


XXIII
Diez hombres atados a diez altas estacas al pie del monte, en una pequeña terraza de piedra muelle y rocas grises sobre un gran lago obscuro perturbado por el chapoteo de lagartos poderosos. Los vigilan kurias con sus adornos de serpiente, con sus azagayas esbeltas, diestras, imperdonantes; los vigilan kuwsh con sus petos de piel de saurio y sus cuchillos anchos, curvos como hoces. Unos y otros guerreros salvajes deambulan entre hogueras de llamas rojas como en trance; con los ojos medio cerrados, mascan una hierba que tiñe su saliva de carmín y musitan un cántico profundo; hilillos de espesa baba caen de sus labios como sangre. Cuatro campamentos rodean el gran lago de Kuwsh, al pie del Ish, un cono puntiagudo e imponente, que es como si la sombra del Ishá se hubiese puesto en pie tras materializarse. El Ish y el Ishá se parecen tanto como mellizos, se elevan juntos como reyes muy por encima de la cúpula de Koria; como dioses intemporales ven pasar las eras y, aunque siempre cambian en la experiencia de los hombres, nada los envejece. De los campamentos junto al lago asciende el mismo cántico que, apenas musitado por los guerreros en trance, embruja y tortura a los prisioneros. De las grutas de los montes brotan aullidos de parturientas lacerando la noche, senos de mujer torturados por frutos demasiado grandes, abandonados de repente por vástagos despiertos en una matriz que los sofoca y que saltan con violencia al aire del mundo; algunos no hallan el camino natural y abren una senda de dolor a través del vientre. Llegan al mundo maduros, enteros, y no necesitan otra leche que la que les brinda el pecho amargo e inmortal del odio, que el Infierno tiende gratis, siempre, a quien lo quiere.
La noche avanza triste, horrísona, desesperada, sobre los diez hombres que en sus estacas esperan lo inesperable. Hay grandes tholos entre ellos, hay salvajes de tribus que en otro tiempo fueron aliadas de las Órdenes y que kurias y hotemotes jamás perdonaron; hay entre ellos un hombre que no es del bosque pero lo ama, que ha venido a él como guerrero y está dispuesto a padecer lo indecible, a morir, pero no sabe que sus enemigos quieren darle algo mucho peor que la muerte. Los prisioneros están despiertos, terriblemente; sus corazones son rápidos tambores y sus cuerpos desnudos los baña un ácido rocío de desesperación. Sólo Bárak ha serenado sus palpitaciones, ha insensibilizado su piel y músculos y nervios siguiendo la técnica ancestral de los moradores de las arenas, ha introvertido su consciencia hasta orillar lo Inalterable, distanciándose del mundo de las formas: desde unos ojos impersonales, los ojos del Testigo de la historia, ve el escenario exterior como un teatro de sombras mecánicas y vacías.
No es ésta la visión que comparten dos figuras ocultas tras unas rocas no muy lejanas; su misión les impone otra experiencia y el peligro los hace fuertes, activos, audaces.
—Está muy tranquilo —susurra Brahmo—. Puedo sentirlo desde aquí.
—Si lograse mantenerse así, el Naga no tendría poder sobre él; no podría despertar al monstruo que habita en las honduras inconscientes de Bárak y éste no se alzaría transmutando el cuerpo en una expresión de sí mismo por la fuerza y la magia del hechicero. Pero Bárak espera la muerte y está preparado para ella, no para lo que verá ocurrirles a los otros cautivos.
—¿No podremos hacer nada entonces antes de que la ceremonia empiece? —se inquietó Brahmo.
—No lo sé.
—Esperáis a…
—Sí —concluyó Kadír.
Brahmo y Kadír habían tardado dos días en llegar a los Picos Gemelos. El cerco de fieras lo habían roto por el Oeste, y muchos lobos y leones cayeron entonces. Marcharon hacia el Norte durante toda una noche, hasta que la tropa bestial dejó de seguirlos y obedeció a otro impulso u otra orden. Luego, descendieron nuevamente hacia el Sur, pero desviándose hacia el Oeste y avanzando con precaución. La primera noche corrieron en silencio, ocupados sólo en burlar a sus perseguidores, pero durante los dos días siguientes tuvieron ratos de descanso y Kadír resolvió algunos de los enigmas a los que aún no había podido responderse Brahmo. Le habló del GranNaga, una de las fuerzas despertadas por los vientos del Espíritu más de mil años después de que el Señor de la Montaña Negra le diera un cuerpo terrestre y lo arrojase contra Ban… a él y a sus dos hermanos.
