


IV
Tampoco Mándos tenía ganas de dormir aquella noche, aunque por razones muy distintas de las del joven paje del príncipe ebénida. No necesitaba ser un profeta ni un vidente para comprender el curso de acontecimientos que, inevitable, se estaba trabando. Se hallaba sentado en una silla austera junto a su mesa de trabajo, con las piernas estiradas, el codo izquierdo reposando en el brazo de la silla y el mentón en el puño, cuando sonaron, prudentes, tres golpes en la puerta. Supo quién era y sonrió. Se levantó y mientras caminaba hacia la puerta dijo en voz alta:
—Pasa Vântar, no está cerrada con llave.
Vântar obedeció.
—Está bien —le espetó a Mándos en cuanto hubo entrado—, cuéntame el secreto.
—¿Secreto? ¿Qué secreto? —sonrió Mándos—. ¿Que supiera que eras tú? ¿Que no haya guardias en las puertas de las alcobas ni en los pasillos? ¿Que…?
—El de tu eterna juventud. Dime la verdad, Mándos, ¿te has convertido en un Rishi? ¿Te han revelado su secreto? ¿Qué es lo que ocurre aquí, qué te ocurre a ti?
Mándos lo contempló gravemente.
—Me encuentro bien aquí, Mándos —continuó Vântar sin esperar respuesta—; bien y mal.
—Vaya —respondió Mándos recuperando ahora la sonrisa—, ¿se te está contagiando la forma de hablar de mi sobrino Pradib o es que la estás recuperando de tu propia herencia ancestral por influencia suya?
—No, Mándos —repuso Vântar—, hablo en serio. ¿Qué es lo que has hecho de tu reino? ¿Qué has hecho en Dyesäar? ¿Qué habéis hecho tú y los dos que te precedieron? Te lo diré yo: habéis creado una nueva Orden de Guerreros, la octava, una Orden que es todo un reino, que puede llegar a ser un imperio… No, que ya es un imperio, pues incluso Índu, el reino de Tâuron, mi antepasado, es hoy parte de las tierras de Dyesäar. Si el Rey Ban retornase hoy mismo, esta misma noche, ahora mismo, tú podrías poner a sus pies un tercio completo de sus antiguos dominios. ¡Un tercio de Ordum está en tus manos! No es un reproche, Mándos. Eres digno de admiración. Sois dignos de admiración… Pero también de misericordia: Dyesäar es un sueño.
Todo un sueño, pero nada más que un sueño. La extraña, efímera prolongación de un pasado remoto en una era en la que no podrá sobrevivir, en la que acabará por no poder respirar, porque el aire del presente es un veneno para el tipo de ser humano que tú y los tuyos habéis construido en Dyesäar. ¡Dios mío, Mándos, cómo te envidio! ¡Cuánta pena me das!
Vântar se tapó la cara con las manos. Estaba sentado en una silla de tijera de cuero repujado que había frente a la chimenea, en el lado izquierdo del despacho que daba paso al dormitorio a través de un arco sin puertas, cerrado por un cortinaje. A los lados y por encima de la chimenea había anaqueles con libros antiguos, y detrás de la mesa de trabajo, en la mitad derecha de la sala, las estanterías continuaban, cargadas de libros, rollos de papel, pliegos, pergaminos, plumas de escribir, trozos de amatista, ágata, cuarzo, guijarros blancos o esmeraldinos de la playa, pequeños fósiles. Era la habitación más alta en el ala nueva del castillo y daba al Sur, directamente sobre la bahía.
Mándos puso su mano derecha sobre el hombro de Vântar y lo apretó cariñosamente.
—¿Crees que no sé todo lo que has dicho, hermano? Y sin embargo, el esfuerzo era necesario. Se aproximan cientos, cientos de años portadores de la degradación de los hombres, los reinos, la inteligencia, la vida. La estrella de Dyesäar brillará un instante y luego las gentes comunes ya no la verán más, porque el cielo será tenebroso. Pero hombres del futuro descubrirán que la estrella no estaba apagada, sino oculta, y que lo que de su luz alcanzó un día la tierra no murió, sino que fue crisálida de tesoros imprescindibles para el renacer del hombre y del mundo y de todas las cosas. Ningún esfuerzo es vano, y la aspiración asesinada hoy en la plenitud de su ardor halla su realización por senderos misteriosos en las acciones del mañana.
Vântar alzó la mirada. Vio el rostro joven y antiguo de Mándos. Vio un cuadro en la pared, débilmente iluminado por la luz de las bujías que ardían en la cámara, que le llamó la atención.
