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A MODO DE INTRODUCCIÓN

Del borrador del Diario de Mándos, Tercer rey de Dyesäar.

Soy un hijo de la historia, ¿qué derecho tengo yo a hablar de ella? También su padre, es cierto, o al menos eso se dice del monarca, cuyo dudoso privilegio es ser la causa visible de muchas mutaciones en la máscara del tiempo que llamamos historia. Pero no tengo el tiempo a mis pies, como los Rishis, milenarios; ni siquiera es mía una tradición vasta y antigua como la eteria, que afirma remontarse más allá de los recuerdos de las tres razas primordiales. Soy sólo Mándos, tercer rey de Dyesäar, señor de un pueblo adulto, no anciano, y de un reino joven. Quizás sea ésta, precisamente, la razón de que, más que ningún otro, tenga necesidad de ordenar en mi memoria el pasado, ahora que alcanzamos ese recodo del tiempo que transformará las cosas, que inaugurará el futuro. Una transformación mayor aún que las muchas mutaciones vertiginosas que he conocido a lo largo de mi vida. Mayor, pero más silenciosa. Como la llegada de la noche. Noche, sí. No soy optimista: sé que nos espera el abismo. Quizás no un abismo definitivo; yo creo en la Promesa.

Pero pasarán más de doce siglos antes de que el mundo vuelva a ser lo que ha sido. ¿Qué mundo conocerán los millares de hombres por venir, extranjeros aún, insospechados en su limbo germinal?

Y los Rishis, cuya edad es ya más del doble de ese periodo fijado, ¿lo conocerán realmente, o pasarán junto a él con la premura de caballos desbocados, sin ver en las nuevas sombras más que el eco de las viejas imágenes? ¿Conocer realmente? ¿Qué es «conocer realmente»? Me cerca la duda.

Doce siglos. Algo más en realidad, mil doscientos doce años, ése es el tiempo que he oído en boca de los sabios. Argumentan que la era de los Reyes Antiguos, los Vedas, duró justo esos doce siglos y doce años; que el periodo de los Viejos Imperios duró esos doce siglos y algo más; y que antes de todo eso, los años de las tres razas primeras, Enanos, Gigantes y Sumânoï, fueron cada vez mil doscientos doce. La simetría exige una nueva repetición; la historia exige simetría; pero la evolución exige simetría y algo más.

Doce siglos para la culminación de la historia, para el cumplimiento de la Promesa, para el retorno del rey Ban, el Don… En este recodo del tiempo, doce siglos parece en verdad una larga espera: han pasado cincuenta y seis años desde la partida del Don y ya hay muchos (aunque no aquí, en Dyesäar, eso es cierto) que niegan su existencia o lo consideran sólo un mito. Y mito en ellos significa fábula, no esa verdad interior que toma muchas formas en la historia, esa gota de eternidad que cuaja el tiempo. Curioso: otros lo considera un traidor; herencia de los tiempos de Sarkón el Abominable, supongo. Otros no han oído jamás hablar de él: la ignorancia se extiende al mismo ritmo que se reduce nuestra consciencia histórica. Hace cincuenta y seis años éramos un sólo imperio milenario, hoy somos un mosaico de reinos y principados jóvenes, y aunque existe sin duda una gran promesa en estas vidas separadas, hay también, de momento, una fuerte impronta de provincialismo. Ordum, la Puerta de la Luz, éste es el nombre que resuena todavía en el vasto territorio que un día rigió Ban, eco de nuestra unidad pasada. Nosotros fuimos el imperio más unido y el más diverso y el más aislado, tres formas de grandeza. Cayó Ban y llegó Sarkón, y fuimos durante quince años un país en guerra en un mundo en guerra. Fueron los años de la Segunda Conflagración, pero… Me estoy adelantando. ¿Cómo puede comprenderse la Segunda Conflagración sin conocerse la Primera? Y ¿cómo puede explicarse la Primera sin remontarnos a esa era que está en el umbral del mito, un mito que es historia, pero una historia que acontece en un escenario inefable? Tierra, sí, pero qué Tierra; ésta misma y, sin embargo, un mundo menos denso, menos inerte y menos obscuro que éste que habitamos al borde del abismo del tiempo… O ya en el abismo del tiempo.

