FrameSup
FrameMed

XVI

El humo de las piras saludó el gris amanecer. Más de cuatrocientos hombres cabalgaban como ingrávida ceniza las espirales de aquel humo negro. El aire se llenaba del olor doliente de las cosas acabadas. La blanca arena de la playa tiznaban los pasos del heraldo invisible de la Muerte. El Deva, manso hoy y contemplativo, descendía hacia Eben, hacia los rápidos, hacia Dyesäar y el océano sin límites… ese viaje que nunca empieza, que nunca termina, del río en eterna renovación y transformación de sí mismo.

Silenciosamente unido al resto de sus hombres, Brahmo contempló a los muertos liberarse de su carne y meditó en el partir de las almas por los caminos clarividentes del fuego hacia su lugar de reposo. Se alegró de que no hubiese sacerdotes con sus tropas, a pesar del antiguo decreto del rey Vântar que obligaba a todos los jefes a portar servicio religioso en cualquier expedición. Qué mejor ceremonia, qué rito más respetuoso para el que parte, que el silencio contemplativo y pacífico de los que permanecen. Unos se elevan en el carro de las llamas, otros quedan en la cárcel terrestre; el adiós que los une y los separa no es más que el anuncio de un reencuentro. La Ruta es una para todos; también la Meta. Aunque ahora unos caminen mientras otros descansan y esperan.

La carne y la madera devoraron las llamas mientras el sol emergía, presentido pero invisible tras un muro gris de nubes. Luego las llamas se devoraron a sí mismas y dejaron sólo ascuas sobre la arena sucia y fría. Aún pasaron el príncipe y sus hombres mucho rato quietos, callados, y el mundo a su alrededor respetó su ausencia.

Pero cuando Brahmo abrió los ojos, halló el rostro de Melk a su lado.

«¿Quién es este hombre? —se preguntó—. Melk. Pero ¿quién es Melk y por qué lo llamé así el día en que creí reconocerlo, uno de los veteranos de la guardia de mi padre? Melk. Pero yo no había oído nunca este nombre, ¿por qué lo pronuncié? Y, sobre todo, ¿por qué lo pronuncié tan convencido, como si el hombre y el nombre me fuesen conocidos desde siempre? Y no lo eran. Melk. ¿Qué esconde tras esa aparente prudencia, casi se diría pusilanimidad, cobardía? Pues ahora, Melk, ya no se me esconde que todo eso es fingido. No en vano has resistido al Guardián».

Como si intuyese órdenes no expresadas, Melk hizo formar a todos los hombres en espera de las palabras del príncipe y retornó al lado de su capitán.

—Señor —dijo entonces—, vuestras tropas aguardan vuestra voluntad.

«Estos ojos —pensó Brahmo mirando a su alférez—, ¿dónde he visto yo antes estos ojos?».

Melk era algo más bajo que el príncipe, de cabello intensamente negro con algunos mechones blancos, tez morena y miembros robustos, un rostro de líneas rectas y el dibujo de su boca, grave. Indefinida, su edad podía ser cualquiera entre los treinta y los cincuenta años.

—Gracias, alférez —respondió Brahmo, y evitó el nombre, porque ¿qué decía aquel nombre o a quién pertenecía en realidad?

Brahmo contempló sus huestes. Qué rostros tan diferentes podía ver hoy en sus hombres.

Algunos estaban heridos, otros desgarrados por dentro, sus ropas sucias. De las armas impolutas y resplandecientes con las que ayer desembarcaron, las había melladas, quebradas, dañadas, y Brahmo lo sabía aunque la vergüenza las ocultase. Pero nada de esto era importante. Los rostros de aquellos hombres eran los de los grandes veteranos, aquellos que han librado, no muchas batallas, sino la batalla que justifica toda una vida. Habían contemplado sus honduras y enloquecido, pero se habían dejado salvar de la locura y esto suponía un compromiso tan inexorable como el de vender el alma a un ángel: habían comprado su vida y su cordura a cambio de no huir más de sí mismos, de no ignorarse más… Una forma de atarse para siempre a ese Habitante Oculto, desconocido. Quinientos de estos hombres valían más que cinco mil de los que había traído el día anterior a esta playa. Sus tropas no se habían demediado, se habían multiplicado por cinco. Pero ¿cuántos de estos hombres lo seguirían ahora?