—Así pues, ¿Sarpa lo creó y Mayúr debe destruirlo? —sonrió Brahmo.
Kadír entonces cerró los ojos y en su rostro se reflejó la expresión de quien trata de contemplar lo Impenetrable.
—No —dijo al cabo de unos instantes—. Si Sarpa lo hubiese creado, yo no tendría ni la sombra de una duda de que Mayúr lo destruiría. Pero el Naga es hijo de alguien mucho más grande y terrible que Sarpa y, para vencerlo, Mayúr deberá remontarse a alturas no alcanzadas más que por un solo hombre.
—Pero… ¿no era Sarpa el Señor de la Montaña Negra? —repuso Brahmo.
—En la cumbre de la montaña, Sarpa se fundió con aquel del que provenían Sarpa y Mayúr. Ése fue el verdadero Señor de la Montaña Negra, aunque Sarpa se jactaría de este título hasta el final y llamaría Montaña Negra al plano erial que más tarde fue su reino.
Pero Kadír no habló más sobre estas cosas y Brahmo comprendió que este misterio no debía, por el momento, seguir fondeándose.
A veces, durante los momentos de reposo y quieta atención, Brahmo recordaba Eben, se imaginaba a la reina, a quien seguía viendo como madre, y temía por ella y por el reino.
—Quiso que ganara fama —dijo Brahmo en una ocasión— antes de que me coronasen, pero ¿es fama lo que ganaré en Koria, habiendo conducido el ejército al desastre y sumergido en una guerra que nadie en toda la capital, ni siquiera Dama Esha, podría comprender?
—Habéis sido un buen general, príncipe, un general excelente —respondió Kadír—. Han muerto muchos hombres, es cierto, pero dada la naturaleza de esta lucha era inevitable. Tanta responsabilidad como vos tiene en ello vuestro alférez; quizás aun más, pues él sabía cosas que vos ignorabais. El resto de vuestras tropas está por ahora a salvo, no dudéis de ello. Y quién sabe, quizás las hallemos de nuevo antes del fin. En cuanto a la fama… Debéis saber esto: hay nobles en Eben que conocen el secreto de vuestro origen; no, por supuesto, quiénes sean vuestros verdaderos padres, pero sí que no lo fueron los reyes. Elva de Olpán sospechó por aquel entonces y envió espías al desierto tras Dama Esha. Vântar lo supo, pero temió una revolución de los nobles, si la atacaba; temió que la obra que estaba levantando se viniera abajo estrepitosamente con una guerra civil. Ambos mantuvieron de por vida un mutuo chantaje secreto, y el silencio de Elva obligó al rey a ignorar muchas cosas que hubieran costado la vida a cualquier otro. Sí, Dama Esha quería fama, carisma, autoridad para vos, de forma que el pueblo os aclamase y cualquier revelación ingrata fuese considerada una calumnia. Pero, príncipe, no es fama lo que habéis venido a encontrar en Koria, sino fuerza, sabiduría, altura, sin las cuales jamás podríais realizar en vuestro reino las obras para las que habéis nacido, las obras que las Órdenes y los Pilares y los Rishis, secretamente, aplauden.
—¿Las conocen? —saltó Brahmo rápidamente.
Kadír sólo sonrió.