La Segunda Conflagración no fue en realidad una guerra de pueblos contra pueblos, sino el segundo gran asalto de lo que la estirpe de los hombres ha llamado la Guerra Delegada. ¿Delegada por quién, a quién, para qué? Han pasado cuarenta años desde la última marea de sangre y vivimos una paz fría, una guerra quieta, congelada. Creo que ha sido siempre así desde que los hombres sucedieron a las tres razas primordiales. Antes, durante el tiempo en que Enanos, Gigantes y Sumânoï gobernaron sucesivamente el Gran Norte, símbolo de su señorío del planeta, los hombres fueron poco más que animales: cuerpos fuertes y mentes débiles al servicio de una ansiedad poderosa. Tribus rapaces, siempre en guerra porque temían y anhelaban lo distinto. Se habla de los cinco pueblos humanos originales, el del Mar, el del Desierto, la Pradera, la Montaña y la Selva; cada uno de ellos tenía en común la lengua, eso es cierto, y algunas pinceladas raciales, pero su corazón y sus miembros estaban divididos en tantos fragmentos como diversas eran las formas de su miedo y de su deseo. Y, sin embargo, aquellas luchas depredadoras, debían de ser, supongo yo, ingenuas en comparación con lo que conocemos. Ya lo he dicho, peleas poco más que animales, exentas de la rabia y magnitud que llegaría más tarde, pero también de la grandeza de ideales que acabaría por traer el destino.

El Destino… Los esferistas dicen que está en los astros. En este caso tienen razón. La vida de los hombres cambió cuando Pàrthu siguió la estrella azul. No es un mito; es historia; en el mundo hay todavía diez hombres que la vieron, diez que siguieron a Pàrthu como Pàrthu siguió la estrella… hace cerca de veinticinco siglos. La estrella les condujo al Gran Norte. Un sortilegio azur en el cielo no insensible a la existencia y los anhelos de los hombres, ¿os imagináis?, tan distinta de sus seráficas hermanas impasibles… ¿Quién no la habría seguido?

Dios, oigo ruidos en el patio de armas que me recuerdan el poco rato que podré dedicar todavía a este diario. La comitiva se prepara para recibir a Vântar, rey de Eben, y yo debo presidirla. Y, sin embargo, cuánto me gustaría recrearme ahora en aquella era, en aquel mundo, reconstruyéndolo a partir de los relatos que he leído y oído, de los recuerdos ocultos de la raza, que son los míos, apropiándome de él ahora, en este recodo del tiempo. Pero debo avanzar, no sé cuándo lograré sentarme a escribir otra vez. Y, cuando al fin pueda, si es que llega ese instante, ¿vivirá aún en mí este sentimiento que me fuerza a volverme al pasado, a ordenarlo, para hallar en él las explicaciones del porvenir y el fundamento de sus esperanzas? Debo avanzar.

¿Pero quién no la habría seguido? Acaso muchos. Incluso Pàrthu tuvo que vencer enormes resistencias y supersticiones antes de llevar a su pueblo tras la estela azul del astro. Pero llegó al Gran Norte, este pueblo de la Pradera. Siglos futuros lo conocerían como el pueblo de los hiperbóreos; entonces no era sino una tribu un poco menos salvaje que las demás. Y, sin embargo, en ella estaba la semilla secreta del futuro.

A veces he intentado imaginar el Gran Norte a través de los ojos de esos nómadas. El diluvio de fuego que cayó sobre los Sumânoï arruinó su civilización, pero no la arrasó hasta los cimientos. Así como los Sumânoï encontraron las ruinas de la cultura de los Gigantes, ahogada por el diluvio de las aguas, y los Gigantes a su vez los restos de los Enanos al borde de las simas abiertas por los grandes terremotos del primer cataclismo universal, los hombres debieron de tropezar con los signos de la vida inconcebible de los Sumânoï. Aún nos turban las huellas que los hijos de la tercera de las razas dejaron esparcidas por el mundo en los tiempos de su exilio; ¿qué monumentos y misterios no quedarían exhumados en el Gran Norte tras la diáspora, y qué impresión causarían en los ojos de aquellos salvajes que no habían dormido nunca todavía más que bajo el palio azul de estrellas? Cadáveres sí, esqueletos de una civilización… pero ¿acaso no nos fascinan también los esqueletos de los dragones de antaño, o sus huevos grandes como peñas en su esperanza frustrada de vida inmensa y brutal? Y si las ruinas sumânoï les abrumaron, ¿qué sentirían aquellos hombres al hallarse frente a frente con los Vedas?