—No os ocultaré nada —comenzó el príncipe con voz potente—. Vinimos para enfrentarnos a uno solo de los clanes de Koria; tenemos como enemigos a la mitad del bosque. Debíamos recorrer unas cuarenta millas hasta su territorio; quizás debamos penetrar más de cien en la selva antes de merecer la batalla. Éramos más de un millar; sabéis perfectamente cuántos quedamos.

Antes de encontrar al enemigo, quizás otros peligros nos asolen aún: las ciénagas, las fieras, las brujas kurias… Así que es posible que ni siquiera cinco centenares lleguemos a la lucha que hemos venido a buscar, sino sólo la mitad o la mitad de la mitad de la mitad. Yo voy a seguir adelante, aunque sea en solitario. Pero os doy entera libertad para continuar o para retornar a Eben. Y os la doy con sinceridad porque comprendo, ¡escuchadme!, comprendo, que humanamente esto es una locura. Os preguntaréis por qué vuestro príncipe se ha obstinado en llevar adelante tal locura, pues a ninguno se os esconde que nos acosan diversos peligros, dentro y fuera de la capital, y quizás pensáis que el bosque es, al fin y al cabo, el menos urgente de todos ellos. Os voy a dar mi respuesta. La respuesta que a mí me basta y satisface. Pero comprenderé que no la entendáis y la rechacéis. Ésta es mi respuesta: porque humanamente esta empresa es una locura, divinamente debe hacerse. Todas las batallas que nos esperan se resumen en una sola. Y es ésta. La batalla de nuestra iniciación. De esta aventura, compañeros de armas, sólo podemos surgir fortalecidos. Y os diré el pensamiento que ha venido hasta mí al contemplar hace un instante vuestros rostros. Me he dicho: ayer éramos mil, hoy somos cinco millares.

Ahora me alejaré de aquí durante media hora. Cuando retorne quiero formados sólo a los hombres que estén dispuestos a seguirme.

Brahmo se volvió apartando la vista rápidamente de todos aquellos hombres y se alejó hacia el bosque sin mirar atrás. No quería ni pensar quién le seguiría, quién le abandonaría.

Había hablado sinceramente, con el corazón en la mano, y sabía que no podía imponer a nadie por la fuerza el alto Ideal que, aún impreciso, aún no perfectamente definido, formulado, sentía nacer en sí. ¿Dyesäar? Oh, sin duda. La honda huella que había dejado en él el viaje al Sur era la responsable de los cambios interiores, cada vez más precipitados y radicales, que experimentaba.

No habría podido hablar a sus hombres de aquel modo, si algo del aire del reino de Mándos no hubiese inflamado aún sus pulmones y dado alas a su voz.

Brahmo alcanzó la Puerta de los Sabios, rodeó el arco y se sentó a los pies del coloso que mira al bosque con los ojos abiertos. No quería de ningún modo volverse hacia la playa y descubrir allí el más leve indicio de movimiento. Acaso las barcazas habrían sido llamadas ya.

Acaso todos, incluso los compañeros del rey, murmuraban que el príncipe estaba loco y se disponían a partir. De pronto sentía una aplastante inercia, allí, a los pies del Guardián; y la selva, inextricable frente a él, junto a él, a su alrededor, le parecía infinita… una tumba infinita.

Su corazón voló lejos, junto a su hermana en el Sur. Nunca había pensado que sentiría tanta nostalgia por ella, que la necesitaría tanto, que la admiraba tanto, que la amaba tanto, como cualquier hombre a cualquier mujer. Y sacando de su garniel tinta, pluma y pergamino, escribió apoyándose en sus rodillas:

A la Dama de la Aurora, salve:

Hermana amadísima, he descubierto que me acosan tres locuras: hacer de mí un héroe semejante a los de antaño, hacer de Eben un reino semejante a Dyesäar y unirme a todos aquellos que luchan preparando el retorno del Viejo Imperio. La primera y la tercera no me han sido nunca totalmente extrañas, pero la segunda es tanto como querer destruir la obra de nuestro padre. Creía que no podría hacerlo sin ganar antes la autoridad y legitimidad necesarias ante mis gentes. Ahora sé que es otra cosa lo que debo conquistar: el contacto diáfano y permanente con el centro verdadero de mi ser, pues ése es el fulcro firme, inmóvil, omnipotente, que hace a la palanca apoyada en él una herramienta capaz de mover todas las cosas del mundo. Estoy en el umbral del viaje interior hacia ese Centro… o hacia la muerte.