Al atardecer del segundo día desde que se separaran de las tropas, burlaron el cinturón de guerreros ishá que protegía los montes y, rodeando los Picos Gemelos, alcanzaron la orilla Norte del lago Kuwsh, al pie de la ladera noroccidental del Ish. Ahora, ocultos en el roquedal, observaban y esperaban, y Brahmo se preguntaba si en verdad tenían alguna posibilidad de vencer al Poder que dominaba el lugar. Estaba junto al inmortal Kadír y confiaba, pero el mismo Kadír le había confesado que su fuerza era inferior a la del Naga en este mundo más propicio al Abismo que receptivo a las Alturas. La esperanza, la única esperanza, era Mayúr. Pero Mayúr ¿dónde estaba ahora?, ¿qué terrores debería vencer en sí mismo antes de poder someter al enemigo externo, el hacedor de aquellas espantosas transmutaciones y el instigador de la bestia humana? Nuevamente, Brahmo se vio proyectado en sus pensamientos a la fiera que amansiona el hombre en las honduras obscuras de su consciencia. Había poder en ella, cierto, un poder que surgía de la aniquilación de la inteligencia y del sometimiento a un instinto infalible y violento de todas las funciones humanas. Sarkón con sus golem, las brujas kuria, el Naga… todos habían recurrido a ella para encontrar poder, para canalizar a través de ella el poder del Abismo; y la fiera despertaba, emergía, y la propia cualidad de su ser obligaba al cuerpo humano, más maleable de lo que Brahmo lo hubiese creído nunca capaz, a remodelarse, transformarse, a expresar más perfectamente, más brutalmente, su esencia asesina. La fiera oculta podía transformar al hombre, pero ¿podía el hombre transformar la fiera oculta, humanizar lo que aún no era humano en la obscuridad de su consciencia? Kadír se volvió hacia Brahmo, tocado por la intensidad de los pensamientos del príncipe.
—Rozáis la clave del Yoga Supremo, alteza, la clave de la última transformación del hombre —susurró.
Al príncipe ya no le sorprendía que el Rishi viese u oyese o leyese sus pensamientos.
—¿Y? ¿Qué pensáis vos? —inquirió.
—Todo lo que el hombre es y posee —respondió Kadír— puede ser sometido y transformado desde abajo, pero el hombre, cuanto más profundo es el estrato de su ser que quiere transformar, más alto debe remontarse en su consciencia y más poderosa debe ser la Luz que haga descender.
—¿Puede la fiera, entonces, ser transformada?
—Ya os lo he dicho, es la puerta a la última transmutación, la divinización de la materia humana.
—Entonces hay esperanza —concluyó el príncipe—, hay esperanza.
De pronto fue como si cambiase la cualidad del aire. Hasta ahora un embrujo informe pesaba sobre la noche; ahora, la atmósfera pareció girar en remolinos de ojos inquisidores, de cuchillos inmateriales, el aire fue una llama negra a la vez helada y sofocante, un viento aún inmóvil pero a punto de correr y arrasar el mundo.
—Mirad —musitó Kadír señalando la abertura de una de las grutas del Ish.
El interior rocoso de la montaña se había iluminado como el cráter de un volcán con el fuego de decenas de antorchas y una figura que doblaba el tamaño de un hombre se recortó contra el círculo rojo incandescente. Luego descendió peldaños esculpidos en la roca escoltado por guerreros de las cuatro tribus y por fieras de las cuatro especies mientras arreciaban tambores en las cavernas, en la ladera del monte, junto al lago, y todo el bosque respondía tronando. Ante él los salvajes al pie del Ish se humillaban como ante un dios y la luna ungía con un resplandor verdeante sus músculos lacertosos. Su larga cabellera frondosa cae como un fuego hasta la mitad de su espalda y destellos de colores imprevisibles nacen y mueren en ella. No lo visten ropas humanas ni togas infernales; una piel lagartada es el único abrigo de un cuerpo de contradicciones.
El Naga avanza hasta los cautivos. Su escolta de guerreros se ha separado de él y se ha unido a los muchos salvajes bajo la terraza que al lago le ofrece el monte; pero las fieras lo siguen como acólitos. Grandes son éstas, más que cualquier hijo natural de Koria, y se mueven pensativas, soberbias, como auténticos señores de las sombras sobre los que pesase, abrumadora, la tarea de rendir, torturar y gobernar el mundo. Brasas son sus ojos, en los que brilla el poder de la muerte. De las doce, los tres lobos y las tres sierpes están inquietos, como si percibiesen en el aire presencias que aborrecen.
—Nos presienten —murmura Brahmo.
Kadír asiente silencioso con la cabeza.
