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LA REVOLUCIÓN EN EL CAMPO

Del mismo modo que los artesanos, los pequeños fabricantes y los pequeños comerciantes se vieron atribulados ante el movimiento de colectivización, así ocurrió también con los arrendatarios y pequeños propietarios del campo. Si bien es cierto que la colectivización rural se aplicó al comienzo principalmente a las grandes fincas donde los campesinos sin tierra habían trabajado como jornaleros antes de la revolución —una forma de cultivo que ellos mismos aceptaron espontáneamente— no es menos cierto que la colectivización ponía en peligro también al cultivador individual, quien vio con temor en su rápido crecimiento un peligro mortal para él;[1] porque no sólo la colectivización rural amenazaba con agotar el mercado rural de jornaleros y crearle una ruinosa competencia en la venta de sus productos, sino que presentaba también una amenaza constante tanto para la propiedad del pequeño agricultor como para la del arrendatario quien, habiéndose apropiado de la tierra, creyó que la revolución había cumplido su misión.

Ahora bien: si el cultivador individual veía con desaliento el amplio y rápido desarrollo de la colectivización agrícola, los jornaleros pertenecientes a la anarcosindicalista CNT y a la socialista UGT la consideraban, por el contrario, el Comienzo de una nueva era. Por su parte, los anarcosindicalistas, revolucionarios clásicos de España y principales promotores de la colectivización rural, la creían factor esencial de la revolución. Era uno de sus objetivos primarios y atraía sus mentes con una profunda fascinación. Creían que no sólo daría como resultado una mejora del nivel de vida del campesino mediante la introducción de una agronomía científica y de equipos mecánicos,[2] que no sólo lo protegería de los azares de la naturaleza y de los abusos de intermediarios y usureros, sino que lo elevaría moralmente.

«Los campesinos que comprendiendo las ventajas de la colectivización o que dotados de una clara conciencia revolucionaria han comenzado ya a implantarla, deben tratar, por todos los medios convincentes, de ir conquistando a los remisos —decía Tierra y Libertad, portavoz de la FAI, cuya organización como se ha indicado, ejercía una influencia directa sobre los sindicatos de la CNT—. No podernos admitir la pequeña propiedad de la tierra… porque la propiedad de la tierra crea siempre una mentalidad burguesa, calculadora y egoísta que querernos desarraigar para siempre. Querernos reconstruir a España en lo material y en lo moral. Nuestra revolución será económica y ética».[3]

El trabajo colectivo, dijo otra publicación de la FAI, destierra el odio, la envidia y el egoísmo para dar paso «al sentido de solidaridad y de respeto mutuo, puesto que todos cuantos viven en la colectividad y de la colectividad, han de tratarse como una vasta familia».[4]

La colectivización se consideró también un medio para elevar intelectualmente al campesino.

«La desventaja mayor del trabajo familiar, que absorbe a todos los miembros útiles de la familia, el padre, la madre, los niños, es el esfuerzo excesivo —sostenía Abad de Santillán, uno de los jefes de la CNT y FAI—. No hay horarios, no hay limites al desgaste físico… el campesino no debe llevar hasta el extremo su sacrificio y el de sus hijos. Es preciso que le quede tiempo, reserva de energías para instruirse, para que se instruyan los suyos, para que la luz de la civilización pueda irradiar también sobre la vida del campo.

El trabajo en las colectividades es más aliviado y permite a los miembros leer periódicos, revistas y libros, cultivar también su espíritu y abrirlo a los vientos de todas las innovaciones progresivas».[5]

Opiniones similares eran sostenidas también por la socialista UGT,[6] pero una razón todavía más poderosa para la implantación del laboreo colectivo por parte de la CNT y UGT y para su oposición a la parcelación de las grandes fincas, se debía al miedo que tenían a que el pequeño propietario pudiera un día convertirse en obstáculo y aun en amenaza, para el futuro desarrollo de la revolución.

«Colectividad… Colectividad. Es el único modo de salir adelante, porque con repartos, a estas alturas, no se debe ni pensar, porque las tierras no son iguales, y las cosechas, en sus distintas variedades, unas se pueden hacer mejor que las otras, y volver a las andadas de unos, trabajando más, les sea la suerte adversa y no puedan comer, mientras que otros, por tener el santo de cara, vivan bien, y tengamos otra vez dueños y criados.[7]

Desde el principio comprendimos los anarcosindicalistas —declaraba el órgano del movimiento juvenil de la CNT y de la FAI— que el laboreo individual nos llevaría directamente a la gran propiedad, al caciquismo, a la explotación del hombre por el hombre, acabando por imperar el sistema capitalista.