Dentro de unas horas daré un paso y ya no volveré a ser el mismo. Si yo fallara, volved a Eben, tú y Pradib, y realizad todo aquello que es preciso. Sea cual sea la cantidad de sangre vertida, reinad en nuestra capital. Esta carta es mi testamento. Te amo como nunca te he amado. Sé feliz con el hombre que ha puesto a tu lado el Destino, mejor que cualquier otro.

Brahmo, Patio de Armas, dieciocho de Agosto, año 56.

Sopló sobre la tinta, dobló el pergamino y lo guardó. Era casi hora de volver. Se levantó y contempló el rostro del coloso, nadó en sus ojos de esfinge buscando un indicio del porvenir.

Aquellos ojos… ¿Dónde había visto aquellos ojos y por qué su mirada terrible le parecía tan familiar? Pero era hora de volver y Brahmo decidió hacerlo con la vista baja, sin contemplar la playa desde lejos. Caminó hacia allí como en un sueño y sus ojos surcaban la tierra obstinados en no saber. La tierra rojiza de Sus, la franja entre el bosque y el río, substituyó a la tierra parda del umbral de Koria y murió en la blanca arena tiznada. Brahmo alzó la cabeza. Allí estaban los doce compañeros con el alférez real al frente y todas sus tropas formadas tras ellos. Flameaba el estandarte. Tronaron las caracolas y los cuernos de los cazadores del rey para recibir al príncipe.

—Señor —clamó la voz potente de Ébion, el mayor de los veteranos, sobreponiéndose al estruendo de las huestes—, dijisteis que la Puerta de los Sabios es el umbral de la victoria. Para todos nosotros. Que vencer es vencerse. Pues bien, todos esperamos que nos conduzcáis hacia esa divina locura que vos vislumbráis. Llevadnos a través de vuestro arco de triunfo.

Un escalofrío sobrecogió al príncipe y permaneció inmóvil unos instantes preguntándose si era digno siquiera de aquellos hombres. Los miró uno a uno y, al final, reposó su mirar en las pupilas de su alférez.

«¡Cielos y Abismos!» —se dijo.

Acababa de descubrir dónde había visto aquellos ojos hondos, terribles.

*

No habían perdido mucho tiempo antes de partir. Todo lo imprescindible fue cargado; todo lo innecesario, abandonado. Brahmo entregó la carta en un sobre lacrado a su primer oficial para que éste la pusiese en manos de uno de los pilotos de las lanchas de apoyo. La lancha navegaría inmediatamente Deva abajo, hacia Ishkáin, y la llevaría a los correos del rey, que enviarían sin demora un estafeta a Dyesäar. Después los hombres del príncipe formaron tres columnas a cuya cabeza marcharon los cazadores reales, sobre los que recaía todo el peso y la responsabilidad del avance del ejército a través de la jungla. También los flancos quedaron protegidos por invisibles exploradores, y la guardia real y la infantería pesada se resignaron a perder de momento su protagonismo tradicional. Arqueros cerraban la marcha y la caballería, inútil en la espesura, fue definitivamente descartada. Los cazadores aconsejaron al príncipe y a sus oficiales que los infantes abandonaran parte de su equipo y de su armadura porque el avance sería duro y caluroso, y debía hacerse con rapidez y sigilo, y si las necesidades del camino les obligaban a cruzar las ciénagas, los hombres vestidos de hierro acaso nunca llegaran a salir del lodo. Les pareció bien el consejo a Brahmo y a los compañeros, y los infantes marcharon armados con sus cotas de malla, sus altos paveses y largas lanzas, sus yelmos y anchas espadas, pero se despojaron de las hojas pesadas de sus armaduras.

Hacia el mediodía cruzaban el Lula-Bet, que los eterios llamaron Dàuhita y los silvanos llamaban Tán-paní, un riachuelo de aguas frías y precipitadas que nacía en los manantiales de los Picos Gemelos y tributaba sus aguas al Deva. La margen septentrional ofrecía de momento senderos más transitables y seguros, pero la meridional no fue abandonada del todo y algunos grupos de exploradores marcharon por ella protegiendo el flanco izquierdo del pequeño ejército.