—¿Qué es eso? —preguntó señalándolo con un gesto de los ojos.
Sobre un fondo obscuro contrastaba en blanco una imagen semejante a la de la Vía Láctea. Desde un centro en el que resplandecía una esfera dorada surgían diversas espiras que perdían densidad, anchura y consistencia a medida que se alejaban de aquél. Parecía el plano de una ciudad. De una utopía.
—Es un regalo —respondió Mándos—. Un regalo de un arquitecto eterio.
—¿Un plano de Éndor? —inquirió Vântar.
—No, de la Ciudad Sacrificada. De Eteria la antigua.
Vântar sintió inquietud y no supo por qué. Apartó la vista del cuadro. Pero la mención de la legendaria ciudad despertó en él amables recuerdos.
—El príncipe Dión… —preguntó— ¿está vivo?
—Vivo sí —contestó Mándos con una leve sonrisa que tenía algo de melancólica—. Pero retirado.
—¿Retirado? ¿Qué quieres decir?
—Vive solo. En Éndor, por supuesto. Dedicado exclusivamente a su vida interior. Pocos, muy pocos tienen acceso a él.
—Y tú debes de ser uno de ellos.
—No siempre que quiero, Vântar. Pero es cierto que algunas veces sí puedo verlo.
—¿El rey de Dyesäar pidiendo audiencia a su huésped? —se burló Vântar—. ¿O es que Éndor se ha convertido en un reino independiente?
—¿Qué es el rey de Dyesäar? —repuso Mándos suavemente—. Un hombre que cumple una función, como el bodeguero o el caballerizo o el zapatero o el criado o el mareante. La jerarquía no depende aquí de la función que uno realiza, sino de la altura del espíritu. Yo puedo ser rey de Dyesäar, pero te aseguro que el príncipe Dión está mucho más cerca que yo de la Verdad Última.
En realidad, a Vântar, antes ya de escuchar la respuesta de su amigo, le habían molestado sus propias palabras y el tono que, sin quererlo, había infundido en ellas.
—Disculpa, Mándos. Ya lo sé. Sé lo que me dices porque, al fin y al cabo, todos hemos luchado por ello; todos y cada uno de nosotros pusimos nuestro grano de arena para derribar a Sarkón, el gran negador de estas verdades. Sólo que yo creo que Sarkón, allá donde esté ahora, se ríe de nosotros viendo el curso imparable de los acontecimientos del mundo… Y, por otra parte, te envidio tanto, tanto, porque a ti no te importa esa risa de Sarkón.
—Sarkón puede reír todo lo que quiera, pero al final deberá volver y ayudar a construir la Obra que él despreció y contra la que luchó. Aunque yo creo que Sarkón, ahora mismo, tiene pocos motivos para reírse.
—Y hay otra razón por la que te envidio, Mándos… por la que te envidio aun más. Aquí, por todas partes, se respira el consejo, la dirección, la infalible guía de las Órdenes. ¿Estás en contacto con ellas, Mándos?… Pero, claro que sí. ¿Qué eran, si no, esas guerreras que me saludaron en el jardín con palabras tan extrañas?
«Salve, Vântar —me dijeron—, rey moral, rey razonable, rey didáctico. Que tu obra clara como la luz del día se haga capaz de admitir las sombras; que tus días hasta la Sombra puedan llegar a ofrecerte la Luz».
—Y ahora explícame, hermano, ¿qué crees que quisieron decirme?, ¿a qué Orden pertenecían?
—A la Orden más alta, una que no desaparecerá cuando el resto caiga y que esperará hasta el final de los días el retorno del Rey Ban. Y ¿qué han querido decir? ¿Debo, pues, ser yo quien te lo explique? De acuerdo, hermano. Pero piensa, al oírme, que yo no te critico, no te reprocho nada. Eres un hijo del tiempo, has actuado según tus propias luces y sólo la sabiduría del Supremo puede hacerte ver allí donde tu propio deseo te ha engañado disfrazándose con las ropas fulgurantes de la sinceridad de tu espíritu.
Empezaba a amanecer, lejana, espaciosamente. Mándos descorrió las cortinas que separaban la salita del dormitorio y toda la cámara se llenó de frescor. El aire era púrpura más allá de la ventana. Los primeros gorjeos de los pájaros llamaban al sol y las gaviotas lo esperaban formando marciales hileras en la orilla de las aguas, contemplando devotamente el Oriente portador del fuego.