La CNT no quiso consentir esto é impulsó las colectividades industriales y agrarias».[8]

Este temor a que una nueva clase de ricos propietarios rurales pudiera levantarse sobre las ruinas del pasado; en caso de estimularse el laboreo individual, fue sin duda alguna responsable, en parte, del empeño de los más celosos colectivizadores en asegurarse la adhesión del pequeño campesino, de grado o por fuerza, al sistema colectivo. Desde luego, es cierto que la política oficial de la CNT, así como la de la menos radical UGT, demostraba, dentro de ciertos límites, algún respeto por la propiedad del pequeño agricultor republicano;[9] pero aparte del hecho de que ninguna de estas dos organizaciones le permitiera poseer más tierra de la que pudiera cultivar sin ayuda de mano de obra pagada,[10] y de que en muchos casos se vio en la imposibilidad de disponer libremente de su sobrante de cosechas, porque estaba obligado a entregarlas al comité local bajo las condiciones impuestas por éste,[11] a menudo se vio coaccionado bajo diversas formas de presión, como se verá en este capítulo, a unirse al sistema colectivo. Así fue especialmente en aquellos pueblos donde los anarcosindicalistas gozaban de ascendiente, porque si bien la Federación Española de Trabajadores de la Tierra, dirigida por los socialistas, incluía en sus filas un número apreciable de pequeños propietarios y arrendatarios que demostraban poca o ninguna propensión a la colectivización rural y que habían ingresado en la organización porque ésta les protegía contra caciques, terratenientes, usureros e intermediarios,[12] los sindicatos de campesinos de la CNT estaban, al comienzo de la guerra, compuestos casi enteramente de obreros agrícolas y campesinos indigentes que habían sido iluminados por la filosofía del anarquismo y para quienes la colectivización era piedra angular del nuevo régimen de comunismo anarquista o libertario, como se le llamaba, que soñaban establecer después de la revolución; un régimen «de convivencia humana, que trata de solucionar el problema económico, sin necesidad del Estado, ni de la política, de acuerdo con la conocida fórmula: “de cada uno, según sus fuerzas, y a cada uno según sus necesidades”.»[13]

«El Comunismo Libertario —escribió Isaac Puente, un destacado anarquista— es la organización de la Sociedad sin Estado, y sin propiedad particular. Para esto, no hay necesidad de inventar nada, ni de crear ningún organismo nuevo. Los núcleos de organización, alrededor de los cuales se organizará la vida económica futura, están ya presentes en la sociedad actual: son el Sindicato y el Municipio Libre. El Sindicato donde hoy se agrupan espontáneamente los obreros de las fábricas y de todas las explotaciones colectivistas. Y el Municipio Libre, asamblea de antiguo abolengo, en el que espontáneamente también se agrupan los vecinos de los pueblos y aldeas, y que ofrece cauce a la solución de todos los problemas de convivencia en el campo.

Ambos organismos, con normas federativas y democráticas serán soberanos en sus decisiones, sin estar tutelados por ningún organismo superior, sino solamente obligados a confederarse entre si, por coacción económica de los organismos de relación y de comunicación, constituidos en Federaciones de Industria. Estos organismos toman posesión colectiva o común de todo lo que hoy es de propiedad particular y regulan en cada localidad la producción y el consumo, es decir, la vida económica».[14]

Aunque no se observaron normas inflexibles al establecer el comunismo libertario, el procedimiento fue más o menos el mismo en todas partes. En las localidades donde el nuevo régimen quedaba instituido se formaba un comité CNT-FAI. Este comité no sólo ejercía poderes legislativos y ejecutivos, sino que también administraba justicia. Una de sus primeras medidas consistía en abolir el comercio privado y en colectivizar las tierras de los ricos y con frecuencia las de los pobres, así como los edificios agrícolas, la maquinaria, el ganado y el transporte. Excepto en casos muy raros, los barberos, panaderos, carpinteros, alpargateros, médicos, dentistas, maestros, herreros y sastres quedaban también comprendidos en el sistema colectivo. Depósitos de víveres y ropas así como de otras necesidades se concentraron en un almacén comunal, bajo el control del comité local, y la iglesia, a menos de haber quedado destruida por el fuego, se convertía en almacén, comedor, café, taller, escuela, garaje o cuartel.[15] En muchas comunidades se abolió el dinero para uso interno, porque, en opinión de los anarquistas, «el dinero y el poder son filtros diabólicos que hacen del hombre, no el hermano, sino el lobo del hombre, su más rabioso y enconado enemigo».[16]

«Aquí en Fraga (pequeña ciudad de Aragón) uno puede arrojar billetes de mil pesetas en la calle —decía un artículo en un periódico libertario— y a nadie le llamará la atención. Rockefeller, si vinieras a Fraga con toda tu cuenta bancaria, no podrías comprar ni una taza de café. El dinero, vuestro dios y servidor, ha sido abolido aquí y el pueblo es feliz».[17]

En aquellas comunidades libertarias en que fue suprimido el dinero, los salarios se pagaban en cupones, quedando determinada su escala de acuerdo con el número de miembros de la familia.[18] Los géneros producidos en la localidad, si eran abundantes, como el pan, el vino y el aceite, se distribuían gratuitamente mientras otros artículos podían ser adquiridos por medio de cupones en el almacén comunal. Los productos sobrantes se intercambiaban con otras ciudades y pueblos anarquistas, usándose el dinero tan sólo para transacciones con aquellas comunidades que no habían adoptado el nuevo sistema.