Los siete Vedas, los Grandes Señores, los Reyes Antiguos… Es curioso, nunca he logrado aprenderme la lista y debo revisarla cada vez que necesito hacerla presente. Kadír, uno de los Rishis, me la dictó una vez como a un niño. Aún la tengo sobre mi mesa. Dijo: Lâun, Señor de las piedras y metales; Mâurtha, Señor de los seres vivos; Mêrkhu, Señor de la memoria del pasado y del porvenir; Joves, Señor de la Materia; Vànumar, Señor del lenguaje de los dioses; Sabathio, Señor del saber oculto y místico; Sùndamar, Señor de las artes… y yo tomé cumplida nota. Imagino que serían Señores de todo ello y de algo más… no sé por qué nunca me fío de estas clasificaciones tan rigurosas, quizás por eso se me hurtan al recuerdo. Pero lo que importa, lo que sí importa, es que llegaron a nosotros como siete fuentes distintas de sabiduría, que descendieron del Más Allá (y esto justifica que los llamemos dioses), y que hicieron todo lo que estuvo en sus piadosas y esplendorosas manos para salvar la Tierra. Salvar la Tierra… Tres razas nos habían precedido en el fracaso, y allá en los mundos de las esferas superiores que nos observan, genios y dioses y ángeles y ancestros debieron de compadecerse de nuestros esfuerzos terrenos por construir un mundo semejante a sus cielos fúlgidos. Esto es mito… o poesía, pero los siete Vedas son historia. Una historia de mil doscientos doce años. Lo que la estirpe humana llamamos el Primer Día.

Cada uno de los Vedas escogió por aquel entonces a tres de aquellos nómadas inefables.

Los llamaron Electos. Los instruyeron, cada uno de los Grandes Señores dándoles a beber de su particular fuente de sabiduría. Les confirieron el secreto y el don de la inmortalidad, y los hicieron príncipes de su pueblo. Pàrthu fue uno de ellos y su Señor, Sabathio, lo llamó Ilânu, el hombre-dios. Pasaron los siglos y al llegar a aquel recodo del tiempo, Vedas y hombres debieron de sentirse como yo me siento ahora, aunque con mayor grandeza: se había producido una fisura en sus vidas, sus proyectos y esperanzas estaban amenazados de muerte, y el abismo, también entonces, se abría ante ellos como la boca atroz del leviatán. Joves había cambiado, había dejado el camino de sus hermanos, había tomado tantos nuevos electos como le hacía falta para llegar a cien; en lugar de transformar la Materia, había sido transformada por la inerte, doliente, opaca Materia… y ahora era obscuro. Maurehed, Cabeza Negra, le llamaron, y él rió. Y aquí da comienzo la lucha entre Luz y Sombra, los dos Poderes primordiales, los dos Poderes extremos y, sin embargo, los dos Poderes conciliados por el hilo secreto de sus transformaciones recíprocas. Porque la Luz se había hecho Sombra, podía volver a ser Luz: por eso los seis Señores Blancos no se enfrentaron a su hermano caído, partieron, y delegaron la guerra en nosotros los hombres. A su partida la llamaron el Gran Samadhi, el Sueño de los Reyes Antiguos, y a su mundo introvertido arrastraron a Maurehed, se lo llevaron en los remolinos de sus consciencias ilimitadas, vertiginosas, hasta el núcleo inmaculado de su ser…

Acaba de entrar un escudero para advertirme de que todos me esperan, armados y a caballo, en el patio de armas. No me demoraré, pero es necesario añadir unas cuantas cosas más a estas notas, aunque sólo sea para que, cuando al fin pueda revisarlas, encuentre más ordenadas mis ideas.

