


XIII
El día y medio pasado desde la aparición de los lobos se le había hecho eterno a Mayúr.
Las huellas dispersas de los tres animales desaparecían poco después del lugar donde aquéllos se separaran y Mayúr los perdiera, nuevamente borradas por la selva como con arte de magia.
Siguió hacia el Oeste lentamente, esperando hallar algún camino, alguna pista, dando pequeños rodeos hacia el Sur cuando un cenagal, una zona muy tupida de arbustos espinosos o una colina intransitable le cerraban el paso. Halló un claro para pasar la noche y, recordando las palabras de uno de los guardias reales de la ciudadela, encendió un fuego y veló. Esperaba que la luz excitara la aparición de las fieras, y le parecía mejor un ataque y una batalla que su inútil soledad en el laberinto del bosque, las incógnitas y el Tiempo. La mañana de su cuarto día en Koria tampoco le trajo novedades; dejó que Táumandos escogiese constantemente la ruta y él observó y esperó.
Mayúr no estaba cansado, a pesar de la noche en vela, ni hambriento, aunque sus alforjas seguían casi tan llenas como cuando cruzó el umbral del bosque. Percibía cambios profundos en su cuerpo, como si éste tratase de adaptarse rápida y dócilmente a las exigencias a las que, intuía, podía someterle en cualquier momento la personalidad renaciente. Sus miembros se estiraban, su musculatura se endurecía y se fibraba, los rasgos de su rostro se afilaban y su cabello se obscurecía; y esta transformación era tan intensa, era tanta la concentración de energía interior que reclamaba, que el exigente proceso daba la impresión de no dejar tiempo ni espacio para tareas tan prosaicas como dormir y digerir.
La luz de la tarde era gris bajo la bóveda y empezaba a lloviznar cuando Mayúr se detuvo para dar un poco de reposo a Táumandos. El caballo estaba inquieto y el jinete, desde hacía rato, sentía que su marcha era observada, aunque ni un solo ruido, ni un movimiento inesperable, confirmaban esta sensación. Desmontó, dejó que Táumandos paciera y se mantuvo alerta.
Truenos se oían a lo lejos, débiles aún y espaciados, de una tormenta que avanzaba desde el Norte. No tardaría ni una hora en estar sobre aquella área del bosque y Mayúr pensó que lo mejor que podía hacer por el momento era encontrar un refugio para él y para su montura. Pero ¿dónde? Más al Este había visto un poblado de leñadores ebénidas junto a un riachuelo, pequeño y abandonado, pero éste quedaba ya muy atrás, a varias horas de camino. En algunas colinas bajas había divisado cavernas, pero en paredes demasiado escarpadas para que Táumandos pudiera alcanzarlas… Y aunque pudiera, él no aceptaría nunca entrar en una de aquellas grutas, cubiles de león probablemente, ni con todas las aguas frías del Norte cayéndole encima.
Un ruido repentino cortó sus pensamientos: el golpe seco de una saeta al clavarse en la madera viva de un árbol, el escarceo y el relincho de un caballo, metales al combatirse; luego, el del metal al morder la carne, el aullido de un hombre, el gemido de otro o del mismo, cuerpos al caer… Mayúr saltó sobre su animal y galopó hacia la fuente del sonido sacando a Ida, por encima de su cabeza, de la vaina que una doble correa cruzada al pecho aseguraba en su espalda. No tuvo que alejarse mucho. A poca distancia del lugar donde había reposado pocos minutos antes descubrió a un caballero. Montaba un poderoso semental de la raza del Desierto, alto, castaño y de crines negras, ojos encendidos, estrellado y de resuello fogoso. El jinete aún tenía su espada ensangrentada tensa en la mano y tres hombres del bosque, con la cara y el cuerpo pintados de rojo, yacían exangües a su alrededor. Al ver a Mayúr, obligó a su caballo a un brioso caracoleo y lo enfrentó, fiera su estampa y temible en su mano el acero.
—¿Buscáis la paz o la muerte? —le espetó a Mayúr jactancioso.
