III

Entonces se hizo de día y ya estábamos por la mañana. Alrededor de mi cama había varias maletas a medio hacer. Los carteles que habían disimulado el horrible papel pintado estaban en el suelo en largos rollos blancos. El Gran Verrugoso me miró desde su casa de cristal; lo cogí y le dejé que me subiera por el brazo, hasta que cayó en la cama, y entonces le hice túneles con las sábanas para que pasara despacito por ellos, y así parecía aún más prehistórico. Y todo el rato intentaba apartar de mi pensamiento que aquella mañana tendría que haber sido la de mi boda; además tenía que dejar la habitación a las doce porque ya estaba alquilada a otra chica. En realidad, podía irme al pisito que habíamos cogido, pero sentía que sin Charles me sería imposible. No quería volver a ver aquel lugar, y además el alquiler era demasiado alto para mí sola. Ganaba dos libras a la semana y hasta entonces pagaba quince chelines por el cuarto.

Por fin me bañé y me vestí y luego no supe qué hacer, si llamar o no a la señora Amber, la amiga espiritista, y decirle que no se preocupara por la pequeña recepción que había planeado darnos después de la boda. Así que empecé a pensar en Charles. ¿Se lo habría llevado su madre a Wiltshire y estaría tan abatido como estaba yo? Oí cerrarse la puerta principal de un portazo, unas apresuradas zancadas que subían las escaleras, y Charles abrió la puerta de mi habitación. Al principio pensé que era demasiado bonito para ser verdad y que estaba viendo visiones, pero ahí estaba Charles en carne y hueso. Me besó y me dijo que era hora de ir a la estación a buscar a su padre y que creía que debíamos ir los dos. Me puse muy contenta de volver a verlo después de todas las cosas tan tristes que había pensado. Ahí lo tenía y por cómo iba parecía que tenía intención de irse a casar ese día. Llevaba su traje nuevo de cuadros, que había sido uno de los regalos que le habían hecho por su veintiún cumpleaños. Conque me quité el vestido de lino amarillo, que estaba ya muy viejo, y me puse otro de un verde muy atrevido, que tenía una falda cruzada y no paraba de abrirse en los momentos más inoportunos, pero que era el mejor que tenía. Y nos fuimos corriendo a la estación de Paddington.

Cuando llegamos vimos la alta figura de Emma yendo y viniendo por el andén; nos acercamos y le contamos el espantoso recibimiento que habíamos tenido la noche anterior después de dejarla a ella. Entonces el tren entró en la estación y llegó Paul. Iba tocado con un anticuado bombín, en mi vida había visto nada igual, así que le dije a Charles: «Si tu padre lleva ese sombrero es que habrá boda». Pero, cuando se volvió para hablar con Emma, vi que el traje estaba muy gastado; le habían soltado la costura de atrás y le habían cosido una pieza de una tela distinta, por lo que tenía una raya de arriba abajo de la espalda. Se me encogió el corazón, pero Charles parecía muy contento y me dijo: «No te preocupes. Diga lo que diga, nadie va a impedir que nos casemos hoy».

Paul tenía muchas cosas en el furgón de equipajes: una mesa redonda y varios cestos y cosas que traía para un amigo. Lo dejó todo en la consigna y nos fuimos a Hyde Park o puede que fuera otro de los parques de Londres. Nos sentamos en un banco y hablamos largo y tendido sobre la imposibilidad de que Charles y yo nos casáramos. Paul nos soltó una perorata bastante larga, con la que sobre todo pareció deleitarse él mismo. Nosotros no le escuchamos, pero nos las apañamos para decir «sí» en los momentos oportunos. Charles decía: «Claro, claro. Desde luego». Y la perorata quedó muy bien. Nos preguntó que qué pensaba Eva de todo aquello, y se rio cuando le contamos lo que había pasado y dijo que era típico de Eva. Tanto a él como a Emma les indignó que la mujer del sombrero negro tieso pensara que yo ya estaba embarazada. Después de tanta charla, Paul dijo que había llegado la hora de comer, de modo que nos fuimos a un café italiano cerca de la estatua de Cobden. Yo siempre había pensado que no era Cobden el de la estatua, sino Crippen, lo que demostraba qué lugar tan ímprobo y canalla era Camden Town,[2] pero estaba completamente equivocada; Cobden fue un victoriano ilustre.

