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EL MOVIMIENTO LIBERTARIO Y EL EJÉRCITO REGULAR

«No queremos ejército nacional —gritaba Frente Libertario, periódico de las milicias anarcosindicalistas del frente central—. Queremos Milicias Populares, que son la encarnación de la voluntad popular, que son las fuerzas únicas que pueden defender la libertad y la vida libre del pueblo español. Como antes de esta guerra social, volvemos a gritar ahora: ¡Abajo las cadenas! El ejército es el encadenamiento el símbolo de tiranía. Suprímase el ejército».[1]

Los anarcosindicalistas no podían aceptar un ejército regular sin violar sus principios antiautoritarios. Es verdad que las exigencias de una lucha implacable les habían forzado a reconocer la necesidad en sus unidades milicianas de alguna medida de restricción del individualismo, pero eso era completamente distinto de aceptar una militarización total que comprendiese la subordinación rigurosa de estas unidades al control gubernamental, el restablecimiento de la graduación y el privilegio, el nombramiento de oficiales por el Ministerio de la Guerra, la introducción de sueldos diferentes, los castigos disciplinarios y el saludo obligatorio.

«Cuando se pronuncia esta palabra [militarización] ¿por qué no decirlo?, nos inquietamos, nos desasosegamos, nos estremecemos, porque nos trae a la memoria atentados constantes contra la dignidad y contra la personalidad humana.

Militarizar fue, hasta ayer —y todavía existen muchos que, hoy, desean lo mismo— regimentar a los hombres de tal manera que quedasen nulas sus voluntades al romperles su personalidad en los engranajes cuartelarios».[2]

Mas si la CNT y la FAI tenían motivos éticos para su hostilidad a la militarización y al ejército regular, también tenían motivos políticos poderosos. Dos meses antes de estallar la guerra civil, en un congreso de la CNT se aprobó una resolución en el sentido de que un ejército permanente —y esto queda decir todo ejército permanente organizado después de la derrota del viejo régimen— constituiría la mayor amenaza para la revolución, porque «bajo su influencia se forjaría la dictadura que había de darle totalmente el golpe de muerte».[3]

No es de extrañar, por tanto, que el intento del Gobierno moderado de José Giral en las primeras semanas de la guerra para crear batallones voluntarios y posteriormente un ejército bajo su control,[4] fuera mirado con suspicacia por el movimiento libertario.[5] Tampoco es sorprendente que cuando a las pocas semanas de su entrada en el Ministerio de la Guerra Largo Caballero promulgara medidas disponiendo la militarización de las milicias y la creación de un ejército regular, creciera la ansiedad en el movimiento, ansiedad que se convirtió en alarma cuando se puso de manifiesto el progreso hecho por los comunistas en su penetración del aparato militar.

En un esfuerzo por calmar los temores de la organización juvenil libertaria, por ejemplo, en cuanto a las intenciones de los comunistas referentes al ejército, Santiago Carrillo, secretario general de la JSU, declaraba:

«Yo sé… que hay camaradas de la Juventud Socialista Unificada que desean la unidad con los jóvenes libertarios ahora, para ganar la guerra; pero piensan para sus adentros que cuando la guerra termine y los ejércitos vengan del frente, vamos a utilizar a esos ejércitos para aplastar, para destruir, para liquidar a nuestros hermanos, los jóvenes libertarios. Hay quienes lo piensan así de buena fe, creyendo que eso es lo justo. Pues yo os digo, compañeros, que esas ideas hay que desecharlas, porque son equivocadas, porque nosotros cuando llamamos a la unidad a los jóvenes libertarios lo hacemos sinceramente. Sabemos que los camaradas libertarios son una fuerza necesaria para la victoria, y también estamos convencidos de que ellos, después de obtenida la victoria, colaborarán con nosotros en la edificación de una España democrática, fuerte y libre. Ese es nuestro pensamiento, y lo único que les pedimos a ellos es que, por su parte, abandonen sus prejuicios sectarios, que no crean en nosotros los amigos circunstanciales de hoy y los enemigos de mañana, sino los amigos de hoy, de mañana y de siempre».[6]