Antes de partir, los Vedas describieron un destino multimilenario que debió de sonar monstruoso en los oídos de los Electos y sus hiperbóreos, a menos que… Siempre hay un «a menos que» en las historias trágicas, sólo que en este caso el «a menos que» era, según se mire, tan trágico como la historia misma. Uno de aquellos hombres, de aquellos príncipes de su pueblo y del espíritu, llegado el tiempo, debía renunciar a su inmortalidad, debía encarnar en sí todo el mal de la Tierra, la obscuridad y el dolor y la traición y la muerte y el triste deseo, y debía vencerlo venciéndose… y no en una vida, sino retornando en cada ciclo con su terrible herida abierta hasta el día del Renacer humano. La guerra individual y secreta debía completar la guerra visible y colectiva; el sacrificio del hombre haría menos larga y obscura la pasión de la humanidad toda. Este hombre fue Ilânu, que había sido Pàrthu y que desde entonces fue llamado Ban, el Don, y también el Sacrificio Peregrino.

¿Puede ser que un hombre encarne el alma del Hombre, compendie su destino, porte en su vida-símbolo la vida de todos los hombres? Eso, al menos, dicen los eterios, acaso el pueblo más sabio. Y dicen también que Ban, que fue Ilânu, que fue Pàrthu, había sido antes aun Aurobántur, un príncipe del Gran Norte cuando el hombre vivía allí como señor y primogénito del Altísimo, antes incluso que las tres razas primordiales. Pero hablar de esta antigua y secreta tradición eteria nos llevaría muy, muy lejos, muy atrás en el tiempo… No es necesario ahora.

Partieron. Los Vedas partieron. Desaparecieron de la faz de la Tierra sus doce castillos magníficos y los hombres se hallaron perdidos en aquella obscuridad naciente del mundo. Y hubo una gran batalla entonces entre los Electos Blancos y los cien Electos de Maurehed, la Primera Conflagración. Y tan fríos les parecieron a los hombres los filos de sus armas que la llamaron la Guerra de las Espadas de Hielo. Del bando de Ilânu-Ban, cayeron ocho Electos; ochenta y ocho de las huestes negras. Sólo por las Señoras podían morir los inmortales, las armas hechas por los Reyes Antiguos para sus Electos, y aquel día fueron capturadas todas las Señoras Negras menos una… así que bien pudieron los Blancos considerar el resultado un triunfo, a pesar de las pérdidas.

Los ejércitos se separaron o los separó la niebla, y los pueblos se dispersaron por el mundo. Los diez Electos Blancos fueron llamados desde entonces Rishis y fundaron imperios. Los Negros se ocultaron. Y empezó esta fría paz, esta guerra quieta que aún dura y que despierta a veces de su letargo de volcán con estremecimientos de terremoto.

Todo esto se cuenta en los tres relatos que nos dejó Kundalón el Rishi, el compañero inseparable de Ban; yo no hago más que resumirlos. Pasaron mil doscientos doce años, el sello de la simetría en el tiempo amorfo, y a esta era la llamamos los hombres el Segundo Día. Con su crepúsculo, llegó la hora del sacrificio del Don. Lo que ocurrió entonces lo cuenta Libna, la Dama del Arco, en sus memorias de aquel periodo atroz. Sería absurdo repetirlo. Antes de un año, Sarkón se sentaba en el trono de Ordum, el imperio de Ban, y a través de él reinaban los Electos de Maurehed. Eteria fue sacrificada; Eben, la capital imperial, llamada desde entonces Mâurwanna, fue forzada a la degradación más vil; el Norte y el Sur y el bosque y las montañas y el desierto, que se rebelaron, recibieron los chicotazos de la ira de Sarkón, más heridas que las que puede una vida sanar. Fueron los años del nuevo imperio, quince años de terror salvaje pero también de un coraje indómito. Fueron los años que vieron nacer las siete Órdenes de los Anillos, que vieron caer uno tras otro todos los reinos y que abocaron a aquella grandiosa Segunda Conflagración… Hace ahora cuarenta años, y yo luché y vencí junto a los héroes. Pero todo esto lo cuenta Yâra, la Dama de la Media Luna, en sus dos narraciones…

Releo el último párrafo y, más que ordenar recuerdos, parece que esté poniendo en su secuencia adecuada los libros de mi biblioteca. Es igual. En algún momento deberé volver sobre estas notas; quizás entonces estas frases mal hiladas se conviertan en una verdadera historia de Ordum. Estamos en el Tercer Día del hombre, en su quincuagésimo sexto año. Paciencia, amigo Mándos. Hay tiempo de sobras hasta el día de la Promesa.