Aunque no es posible dar aquí un cuadro de la vida en todas las ciudades y pueblos libertarios, las siguientes descripciones proporcionarán una buena idea de la situación:

En Alcora, según un testigo presencial, el dinero había dejado de circular.

«Cada uno recibe lo que necesita. ¿De quién? Del comité, desde luego. Sin embargo, es imposible aprovisionar a cinco mil personas a través de un solo centro de distribución. Hay tiendas donde, como antes, se puede conseguir lo necesario, pero estas tiendas no son más que centros de distribución. Pertenecen al pueblo entero y sus antiguos dueños no consiguen ya beneficio alguno de ellas. Los pagos no se hacen con dinero, sino con cupones. Incluso el barbero afeita a cambio de cupones, que son expedidos por el comité. El principio según el cual cada habitante recibe artículos según sus necesidades se aplica de manera imperfecta, puesto que se postula que todos tienen las mismas necesidades…

Cada familia y cada persona que vive sola ha recibido una tarjeta. Dicha tarjeta se taladra cada día en el lugar donde trabaje. De este modo nadie puede eludir el trabajo, porque los cupones se distribuyen tomando como base dichas tarjetas. Pero el gran defecto del sistema es que, debido a la falta de cualquier otra medida de valor, ha sido necesario recurrir otra vez al dinero, a fin de calcular el equivalente del trabajo realizado. Todo el mundo —el obrero, el negociante, el médico— reciben cupones por valor de cinco pesetas por cada jornada de trabajo. Una parte de los cupones lleva la inscripción “pan”, del que cada cupón sirve para comprar un kilo; otra parte representa cierta suma de dinero. Sin embargo, estos cupones no pueden considerarse como billetes de banco, ya que sólo pueden cambiarse por artículos de consumo y aun en grado limitado. Aunque la cantidad de estos cupones fuera mayor, no sería posible adquirir medios de producción y convertirse en capitalista, incluso en pequeña escala, porque sólo pueden ser usados para la compra de artículos de consumo. Todos los medios de producción pertenecen a la comunidad.

La comunidad está representada por el Comité… Todo el dinero de Alcora, unas 100 000 pesetas, se halla en sus manos. El Comité cambia los productos de la Comunidad por otros productos de los que carece, pero compra aquellos que no puede obtener por intercambio. El dinero, sin embargo, sólo se retiene como recurso provisional y será válido mientras las otras comunidades no sigan el ejemplo de Alcora.

El Comité es el «pater familias». Lo posee todo, lo dirige todo, lo atiende todo. Todo deseo especial ha de ser sometido a su consideración y sólo él tiene el veredicto final.

Podría objetarse que los miembros del Comité corren el peligro de convertirse en burócratas o incluso en dictadores. Esa posibilidad no ha escapado a la atención de los habitantes del pueblo. Han tenido cuidado que el Comité se renueve a menudo, de manera que cada habitante sea miembro de él durante cierto período de tiempo.

Todo esto tiene algo de conmovedor en su ingenuidad. Sería un error criticarlo demasiado duramente y ver en ello algo más que una tentativa por parte de los campesinos de establecer el comunismo libertario. Sobre todo, no debe olvidarse que los obreros agrícolas e incluso los pequeños comerciantes de dicha comunidad han padecido hasta ahora un nivel de vida extremadamente bajo… Antes de la revolución un pedazo de carne era un lujo y sólo unos cuantos intelectuales tenían deseos que sobrepasaban las necesidades más elementales…»[19]

Valiéndose de una conversación que tuvo con unos campesinos de Alcora, este agudo observador pasa a dar lo que podría considerarse ejemplo típico del minucioso control ejercido por el comité de cada pueblo libertario sobre las vidas de sus habitantes:

«—¿Qué sucede si alguien quiere irse a la ciudad, por ejemplo?

—Es muy sencillo. Se dirige al comité y cambia sus cupones por dinero.

—¿Puede cambiar tantos cupones como quiera?

—No, desde luego que no.

Estas buenas gentes se muestran sorprendidas ante mi dificultad en comprenderlas.

—Entonces ¿cuándo se le permite obtener dinero?

—Tantas veces como lo necesite. Sólo tiene que pedirlo al comité.

—¿Es el comité quien examina los motivos?

—Desde luego.