Ni la organización juvenil anarquista ni el movimiento libertario en conjunto tenía, sin embargo, ninguna ilusión sobre la naturaleza de la amenaza representada por los comunistas, y en parte con la esperanza de conjurar el peligro de los lideres de la CNT y FAI habían propuesto en septiembre de 1936 que debía crearse «una milicia de guerra» sobre la base del servicio obligatorio y bajo el control de la CNT y la UGT.[7] Pero ninguna de estas dos proposiciones había tenido el eco correspondiente, y los líderes anarcosindicalistas, teniendo muy presente la amenaza comunista, habían decidido finalmente solicitar representación en el Gabinete para asegurarle de este modo al movimiento libertario alguna influencia en el aparato militar. Esto, a decir verdad, había significado echar por tierra no sólo un credo antigubernamental, sino también sus principios antimilitaristas que, a juicio de Manuel Villar, a comienzos de la guerra director del periódico de la CNT, Fragua Social, habían resultado perjudiciales para el movimiento libertario, pues, según él, mientras que a muchos anarcosindicalistas les había repugnado la idea de ocupar puestos de mando, los comunistas se habían embarcado en una carrera desenfrenada para ocupar todos los que podían.[8]

«¿Podríamos andar con remilgos doctrinales? —preguntaba—. Si la CNT dejaba escapar de entre sus manos los resortes de la acción revolucionaria, la revolución misma sufría por esta disminución de nuestra influencia y como la revolución era el objetivo y la CNT se contaba como uno de sus más poderosos factores determinantes, lo más revolucionario era adoptar todas las decisiones que nos mantuviesen en el centro de gravitación política, económica y militar».[9]

Pero el papel que los ministros de la CNT-FAI podían desempeñar en los consejos del Gabinete, en particular en relación a cuestiones militares, malogró sus esperanzas; pues se encontraron, para usar las palabras de Juan Peiró, ministro anarcosindicalista de Comercio, con que no tenían ningún derecho, ninguna responsabilidad en cuanto a la dirección de la guerra.[10] En la esperanza de remediar esta situación propusieron que se creara una especie de gabinete interior, para llevar los asuntos militares, en el que se diera representación a la CNT.[11] Esta propuesta —apoyada por los comunistas, sin duda en la creencia de que el nuevo organismo les capacitaría para someter las acciones de Largo Caballero a un escrutinio y control más cerrado—[12] tomó forma en el decreto de 9 de noviembre estableciendo un Consejo Superior de Guerra, que recibió poderes «para armonizar y unificar cuanto con la guerra y su dirección se relaciona»,[13] compuesto por Largo Caballero, ministro de la Guerra; Indalecio Prieto, líder socialista moderado y ministro de Marina y Aire; Vicente Uribe, ministro comunista de Agricultura; Julio Just, ministro de Obras Públicas, de Izquierda Republicana; García Oliver, ministro de Justicia, de la CNT-FAI; y Álvarez del Vayo, ministro filocomunista de Asuntos Exteriores y Comisario General de Guerra.[14]

A pesar de su propósito oficial, este nuevo organismo quedó condenado desde un principio a la impotencia, debido a las disensiones entre Largo Caballero y los comunistas, así como a la rivalidad entre el Presidente del Consejo y su ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto,[15] que lo privaron no sólo de unanimidad, sino también de la información militar esencial para el debido desempeño de sus funciones. Los comunistas, por su parte, pronto hallaron base para su descontento a causa de que el Consejo Superior de Guerra se reunía sólo en raras ocasiones, debido a la resolución del ministro de la Guerra de no ceder a sus oponentes lo que le quedaba de su autoridad,[16] mientras los anarcosindicalistas que habían esperado que serviría para aumentar su influencia en los asuntos militares veían que su voz surtía escaso efecto.