Las tres columnas avanzaron siguiendo líneas paralelas, escudándose mutuamente, a veces próximas unas a otras, a veces invisibles unas para otras tras espesos muros de árboles, arbustos, helechos. Los hombres caminaban con ligereza, el tiempo era benigno y el tórrido calor veraniego quedaba apaciguado por la ausencia de sol en el cielo, una brisa suave que soplaba desde los humedales algo más al Norte y la propia frescura de la floresta. En ocasiones, llegaba la orden de detenerse desde las cabezas de las columnas; los soldados permanecían quietos, expectantes, tan dispuestos para seguir la marcha al instante siguiente como para combatir. Oían o veían o intuían movimiento en la vanguardia. Los cazadores iban y venían, examinaban rastros, escuchaban con el oído pegado al misterioso tambor de la tierra posibles pasos, lejanos o próximos. Aquel día comieron poco y lo hicieron sin detenerse. Desde la partida por la mañana hasta las cinco de la tarde no se permitió un descanso. Entonces, después de siete horas de marcha, junto al riachuelo en un paraje fácil de proteger, fue concedida una hora de reposo mientras Bárak y su grupo de cazadores buscaban nuevos rastros. Muchos metieron sus pies en las aguas frescas y al liberar sus sentidos de las exigencias de la caminata, percibieron por primera vez cómo grillaba el bosque, cómo gorjeaban las copas de los árboles, cómo croaban las charcas cercanas al río, como rugía o aullaba la espesura y cómo gruía el cielo, visible apenas, surcado por impávidas garzas blancas.

A las seis continuaban ya el avance. Los cazadores tenían prisa y forzaban la marcha tratando de alcanzar antes de que oscureciese un cerro despejado que no resultaría difícil defender durante la noche. Pero el bosque se cerraba más y más hacia el interior, se colmaba de arbustos espinosos, altos y amenazantes, de vida arisca e inmemorial, y sus senderos se hacían más y más angostos hasta desaparecer al pie de verdes murallas impenetrables. Amplios rodeos se hicieron necesarios y el cerro anhelado como refugio nocturno fue poco a poco convirtiéndose en una distante imposibilidad. Los cazadores se decidieron entonces por un calvijar alejado del Lula-Bet hacia el Norte, que también les ofrecía confianza, pero de pronto llegó desde la vanguardia una orden brusca de detenerse.

—¡Alteza! —Bárak llegó corriendo y con el rostro gris hasta la cabeza de la columna central, buscando al príncipe.

Brahmo avanzaba mecánicamente, dejando a sus pies la tarea de hallar el agotador sendero abierto por sus cazadores, el cuerpo exhausto como cualquier soldado, pero con el rostro encendido y la llama de una voluntad inextinguible en la mirada. Al ver a Bárak dio un alto repentino.

—Alteza, acompañadme, os lo ruego —pidió Bárak sin detenerse apenas un instante.

Brahmo cruzó una mirada de preocupación con su alférez.

—Sígueme, Melk —ordenó.

Ambos corrieron tras el cazador, saltaron por encima de troncos caídos como lebreles ávidos tras su presa, penetraron en el bosque, hacia el Oeste, y luego se desviaron hacia el riachuelo en el Sur. Al cabo de diez minutos de carrera, cesaron de improviso bajo un árbol de tronco ancho y gris, como la roca. Otros cuatro cazadores había allí y miraban hacia la copa del árbol. No había miedo en sus rostros, pero sí la estela de un furor. Brahmo presintió lo que iba a ver antes de alzar él también la mirada. De la poderosa horcadura pendía el cuerpo desollado de un hombre, le había sido cortada la cabeza y en su lugar implantada la de un lobo. La imagen era tan desgarrada que parecía como si en el cuerpo muerto gusanease aún vivo el dolor, un dolor que se contagiaba de inmediato a los ojos, a los miembros de quien lo contemplaba.

—Así que esto también es posible… —musitó Brahmo.

—Uno de nuestros cazadores —afirmó Bárak con voz lúgubre—, de los que envié a seguir a los kurias.