Me pareció un buen signo que estuviéramos comiendo tan cerca de la iglesia en la que habíamos dispuesto casarnos, y después de una o dos copas de vino, Paul dijo: «A ver, Charles, hijo, si os permito casaros, dejaré de pasarte la mensualidad que te doy ahora. Ya bastantes gastos tengo manteniendo dos casas para mantener otra más. Si no puedes mantenerte ahora que has alcanzado la mayoría de edad y pretendes contraer matrimonio, no podrás nunca».

A lo que Charles dijo «sí, sí» varias veces; siempre lo hacía cuando algo le daba vergüenza. Paul parecía muy contento con la perspectiva de dejar de mantener a Charles, pero es verdad que todos estábamos de muy buen humor: habíamos bebido mucho de aquel vino con sabor a tinta, y la comida había sido muy buena; era un restaurante italiano, nada parecido a los sitios a los que Paul solía ir a comer. Cuando íbamos por el café, dijo que teníamos que darnos prisa o llegaríamos tarde a la boda. Para entonces yo ya había decidido que iba a dar su consentimiento a nuestro matrimonio, y después del comentario sobre la mensualidad de Charles ya estuve completamente segura.

Salimos a toda prisa del restaurante, porque ya eran las dos y media y en Inglaterra no te puedes casar después de las tres; digo yo que tiene que ver con las leyes que regulan la venta de alcohol. La iglesia estaba al lado de mi casa, así que entré corriendo y me calé un sombrero, porque también hay otra ley al respecto; me metí al Gran Verrugoso en el bolsillo, para que fuera mi paje, y volví a salir a todo correr. Paul y Charles me esperaban fuera de la iglesia. Paul dijo que sería él el padrino. Habíamos acordado que lo fuera un actor muy guapo que conocíamos pero, como parecía que Paul estaba disfrutando tanto con todo aquello, le dejamos serlo a él, y un amigo de Charles, un artista que se llamaba James, fue el testigo.

Cuando entramos en la iglesia, el cura se llevó a Charles aparte. Al principio pensé que sería alguna artimaña de su madre, pero nadie pareció sorprenderse. Entonces lo vi, muy tieso, al lado de James. A mí me hicieron sentar en un banco al lado de Paul, y me asusté, a ver si me iban a casar con él por error. Había muchísima gente en la iglesia, la mayoría no habían sido invitados. Estaba el dueño del estudio donde trabajaba yo y algunas mujeres para las que hacía a veces trabajos de mecanografía. El recinto también estaba abarrotado de antiguas caseras; algunas llevaban grandes sombreros cubiertos de plumas. Charles les debía alquileres a bastantes de ellas. Estaban Emma y algunas amigas suyas, y mi hermana Ann. Le había pedido que viniera de testigo. Parecía muy sorprendida de ver a Paul y a toda aquella gente en una boda secreta. Le sonreí para que entendiera que no pasaba nada. Vi a la señora Amber sentada sola con cara de preocupación; imaginé que le preocupaba que hubiera tanta gente en la iglesia por si luego se sumaban todos a la recepción que daba en su casa: no esperaba a más de siete.

Entonces me olvidé de toda la gente que llenaba la iglesia porque oí unos ruiditos, como unos trinos o unos gorjeos. Y vi que arriba del todo, en el tejado, había cantidades ingentes de pajaritos, todos cantando y trinando de una forma deliciosa; me puse muy contenta de no haber pagado dinero extra por el mastodóntico órgano y, oyendo a aquellos pajaritos tan simpáticos, esperé que nuestro matrimonio durara y fuera feliz.

