volví a casa, vi que Charles había cogido una asistenta para limpiar la casa y todo estaba perfectamente limpio y ordenado. Tomamos el té y le di a la niña la toma de las seis. Tenía mucho apetito, no como Sandro, que había sido muy delicado para comer. Cuando la acosté, Charles se puso muy inquieto y después de ir y venir por el cuarto, farfullando «bueno, bueno», de pronto dijo: «Me acabo de acordar de que he quedado con un tipo para cenar. Cuando quedé no me di cuenta de que era el día en que tú salías del sanatorio. Ahora ya es tarde para retrasar la cita. ¿Te importa mucho si me voy?». «No, claro que no —dije—, ve». Así que se apresuró a salir, como un niño que te arranca un rato más para seguir jugando.
A la noche siguiente se vino directamente a casa desde la galería, pero después, muchas veces no llegaba hasta las nueve o las diez, cuando no a la una de la madrugada. Parecía que había hecho todavía más nuevos amigos desde que estuve en el sanatorio. A veces traía a casa a algunos de ellos, pero parecían una gente aburrida e impaciente; y a veces invitaba a uno o dos a cenar, y yo preparaba una comida deliciosa, pero ellos no aparecían y cuando volvían a verlo, le decían que en el último momento no les había apetecido hacer el largo y complicado trayecto hasta Belsize Park. Entonces Charles decía que si tuviéramos un piso en Bloomsbury o en el Soho no estaríamos tan aislados de todo. A mí me encantaba el piso en el que vivíamos. Ya empezaban a apuntar todos los bulbos que había plantado en el jardín. En el Soho no había jardines. Casi me había olvidado de que iba a dejar a Charles, de modo que realmente no era asunto mío si él se trasladaba al Soho o a donde fuera.
Sandro estaba muy interesado en la nenita. Solía preguntar si era una princesa. Le daba celos que Charles la dibujara pero, cuando la pintó, se puso al lado del caballete con cara muy triste y dijo: «Lo que pasa es que en esta casa nadie me pinta». A Charles le conmovió y le hizo un retrato, que le salió muy bien. A la niña le pusimos Frances Charlotte de nombre, pero enseguida empezamos a llamarla Fanny.
Eva vino a verla y dijo: «Esta niña no se parece en nada a Charles. No ha habido ningún bebé que se le parezca en la familia». Así que yo le respondí: «Siento que te haya decepcionado. En realidad, se parece a la mía». Eva no conocía a nadie de mi familia, sólo a mí, así que no me arriesgaba mucho diciendo esto. Cuando llevaba unos diez días en casa, apareció Peregrine. Al principio me había sentido muy desgraciada porque no había venido a ver a su hermosa hijita, pero para entonces casi me había olvidado de él. Cuando vino, sin embargo, enseguida recordé que había planeado ser lo más horrorosa que pudiera con él, así que puse cara de pocos amigos y me mostré hosca, pero él parecía tan contrito y humilde que acabé perdonándolo. Dijo que no había venido antes porque creía que me molestaría su presencia. Pensé que era una débil excusa, pero se salió con la suya, porque me ablandó verlo tan impresionado por la belleza de Fanny. Se quedó a tomar el té y le pregunté por qué no nos había dicho nada de que se mudaba de casa. Pareció avergonzado, y luego dijo que estaba viviendo con unos familiares, y no podía recordar por qué razón no nos dijo en su momento que se mudaba. Así que pensé: «¡Pobre hombre! Está tan mal de dinero que no tiene ni para el alquiler».
Al día siguiente volvió, y trajo un bonito estuche con un cepillo y un peine para Fanny, y un camión rojo lleno de ladrillos para Sandro. A partir de entonces empezó a venir casi todas las tardes. Estaba completamente fascinado por Fanny. Muchas veces venía en un coche que le prestaban sus parientes y, cuando empezó a hacer buen tiempo, a veces nos llevaba al campo. A mí me encantaban esas pequeñas excursiones.
Cuando Fanny tenía mes y medio saqué del banco las últimas cinco libras, y ahí se acabó mi cuenta corriente. No tenía más dinero. Las cinco libras me dieron para los gastos de la casa de dos semanas más. Luego tuve que empezar a pedirle dinero a Charles. Él sólo ganaba una libra a la semana, y por las noches se gastaba mucho más con sus nuevos amigos. Supongo que empezó a pedir dinero prestado porque a veces me daba una libra, pero con eso apenas podía pagar la comida de unos días, y el resto de la semana no había nada. Le conté a Peregrine que se me había acabado el dinero, pero él sólo dijo: «¡Qué pena!». Y ahí quedó todo. Puede que él estuviera también sin blanca. Empecé a tener miedo y a deprimirme, y pensé: «Éste es el castigo que me merezco por ser una adúltera». Entonces me acordé de que antes de serlo era todavía más pobre, así que tal vez fuera un castigo por algo que había olvidado.