3
LA REVOLUCIÓN
Rechazado por la izquierda y la derecha, el gobierno de conciliación de Martínez Barrio pasó al olvido, incluso antes de que los nombres de sus miembros aparecieran en la Gaceta oficial. Toda idea de llegar a un acuerdo con los generales insurgentes tuvo que ser abandonada y se formó un nuevo gobierno, que a fin de combatir la rebelión decidió acceder a las demandas de las organizaciones obreras para la distribución de armas.
«Cuando me hice cargo del Gobierno de la República —atestigua su Primer Ministro— hube de considerar que la, única forma de hacer frente a la sublevación militar era el entregar al pueblo las escasas armas de que disponíamos entonces».[1]
Pero era un gobierno tan sólo nominal, arrastrado inexorablemente por la marea; un gobierno que presidía no la conservación del régimen republicano sino su rápida disolución bajo el doble impacto de la rebelión militar y de la revolución social.
Tal era el gobierno de republicanos liberales formado por José Giral, hombre de confianza de Manuel Azaña, Presidente de la República.[2]
En una ciudad tras otra y en provincia tras provincia el Estado se fue despedazando en fragmentos conforme las guarniciones se incorporaban al movimiento insurgente o eran derrotadas por los trabajadores armados y las fuerzas leales al gobierno.[3]
«De 15 000 oficiales del ejército —escribe Julio Álvarez del Vayo, más tarde ministro de Relaciones Exteriores— apenas 5000 se mantuvieron leales a la República…; prácticamente nada quedó del viejo ejército que pudiera ser útil».[4]
La Guardia Civil, policía creada por la monarquía y conservada por la República como bastión del Estado, se hundió también[5] y sólo unos cuantos millares de sus miembros continuaron bajo la precaria autoridad del gobierno[6]. La policía secreta se disolvió del mismo modo, puesto que la mayoría de sus agentes hicieron causa común con la insurrección.[7] Incluso el poder de los Guardias de Asalto, el cuerpo de Policía creado en los primeros días de la República como puntal del nuevo régimen, quedó resquebrajado a causa de las numerosas deserciones al campo rebelde[8] y también porque en aquellos lugares en que fracasó la insurrección, las funciones de policía fueron asumidas por milicias armadas, unidades improvisadas por las organizaciones de izquierda.[9]
«El Estado se vino abajo y la República quedó sin ejército, sin fuerzas de policía y diezmado su mecanismo administrativo por deserciones y sabotaje —escribe Álvarez del Vayo—.[10] Desde los jefes del ejército y los magistrados del Tribunal Supremo hasta los oficiales de Aduanas, nos vimos obligados a sustituir a la mayoría del personal que, hasta el 18 de julio de 1986, había tenido a su cargo el mecanismo administrativo del Estado republicano. Tan sólo en el ministerio de Asuntos Exteriores, el noventa por ciento del Cuerpo Diplomático había desertado».[11]
En palabras de un jefe comunista, «todo el aparato estatal quedó destruido y el poder del estado pasó a la calle»;[12] tan completo fue el colapso que, citando la frase de un jurista re publicano, tan sólo quedaron «el polvo del Estado, las cenizas del Estado».[13]
El control de puertos y fronteras, elemento vital en la autoridad de un Estado, y que en otros tiempos ejercieron los carabineros, oficiales de aduanas y guardias, fue ejercido por comités de trabajadores o por cuerpos locales bajo la autoridad de los sindicatos y partidos de izquierda.