Estoy un poco aterrado. Esta reglamentación, me parece a mi, deja sobrevivir muy poca libertad bajo el comunismo libertario y trato de saber en qué se basa el comité de Alcora para permitir viajar.

—Si alguien tiene a su novia fuera del pueblo ¿puede conseguir dinero para hacerle una visita?

Los campesinos me aseguran que sí.

—¿Tantas veces como quiera?

—¡Dios mío! Si quiere puede ir cada noche desde Alcora hasta donde esté esa joven.

—Pero si alguien desea ir a la ciudad para asistir al cine, ¿también consigue dinero?

—Sí.

—¿Tantas veces como quiera?

Los campesinos empiezan a dudar de mi sentido común.

—Los días de fiesta, desde luego, pero no se otorga dinero para el vicio».[20]

Acerca del pueblo libertario de Castro otro testigo presencial escribe:

«El punto más sobresaliente en el régimen anarquista de Castro es la abolición del dinero. Se ha suprimido el intercambio; la producción ha cambiado muy poco… El comité se apropió de las fincas y las gobierna. No han sido siquiera fusionados sino que se las trabaja separadamente, cada una por los obreros antiguamente empleados en ellas. Los salarios en efectivo, desde luego, han sido abolidos. Sería incorrecto decir que han sido reemplazados por el pago en especies. No existe pago ninguno; se alimenta a los habitantes directamente de los almacenes del pueblo.

Bajo este sistema, el aprovisionamiento del pueblo es pobrísimo; más pobre, me atrevo a decir, de lo que pudo serlo antes, incluso en las míseras condiciones en que vivían los braceros andaluces. El pueblo tiene la suerte de cultivar trigo y no sólo olivos, como otros pueblos parecidos; así, por lo menos, tiene pan. Además, el pueblo posee grandes rebaños de ovejas, expropiados junto con las fincas, de modo que se dispone de alguna carne. Y además tiene un almacén de cigarrillos, eso es todo. Traté en vano de comprar algo para beber, ya fuera café, vino o limonada. El bar del pueblo había sido cerrado como comercio nefasto. Eché una ojeada a los almacenes. Estaban tan vacíos que pronostiqué una inminente época de hambre. Pero los habitantes parecían orgullosos de este estado de cosas. Estaban complacidos, como nos dijeron, porque se terminara el café; parecían considerar esta abolición de las cosas inútiles como una mejoría moral.[21] Las pocas comodidades que se necesitaran del exterior, principalmente ropas, esperaban conseguirlas por intercambio directo de su producción de aceitunas… Su odio hacia las clases superiores se basaba más en lo económico que en lo moral No deseaban para si una vida cómoda como la de aquellos a los que habían expropiado, sino despojarse de sus lujos que a ellos les parecían vicios. Su concepto del nuevo orden a implantar era profundamente ascético».[22]

En el pueblo anarquista de Graus, por otra parte, y a juzgar por lo que dice un socialista, el nivel de vida era más alto que antes de la guerra.

«Tierra, molinos, ganado, comercio, transporte, talleres de artesanía, talleres de alpargatería, avicultura, profesiones liberales, están bajo las normas colectivas. El pueblo es un todo económico al servicio del bien común y los intereses colectivos. Hay trabajo para todos. Para todos hay bienestar. La miseria, la esclavitud han sido aventadas de este pueblo…

«Una potente sirena regula la vida del pueblo, las horas de trabajo, de refrigerio y de descanso. Las campanas que antes tundían el aire delgado de este valle han sido fundidas para atender a las necesidades de la guerra.

«Los hombres mayores de sesenta años están eximidos de la obligación del trabajo… Esta es una de las primeras normas de la Colectividad…

«Cuando un colectivista decide casarse, se le da una semana de vacaciones con los haberes corrientes, se le busca casa—las viviendas también están colectivizadas— y se le facilitan muebles… cuyo valor amortiza con el tiempo sin ningún agobio. Todos los servicios de la Colectividad están prestos a la llamada de sus necesidades. Desde que el hombre nace hasta que muere, la Colectividad le protege».[23]

Refiriéndose al pueblo de Membrilla, un informe anarquista declara:

«El 22 de julio, los grandes propietarios fueron expropiados, también se abolió la pequeña propiedad y toda la tierra pasó a manos de la comunidad. Los pequeños propietarios comprendieron estas medidas que les libraban de sus deudas y sus preocupaciones respecto al pago de salarios.

La tesorería local estaba vacía. Entre los particulares sólo se halló la suma de treinta mil pesetas que fue incautada. Todos los víveres, los vestidos, herramientas, etc. quedaron distribuidos equitativamente entre la población. Se abolió el dinero, se colectivizó el trabajo, los bienes pasaron a manos de la comunidad y la distribución de artículos de consumo quedo socializada. Sin embargo, no fue una socialización de riqueza, sino de pobreza…

… No existe ya el comercio al por menor; reina allí el comunismo libertario. La farmacia sigue en manos de su antiguo propietario, cuyas cuentas quedan controladas por la comunidad.