El Naga está ya ante uno de los tholos, que lo contempla con terror. Los grandes ojos abiertos del hombre luchan por cerrarse, pero la forma del Naga los domina, los imanta. El hombre jadea, el sudor lo baña, el corazón quiere escapar del pecho del hombre y aletea como un ave desesperada; el hombre forcejea contra ligaduras inexorables. Su terror acaba por rozar la cima del pánico, su razón se quiebra, una ola de odio y furor abate la humanidad de su rostro… y deja de forcejear. Sigue mirando a los ojos del Naga, pero ahora los suyos ya no quieren cerrarse a la pesadilla, sino que parece como si le pidiesen inspiración… inspiración para el arte de recrearse. Ahora es el espanto del resto de los cautivos el que crece y crece, cuando comprenden que la tortura y la muerte habrían sido para ellos un don. Bárak, burlado por su curiosidad, pierde la orilla de lo Inalterable, cae desde la consciencia distante y desapegada del Testigo hasta el humano sentir del cautivo Bárak. Crece y crece y crece el miedo en él cuando ve el tholo a su derecha aumentar de tamaño, cuando ve sus ligaduras romperse, la estaca saltar por los aires, cuando ve al hombre generar una piel acorazante, un rostro triangular y perderse tras la figura de un gran reptil para el que no existe un nombre.
Todo ha sido cuestión de minutos; el hombre, construido durante milenios sobre su animalidad, ha sido reabsorbido por su suelo en un instante.
Los lobos aullan, muestran una inquietud cada vez más insoportable y su mirada incandescente explora todos los rincones de la noche.
El Naga se detiene ahora ante Bárak.
«¡Dios!» —piensa Brahmo— «Si no podemos mover un dedo, ¿qué infiernos hacemos aquí? ¿Hemos venido sólo para ser mudos testigos de este terror?».
Puede sentir la inquietud creciente del cazador cautivo. Al príncipe le alcanza como el reproche de una ola. Pero ahora una paz extraña lo invade cayendo sobre él como un bloque de inmovilidad. En esta calma poderosa, sus percepciones se hacen más intensas, certeras, numerosas, su umbral de consciencia crece y el tiempo externo se lentifica. La inquietud de Bárak lo toca aún y de un modo cada vez más punzante a medida que deriva hacia un pánico aniquilador; Brahmo comprende que puede aprovechar este contacto y, a través de la ola insistente que lo golpea, se remonta hasta el corazón del prisionero como si desperezase un brazo de pura serenidad. Toca el milagro. Como si con una mano inmaterial girase un reloj de arena hasta dejarlo horizontal, impidiendo que el tiempo se derrochase, calma desde la distancia el corazón de Bárak y derrama en todos sus miembros, en sus átomos, la paz que a él, a Brahmo, le llega de un secreto cielo.
Bárak, perfectamente sereno ahora, devuelve la mirada al Naga seguro de que el monstruo no puede robarle su humanidad. No le importa morir, pero porque es valiente ceba aún en su corazón la esperanza.
Repentinamente, el embrujo de quietud se rompe. Un poder blanco alcanza el pie del monte con un galope raudo y silencioso. Una espada brilla, primero inmaculada y luego encarminándose con sangre salvaje de Koria. Ruedan cabezas junto al lago, bajo la terraza del Ish, y luego el frey remonta la ladera hacia el monstruoso hierofante.
—¡Mayúr! —susurra Brahmo—. La espera no ha sido vana. ¿Vamos? —dice aferrando la empuñadura de Mrïyantar.
Kadír, silencioso, lo detiene.
—¿Qué ocurre? —se inquieta Brahmo—. ¿No estábamos aguardándole?
—Mayúr tiene por delante una batalla en la que no podemos ayudarle… más que con plegarias —responde el Rishi.
Mayúr salta del caballo con Ida roja en su mano, gota a gota desjugándose. El frey agita su cabeza, conmociona la obscuridad con el oro de sus crines, se empina y relincha al ver a su enemigo; recuerda cómo también él, en otro mundo, en otra era, fue transformado en reptil por el hechicero. Mayúr camina con decisión, clavando sus ojos con firmeza y desafío en la cabeza que su espada hará rodar sin más preámbulos. Salvajes han pretendido seguirle, rodearle; las fieras que escoltan al Naga hacen el gesto de atacarle. Pero el Naga los detiene, a unos y a otras, con un gesto grandioso de su mano. Durante unos instantes contempla a Mayúr sosteniendo el desafío de sus ojos; parece seguro de sí, consciente de que una milésima parte de su poder basta para aplastar al héroe. Ya sólo los separa la distancia de seis pasos. Cuando quedan cinco, Mayúr alza a Ida y la tiende ligeramente hacia atrás, para golpear en círculo el cuello del Naga, con toda la potencia de su cuerpo. Cuando quedan cuatro, ladea también su costado. Cuando quedan tres, el Gran Naga se arrodilla y pronuncia con voz de otro mundo palabras como hechizos atroces:
—Shagr tuva, Wârkatar muma. Sangre a ti, Señor mío.