«El Gobierno no podía hacer absolutamente nada —recordaba más tarde Juan Negrín, cuando era Presidente del Gabinete— porque ni nuestras fronteras ni nuestros puertos estaban en manos del Gobierno; estaban en manos de particulares, de entidades, de organismos locales o provinciales o comarcales; pero; desde luego, el Gobierno no podía hacer sentir allí su autoridad.[14]
En la marina, según su Comisario General durante la guerra civil, el 70 por ciento de los oficiales murieron a manos de sus propios hombres[15] y la autoridad pasó a comités de marineros. Las funciones de municipalidades y de otros cuerpos locales de gobierno en la zona izquierdista fueron también asumidas por comités en que los socialistas y anarcosindicalistas constituyeron la fuerza dirigente.[16] Esos organismos de la revolución —declaró un jefe anarcosindicalista, pocas semanas después del estallido de la guerra civil—
«han traído como consecuencia, en todas las provincias de España dominadas por nosotros, la desaparición de los delegados gubernativos, porque éstos no tenían nada más que hacer que obedecer los acuerdos de los Comités ejecutivos… En otros órdenes, las Diputaciones y los Ayuntamientos han quedado convertidos en esqueletos a los cuales se les escapó la vida, porque toda la vida concerniente a esos organismos de administración del viejo régimen burgués fue sustituida por la vitalidad revolucionarla de los sindicatos obreros».[17]
Los tribunales de Justicia fueron sustituidos por tribunales revolucionarios que administraban la justicia a su manera.[18] Jueces, magistrados y fiscales quedaron relevados de sus cargos, algunos sufrieron prisión y otros fueron ejecutados[19] mientras los archivos judiciales eran quemados en muchos lugares.[20] Las penitenciarías y las cárceles fueron invadidas, sus archivos destruidos y los reclusos dejados en libertad.[21] Centenares de iglesias y conventos fueron incendiados o se les destinó a usos seculares.[22] Millares de miembros del clero y de las órdenes religiosas, así como personas pertenecientes a la clase acomodada, fueron asesinados,[23] pero otros pudieron escapar a la detención o a la ejecución sumaria, huyendo al extranjero en barcos de guerra de diversos países o refugiándose en las embajadas y legaciones de Madrid.[24]
«Hemos comprobado… algo que ya sabíamos en teoría —escribió una destacada anarquista, mientras se sucedían estos acontecimientos—: que la revolución es una fuerza destructora y ciega, grandiosa y bárbara, en la que actúan, formidablemente, fuerzas incontroladas e incontrolables. Que una vez bajado el primer eslabón, el primer peldaño, el pueblo se precipita como un torrente por la brecha abierta. Y que no es posible detener, a voluntad, la marcha desordenada de las aguas. En el fragor del combate, en la furia ciega de la tormenta ¡cuántas cosas también naufragan! Los hombres no son mejores ni peores de como los hemos visto. Son como son, con realidad verdadera y subjetiva, ignorada hasta entonces por nosotros. Sus vicios y sus virtudes se manifiestan, surgiendo del fondo de los tahúres la honradez dormida y de lo más hondo de los hombres honrados el apetito voraz, la sed del exterminio, el afán de sangre, que parecía más que imposible».[25]
«La obra revolucionaria —escribió el Presidente Azaña algún tiempo después— comenzó bajo un gobierno republicano que no quería ni podía patrocinarla. Los excesos comenzaron a salir a luz ante los ojos estupefactos de los ministros. Recíprocamente al propósito de la revolución, el del Gobierno no podía hacer más que adoptarla o reprimirla. Menos aún que adoptarla podía reprimirla. Es dudoso que contara con fuerzas para ello. Seguro estoy de que no las tenía. Aun teniéndolas, su empleo habría encendido otra guerra civil».[26]
Desprovisto de los órganos represivos del Estado, el gobierno de José Giral poseía el poder nominal; pero no el poder efectivo,[27] porque éste quedaba disperso en incontables fragmentos y desparramado en millares de ciudades y pueblos entre los comités revolucionarios que habían instituido su dominio sobre correos y telégrafos,[28] estaciones radiodifusoras[29] y centrales telefónicas,[30] organizado escuadrones de policía y tribunales, patrullas de carretera y de frontera, servicios de transportes y abastecimiento y creado unidades de milicias para los frentes de batalla. En resumen, el gabinete de José Giral no ejerció autoridad real en ningún lugar de España.[31]
Los cambios económicos que siguieron a la insurrección militar no fueron menos dramáticos que los políticos.
En aquellas provincias donde la revuelta habla fracasado, los obreros de las dos federaciones sindicales, la socialista UGT y la anarcosindicalista CNT,[32] se incautaron de la mayor parte de la economía.[33] Las propiedades agrícolas fueron expropiadas; algunas se colectivizaron y otras quedaron divididas entre los campesinos.[34] Los archivos notariales y los registros de la propiedad fueron quemados en innumerables ciudades y pueblos.[35] Los ferrocarriles, tranvías y autobuses, los taxis y las embarcaciones, las compañías de luz y fuerza eléctricas, las fábricas de gas y servicios de agua, las fábricas de maquinaria y automóviles, las minas y fábricas de cemento, las industrias textiles y del papel, las industrias eléctricas y químicas, las fábricas de botellas de cristal y las perfumerías, las plantas alimenticias y las cervecerías, así como una multitud de otras empresas, fueron incautadas o controladas por comités de obreros, poseyendo cada uno de ambos términos casi igual significado en la práctica.[36] Los cines y teatros, los periódicos e imprentas, los almacenes y hoteles, restaurantes y bares, fueron asimismo incautados o controlados igual que los centros de las asociaciones comerciales y profesionales, y millares de moradas, propiedad de las clases altas.[37]
Pero como se verá en los capítulos siguientes, los cambios económicos en la ciudad y en el campo no se confinaron a las capas adineradas de la sociedad. Con el colapso del Estado todas las barreras se hundieron y el momento resultó demasiado tentador para las masas revolucionarias, para no intentar el remodelado de toda la economía de acuerdo con sus más fervientes deseos.