—¿Sabes quién es?, ¿lo has reconocido? —inquirió el príncipe.

—No, alteza, pero las brujas kurias acostumbran a enterrar la cabeza de sus víctimas al pie del árbol, cuando realizan este tipo de sacrificios.

—¡Desentiérrala! ¡Bajad el cuerpo y cavad un hoyo para él! —ordenó el príncipe, y estuvo a punto de volverse para no ver más pero se obligó a soportar la escena.

Al cabo de unos instantes, Bárak se acercó a él y musitó un nombre que Brahmo no reconocería ni recordaría, un nombre incapaz de devolver al extinguido la identidad que la muerte le arrebataba.

—Quiero verla —fue su respuesta.

Siguió a Bárak y se arrodilló al pie del árbol. La cabeza estaba en el suelo, los ojos cerrados, la tez blanca y en su boca una mueca inefable: a la cabeza no le hacía falta hablar, como en algunas fábulas, para narrar sus experiencias; todo estaba impreso en el contorno atroz de aquellos labios.

—Así que esto también es posible… —volvió a musitar Brahmo.

—Las brujas kurias, señor —susurró Bárak junto a él—. Sacrifican a estos árboles toda la semana que precede a la luna llena. Creen que les da poder, fertilidad sin concurso de varón, magia. Los llaman Ú-pa. Sus frutos envenenan… o dan visiones.

—¿No estamos lejos aún del territorio kuria?

—A unas quince millas, alteza —respondió Bárak—. Pero las brujas no reconocen ningún límite de territorio. Allí donde haya uno de estos árboles, consideran el lugar como propio. Por eso el resto de las tribus odian a los Ú-pa y los extirpan de sus tierras. Y, además, en las noches de luna llena, las brujas recorren grandes distancias con sus saltos y no hay paraje del bosque que quede a salvo de su frenesí.

El príncipe guardó silencio. Era incapaz de apartar su mirada de la cabeza inánime.

—¿Cómo podemos proteger a nuestros hombres de esas bestias inhumanas? —preguntó.

—Alteza —respondió Bárak envolviendo la cabeza con un paño y entregándosela a uno de los cazadores que estaban dando sepultura al sacrificado—, las brujas kurias no acostumbran a atacar grandes concentraciones de hombres. Mañana este peligro, al menos, habrá pasado. No os preocupéis.

—¿Y si lo hicieran, Bárak? ¿Y si lo hicieran por primera vez?

El joven cazador dudó un instante antes de responder.

—Señor —dijo entonces—, si lo hicieran, no conozco nada en este mundo que pudiese protegernos. Sólo la voluntad de los Cielos… O la benevolencia de los dioses, si existen y se permiten mirar hacia abajo alguna vez.

Una vez enterrado el cuerpo, el príncipe y Melk retornaron apresuradamente a su columna. Se había perdido una hora de marcha y habría que forzar el avance hasta el límite para llegar al claro aconsejado por los cazadores antes de que se cerrase la noche. La luz declinaba ya y parte del camino deberían hacerlo en la obscuridad del ocaso, alumbrados quizás por la ominosa luna de Koria. Los hombres estaban cansados de esperar, de aquella ausencia de noticias; algunos de ellos, irritados incluso. El príncipe les prometió explicarles todo en cuanto hubiesen llegado al lugar de su refugio nocturno. Animados por sus jefes y azuzados por el miedo que los rumores sobre las brujas kurias evocaban en sus mentes, los hombres del príncipe se dispusieron para un último esfuerzo. Avanzaron más potentes que veloces, en filas compactas, mientras el bosque cambiaba de voz con el lubricán y empezaba a ensayar los gritos inesperados y los hondos silencios que poblaban su noche. Mientras moría la tarde, la luna navegaba por el cielo dispersando los últimos jirones del celaje. Pletórica de fuerza y de luz asesina arrojaba sus destellos por entre los resquicios de la cúpula, como si al arrancar sombras a las plantas, a los hombres, les hurtase también la vida.

Por fin la espesura se abrió y las columnas emergieron a un amplio calvero, acorazado en el Este por un inesperado roquedal cubierto de musgo. La mayoría de los cazadores dispersos se unieron al resto del ejército, pero Bárak y su pequeño grupo de exploradores se demoraban aún.