Mayúr sonríe en sus adentros, piensa que este conjuro ya lo deshizo cuando sometió a Sarpa. Faltan dos pasos e Ida está a punto de caer sobre el titán. Nuevas palabras brotan ahora de su garganta inhumana:
—Shagr tuva, Mritamáhasura, Wârkatar Máurshanku, muma Wârkatar, Wârkatar Máhanàga.
Estas palabras detienen a Mayúr. El héroe se ve de pronto ante un precipicio y piensa:
«… Sí, el precipicio de terror en los caminos de la memoria, pues si podía seguir a los Nagas hasta su destino, si podía verlos desde los ojos perplejos de Úttar hasta los ojos siniestros del Poder que los llamaba…».
El precipicio se hace más y más profundo, más y más obscuro, ante su mirada. Se dice, se grita que no entiende las palabras del monstruo, que ese conjuro no le dice nada… nada… Pero el saludo enhechizante del Naga en el mâurya secreto rebota en las paredes de su abismo interior y emerge desde las profundidades como un cántico de invocación, cada vez más perceptible, diáfano, comprensible; cada vez más imperativo:
Sangre a ti, Gran Asura de la Muerte, Señor de la Montaña Negra, mi Señor, Señor del Gran Naga… Sangre a ti, Gran Asura de la Muerte, Señor de la Montaña Negra, mi Señor, Señor del Gran Naga… Sangre a ti, Gran Asura de la Muerte, Señor de la Montaña Negra, mi Señor, Señor del Gran Naga…
Y Mayúr, como un pequeño sol sobrepujado por la noche infinita del espacio, se oye todavía pensar:
«… Si podía seguir a los Nagas hasta su destino, si podía verlos desde los ojos de Úttar hasta los ojos del Poder que los llamaba… ¡es que yo era el Poder que los llamaba! ¡Yo soy el Asura de la Muerte!».
Y estas últimas palabras, internamente dichas, gritadas, lanzadas como una proclamación, ya no pertenecen a Mayúr. Mayúr se aleja más y más del mundo exterior, absorbido por la memoria para no ser más que un recuerdo en un limbo de percepciones crepusculares. El cuerpo, la mente, el corazón de Mayúr se abren como ciudades al imperio de un nuevo Señor, un Señor ante el cual Mayúr se siente más insignificante que Inca ante Sarpa… tal es el poder que emerge al mundo con el despertar de Muerte, el Asura de la Aniquilación.
—¿Qué ocurre? —susurra Brahmo con un temor creciente y, como Kadír se demora en responderle, repite—. ¿Qué ocurre… qué está pasando?
Kadír se vuelve hacia el príncipe y sus ojos de esfinge resplandecen misteriosos.
—No es fácil ver lo que sucede en el corazón de un hombre… pero más difícil aún es comprender el día y la noche del alma de un dios.
—¿Mayúr un dios…?
—Observad —concluye el Rishi volviendo su mirada hacia las dos figuras que centran la noche.
El héroe quieto frente al Naga arrodillado, la espada desvaída a su costado, el rostro ensombrecido, crispados los labios, la mirada perdida en mundos inaccesibles para cualquier mortal, el alma vagando a través de los pliegues de otra dimensión. Esto es todo lo que ve o cree ver Brahmo. Alrededor el silencio, el tiempo helado alrededor, como una escena esculpida en mármol.
Pero Mayúr se siente desaparecer poco a poco, como si se durmiese… y para siempre.
«Pronto —piensa— no seré más que un recuerdo desatendido de Muerte, un recuerdo sepultado. Muerte atormentará el mundo con el poder generado en Koria; el Gran Naga no ha hecho sino prepararle el camino y poner a sus pies un ejército de salvajes y bestias, un ejército que crecerá día a día con el poder de Muerte. Todo Ordum queda a sus pies, no sólo Eben. Dyesäar, la Pentápolis, el Swar, el desierto, todo, todo queda a sus pies… también el resto del mundo, pues sólo Ban podría detener al Asura de la Muerte y Ban no está en el mundo».