… Cada persona recibe tres litros de vino semanales. Las rentas, la electricidad, el agua, las atenciones sanitarias y las medicinas son gratis. La consulta a un especialista, fuera de la comunidad, es pagada por el Comité en caso necesario. Yo estaba sentado cerca del secretario, cuando una mujer vino a pedir permiso para ir a Ciudad Real a fin de consultar con un especialista sobre una dolencia del estómago. Sin dilaciones burocráticas, se le dio inmediatamente el costo de su viaje».[24]

Mucho menos expeditivo era el comité del pueblo libertario de Albacete de Cinca, cuya autoridad para entregar o retirar dinero, le confería poderes autocráticos.

«Una mujer quería ir a Lérida pura consultar un médico especialista —escribe Agustín Souchy, prominente anarcosindicalista extranjero—. Eran las siete de la mañana cuando llegó… Los miembros del comité trabajaban en el campo junto a sus grupos. En los ratos libres despachaban los trabajos del Municipio y de la organización.

—Para obtener el dinero para el viaje has de procurarte primero un certificado del médico —explica el Presidente a la mujer.

Esta contestación no satisfizo a la vieja. Se quejaba de reumatismo y quiso conmover al Comité para que le dieran el dinero sin certificado médico, pero no lo consiguió.

—Hay personas —explicó el Presidente— que se aprovechan de las nuevas posibilidades que les ofrece la colectividad. Muchos no iban nunca a la ciudad antes. Hay viejos vecinos del pueblo que de la ciudad no conocían más que al recaudador de impuestos. Ahora que pueden viajar gratuitamente, exageran un poco.

Quizás era parcial la explicación del Presidente. El médico hubiera podido dar un juicio más objetivo sobre esta cuestión».[25]

Describiendo otros aspectos en los pueblos libertarios visitados por él, Agustín Souchy dice refiriéndose a Calaceite:

«Antes había en ese pueblo… muchos cultivadores particulares, algunos herreros, algunos carpinteros, que trabajaban solos cada uno en su pequeño taller; no tenían maquinaria, producían de una manera primitiva. El colectivismo les enseñó el camino hacia la comunidad de trabajo. Ahora existe una herrería grande: trabajan en ella diez hombres, tienen maquinaria moderna, disponen de un local higiénico claro. En un gran taller de carpintería trabajan juntos todos los trabajadores de la madera del pueblo.

… Los obreros aptos han sido distribuidos en veinticuatro grupos de trabajo. Cada grupo cuenta con veinte miembros. Trabajan colectivamente las tierras del Municipio según normas fijadas de antemano. Antes cada uno trabajaba para si mismo; hoy cada uno trabaja para los demás…

El pueblo tiene dos farmacias y un médico. Forman parte dela colectividad. No porque les hayan obligado a ello sino por voluntad propia. Hubo un conflicto con los panaderos. Estos no querían ingresar a la colectividad ni tampoco trabajar bajo las nuevas condiciones. Abandonaron el pueblo. No se llamó a otros panaderos. Han encontrado la solución provisional: las mujeres hacen el pan como en tiempos antiguos. Pero el pueblo quiere que vengan otros panaderos.

La población era pobre antes. Hoy está contenta. Muchos tenían que pasar hambre antes; hoy tienen qué comer».[26]

Refiriéndose a Calanda, Souchy escribe:

«Lo que antes era iglesia, es hoy un almacén de víveres… La carnicería se encuentra en un anexo a la iglesia, instalada de nuevo, higiénica y elegante, como no la ha concluido nunca el pueblo. No se compra con dinero. Las mujeres reciben la carne por medio de vales. No han de pagar nada, no hace falta prestar ningún servicio; pertenecen a la colectividad y esto basta para obtener los alimentos.

Colectivistas e individualistas viven pacíficamente unos al lado de otros. Hay dos cafés en el pueblo. Uno, de los individualistas, otro de los colectivistas. Pueden permitirse el lujo de servir café cada noche…

Una expresión hermosa del espíritu colectivo es la sala común de la barbería. Antes no se afeitaban los campesinos. Ahora se ven casi todas las caras bien afeitadas. El barbero es gratuito. Cada uno puede hacerse afeitar dos veces por semana…

El vino se sirve a razón de cinco litros por persona a la semana. No escasean los víveres…

Aquí todo está colectivizado con excepción de los pequeños tenderos que quisieron mantenerse independientes. La farmacia pertenece a la colectividad y también el médico.[27] Este no recibe dinero; es mantenido como los demás miembros de la colectividad».[28]

En Muniesa, el pan, la carne y el aceite eran distribuidos gratuitamente, pero, a diferencia de la mayoría de los pueblos libertarios, había algo de dinero en circulación.