Los hombres se distribuyeron de acuerdo con las órdenes de sus jefes, se establecieron guardias de arqueros e infantes cada treinta pasos en todo el amplio círculo del campamento y Brahmo reunió a una gran parte de sus hombres para contarles el hallazgo que les había detenido unas horas atrás. Lo hizo sin callar nada, pero sin incurrir en dramatismos huecos ni pintar con colores excesivos el horror que a él le había parecido incontrastable. Pidió que su informe fuese transmitido al resto de sus soldados fielmente, y añadió que ahondar en los aspectos trágicos del suceso no ayudaría a nadie y restaría fuerza y determinación a sus gentes. Luego, a través de todo el campamento, se llevó a cabo el recuento de las tropas.

—Señor —el rostro del alférez no presagiaba nada bueno al acercarse al príncipe—, hemos perdido cinco hombres, dos compañeros entre ellos.

Brahmo se sorprendió. No había creído ni por un momento que aquel recuento rutinario haría aflorar problemas.

—¿Estás seguro, Melk? —repuso—. ¿Quiénes?

—Tres arqueros que marchaban en la retaguardia de la tercera columna. Y Ebnemón y Shorudáss, señor.

—¿No estarán en algún grupo de guardia que se os haya pasado por alto? ¿No os habréis equivocado al hacer el recuento?

—Todo es posible, mi señor, todo es posible. Pero el recuento se ha hecho a conciencia, varias veces, me extrañaría que…

—¿Bárak ha llegado ya? —interrumpió Brahmo.

—Aún no, señor.

—¿Cuántos hombres hay con él? —inquirió el príncipe.

—Cinco, señor.

—¿Puede ser que alguno de los desaparecidos esté con su grupo?

—No lo creo, alteza —respondió Melk—. Bárak ha estado en todo momento en vanguardia, muy por delante de nuestras columnas. Los hombres que nos faltan no han abandonado la retaguardia en todo el día.

—Saldremos a buscarlos, Melk —dijo el príncipe con determinación—. En cuanto esto esté un poco más tranquilo.

—¿Vos y yo, señor?

—Necesitaremos además algún cazador. Dos, para mayor seguridad. Prepáralo todo.

Melk se disponía a retirarse cuando Bárak llegó corriendo hasta él con dos exploradores de su grupo flanqueándole.

—Príncipe —jadeó cuando estuvo a su lado—… vuestros hombres… han secuestrado a unos cuantos.

El hermoso rostro del hombre del desierto estaba bañado en sudor. Sin duda había corrido una larga distancia. Los hombres que lo acompañaban resollaban fogosamente también.

—¿Qué sabes, Bárak? —preguntó Brahmo—. ¿Las brujas?

—No, alteza —repuso Bárak recuperando poco a poco el ritmo normal de su respiración—. Tholos.

—¿Tholos? —se extrañó el príncipe.

No recordaba haber oído jamás este nombre, a pesar de haber estudiado con pasión y durante muchos años todo lo que podían enseñarle los geógrafos del reino.

Tholos —insistió Bárak—. Una tribu muy poco conocida y casi extinta. Son los nómadas de Koria y deben su ocaso a las brujas kurias. Durante mucho tiempo fueron los más castigados por ellas. Ahora sus partidas de guerreros se reúnen las noches de luna llena para darles caza. Lo hacen con cebos humanos, señor.

Brahmo sintió que se le helaba la sangre y su rostro se puso blanco como aquella luna que avanzaba terrible sobre el bosque.

—¿Sabes dónde los tienen? —preguntó.

—Un poblado abandonado de leñadores, junto al río. A media hora de aquí… corriendo con todo el ánimo.

Brahmo estaba exhausto. Mientras caminaba hacia el claro del bosque había soñado con tres o cuatro horas de descanso y había pensado que la peor tortura entonces, ésa que le robaría hasta el último trazo de fuerza, sería pensar que después de aquella etapa quedaba otra y otra y otra, sin un reposo en toda la noche. No lo había pensado y había podido llegar hasta allí desjugando sus últimas energías. Se había engañado y ahora debía buscar en las profundidades de su consciencia física nuevos ánimos. Pero los hallaría.

