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DISCIPLINA Y MILICIA ANARCOSINDICALISTAS

De los múltiples defectos que el sistema de milicias evidenció ante las victorias del general Franco en el frente durante las primeras semanas de la guerra, ninguno fue más calurosamente debatido ni pidió una corrección más urgente que la falta de disciplina. Aunque este problema afectaba a todas las unidades milicianas, cualquiera que fuera su ideología, fue sólo en las unidades formadas por el movimiento libertario donde su solución encontró un impedimento filosófico, pues la libertad del individuo es la verdadera esencia del anarquismo y nada resulta tan contrario a su naturaleza como la sumisión a la autoridad. «Disciplina es obediencia al mando; anarquismo es no reconocer mando alguno»; decía un artículo publicado antes de la guerra civil en la Revista Blanca, destacado periódico anarquista.[1]

Las milicias de la CNT-FAI reflejaban los ideales de igualdad y libertad individual y de ausencia de toda disciplina impuesta, esencial a la doctrina anarquista. No había jerarquía de oficiales ni saludo, ni reglamentación. «Un confederado no será nunca un miliciano disciplinado, que vista bonito y galoneado uniforme, marque el paso marcialmente y mueva piernas y brazos al compás por las calles de Madrid», decía un artículo de CNT.[2]

Y una resolución aprobada en un congreso regional de la CNT de Valencia afirmaba:

«Al ingresar un compañero en un cuartel de la CNT debe tener entendido que la palabra cuartel no significa la sujeción a odiosas ordenanzas militares, consistentes en saludos, desfiles y otras zarandajas por el estilo, completamente teatrales y negativos de todo espíritu revolucionario».[3]

Si no había ninguna disciplina en las milicias de la CNT-FAI en los primeros días de la guerra civil, tampoco había títulos militares, condecoraciones, emblemas o distinciones en las comidas vestidos y alojamientos, y los pocos militares profesionales cuyos servicios eran aceptados actuaban sólo como consejeros.[4] La unidad básica era el grupo, compuesto generalmente de diez hombres;[5] cada grupo elegía un delegado, cuyas funciones se asemejaban a las de un suboficial del grado más bajo, pero sin la autoridad equivalente. Diez grupos formaban una centuria, que también elegía su propio delegado y cualquier número de centurias formaba una «columna»,[6] a cuya cabeza había un comité de guerra.[7] Este comité era también electivo y estaba dividido en varias secciones de acuerdo con las necesidades de la columna.[8]

La graduación del delegado de grupo y centuria, y la de miembro del comité de guerra no implicaba la existencia de un Estado Mayor permanente con privilegios especiales, puesto que todos los delegados podían ser destituidos tan pronto como fracasaban en su interpretación de los deseos de los hombres que les habían elegido.[9] «La primera impresión que uno saca —decía una referencia de la CNT-FAI— es la total ausencia de jerarquía… No hay nadie que dé órdenes ni ejerza autoridad».[10] Sin embargo, las obligaciones habían de ser distribuidas, y era preciso hacerlo de forma que no provocara fricción. En la Columna de Hierro, por ejemplo, según un artículo que apareció en un periódico libertario, para distribuir las guardias los milicianos «Cortan papelitos y escriben números, para no reñir. Así la suerte lo decide. Todos quieren las primeras o últimas horas».[11]

Pero eran tan graves los inconvenientes de este sistema antiautoritario, particularmente en el campo de batalla, que pronto fue necesaria una amplia llamada a la disciplina.

«Hemos dicho repetidas veces que no somos partidarios de una disciplina de convento o de cuartel —declaraba Solidaridad Obrera, órgano de la CNT—, pero que en determinados actos en los que interviene un número importante de ciudadanos se hace indispensable una coordinación perfecta de nuestros esfuerzos y un acoplamiento exacto de las voluntades.

Estos días hemos presenciado determinados hechos que nos han destrozado el alma y hasta nos han vuelto un poco pesimistas. Nuestros camaradas proceden por propia cuenta y prescinden en muchísimos casos de las consignas que emanan de los Comités.

¡La revolución se nos escapará de las manos o bien seremos masacrados por falta de coordinación si no nos decidimos a dar a la palabra disciplina su verdadero valor!

Aceptar una disciplina quiere decir que los acuerdos que tomen los compañeros delegados para una función cualquiera, sea de índole administrativa o bélica, sean cumplidos sin que nadie los obstaculice en nombre de la libertad que en muchos de los casos degenera en libertinaje…»[12]

Gastón Leval, el conocido escritor anarquista, mantenía que era incongruente tratar de hacer la guerra sobre la base de ideas anarquistas, porque:

«… la guerra y anarquía son dos estado de la humanidad que se repelen; que una es destrucción y exterminio; que otra es creación y armonía; que una implica el triunfo de la violencia, otra el triunfo del amor».