«Cada trabajador masculino recibe una peseta diaria —comenta Souchy—. Niños de menos de 10 años, cincuenta céntimos. Muchachas y mujeres 75 céntimos. No hay que considerarlo como jornal; se reparte con los víveres más perentorios para que la población pueda comprar las cosas accesorias».[29]

Desde luego, en ninguno de los pueblos anarquistas existía el menor signo exterior de vida religiosa.[30]

«Ya no existe la mística del catolicismo. Han desaparecido los curas —afirmaba Souchy con referencia al pueblo de Mazaleón—. Terminó el culto cristiano. Pero los campesinos no querían destruir el edificio gótico que corona majestuosamente la cima de la montaña. Lo transformaron en un café y mirador… Han ensanchado las ventanas de la iglesia, abrieron una galería grande en el lugar donde antes estaba el altar. La vista abarca los estribos meridionales de las montañas aragonesas. Un lugar de tranquilidad, de reflexión. Allí se sientan los vecinos el domingo, toman su café y admiran la calma del atardecer».[31]

En casi todas las regiones de la zona antifranquista existieron espíritus ardientes que, entusiasmados por el progreso inicial del movimiento colectivista en los pueblos, ya fuera en la forma virtualmente total del Comunismo Libertario o en su modalidad más restringida de la agricultura colectivizada, continuaron conduciéndolo hacia adelante con gran energía. Abrigaban una creencia apostólica en la justicia y la grandeza de sus propósitos y estaban determinados a hacerlo fructificar allí donde pudieran y sin la menor dilación.

«Estamos en la revolución —declaró un celoso libertario— y debemos extirpar todas las cadenas que nos sujetan. ¿Cuándo las romperemos si no lo hacemos hoy?

Hay que ir a la revolución total y a la expropiación total. No es tiempo de dormir, sino de reconstruir. Cuando vengan del frente nuestros compañeros, si nos hemos dormido ¿qué nos dirán? Si el obrero español no sabe cincelar su propia libertad, vendrá el Estado y reconstruirá nuevamente la autoridad del Gobierno para ir aboliendo poco a poco las conquistas adquiridas a fuerza de mil sacrificios y mil heroicidades.

La retaguardia debe actuar enérgicamente para que la sangre del proletariado español no sea estéril. Nosotros no podemos ser un instrumento burgués. Tenemos que realizar nuestra revolución, nuestra revolución peculiar, expropiando, expropiando y expropiando al gran terrateniente y a todo aquel que sabotee nuestras aspiraciones».[32]

Y en un congreso de las colectividades de Aragón, un delegado declaró que la colectivización debía ser llevada a cabo con la máxima intensidad, evitando el ejemplo de aquellos pueblos donde sólo se la había realizado parcialmente.[33] Esta declaración expresó el sentir de millares de fervientes partidarios de la colectivización agrícola, que en modo alguno temían enemistar a aquellos pequeños propietarios y arrendatarios para quienes el cultivo individual era lo más importante. Tenían el poder en sus manos, y no prestaban atención a las reiteradas advertencias de sus dirigentes, como la que se expresó durante el congreso del Sindicato de Campesinos de la CNT de Cataluña, que decía:

«Implantar el colectivismo de manera integral era tanto como exponerse a un fracaso al chocar con el amor y cariño que los campesinos sienten por aquella tierra que tantos sacrificios les había costado el obtenerla».[34]

Aunque las publicaciones de la CNT-FAI citaban numerosos casos de pequeños propietarios y arrendatarios que se habían adherido voluntariamente al sistema colectivo,[35] no existe duda de que un número muchísimo mayor se oponía obstinadamente al mismo o lo aceptaba sólo bajo condiciones de extrema imposición. Esta aversión a la colectivización rural por parte de los pequeños agricultores y arrendatarios fue en ocasiones reconocida por los anarcosindicalistas, aun cuando a veces proclamaran haberla superado.

«… contra lo que más hemos luchado —dijo el secretario general de la Federación de Campesinos de la CNT de Castilla— es contra la psicología retrógrada de la mayoría de los pequeños propietarios. Figúrate lo que supone para el pequeño propietario, acostumbrado a su pequeña propiedad, a su pequeña parcela, a su borriquilla, a su miserable casita, a su insignificante cosecha anual con cuya pobre riqueza estaba más encariñado que hasta con sus hijos, su esposa y su madre, tener que desprenderse de todo este lastre secular, arrastrado desde tiempos inmemoriales, y decir: “Tomad, compañeros. Mis pobres riquezas para todos. Y no somos unos más que otros. Nos ha nacido una vida nueva. Hemos de trabajar colectivamente. Todos somos iguales”. ¡Pues esto lo hemos conseguido del campesino castellano! En el campo ya no se oye, cuando se muere un niño, ese dicho tan corriente y tan doloroso: “Angelitos al cielo”. En el sistema capitalista, el campesino se enfadaba terriblemente cuando se le moría la mula o el borrico, y se quedaba tan tranquilo cuando se le moría el hijo. Era natural. Su pequeña hacienda costaba sacrificios infinitos. El hijo no le costaba tanto. Muchas veces era la solución económica del hogar la muerte de los hijos pequeños».[36]