—No busco ni una cosa ni otra —respondió Mayúr—, pero tampoco huiré de ninguna de las dos.
El desconocido soltó una carcajada; le saludó llevándose a la frente la guardia de la espada y presentando su hoja encarminada, grabada con extrañas inscripciones en una lengua antigua.
—Entonces sois de los míos. Habría preferido no tener que enfrentarme a estos guerreros kurias; son un pueblo muy vengativo y, si encuentran estos cadáveres, nos perseguirán sin descanso. Y a vos tanto como a mí; no se entretendrán en pesquisas judiciales. Pero ocurrió de pronto. Me encontré de golpe frente a ellos, aunque están muy alejados de su territorio y se vuelven muy sagaces entonces. Sin embargo, ahora que os veo —comentó el extraño recapacitando—, creo que era a vos a quien seguían y que estaban demasiado atentos a vuestros movimientos para percibirme hasta que fue tarde, desafortunadamente para todos menos para vos.
El agua cayó con más fuerza; una mano invisible y omnipresente dedeó en todas las hojas de los árboles arrancándoles una música agradecida y entrañable. Olía a tierra mojada, a madera fresca, a suave incienso. La luz declinaba y los truenos se oían más cerca.
—Si es así —repuso Mayúr—, os doy las gracias… y no sé de qué otro modo puedo pagaros más que con mi agradecimiento. Ahora debo dejaros, no tengo intención de pasar toda la noche a la intemperie.
Mayúr taloneó a su caballo, que seguía nervioso.
—Así pues, ¿sabéis adónde ir? —lo retuvo aún el extraño.
Mayúr recordó que no y que lo único que en realidad le había movido a alejarse de allí era la desconfianza que le inspiraba el desconocido, al que por otra parte creía totalmente ajeno a su aventura. Vaciló antes de responder; el caballero ya lo interrumpía.
—Escuchad —le dijo a Mayúr—, conozco este bosque. Lo he cruzado ya tres veces de Norte a Sur y seis de Este a Oeste. He dirigido cacerías de gente adinerada de la Pentápolis y exploraciones de castigo del rey Vântar contra los clanes salvajes. Me dirijo a Eben a ofrecer nuevamente mis servicios. No sé adónde os dirigís vos ni tengo intención de preguntároslo, si tenéis razones para callar. Pero mi compañía por esta noche puede resultaros tan provechosa como a mí la vuestra. Conozco una vieja mina cerca de aquí y compartiría este refugio gustosamente con vos, si a cambio me ofrecéis noticias de la capital que puedan serme útiles.
¿Qué respondéis?
La lluvia era cada vez más fuerte, los truenos más y más poderosos, serpientes rayaban la atmósfera insinuándose con movimientos fugaces, argénteos y fieros entre la frondosidad de la cúpula verde. Táumandos relinchó y escaramuceó, pero el caballo del desconocido permanecía tranquilo observando a Mayúr con sus ojos de fuego.
—De acuerdo —respondió al fin Mayúr—, guiadme. De Eben tengo noticias, es cierto; pero que puedan resultaros de utilidad…
—No hablemos más —concluyó el viajero—. Hace tanto tiempo que no llega nada de la capital del reino ebénida a mis oídos que muy banales tendrían que ser vuestros informes, o muy mal narrador vos mismo, para que no despertaran mi interés. Ahora seguidme.
Aún le hizo una señal Mayúr al extraño interrogándole con los ojos por los kurias muertos.
—Amigo —respondió él con un tono cada vez más familiar—, confiemos en la suerte. Con esta lluvia encima no podemos quemarlos ni enterrarlos. Pero Koria está lleno de vida animal, carnívora y hambrienta.
Y al decir estas palabras hizo una extraña mueca de complicidad a Mayúr, como si sutilmente le revelase que también él estaba en el misterio de las fieras diabólicas… de las fieras diabólicamente humanas.