Ha habido en la retaguardia —decía— un gran número de camaradas que al principio rechazaban la disciplina en su totalidad y luego han aceptado la autodisciplina, pero,

«…si la autodisciplina da por resultado una disciplina colectiva eficaz en alguna columna, esto no da derecho a generalizaciones peligrosas, pues la mayoría de las fuerzas milicianas no se encuentran en este caso, y se impone la disciplina externa para evitar desastres».[13]

No obstante, no era tarea fácil conseguir la aceptación de ideas que se oponían tan radicalmente a la doctrina anarquista, y para ello era a veces necesario no poco ingenio. En un artículo aparecido en el órgano del Comité Peninsular de la FAI se argüía:

«Si la guerra se prolonga tanto se debe no solamente a la ayuda material que los facciosos reciben de los países fascistas, sino también a la falta de cohesión, de disciplina y de obediencia al mando de nuestras milicias. “Los anarquistas no podemos aceptar el mando de nadie”, objetarán algunos compañeros. A éstos debemos decirles que los anarquistas tampoco pueden aceptar ninguna declaración de guerra. En cambio todos hemos aceptado la declaración de guerra contra el fascismo, por tratarse de una cuestión de vida o muerte para nosotros, y por significar el triunfo de la revolución proletaria.

Si aceptamos la guerra, debemos aceptar también la disciplina y el mando, porque sin disciplina y sin mando es imposible ganar ninguna guerra».

Luego, al censurar las manifestaciones de un delegado en un Congreso reciente de la FAI, de que los anarquistas fueron siempre enemigos de la disciplina y tenían que continuar siéndolo, dijo:

«El delegado de Tarragona partió de un error fundamental. Los anarquistas han propagado la indisciplina contra las instituciones y los poderes de la burguesía, pero no contra el propio movimiento ni contra la causa, y los intereses que nos son propios. Indisciplinarse contra el interés general de nuestro movimiento antifascista, es condenarse voluntariamente al fracaso y a la derrota».[14]

Mientras en los frentes estabilizados la idea de la disciplina obligatoria fue arraigando con lentitud entre las milicias de la CNT-FAI, en el frente central movible, donde las ventajas de la organización militar superior del general Franco se mostraban de un modo palpable, el desmoronamiento de los principios tradicionales anarquistas había llegado a tal punto a principios de octubre, que el Comité de Defensa de Madrid de la CNT, que tenía a su cargo las milicias de la CNT-FAI de Madrid, pudo implantar un reglamento que comprendía los siguientes artículos:

«Todo miliciano queda obligado a cumplir las normas de los Comités de batallón, delegados de centuria o de grupo.

No podrá obrar por su cuenta en el aspecto guerrero y acatará sin discusión los puestos y lugares que se le asignen tanto en el frente como en la retaguardia.

Todo miliciano que no acate las normas del Comité de batallón, delegados de centuria o grupos, será sancionado por su grupo, si la falta es leve y por el comité de batallón si la falta es grave…

Todo miliciano ha de saber que ha ingresado voluntariamente a las milicias; pero que, una vez que forma parte de ellas como soldado de la revolución, su conducta ha de ser acatar y cumplir.[15]

Aunque muchos libertarios se iban sometiendo a la idea de la disciplina como «uno de los grandes sacrificios que impone la victoria de los ideales redentores»,[16] hubo otros que veían en la aceptación del concepto de autoridad por el movimiento libertario un golpe tan mortal a los principios anarquistas, una amenaza tan real para el curso futuro de la revolución, que no pudieron ocultar su ansiedad:

«No dudamos —decía un comité de propaganda de las Juventudes Libertarias— que las actuales circunstancias han obligado a los anarquistas a olvidar, momentáneamente, algunos de nuestros postulados más queridos y que el triunfo de la cruenta guerra que hoy ensangrienta el suelo hispano así lo quiere; pero no olvidemos que el principio básico de la anarquía es el antiautoritarismo, y que de seguir progresando esa corriente de autoritarismo que se ha apoderado de algunos compañeros, nada quedará de las ideas ácratas.

Acordémonos de que otras revoluciones detuvieron su marcha ascendente al ser desviadas por el morbo autoritario que en toda revolución germina…

No, camaradas, por las ideas que a todos nos animan, por la Revolución, no sigáis ese camino; la Juventud anarquista os lo ruega, El germen autoritario en nuestros medios traería como consecuencia el odio y no olvidemos que el odio entre nosotros es el peor enemigo de la Revolución».[17]