Incluso en Aragón, cuyos campesinos agobiados de deudas se sentían fuertemente influidos por las ideas de la CNT y FAI, factor que prestó potente y espontáneo ímpetu a la colectivización agrícola, los libertarios mismos han reconocido en varias ocasiones las dificultades que encontraban en colectivizar el suelo.

«Ha sido un problema arduo y complicado —decía uno de ellos refiriéndose al pueblo de Lécera—. Mejor dicho continúa siéndolo. Queremos que por la persuasión los hombres se convenzan de la bondad y ventaja de nuestras ideas».[37]

Mientras es cierto que la colectivización rural en Aragón comprendía más del setenta por ciento de la población en la zona bajo control izquierdista[38] y que muchas de las 450 colectividades de la región[39] eran voluntarias, debe destacarse que este singular desarrollo del sistema se debió en cierto modo a la presencia de milicianos de la vecina región de Cataluña, la inmensa mayoría de los cuales eran miembros de la CNT y FAI. Hubiera resultado extraño que no ocurriera así, porque después de la derrota del alzamiento militar en Barcelona se habían ido a Aragón, no sólo para continuar la lucha contra las fuerzas del general Franco, que ocupaban una parte sustancial de la región, sino para extender la revolución.

«… hacemos la guerra y la revolución al mismo tiempo —declaró Buenaventura Durruti, uno de los principales jefes del movimiento libertario,[40] y comandante de una columna de milicias de la CNT-FAI en el frente de Aragón—. Las medidas revolucionarias de retaguardia no se toman únicamente en Barcelona, sino que llegan desde aquí hasta la línea de fuego. Cada pueblo que conquistamos empieza a desenvolverse revolucionariamente».[41]

Como consecuencia, el destino del campesino propietario y arrendatario de tierras en las comunidades ocupadas por los milicianos de la CNT-FAI, quedó decidido desde el principio; porque aunque generalmente se convocara una reunión de la población para decidir sobre el establecimiento del sistema colectivo, se votaba siempre por aclamación y la presencia de milicianos armados nunca dejó de imponer respeto y temor en los oponentes. Incluso si el pequeño propietario y el arrendatario no se veían obligados a adherirse al sistema colectivo existían diversos factores que hacían la vida difícil para el recalcitrante; porque no sólo se les impedía emplear mano de obra asalariada y disponer libremente de sus cosechas, como ya hemos visto,[42] sino que con frecuencia se les negaban todos los beneficios de que disfrutaban los miembros.[43] En la práctica, ello significaba que en los pueblos en los que se había establecido el comunismo libertario, no se les permitía recibir los servicios de las barberías colectivizadas, utilizar los hornos de la panadería comunal, los medios de transporte y equipos agrícolas de las granjas colectivas, ni obtener alimentos de los almacenes comunales o de las tiendas colectivizadas. Además, el arrendatario, que se había creído libre del pago de la renta por la huida o la ejecución del dueño de las tierras o de su mayordomo, era con frecuencia obligado a continuar dicho pago al comité local.[44] Todos estos factores se combinaron para ejercer una presión casi tan poderosa como la culata de un fusil y finalmente obligaron a los pequeños propietarios y arrendatarios de muchos pueblos a entregar sus tierras y otras posesiones a las granjas colectivas, como dijo el anarcosindicalista extranjero Agustín Souchy:

«En muy pocos casos renunciaron los pequeños propietarios a sus tierras, empresas, etc., por motivos idealistas, aunque tales casos no son tampoco raros. En algunas ocasiones, el miedo a la incautación por la fuerza fue la causa de la renuncia en favor de las colectividades.[45] Pero casi siempre hay que buscar las causas de la cesión en motivos económicos.

Aislado y abandonado a su suerte, el pequeño propietario estaba perdido. No tenía medios de transporte ni máquinas. En cambio, las colectividades disponían de facilidades económicas inaccesibles a los pequeños propietarios. No todos los pequeños campesinos lo comprendieron en seguida. En muchos casos llegaron paulatinamente a las colectividades y sólo después de las experiencias hechas».[46]

El hecho es, sin embargo, que muchos pequeños propietarios y arrendatarios se vieron obligados a entrar en las granjas colectivas antes de tener la oportunidad de tomar libremente una determinación. Aunque en el movimiento libertario existía cierta tendencia a minimizar el factor de la coacción en el desarrollo de la agricultura colectivizada, e incluso a negarlo por completo,[47] fue en ocasiones, admitido con toda franqueza.