Espoleó su caballo y partió al galope, la espada aún desnuda en la mano, el agua de los cielos limpiando su hoja de la roja muerte. Táumandos siguió al corcel del Desierto por senderos viejos y por senderos que su joven pecho poderoso iba creando, y los dos animales galoparon hacia el Oeste durante un cuarto de hora mientras la última luz se extinguía. La tormenta crecía en fragor, un rayo cayó a menos de un estadio de los jinetes y la madera de uno de los grandes pilares del bosque gimió y gritó herida antes de derrumbarse. El suelo fue convirtiéndose en un lodazal. De pronto el desconocido frenó su caballo, lo condujo al paso entre altos árboles cuyas hojas, largas y enmarañadas, pendían fláccidas de ramas finas e innumerables creando un denso cortinaje vegetal. Los jinetes se agacharon pegándose al cuello de las cabalgaduras y las hojas empapadas resbalaron por sus espaldas como las plumas de la cola de un gran pájaro.
Emergieron al pie de una colina de ladera suave y cima modesta, poblada de hayas gigantes y esbeltos ilircos, pero de terreno mucho más despejado que todo el que habían cruzado para llegar hasta allí.
—¡Un último esfuerzo, amigo! —gritó el extraño y, golpeando fuerte los ijares de su caballo, arrancó con tanta potencia, galopó con tal rapidez hacia la cima, que hasta Táumandos, un príncipe de su raza, se sintió humillado.
Había algo raro en aquel cerro. Mayúr lo había sentido apenas estuvo ante él. El tiempo parecía detenido allí y la serenidad que lo envolvía era inmensa. Había magia en aquel lugar. La misma sensación que Inca tuvo al llegar a Dyesäar, al hallar la espada, al leer el libro en una lengua que no comprendía, al vencer a las fieras en Eben sin luchar, le sorprendía aquí a Mayúr nuevamente. Si esa sensación era el hilo conductor de su transformación y su aventura, podía estar seguro de haber vuelto a hallar el camino… aunque éste le resultase todavía inescrutable.
Mayúr descubrió ahora, al alcanzar la cumbre, que lo que había considerado una colina aislada se apoyaba por el lado opuesto al de su ascenso en un macizo de roca gris de aspecto misterioso e imponente. Un sendero entre olorosos ilircos conducía hasta una abertura en la pared de piedra y su guía lo recorría a pie, llevando su caballo de la brida, caminando respetuosamente, casi ceremoniosamente, como si el aire estuviese colmado de invisibles presencias dormidas y él no quisiera perturbar su trance inmemorial. Mayúr lo imitó, caminó un tiro de arco y se halló ante las dos grandes figuras talladas en la roca que guardaban la puerta.
Seres altos, delgados, de miembros finos y esbeltos, cabezas grandes, inteligentes, serenas, ojos almendrados y bocas sutiles en rostros de una insuperable melancolía, se sentaban en tronos minuciosamente historiados, ataviados como señores de la guerra. El de la derecha sostenía una copa en su regazo; el de la izquierda, un libro cerrado; ambos miraban al frente desde su prisión intemporal de piedra, inhumanos, como advirtiendo al caminante que más allá del umbral todo era silencio, todo era muerte.
—¿Dónde me habéis traído? —preguntó Mayúr perplejo.
—Ya os lo dije, joven amigo, a una antigua mina —respondió el viajero.
—Desconfío de vos.
El extraño lo miró profundamente. Mayúr soportó sin parpadear sus ojos penetrantes, luminosos aun en la creciente obscuridad.
—Está bien —dijo el hombre dándole la espalda y empujando las grandes hojas de madera y bronce de la puerta, viejas y chirriantes—. Yo ya he hecho bastante trayéndoos hasta aquí. Quedaos ahí fuera, si queréis. Mi caballo y yo ya estamos hartos de agua por esta noche —y desapareció en el interior.
Mayúr vaciló un instante, pero acabó por seguirlo. Notaba que Táumandos se había librado de su desconfianza y su inquietud, y quería seguir gustoso al poderoso príncipe de los caballos del Desierto. Dentro todo era absoluta obscuridad. Los pasos de su guía y de su caballo resonaban algo más adelante sobre el suelo de piedra.