—Melk —ordenó—, explica lo que ocurre a los compañeros. Deja a Ébion al mando del campamento. Vendrás conmigo.

Melk abandonó unos instantes al príncipe y a los hombres que lo rodeaban. No tardó en volver, cumplida la voluntad de Brahmo.

Corrieron. Los cinco hombres corrieron y nada más rebasar el círculo externo del campamento se les unieron tres exploradores más. Corrieron hacia el Este y hacia el Sur, insensibles a los sonidos del bosque, a su propia carrera ruidosa. Brahmo había dado a su cuerpo la orden de correr, de resistir, pero hasta qué punto sería capaz de cumplir esa orden era algo que no sabía y que se había jurado no llegar a saber: moriría con el corazón reventado o los pulmones exhaustos, si era preciso, pero libraría a sus hombres del horror.

Los seis cazadores corrían como gamos, aunque tampoco ellos podían disimular su agotamiento. Brahmo conseguía mantener el ritmo, pero ya no veía el camino que pisaba y avanzaba de traspiés en traspiés, convirtiendo cada tropezón en impulso para correr y cada posible caída en renovada y tumultuosa precipitación. La sorpresa era Melk. Marchaba delante del príncipe. Se hubiera dicho que era un ángel incorpóreo. Avanzaba sin esfuerzo, silenciosa, suavemente, como si flotase sobre el suelo. No hacía un solo movimiento innecesario, y en la perfecta economía de sus fuerzas y sus gestos parecía estar el secreto de su incomparable carrera.

Observarlo, observar su armónico deslizarse, su fluir a través del bosque, era un bálsamo para el cansancio. Infundía paz en la mente, en los miembros; contagiaba fe, seguridad; invitaba a la emulación.

De pronto Brahmo fue consciente del murmullo de las aguas del riachuelo. La carrera cesó abruptamente. Los hombres trataron de ocultar su forzado resuello. Bárak condujo el grupo hasta unos álamos jóvenes de hojas tintineantes y, ocultos tras ellos, señaló al príncipe un pequeño círculo de destartaladas cabañas en una estrecha franja de terreno talado al otro lado del Lula-Bet. La luz de la luna bañaba el conjunto con plata fundida y la atmósfera que lo envolvía, que lo rodeaba, era un aire denso, inmóvil, de contenida expectación.

Brahmo tardó aún en descubrir las cinco figuras que había en el centro de aquel extraño escenario, a un mismo tiempo teatro, cadalso y ara para el sacrificio. Eran como bufones haciendo piruetas, simios tratando de parecer hombres, reptiles intentando incorporarse y sostenerse sobre dos pies indecisos. Se levantaban y caían; se alzaban, contemplaban el suelo como borrachos o como si hubiesen perdido algo importante en él y volvían a desplomarse olvidando su intención de estar derechos. Y nuevamente se incorporaban y desfallecían, ajenos unos a la presencia de los otros, sonámbulos, enajenados, desposeídos de sí…

—¿Drogados? —preguntó el príncipe.

—Drogados —respondió Bárak—. Nada grave, si logramos recuperarlos… Aparte de una terrible resaca.

—Tenemos que actuar cuanto antes —susurró Brahmo—. No podemos permitir que lleguen las brujas. ¿Cuántos guerreros tholos crees que habrá ocultos ahí delante?

—Imposible saberlo, señor —respondió Bárak en un murmullo—. Es un clan muy poco numeroso y sus partidas de cazadores raramente rebasan los doce hombres, pero son tan fuertes y ardidos como escasos. Gente dura y valiente, señor. Una lástima no tenerlos como aliados.

—¿Alguna idea para sacar a los nuestros de ahí, Bárak?

El cazador respiró hondo, suspiró. Tenía la misma edad que el príncipe y los rasgos que lo señalaban como un hombre de las arenas recordaban levemente a Brahmo. Ahora, las comisuras de sus ojos, de sus labios, sonreían como sólo puede hacerlo el amigo de la Muerte, el que juega con ella como un niño inadvertido con una fiera aparentemente domada.

—Alteza —dijo haciendo más evidente su sonrisa—, sólo hay una manera.

—Me alegra que me lo digas, bribón —respondió Brahmo sonriendo también mientras desenfundaba su espada.