A consecuencia de todo esto, el movimiento libertario, lejos de poder utilizar su participación en el Gobierno para incrementar su intervención en el terreno militar o frenar el progreso comunista, se vio obligado al fin a circunscribir sus esfuerzos, a mantener el control de sus propias milicias y asegurarse armas del Ministerio de la Guerra. Esta no era tarea fácil, pues el ministro había decidido no entregar armas a las milicias que no estuvieran dispuestas a transformarse en unidades regulares con los cuadros prescritos.[17] A fin de salvar este requisito los anarcosindicalistas decidieron que sus unidades simularían acceder, adoptando nombres militares, procedimiento empleado por la mayoría de las unidades de la CNT-FAI, incluidas las del frente central; donde, para citar palabras del director de Castilla Libre, anarquista, «todo, salvo el nombre, continúa igual que antes».[18] Pero esta estratagema no ayudó a las unidades libertarias a asegurarse las armas que necesitaban, y a la larga se vieron obligadas a someterse a la militarización.

No sólo fue la necesidad de suministros militares lo que finalmente indujo al movimiento libertario a ceder ante el concepto de militarización; fue también —y ésta fue sin duda la consideración más importante— la necesidad de superar los defectos del sistema de milicias.

Uno de los más graves de estos defectos queda adecuadamente ilustrado por el siguiente artículo, no publicado, de un cabo del ejército regular que fue designado a una columna de la CNT-FAI en el frente de Madrid:

«En la columna hemos encontrado a un capitán del ejército profesional… que secretamente aconsejaba a Ricardo Sanz (su líder anarcosindicalista) sobre todo lo que creía que se debía hacer. Sanz, que tenía sentido común, siempre aceptó su consejo; pero siempre que había de tomarse una decisión tenía que convocar una asamblea general de milicianos y presentar el consejo del capitán como si fuera suyo propio».[19]

Las desventajas de este procedimiento democrático antimilitar pronto se dieron a conocer por sí mismas.

«El mando disponía una operación —declaraba Federica Montseny, líder anarquista, en un mitin público— y los milicianos se reunían para discutirla. En las deliberaciones se invertían cinco, seis y siete horas, y cuando la operación, por fin iba a realizarse, se encontraba nuestro mando con que el enemigo lo había conseguido ya. Son cosas que hacen reír, pero también llorar».[20]

Pero hicieron algo más también: dieron lugar a que los líderes de las milicias anarcosindicalistas, especialmente en el frente central donde la presión del enemigo era incesante, cambiaran su actitud tradicional hacia la militarización.

«—Fue en este momento —después de la pérdida de Aravaca y Pozuelo, en los alrededores de Madrid— en que todas mis ideas respecto a la disciplina y la militarización se vinieron abajo —confesaba unos meses después Cipriano Mera, líder de las milicias anarquistas en el frente del Centro—. La sangre de mis hermanos vertida en la lucha me hizo cambiar de criterio. Comprendía que, para no ser definitivamente vencidos, teníamos que construir nuestro propio Ejército, un Ejército tan potente como el del enemigo, un Ejército disciplinado y capaz, organizado para defensa de los trabajadores. Desde entonces no cesé de aconsejar a todos los combatientes la necesidad de someterse a nuevas normas militares».[21]

Lo mismo que las unidades de la CNT-FAI del frente de Madrid habían introducido, espoleados por la necesidad, un mínimo de disciplina, también, bajo el mismo impulso, comenzaron a reemplazar la primitiva estructura de milicias por una estructura militar y a apresurar la creación de cuadros de mando. Frente Libertario, órgano de las milicias anarcosindicalistas de Madrid, declaraba que todos los prejuicios debían dejarse a un lado y que la CNT debía enviar a las academias de instrucción militar un gran número de camaradas, que debían comenzar a ver en el ejercicio de las armas una profesión tan honorable y esencial como las que encallecieron sus manos.