La memoria del Asura es ahora su memoria y Mayúr ya no teme contemplarla porque está dentro de ella, es parte de su sueño del pasado, un mero átomo… apagándose.
«Muerte —piensa aún— ése era el Poder con el que Sarpa se esenció en la cumbre de la Montaña Negra, pues Sarpa y Mayúr eran la noche y el día de este Poder primordial».
Y como en un sueño más diáfano y consciente que la más brillante vigilia, Mayúr ve y comprende lo que nunca vieron ni comprendieron Sarpa o él. Ante él el primer instante del universo, y él y sus tres hermanos lo contemplan como con una llama inquietante en la mirada y en el núcleo sutil de su emoción… una llama que, cuando el hombre se remonte en su lenguaje desde el mundo de los objetos físicos hasta el de sus sentimientos, llamará codicia y llamará también celos y ambición. Y los cuatro hermanos juran poseer y gobernar ese universo, que gira en la armonía y en la dicha puras de la omnipresencia omnisciente del Supremo. Y los cuatro hijos primordiales del Uno y de su Voluntad se dan entonces los nombres de Muerte y Dolor, Mentira y Obscuridad, ellos, a los que la Madre Universal había llamado… Pero Mayúr no puede penetrar en esta cámara del recuerdo, esta memoria se le niega y se pregunta por qué… por qué…
Pero otra imagen lo llama y Mayúr se ve descender con sus hermanos al mundo, a ese mundo-símbolo, esa Tierra-símbolo, que se ha transformado por Voluntad del Supremo en el campo de batalla definitivo para el dominio de todo un cosmos. Mayúr se ve encarnar un cuerpo humano, olvidar su origen supraterrestre, trazar inconsciente pero certeramente una ruta en el tiempo y el espacio de la Tierra hasta ese puesto donde mejor puede hacer valer y vivir su propósito: primero, como iniciado de Joves, dios luminoso y Señor de la Materia; después, junto a dos de sus hermanos, como Electo del Señor. Y he aquí que el Alto Rey Joves da los nombres de Mayúr, Hamsa y Bàlakah, Pavo Real, Cisne y Grulla, a Muerte, Mentira y Tiniebla; el dios reconociéndolos, los Asuras ignorándose; el dios aceptando el reto de derrotarlos, transformarlos, los Asuras luchando contra el dios sin saberlo, reverenciándolo, hasta que la sombra secreta, innombrable, se impone a la luz de Joves y Joves, ahora Maurehed, da a sus elegidos nuevos nombres: Sarpa, Kripán y Dhanda. Serpiente, Torcido y Castigo, se suman a la hija del dios caído para fustigar a la Tierra y a los hombres. Pues era ésta la que Joves llamó Ànddila, Dicha, y reconoció como Asura del Dolor; era la que el mundo conoció con muchos nombres y como Krissa murió por la espada de Dama Alayr.
De estos cuatro hijos nació aquel padre, pues a los cuatro Asuras debió Joves su ocaso y Maurehed su nacimiento. He aquí la respuesta al enigma de la Cabeza Negra. Comprende ahora Mayúr por qué Maurehed se inclinó ante Sarpa y puede oír, reverberando atroz en todo su ser, el nombre con que lo saludó:
«Oh Yama, Señor de la Muerte».
Desaparecerá en el océano de la noche. Morirá la muerte de los recuerdos cuando el pozo negro del Olvido los succiona como a pequeños soles. Se fundirá con las sombras, pues Mayúr no es, no ha sido nunca, más que una máscara de Yama, una ficción de Yama… y ha llegado la hora de las verdades.
Honda es la sima en la que planea sumergiéndose, disolviéndose.
Brahmo siente en su corazón la estela de lo que Mayúr, en todo su ser, siente: la aniquilación inexorable.
—Lo estamos perdiendo… lo estamos perdiendo —dice, y lo dice en voz alta porque el peligro de que los descubran le parece ya insignificante, ahora que Mayúr desaparece.