Un hombrecito, al parecer el sacristán, se acercó y nos dijo que ya teníamos que proceder y avanzar hacia el altar. Yo eché un vistazo alrededor para asegurarme de que no estaba Eva. Había dicho que diría que conocía un impedimento por el cual no podíamos unirnos en matrimonio, y yo temía una escena como la de Jane Eyre, pero parecía que no había venido, a no ser que estuviera escondida. Y enseguida me vi avanzando hacia el altar del brazo de Paul. Esperaba que mi jefe no viera la pieza que llevaba la americana de Paul cosida en toda la espalda. La gente me sonreía, pero yo no sabía si tenía que responder a sus sonrisas o no; la casera de mi penúltima casa me gritó al pasar: «¿Quieres un gatito que ha nacido el día de tu boda?». Y yo le contesté, ya llegando al altar: «¡Sí!». Charles seguía allí, con el cura y con James, quien se sacó del bolsillo las alianzas. Charles y yo tuvimos que decir muchísimas cosas, pero no fue muy difícil, pues sólo había que repetir lo que decía el cura, y en un santiamén estábamos casados, a salvo, porque Eva no había venido para decir que conocía un impedimento.

Cuando fuimos a la sacristía, Paul me dio un beso, y yo me puse triste porque me lo tendría que haber dado Charles, pero Charles estaba muy pálido y parecía completamente aturdido; además no le llegaba el dinero que llevaba para pagar la boda. Querían un montón de dinero, como diecisiete chelines y seis peniques, creo, pero nos los prestó James. Claro que podríamos no haber pagado, porque no iban a descasarnos por no pagar. Espero que alguien lo haga alguna vez, pero no es plato de gusto.

En cuanto terminamos en la iglesia nos fuimos todos a casa de la señora Amber, en Buckingham Gate. Fuimos en taxi, en autobús y algunos en el coche de Emma. Aunque el piso era bastante pequeño, la recepción salió muy bien, y a la señora Amber no pareció importarle que el grupo se hubiera ampliado; parecía que había congeniado muy bien con Paul. Yo estaba tan emocionada con mi alianza que apenas reparaba en los invitados. Busqué un rincón donde poder contemplarme la mano izquierda desde todos los ángulos posibles. El efecto quedaba un tanto deslucido por toda la pintura de color verde mar que aún me quedaba bajo las uñas.

Pasado cierto tiempo, Paul dijo que le gustaría ver el piso, así que nos despedimos de los invitados y tomamos un taxi a la estación, donde debíamos recoger las cosas que le había traído a su amigo, pero cuando llegamos a Haverstock Hill resultó que estaban destinadas a nosotros, de modo que debía de haber tomado una decisión sobre nuestra boda antes de salir de su casa. Había una encantadora mesita abatible de madera de roble, que nos gustó mucho. Y en un cesto había ropa blanca y un poco de cristalería y loza, y también un inmenso manojo de espárragos.

Nuestro piso le pareció muy gracioso, y antes de que se marchara, quedó acordado que pasaríamos el siguiente fin de semana en su casa, en las Cotswolds; nos agradaba pensar que no habíamos caído en desgracia con él. Cuando se fue, fuimos a hacer nuestra primera compra. Había una calle con tiendas bastante cerca, una o dos de cada tipo, incluso había una mercería y un zapatero. Yo todavía tenía en el bolso las dos libras de la última paga, de modo que compramos bastante. No sabía mucho de carne y, cuando llegamos a la carnicería, le dije al carnicero: «¿Me puede dar un trozo de esos de huesos pegados?». Y el carnicero me dijo que esa pieza de carne se llama costillar.

Por la tarde vino Ann y nos ayudó a desembalar y a colocar las cosas, y también hablamos de la boda. Comimos muchísimos espárragos y bebimos Chianti, que salía de una botella forrada de paja que luego conservaríamos mucho tiempo. Estábamos agotados y en cuanto Ann se marchó nos acostamos, pero la cama turca que habíamos comprado a plazos no era nada cómoda, porque, como no teníamos un colchón encima, las sábanas no paraban de resbalarse; además estaban tiesas porque eran nuevas y tenían un olor muy raro. Estábamos demasiado cansados para hacer el amor, y no fue en absoluto como las noches de bodas sobre las que había leído; pero terminamos comprando un colchón y así pudimos remeter las sábanas, que una vez lavadas dejaron de oler raro, y entonces nos convertimos en un matrimonio.