—Rey moral —empezó Mándos—: porque has confiado más en la religión que en la Verdad viva en el corazón de los hombres. Rey razonable: porque has confiado más en la razón que en la intuición y en el Espíritu. Rey didáctico: porque has creado leyes y fueros y ordenanzas, y escuelas que enseñasen a tus súbditos tu idea del bien y el mal, en lugar de vivir el Dharma, la Ley Eterna, y de transmitírselo a ellos. Obra clara como la luz del día: porque es simétrica, armónica a costa de ser pequeña, rígida y frágil como el cristal, ingenua; y si no se vuelve capaz de admitir las sombras, transmutarse con ellas en un cuadro de fiera belleza, las sombras… las sombras de momento sofocadas por el peso y la inflexibilidad de su simetría, las sombras ocultas, no muertas ni dormidas sino vivas y expectantes… esas sombras la destruirán. La última frase la entiendes ahora, sin duda.
Vântar miró a través de la ventana, sin ver.
—Les pedí… —se detuvo; tragó saliva, continuó—… Les pedí para Eben, el mismo día del Consejo en que me proclamaron rey, los Cinco Pilares. Me los negaron. Les pedí maestros de sabiduría, les pedí instructores militares. Me los negaron. Les pedí el retorno de los doce Pares.
Me lo negaron. Les pedí que, al menos, puesto que ni los siete Caballeros de los Anillos ni la Dama del Arco podían instalarse permanentemente en Eben, que me permitiesen resucitar la institución de los Pares. Se negaron. Pedí, en fin, que retornasen a Eben, cuando menos, los dos Guardianes de las Llaves de la Torre del Rey para que su sola presencia reavivase las tradiciones y fuese un recuerdo vivo de los días del Viejo Imperio. También me lo negaron. Mándos, yo no recibí en herencia el legado de un señorío que la Dama Alayr había convertido en paraíso. Me entregaron una ciudad arrasada por quince años de tiranía de Sarkón y me dijeron: «Ten, muchacho, reina en ella». Tenía veinte años, Mándos, y miles de personas desmoralizadas, envilecidas, que gobernar; personas enemistadas consigo mismas y con sus compatriotas, algunas de ellas destrozadas, irrecuperables, otras que sólo saldrían del abismo después de una larga convalecencia moral. Ésta fue mi herencia, Mándos, la materia prima puesta por las Órdenes en mis manos. Y ahora te nombro juez… sí, juez, no bajes tus ojos… juez de mis actos, y te pregunto: ¿podría haberlo hecho mejor? No, disculpa, eso es una presunción… ¿Podría haberlo hecho de otro modo?
—Te repito que yo no te juzgo —repuso Mándos—. No puedo ni quiero ser tu juez. Ésa es, gracias a Dios, una labor que no me corresponde. Y si bajo los ojos, es por pudor, hermano, no por miedo: para no verte, ya que no puedo dejar de oírte, decir estas cosas. Pero quisiera que recordaras lo que fueron los primeros siete años de tu reinado. Las Órdenes no te dieron instructores militares, pero ¿cuántos permanecimos en la renaciente Eben después de la guerra para participar en las nuevas batallas que llegaban a añadir sangre y violencia al apocalipsis de la Segunda Conflagración? Mi hermano Bran y yo mismo por el Sur, el príncipe Dión y doce de sus caballeros por Eteria, héroes de más allá del mar por cada uno de los Imperios extintos, héroes de la Pentápolis que habían luchado en las filas de la Orden del Séptimo Anillo, beduinos aliados de Abnüel por el desierto… ¿Recuerdas? Nuestros enemigos empezaron por llamarnos la legión-mosaico y pensaron que cualquier día se despertarían al alba y verían nuestras tropas desmembradas en todas y cada una de sus piezas. El respeto, más tarde, les hizo llamarnos la legión multicolor; y el miedo, por último, la Legión Fulminante. Con mayúsculas. Y a la sombra de nuestra legión veterana, creció la Joven Guardia del Baniano… ¿Era necesario, pues, transformar a los guerreros en militares?
Vântar quiso intervenir.
—Permíteme que continúe —le interrumpió Mándos—. Te negaron maestros de sabiduría, es cierto. Pero ¿cuántos años pasó Dión con nosotros en Eben? Cinco estuvo, aunque la añoranza de Éndor, del Mandír, era un fuego en su corazón y en su misma carne. ¿De qué modo aprovechaste su sabiduría? ¿Estás seguro de que llegaste a reconocerla en toda su dimensión? ¿Crees que las Órdenes podrían haberte proporcionado maestros más sabios que aquél ante cuyo conocer, y sobre todo ante cuyo ser, se inclinaban incluso la Dama del Arco y Alayr, la Virgen Libertadora?