Los lobos junto al Naga atiesan sus orejas, gruñen con el hocico arrugado, saltan incontenibles hacia las rocas que ocultan al príncipe y a Kadír. La escena congelada se rompe en mil pedazos de movimiento y el Tiempo reanuda su paso hacia lo inescrutable. Los guerreros salvajes siguen a las fieras, el Gran Naga brama ásperas órdenes. Al Este de los Picos Gemelos se alza un clamor y el cinturón de guardianes ishá sufre los embates de un furor inesperado que les vomita el bosque.
Pero Mayúr está lejos. La noche de Koria, violada ahora por gritos y aullidos y armas y fuego, entra por las pupilas de otro. Mayúr planea hacia su aniquilación y el Naga sabe que, cuando ésta se complete, ningún enemigo en el mundo, ni las dos formas que se baten incontenibles contra sus hordas frente a sus ojos, ni las huestes desconocidas que atacan su cubil desde el Este, ni ningún ejército humano, tendrán poder sobre él o su Señor. Por eso aguarda quieto ante la forma quieta de hombre que, lenta pero invenciblemente, ha empezado a poseer Yama, Señor de la Muerte, Señor de Titanes.
Un pensamiento viene a turbar aún a Mayúr, que ya no ansía sino un eterno letargo… un pensamiento que, sin embargo, podría ser su salvación.
«Sarpa era una deformación de Mayúr —le dice ese pensamiento—; ¿no habrá todavía una cuarta identidad que sea el alma de Yama?».
«Todas las máscaras han caído —responde Mayúr—, Inca, Sarpa, Mayúr… todos los espejos rotos, todas las imágenes quebradas. Mi última identidad es Muerte, mi esencia es la muerte. Acaso la muerte sea también la esencia última, el alma, destino y origen, de todas las cosas… y el resto sea piadosa invención».
Y luego:
«Si al menos Yummüel…».
Y el pensamiento:
«Tras la obscuridad que no se atrevía a violar Mayúr se ocultaba Yama; ¿a quién oculta Yama ahora tras la obscuridad que no deja violar a Mayúr?».
Perezoso, casi extinto como la última franja roja en el filo del crepúsculo, Mayúr hace un nuevo esfuerzo.
Contrastan su silencio y su quietud con el universo alrededor en movimiento. Los remolinos del hacha de Kadír, los baladros poderosos del Rishi, las estocadas fieras de Mrïyantar, las heridas fieras que endurecen el corazón y el ímpetu de Brahmo y que el inmortal no puede ahorrarle al príncipe a pesar de la protección que le brinda, las fieras aullando sus heridas o dispersas en pedazos, centenares de guerreros tomando la ladera desde el lago y haciendo retroceder a los dos intrusos, clangor de metales y clamores elevándose desde todas partes como salmos del rito ancestral de la guerra… todo esto ocurre alrededor de dos figuras inmóviles a las que, expectantes, contemplan la Tierra y los Cielos y el Abismo.
—¡Príncipe, detrás vuestro! —le grita Kadír.
Velozmente Brahmo se vuelve, detiene un golpe, golpea con el brazo de la muerte. Pero no de este ataque le avisaba el Rishi. Incrédulo aún, contempla los centenares de hombres que rodean la montaña, que descienden de sus grutas, que arrasan a kurias y kuwsh y hotemotes. Los manda Ébion, los distingue el baniano rojo sobre fondo blanco, los flanquean tholos y guerreros de incontables tribus y clanes desconocidos, todos ellos aliados en un mismo ímpetu irresistible.
«No, no puede ser —se dice Brahmo— que Mayúr fracase ahora, cuando estamos tan cerca, tan cerca de vencer».
Mayúr… En su quietud, en su distancia, Mayúr golpea ese tabique de su memoria que le impide la visión. ¿Qué hay detrás de esa escena primigenia en que los cuatro hermanos, los cuatro Grandes Asuras, contemplan el universo con la llama viva que los lenguajes de los hombres llamarán codicia? ¿Quiénes son esos Asuras? ¿Qué llave puede abrir el secreto?