«El Ejército Popular, ahora en constitución —añadía— necesita técnicos militares, y esta necesidad de tipo nacional es sentida especialmente por nuestra Organización que ha de velar por el desarrollo constante de su propia potencialidad».[22]

En realidad las milicias anarcosindicalistas de Madrid estaban influidas no sólo por consideraciones políticas y por el rigor de la lucha alrededor de Madrid, sino también por el ejemplo de las Brigadas Internacionales, cuya organización militar más eficiente pronto probó su superioridad sobre el sistema de milicias. Poco a poco, afirma el director del diario anarquista Castilla Libre, el cambio que al principio fue sólo nominal caló más hondo.

«Se ha visto combatir a las Brigadas Internacionales. Se ha comprobado que, con el mismo heroísmo, con idéntico derroche de energías, la organización permite alcanzar una eficacia complicada. En nuestras Milicias aparecen los mandos militares estructurados de acuerdo con las ordenes del Ministerio de la Guerra. Los jefes de batallón se transforman en comandantes; los responsables de las centurias, en capitanes; aparecen los primeros cabos y sargentos».[23]

Que esto no fue sólo un cambio nominal quedó evidenciado por las manifestaciones de muchas de las figuras destacadas del movimiento libertario, que habiendo concluido con su pasado antiautoritario se convirtieron en promotores asiduos de la militarización. Cipriano Mera, por ejemplo, consideraba la disciplina militar tan importante que decidió «discutir exclusivamente con los generales, oficiales y sargentos»,[24] y García Oliver, que antes de ser nombrado ministro de Justicia había sido considerado anarquista puro, ahora instó a los estudiantes de una de las escuelas de guerra cuya organización y administración le había sido confiada,[25] a tener en cuenta que los hombres alistados «dejan de ser vuestros camaradas para convertirse en ruedas dentadas de nuestra máquina militar».[26] Además, en la prensa de la CNT se elogiaba el porte militar,[27] y los comisarios anarcosindicalistas eran obligados por el movimiento a imponer «castigo preciso, aun el más acentuado e irreparable» a los hombres culpables de indisciplina.[28]

Pero no era cosa fácil de lograr la aceptación de las nuevas normas por hombres que habían sido educados por sus líderes a mirar a todos los ejércitos como símbolos de tiranía, que se creían emancipados para siempre de la voluntad de oficiales autócratas, y que no sólo habían introducido en sus unidades el procedimiento electivo, sino que habían vivido también en condiciones de igualdad con delegados de grupo y centuria.[29]

«Pecaría de insincero si dijera que no hubo que vencer resistencias —escribió Miguel González Inestal, miembro del Comité peninsular de la FAO—. En el campo libertario, todos, absolutamente todos los militares, tuvimos nuestra parte de escrúpulos que vencer, convicciones que reajustar y ¿por qué no decirlo?, ilusiones que enterrar.[30] No sólo por respeto a una posición tradicional, consagrada por la experiencia, sino porque con justicia se temía la resurrección, en todo o en parte, del viejo Ejército: privilegios de casta, deformación de la juventud; retorno del pasado, avasallador de todo derecho social y, sobre todo, peligro de que se convirtiese en devorador de la revolución, en instrumento de partido».[31]

Fue el temor de la CNT y la FAI a esta última contingencia, no menos que el no tener ningún proyecto como tenían los comunistas para infiltrar el edificio militar, lo que les determinó a mantener la integridad y el carácter homogéneo de sus unidades armadas. En consecuencia, aunque habían decidido convertir estas unidades en brigadas de estructura militar uniforme y fusionarlas dentro del ejército regular bajo sus propios mandos, se oponían a diluirlas con fuerzas no libertarias formando brigadas mixtas[32] bajo el control de oficiales designados por el Ministerio de la Guerra, plan de procedencia principalmente rusa[33] y del cual uno de los más importantes propósitos políticos era indiscutiblemente anular la influencia anarquista en las fuerzas armadas.[34]