«Durante las primeras semanas de la revolución —escribió Higinio Noja Ruiz, miembro destacado de la CNT— los partidarios de la colectivización actuaron de acuerdo con sus opiniones revolucionarias. Ni respetaron la propiedad ni las personas. En algunos pueblos, la colectivización sólo fue posible imponiéndola sobre la minoría. Esto es algo que ocurre necesariamente en toda revolución… El sistema, desde luego, es bueno, y se ha realizado una tarea satisfactoria en muchos lugares, pero es penoso observar antipatías creadas en otras localidades debido a la falta de tacto por parte de los colectivizadores».[48]

Refiriéndose a Cataluña, rica y productiva región donde la masa de campesinos eran todos pequeños propietarios y arrendatarios, el principal periódico de la CNT, Solidaridad Obrera comentó:

«En el campo catalán se han cometido determinados atropellos que los creemos contraproducentes. Sabemos que ciertos elementos irresponsables han atemorizado a los pequeños campesinos, y que hasta ahora se nota cierta apatía en la labor cotidiana».[49]

Y escribiendo poco después acerca de la misma región, Juan Peiró, uno de los más destacados dirigentes de la CNT, preguntaba:

«¿Cree alguien… que cometiendo actos de violencia se despertará en la mente de nuestros campesinos el interés o el deseo hacia la socialización? ¿O quizá aterrorizándolos de este modo captarán el espíritu revolucionario que prevalece en las ciudades?

«La gravedad del error que se está cometiendo me impulsa a hablar claramente. Muchos revolucionarios de diferentes lugares de Cataluña… luego de conquistar sus respectivas ciudades, han querido conquistar el campo, el campesinado. ¿Intentaron conseguirlo informando a los campesinos de que la hora de su emancipación de la explotación secular a la que estuvieron sujetos año tras año había llegado? ¡No! ¿O trataron de lograrlo llevando al campo y a la conciencia del campesino y de los pequeños propietarios el espíritu y la moral de la revolución? No, tampoco. Cuando fueron al campo, llevando consigo la antorcha de la revolución, lo primero que hicieron fue arrebatar al campesino todo medio de defensa propia… Y una vez conseguido le robaron hasta la camisa.

Si hoy vais a algunos lugares de Cataluña para hablar al campesino de la revolución, os dirá que no confía en vosotros, os dirá que los emisarios de la revolución han pasado ya por el campo. ¿Para libertarlo? ¿Para ayudarlo a redimirse? No. Pasaron por el campo para robar a aquellos que a través de los años y a través de los siglos han sido robados por las mismas personas que la revolución acaba de vencer».[50]

Obligar a alguien, por el medio que fuera, a entrar en el sistema colectivo, era, desde luego, contrario al espíritu del anarquismo. El anarquista italiano, Malatesta, cuyos escritos ejercieron una influencia importante en el movimiento libertario español, declaró una vez:

«Uno puede inclinarse por el comunismo, el individualismo, el colectivismo, o cualquier otro sistema imaginable y trabajar por medio de la propaganda y el ejemplo en pro del triunfo de sus propias ideas, pero es necesario cuidarse, bajo pena de desastre inevitable, de no afirmar que su propio sistema es el único, el infalible, bueno para todos los hombres, en todos los lugares y en todos los tiempos y que debe hacerse triunfar por medios distintos a la persuasión basada en las lecciones de la experiencia».[51]

Y en otra ocasión manifestó:

«La revolución tiene un propósito. Es necesaria para destruir la violencia de los gobiernos y de las personas privilegiadas; pero una sociedad libre no puede formarse si no es por libre evolución. Y a esta evolución libre, que se verá constantemente amenazada mientras existan hombres con sed de dominio y privilegios, los anarquistas deben estar atentos».[52]

Pero incluso esta vigilancia implica, si es que ha de ser eficaz, la existencia de fuerzas armadas y de elementos de autoridad y coerción. Desde luego, en la primera revolución social ocurrida luego de escribirse aquellas líneas —la Revolución Española—, la CNT y la FAI crearon fuerzas armadas para proteger el sistema colectivo y además las usaron para extenderlo.

El que estas fuerzas no resultaran simpáticas a algunos jefes anarquistas, pone de relieve la brecha existente entre doctrina y práctica. Aunque teóricamente la CNT y FAI se opusieron a la dictadura estatal por la que abogaban los marxistas,[53] establecieron, sin embargo, en innumerables localidades, con la ayuda de grupos de vigilancia y tribunales revolucionarios, una multiplicidad de dictaduras locales, que ejercieron su poder abiertamente, no sólo contra sacerdotes y terratenientes, prestamistas y mercaderes, sino en muchos casos también contra pequeños comerciantes y campesinos.