La carga de los compañeros destroza el frente enemigo, que forma como el cuerno de un toro con los más curtidos y poderosos kurias en el centro. Brahmo y Kadír se han unido a las fuerzas de Eben, que apenas podían dar crédito a sus ojos y jamás esperaron volver a ver vivos a su príncipe y a su alférez. Ahora luchan, además, con entusiasmo, pues sólo el príncipe y el Rishi saben que, si Mayúr fracasa, todo este sacrificio de esfuerzo y de dolor se habrá perdido.
Como el vaivén de las olas, la batalla avanza y retrocede, avanza y retrocede. En el centro, el Gran Naga, Mayúr y el frey, forman una isla de inmovilidad.
Mayúr, en el mundo inconsistente que se lo bebe, ese mundo de polvo y nada, ha tocado algo firme, algo que se traduce en la imagen de una piedra negra. La piedra le lleva a un nombre, Alayr, y el nombre a un libro que en el principio de su camino se le dio como un manojo de llaves cuyas cerraduras secretas irían revelando la necesidad y el destino. ¡Ban! Ban luchó contra el Señor de la Montaña Negra y en el clímax del combate arrojó un nombre como una flecha al corazón de su enemigo; tal como a Sarpa le había llamado Mayúr, a Yama lo llamó…
Un nombre. Mayúr, la batalla, Ordum, el mundo, dependen de un nombre que abra la puerta cerrada de la memoria.
Se combate ya junto al lago. El campamento hotemote ha sido arrasado por Brahmo y los compañeros, nada han podido contra las espadas de Eben las taimadas cerbatanas del bosque.
Los tholos asedian a los kurias; pero los kuwsh, fuertes e imprevisibles en la tierra que sostiene sus chozas, caen en oleadas de ira, hombres y lagartos sobre las huestes del príncipe, y sus cuchillos curvos encuentran vidas que segar. Más fieras descienden de las cavernas secretas del Ish y amenazan la retaguardia de los enemigos del Naga. La victoria, que tan cerca creía Brahmo, va y viene, viene y va, como el badajo de una campana.
Un nombre, el mundo depende de un nombre…
Mayúr hace el gesto interior de tocar la piedra negra, no por la piedra, sino por la sensación de firmeza que le trae. Nada en visiones. El libro, los caminos, las memorias propias y ajenas que ha explorado… nada en todo ello confundido por la innumerable variedad de los fenómenos, las formas, los fragmentos de la realidad y la irrealidad en los que siente ahora deshacerse su memoria, su consciencia. Nada en una tormenta de visiones enloquecidas anhelando sumergirse en la Nada.
Y de pronto, como si fuera imprescindible desnudarse de todo, quebrantar hasta la última pieza del mosaico de las formas y bañarse en Nada para tocar el núcleo de la verdadera identidad, Mayúr se siente al fin aferrado a un pilar inamovible, un pilar que penetra en la honda raíz de las cosas y sostiene el templo de su ser, con las puertas y ventanas de sus sentidos abiertas y, doradas, resplandecientes, las cámaras eternas de su alma.
«Vida —piensa Mayúr al tiempo que se hace uno con ese pilar, con este nombre—. Yo soy el Señor de la Vida, el hermano de Luz y Verdad y Dicha. Jiva es mi nombre y mi nombre es mi realidad última».
Y recuerda cuando era uno con la Madre Universal y el Supremo. ¿Era? ¡Es!, se grita, pues nadando a través del recuerdo de lo que fue, desnudándose de todo lo que fue y no fue, ha llegado a lo que ES, a lo que Es siempre, el eje, el centro, y se ha esenciado con lo que está más allá de todo devenir temporal.
—El Gran Asura de la Muerte —dice entonces Jiva con voz poderosa— vino a traer la sombra al mundo y ha encontrado la Luz. El hijo pródigo se somete de nuevo a la Fuente de todas las cosas, a la Matriz de todos los Mundos.
Y alzando a Ida, golpea… golpea.
La isla inmóvil se ha roto en movimiento mientras todo se detiene alrededor. El frey se levanta como si apezuñase los peldaños de una invisible escala al cielo, Ida vibra incandescente en la mano de Jiva y el Naga cae, desangrándose. Pero la batalla ha cesado. Desalmados de pronto, hurtados su impulso, sus fuerzas, las fieras y los salvajes escuchan el silencio que rinde el bosque.
En el Este, ahora, una franja de luz, una veta de cuarzo rosa en el horizonte, traiciona la profundidad última de la noche.