—¡Sois razonable, amigo! —le llegó su voz—. Seguidme. Siempre hacia el interior. ¿Veis aquel punto de luz azul que parece lejano? No lo perdáis de vista y caminad siempre hacia él. Es el final de este obscuro túnel. Mas la obscuridad —añadió con un tono que a Mayúr le sonó casi cínico— es la antesala de la luz verdadera.
Mayúr obedeció en silencio. El tiempo transcurrió lentamente, medido por los pasos de los hombres y los brutos resonando en la caverna. El punto azul celeste, azul aguamarina, se fue haciendo más y más grande hasta que Mayúr pudo divisar toda una gran sala iluminada por aquella luz a un tiempo cálida y fría donde desembocaba el túnel que estaban recorriendo. Por fin estuvo allí, en una inmensa cámara de estalacmitas altas como finas columnas y estalactitas que descendían a su encuentro desde un pétreo cielo. Formas tomaba la piedra espontáneamente o ayudada por mano hábil que sobrecogían al ojo humano encarnando visiones de otro universo.
Pegados a la pared irregularmente circular, a no mucha altura del suelo, había sarcófagos de piedra, largos, cubiertos por losas pesadas y hermosamente labradas con figuras e inscripciones, y el centro de la sala era un lago de agua purísima, no muy profunda, sobre cuya superficie un delgado pilar de piedra surgido del fondo como el tallo de un loto sostenía una bola de cristal de unos dos pies de diámetro. La luz emanaba del suelo, de las paredes, del techo, de la atmósfera, como una mística irradiación de la piedra o el aire.
Inca se detuvo fascinado, casi temeroso, al contemplar aquel milagro de la caverna; Mayúr se sintió retornar a algo que formaba parte de sus todavía ciegos recuerdos.
—Sumânoï —sentenció ahora su guía con una voz que resonó en toda la sala cavernosa—. Una cámara de enterramiento Sumânoï. ¿Sabéis lo que son?, ¿habéis oído hablar de ellos alguna vez? La tercera de las razas, amigo, la raza mental. Los últimos desheredados del Gran Norte.
Una mente poderosa, joven amigo, una mente mística, diría yo. Sus secretos aún nos son indescifrables. ¡Ved —dijo moviendo su brazo derecho en un arco amplio que abarcaba toda la sala, como si presentase una compañía de teatro—, el misterio de la luz que emana de la piedra!
Una raza admirable, sí. Una raza desaparecida.
Mayúr, mudo aún por el asombro, empezó a circundar la cámara y a contemplar los sarcófagos. Habría un centenar. El desconocido, sin interrumpir su discurso, se dedicó a liberar su caballo de los arreos.
—Pero no os he mentido. Esto también fue una mina… durante un breve, muy breve espacio de tiempo. Ya sabéis lo que es el hombre de esta era. Se dice que los Enanos eran la raza física, los Gigantes la vital y los Sumânoï la mental… Eso dicen los sabios, yo por mi parte no entiendo mucho del tema y jamás he visto a ningún bendito ejemplar de estas razas antiguas.
Pero lo que sí os digo es que, si es así, entonces al hombre habrá que llamarle la raza áurea, y no por su altura espiritual sino por su avidez especuladora… ¡Alturas del Cielo, qué elemento… el hombre! Los Sumânoï hicieron de las piedras luz; el hombre quiere hacer de ellas sobre todo dinero. Y eso es lo que ocurrió con este lugar. ¿Conocéis a Elva, la señora de Olpán, esa noble de Eben que es la pesadilla del rey Vântar? Llegó a enterarse de la existencia de este lugar. En su ilimitada limitación y ambición sin límites pensó que podría abastecer de lámparas inagotables a todo Ordum con sólo extraer piedra de esta caverna. Envió un grupo de trabajo. Llegaron a sacar un poco, muy poco de piedra. En cuanto la arrancaban de las paredes perdía su virtud, claro está.
De lo que les ocurrió a esos improvisados mineros hablan los restos que están un poco más allá, yendo por aquella galería. Muy poco recomendable. Un pésimo destino.