Aquí merece observarse que aunque Largo Caballero, por razones políticas y técnicas, había aprobado la militarización de las milicias sobre la base de brigadas mixtas,[35] el deseo que tenía de mantener relaciones con la CNT, procedente de su creciente antipatía los comunistas, le desanimó para intentar seriamente el refuerzo de tal medida, con lo que resultó que las unidades anarcosindicalistas, mientras se sometían al Estado Mayor Central para las operaciones militares, permanecían bajo el control exclusivo de la CNT y estaban compuestas de hombres pertenecientes a esa organización.[36] Que Largo Caballero había asentido y no simplemente tolerado este eludir la rigurosa militarización acordada con los rusos, queda demostrado por el hecho de que el general Martínez Cabrera, Jefe del Estado Mayor Central, que gozaba de su total confianza, autorizó al Comité de Guerra de la columna anarquista Maroto en febrero de 1937, a organizar una brigada compuesta de miembros de esa columna.[37] Además, la misma autorización fue concedida a la Columna de Hierro anarquista, como se verá en el próximo capítulo.

Muy significativo también es el hecho de que la siguiente entrevista sobre la cuestión de la militarización y las brigadas mixtas, concedida por Mariano Vázquez, secretario del Comité Nacional de la CNT, a Nosotros, portavoz de la Columna de Hierro, fue publicada sin comentarios por parte del Ministerio de la Guerra:

«Nosotros: —¿Desaparecerán nuestras columnas?

Vázquez: —Sí, desaparecerán. Es necesario que desaparezcan. Cuando nosotros llegamos al Comité Nacional, ya estaban tomando el acuerdo de que nuestras columnas, como todas las demás, se transformen en brigadas —el nombre no hace el caso— dotándolas de todo lo necesario para que su labor sea eficaz. Ahora bien, esta transformación no implica, si bien se mira, un cambio fundamental, ya que, al transformarse, quedaran en las brigadas los mismos mandos que actuaron en las columnas; vale decir que los compañeros que se hallan encariñados con los que tienen la responsabilidad de las operaciones, pueden tener la seguridad de que no se les obligará, por caprichosos cambios, a que acepten aquellos cuya ideología y, por consiguiente, el trato personal, no les agrade. Además los comisarios políticos, que son los verdaderos jefes —que no asuste la palabra— de las brigadas, serán nombrados por la organización confederal, a la cual responderán en todo momento aunque están obligados de antemano a hacer un curso preparatorio en la Escuela Militar creada al efecto.

Nosotros: —He oído decir, y éste es otro de los puntos que intranquilizan a nuestros luchadores, que esas brigadas serán mixtas, es decir, que estarán compuestas de batallones regulares, batallones marxistas y batallones confederados. ¿Es esto cierto?

Vázquez: —Algo de cierto hay en ello ya que ésta es una de las proposiciones que existen para la formación de las brigadas; pero nosotros tenemos también la nuestra, consistente en que las futuras brigadas que, por lógica, nos corresponda formar han de estar compuestas por compañeros de la CNT y de la FAI controlados por estas dos organizaciones nuestras, si bien sujetos todos a las órdenes —otra palabra guerrera que disuena a nuestro oído— que emanen del mando único, que todas las fuerzas aceptan voluntariamente».[38]

Aunque la forma atenuada de la militarización aceptada por los dirigentes de la CNT-FAI permitió a las unidades anarcosindicalistas mantener su virtual independiente, fue sin embargo resistida obstinadamente por los espíritus más extremistas del movimiento libertario, que se aferraban apasionadamente las creencias anarquistas. Ningún relato de esta lucha dramática entre el principio y la práctica, entre los miembros y los dirigentes de la CNT-FAI, estará completo a menos que incluya la historia de la famosa Columna de Hierro.