¿Era necesario, pues, crear una orden de sacerdotes y dejar que éstos estableciesen un culto, una moral, los principios de una absurda religión? ¿Qué necesidad había de techar el templo del hombre, la desnuda Tierra, su cuerpo desnudo, y nombrar mediadores entre él y los dioses, entre él y el Supremo?, ¿qué necesidad de separar la Tierra del Cielo, de enturbiar el aire con los estúpidos sahumerios de esa casta de ignorantes? ¿Qué necesidad, Vântar, de cerrar la puerta del corazón del hombre y substituir su profunda, eterna Verdad por una moral a la altura (debería decir bajura) de estos tiempos? ¿Qué necesidad de romper la espontaneidad de su experiencia espiritual, la singularidad absoluta de la relación de cada alma con el Altísimo, y someter su aspiración al ministerio de unos mecánicos, artificieros, leguleyos, aparejadores, mercaderes del Más Allá? ¿Recuerdas, Vântar?, en el imperio de Ban, el Rey de reyes, todo ser humano era a un tiempo guerrero y sacerdote. No, sacerdote no. ¡Cómo me repugna esta palabra! Lo diré de otro modo: todo ser humano era un amo de Espada y un siervo del Espíritu.
Cesó un instante, caminó hasta la ventana y volvió. Vântar no hizo ahora ni siquiera intención de interrumpirle.
—Hiciste bien en querer destruir hasta el último rastro de la lengua mâurya que contaminó el ordumia del Norte durante los años del nuevo imperio, porque el mâurya es la lengua de la mentira y su efecto en la mente del hombre es falsearla y degradarla. Pero, en lugar de crear las condiciones propicias para elevar la consciencia de las gentes de forma que cada uno de tus súbditos acabase por rechazar el contacto con las palabras, ideas y giros degradantes, ¿era imprescindible crear una Academia de la Lengua con dos docenas de gramáticos para que velasen por la pureza del ordumia, subsanando su impotencia de viejos carcamales con una policía a su servicio y con penas para los infractores?
Nuevamente hizo una pausa para que Vântar asimilase sus palabras y continuó:
—Te negaron los Cinco Pilares, hermano, porque éstos son el fundamento del Imperio Universal del Dharma, del Dharmaraja, no de un pequeño reino como el que ahora es Eben; son el secreto y a la vez legado político de los eterios, y ocultos permanecerán, oculta su transmisión de Maestre a Maestre, hasta que lleguen los años del Renacimiento. Te negaron a los Pares, a los Guardianes de las Llaves, porque esas instituciones ya no tenían sentido en el nuevo reino y se habrían convertido en fósiles vivientes, no capaces de inspirar fervor en los ideales del Viejo Imperio sino, más bien, burla y desprecio; formas escleróticas que no habrían podido canalizar hasta el hoy la energía y la inspiración de los Días Antiguos.
Mándos volvió a poner su mano sobre el hombro de Vântar y a apretarlo suave, cálidamente.
—Y tú me preguntas —continuó—, «¿podría haber sido de otro modo?». No lo sé, hermano, no lo sé. Por eso no puedo juzgarte. Sé dónde está la Verdad, pero no sé lo alto que hay que subir o lo bajo que hay que caer para darse de bruces con Ella. Sé que hay que quererla; pero sé también que en ocasiones, despreciándola, se nos entrega antes. Si yo no amase tanto como amo al Supremo, querría al menos odiarle tanto, tanto…, que no me cupiese nada más en la cabeza.
Vântar alzó la mirada.
—Ahora no te entiendo, hermano —dijo.
—Así estaría siempre con Él, con Él sólo, y por el rodeo de mi odio y de mi error llegaría inevitablemente al centro absoluto de Su Ser. Hermano, en el reino que has construido, yo, yo Mándos, este ser individual y limitado que soy yo, veo el error, la dirección equivocada. Pero ¿era necesario ese error para que se cumplan en Eben los planes del Altísimo?
—Eso no me libra de ser a tus ojos un monarca equivocado… o, peor, un error coronado —repuso Vântar.
—Te equivocas porque… ¿ha elegido tu alma el camino directo del acierto, la incontestable floración, y tú la has traicionado? ¿O ha escogido el camino tortuoso del error y tú has sido su semiconsciente instrumento? Sólo quien pueda conversar con tu alma como yo converso ahora con tu mente y tu corazón podrá juzgarte… aunque lo más probable es que se ría y no quiera hacerlo.