Pero al volverse para hallar a Melk con la mirada, descubrió que su alférez no estaba donde lo había creído. La sonrisa se le petrificó en el rostro al príncipe.

—Se ha ido… —musitó.

—¡Cobarde! —lo odió Bárak.

Uno de los cazadores se acercó a ellos precipitadamente.

—Viene alguien —susurró.

—¿Melk? —preguntó el príncipe también en un murmullo.

—Si es él, no viene solo —respondió el cazador.

De repente vieron emerger de la espesura a tres gigantes. Hombres de casi una lanza de altura, de piel muy obscura, fuertes músculos y grandes cabezas de ojos almendrados y pelo lacio se alzaban amenazantes ante ellos. Llevaban el pecho tatuado con dibujos que la luz de la luna revelaba apenas, pero que en la distancia que los separaba parecían aves de fastuosos gestos, de colorido fabuloso. Había cierta belleza y armonía en las formas de sus cuerpos brutales y Brahmo no sintió miedo. Pero se dijo y se repitió que aquellos seres eran los responsables del peligro que estaban corriendo sus camaradas en aquel mismo instante. Mrïyantar tembló de rabia en sus manos. Antes de que se decidiera a atacar, Melk surgió de las sombras y se adelantó a los guerreros tholos.

—Alteza —rogó, y había apremio en su voz y en su mirada—, los tholos podrían ser nuestros aliados.

—¡¿Qué estás diciendo, Melk?! —repuso el príncipe enfurecido.

—Lo que oís, señor…

—¡Ponte de su lado o del nuestro, me da igual —le cortó el príncipe—, pero esto se va a acabar de una vez!

Melk contempló a Brahmo con tal poder en sus ojos que toda la furia del príncipe se apocó. Con la misma mirada habría hecho arrodillarse un domador a la fiera que su mano alimenta y su látigo instruye.

«¡Los ojos del Guardián!» —pensó Brahmo, y se detuvo a escucharle.

Sin embargo, la voz de Melk surgió sin el más leve tono de arrogancia. Humilde parecía, sincera en querer servir a su señor.

—Estamos perdiendo un tiempo precioso, alteza. Al otro lado del río hay cerca de cincuenta guerreros tholos. Ellos quieren cazar las brujas; nosotros, salvar a nuestros compañeros. Ellos odian a los kurias, nosotros necesitamos refuerzos. Si esta noche les prestamos el cebo, mañana se unirán a nuestras tropas y marcharán con nosotros…

—¡¿Estás loco, Melk?! —volvió a interrumpirle el príncipe ante la idea de tan monstruoso pacto.

—Escuchadme, os lo ruego. No tenemos opción. Todo lo que conseguiremos luchando contra ellos será ahuyentarles la caza…

—¡Hablas como un montero, Melk! ¡No estamos hablando de panteras y corderos, sino de hombres y de… de…!

—Escuchadle, señor —intervino Bárak viendo que los gigantes tholos se impacientaban y comprendiendo que Melk, desafortunadamente, tenía toda la razón.

El príncipe se serenó.

—De acuerdo, habla.

—Alteza —retornó Melk—, no podremos sacar a nuestros compañeros de aquí a menos que… a menos que cumplamos dos condiciones: substituirles el cebo y ayudarles en su caza. Han estado preparando esta cacería durante mucho tiempo, sus chamanes han actuado, esperan matar al menos a una docena de brujas.

—¡¿Doce…?! —exclamó Bárak tapándose la boca al instante.

—¿Y qué cebo…? —comenzó el príncipe.

—Yo, señor —concluyó Melk.

—¡¿Tú?! Pero…

—Uno a cambio de cinco, señor. Les he convencido de que tengo poder para hacer venir a sus presas.

—¿Presas? —intervino Bárak—. Está por ver quién será aquí cazador, quién pieza.

—¿Y tienes ese poder, Melk? —preguntó el príncipe fondeando los ojos de su alférez.

Melk aguantó la mirada y se limitó a responder:

—Pido a cambio sólo una cosa, señor.

—Habla.

—Nada de lo que me veáis hacer aquí esta noche, ni vos ni vuestros cazadores, saldrá de nuestro pequeño círculo. Aún no. No ha llegado el tiempo.

Los siete hombres, confusos y conmovidos, lo juraron, juraron que sería así.