Vântar se incorporó y abrazó a Mándos. Hundió su cabeza en el hueco entre el cuello y el poderoso hombro del rey del Sur. Pasaron unos instantes durante los que hizo su abrazo más y más potente, más y más estrecho, como quien se aferra a un pilar de vida para no desaparecer. Y en el cuerpo ajeno, el cuerpo de coloso, de diamante, halló paz y halló calidez y halló consuelo.
—Gracias, Mándos —dijo luego soltándose—. Es demasiado tarde para corregir nada, pero gracias. ¿Sabes?, de pronto tengo una extraña sensación y creo que el saludo de esas guerreras era no sólo una advertencia espiritual, sino también una profecía. Percibo el reptar y el pulular y el despertar de las sombras bajo mis pies… En fin…
Apoyó sus manos en la mesa de trabajo de Mándos, bajó la cabeza y cerró los ojos, como si se concentrase en percibir más nítidamente el siniestro movimiento subterráneo.
—En fin… —repitió retornando nuevamente a la conversación—. Una última cosa, Mándos, por esta noche. No se te oculta, supongo, que mi viaje hasta aquí, después de tanto tiempo, tiene también fines políticos…
—¿Usha?
—Usha. Su madre cree que Arabínder…
—Olvídalo. Para Arabínder la única vía es el Viramarga, el Sendero de los Héroes. No quiere mujer, ni matrimonio, ni familia. Vive por el Ideal y para el Misterio, por la Fuerza y para la Sabiduría. Será un gran rey. El último gran rey de este pueblo.
—Sí —respondió Vântar—. Iba a decirte que al conocerlo, y pese a la fascinación de Usha por él, he cambiado de opinión. Sería absurdo. Un crimen. Entre ellos hay un mundo, un universo de distancia. ¿Quizás Pradib?
—Pradib es una buena elección. Un gran hombre, un gran gobernante, un líder que sabe velar su carisma, un sabio que sabe ocultar su sabiduría. Es paciente, meticuloso, avanza hacia su meta con lentitud, pero cubriendo todo el campo de batalla. Sí, una buena elección. Si él quiere, si tu hija quiere, el rey del Sur no tiene nada que objetar.
—De nuevo gracias —dijo Vântar estrechando el antebrazo de su amigo.
Entonces, mirándole directamente a los ojos:
—Así, ¿me lo dirás?
—¿Qué?
—El secreto, Mándos.
—¿El secreto, hermano, de que siendo dieciséis años mayor que tú parezcas mi padre? —rióEstá bien. Te diré algo. La clave. Tú deberás descubrir el resto.
—Con eso me basta.
—Escucha bien, Vântar: el instante.
Vântar torció el gesto.
—El instante… ¿qué? —inquirió.
—El secreto de la inmortalidad no está en estirar la vida, en prolongar el tiempo, sino en descubrir la eternidad del instante —afirmó Mándos sonriendo.
—¿Eres inmortal? ¿Como los Rishis? —le espetó Vântar.
—No. Pero me conservo —le respondió Mándos muy serio, y al ver el rostro de su amigo estalló en una carcajada.
—Te estás burlando de mí, alteza —dijo éste tristemente.
—No. De verdad, Vântar, la clave está ahí. La energía se agota porque creemos en la continuidad del tiempo. Pero la verdad es que el universo se crea y se destruye a cada instante.
La energía es nueva a cada instante, pura, y su Fuente inagotable. Medita en todo esto.
Vântar reía cuando abandonó los aposentos de Mándos. Sobre el secreto de su juventud no creía una sola palabra de lo que había oído, pero ahora tampoco le importaba. Prefería pensar que era un don especial de la Naturaleza y que Mándos, al embromarlo de aquel modo, no había hecho sino mostrarle ternura. Se sentía en paz consigo mismo y pensó que dormiría bien, profundamente, toda la noche. Al entrar en su propia habitación, la ventana abierta le recordó que era de día. El sol se mostraba ya tras una ancha faja de nubes, finísima como un velo; rostro oculto pero arrebolado, incandescente, de una tímida reina del desierto. Los gallos elevaban su quebranto en las aldeas, las gaviotas sobre las aguas su alada majestad. Y desde alguna de las dependencias inferiores del castillo ascendía el entrañable olor del pan tostado, la leche hirviente.
Se tumbó en la cama boca arriba, respirando la mañana. Se sentía fuerte, podía prescindir del sueño por un día. Descendería a la playa dentro de unos instantes y se bañaría en las aguas, en las mismas aguas que cuarenta años atrás, sí, justo cuarenta años menos un día, recibieron en su seno unánime los restos vencidos de la armada imperial… y los ocultaron para siempre.
Recuerdos de Mâurwanna, Eben bajo la bota terrible de Sarkón, trataron de asaltarle entonces y él los rechazó. Sí, bajaría a la playa. Y después desayunaría aquel pan caliente, humeante, entrañable, y extendería sobre cada hogaza tostada la deliciosa compota de manzana o de mango o de cerezas que se preparaba en el Sur de acuerdo con sabias recetas antiguas. En el fondo, se dijo, ¿qué otra sabiduría necesitaba un rey que pudiera ofrecer a sus súbditos la delicia de semejantes compotas? ¿Qué enemigo no se echaría a los pies de un monarca, si pudiese llegar a percibir el aroma de las cerezas hervidas con canela y pasas en zumo de manzana escapando de sus regias cocinas? ¿No dijo un sabio de la antigüedad que gobernar un reino es como freír un pequeño pez? Pero qué sabio tan ordinario; oriundo sin duda de un pueblo salvaje; sin duda desconocedor de las compotas de Dyesäar.
«De momento está bien que pienses así» —le dijo Arabínder.
«Sí. Retornar a lo más simple para dominar lo más complejo» —añadió sonriente Pradib.
Pero Vântar no se detuvo a hablar con ellos. Les saludó amablemente, agradeciéndoles con un gesto silencioso su presencia allí, en la senda de descenso de su sueño, pero continuó su camino hacia la bahía, con hambre de sol, con ansia de aguas frías y calmas. No tardó en descubrir que lo que tenía ante él, a sus pies, no era la playa, sino la ciudad semejante a la Vía Láctea. Eteria estaba ante él; la Ciudad Sacrificada se alzaba ante él, bajo él, a su alrededor, asentada en cimientos eternos. Paseó por calles solitarias, turbado por sus palacios, jardines, monumentos. Así, pues, ¿era posible que la piedra, el alabastro, se alzasen del suelo para transmutarse en calzadas, mansiones, esculturas con la misma orgánica espontaneidad de los árboles o de los montes? ¿Era posible un encuentro tan íntimo del bronce y el mármol, la madera y el hierro, el arte y la vida, el espíritu y la materia? En todo aquello que le rodeaba, edificios, baluartes, viviendas, museos, bibliotecas, la Belleza se había hecho forma y el plan del hombre, su idea, se había disuelto en la imperante Belleza. Y en las fuentes, las piscinas, los canales, los jardines, los vergeles, los prados y fresquedales, la Naturaleza se había sometido a las hermosas, inconcebibles exigencias del Espíritu. Eso era Eteria: no la concepción de una mente, de una idea, sino la vida del Espíritu hecha arquitectura. Vântar siguió recorriendo vacías avenidas, todas ofreciéndose desnudas a su mirada caprichosa. De pronto, fascinado, se detuvo ante un monumento que presidía la entrada a los vastos jardines en cuyo centro se alzaba el áureo Mandír, el templo esférico. Sobre un alto pedestal de cuarzo rosa, dos manos inmensas, una frente a la otra, se elevaban hacia el cielo ligeramente separadas, como una concha que empezara a abrirse. Entre ellas, un muchacho de tamaño natural, en oro, con una gema irisada en la frente, meditaba con los ojos cerrados y la ancha frente despierta. Sus rodillas estaban juntas, sobre ellas las manos, mansas, con las palmas encarando las alturas. Sentado sobre sus talones, la espalda flexiblemente tiesa, gozaba de la impasible serenidad de su propio rostro. Vântar pensó que en cualquier momento emergería de su contemplación, se levantaría, abandonaría la protección concoide de aquellas manos implorantes, soberbias.
«¿Qué necesidad tiene de hacerlo?» —dijo una forma junto a él— «Es Espíritu hecho Arte, escultura; vivo, pero gozando de la inmovilidad del metal y de la piedra, tal como en las Alturas goza de su inmóvil, arquetípica Eternidad».
Vântar se volvió hacia la voz. El príncipe Dión, joven y hermoso como el muchacho de oro sobre el cuarzo rosa, le miraba con ojos como soles.
Fue el instante que su alma eligió para despertar. Quiso hacerlo con la memoria plena y viva de este sueño.