El hombre se ocupaba ahora de Táumandos y Mayúr, después de dar toda la vuelta a la cámara, llegaba hasta él. La cháchara del desconocido no había servido para tranquilizarlo, sino para ponerlo aun más en guardia. Le resultaba evidente que era una charla para despistar… para calmar y despistar. Parecía ofrecer franqueza, amistad, al arriesgarse gratuitamente a cualquier imprudencia en aquel aluvión de palabras, pero el discurso no era espontáneo y había algo forzado en la imagen que quería presentar aquel sujeto.
—Y en cuanto a Elva de Olpán… Yo me digo que esos desmayos que la asaltan desde entonces, esos gritos incoherentes y espumarajos que arroja cuando se desploma, son el efecto de la maldición de este lugar, que la alcanzó. Creo poco en estas cosas, la verdad, pero en este caso… ¡Ay! Vântar tendrá que librarse de ella antes o después, si quiere conservar su reino.
¿Sabíais, joven amigo, que…?
—Vântar ya no existe —le interrumpió Mayúr fríamente mirándole a los ojos.
El hombre le sostuvo la mirada con tal poder que pareció derretir toda su frialdad.
Aquellos eran los ojos de alguien que sabía más, mucho más que todo lo que Mayúr pudiera decirle. Pero nuevamente su máscara, la máscara fortuita que había elegido para aquella ocasión, lo desmentía.
—¿Qué me decís?
No, fortuita no. Era un disfraz perfectamente calculado; tan calculado que ni siquiera trataba de engañar sobre su verdadera naturaleza de disfraz, sólo ocultar una personalidad tras un velo de incertidumbre. Mayúr decidió seguirle el juego.
—¿No habéis oído nada del asalto de las fieras a Eben? —le espetó.
—¿Fieras, qué fieras?
—Leones, lobos, lagartos, serpientes… —respondió Mayúr—. Hace cuatro días aún estaban allí.
—Ishá, hotemotes, kuwsh, kurias… —glosó el extraño—. Sus animales sagrados. ¿Decís que asaltaron la ciudad?
—Murieron miles. El rey entre ellos.
—Aguardad, aguardad —intervino el hombre—. Sentémonos allí, junto al agua. Esto promete ser una verdadera historia. ¿Y decíais que acaso vuestros informes careciesen para mí de interés?
Tomad vuestra comida de las alforjas o compartid la mía, si queréis. No hay nada como recibir noticias importantes mientras uno se llena el estómago.
Mayúr volvió a asombrarse. Seguirle el juego no parecía contribuir a desenmascararle sino a hacer más real su disfraz, a afianzarlo, a darle vida, mientras un obscuro desconocido se alejaba cada vez más hacia el interior de aquella apariencia campechana, característica del típico trotamundos. Pero aceptó la invitación. Abrió sus alforjas para tomar parte de su contenido y descubrió de pronto aquel extraño objeto que había hallado cerca de tres semanas atrás, junto a las cataratas de Ishkáin, en su camino hacia Eben. Lo había olvidado. Lo olvidaba completamente cada vez que hebillaba la cubierta de cuero de las alforjas después de haber hurgado en su interior y haberse encontrado, con sorpresa, que aquel collar de perlas negras del que pendía una medalla con inscripciones arcanas estaba allí, estaba todavía allí, huésped misterioso que oculta la razón de su ser, de su estar, de su haber llegado.
«Ya tenemos dos misterios esta noche: el hombre y el collar —pensó Inca, y a continuación—. ¡Alturas del Cielo, qué optimista soy! Y las fieras y el libro y Mayúr y…».
Había un agradable frescor en el aire. El azul de la luz se había hecho un poco más intenso, un poco más obscuro. Los caballos, aunque carecían de pasto, estaban alegres como dos jóvenes potros, pero serenos como dos hombres jóvenes sobrecogidos por el lugar. Mayúr se acercó al estanque, se sentó frente al extraño con su pan de viaje y su carne seca, miró al hombre, que había empezado a devorar algo parecido a una pasta de cereales sin esperarle.
—¿Y bien? —masculló éste mientras comía.
Mayúr le contó lo que sabía, la muerte del rey, la salvación del príncipe Brahmo, el estado de la ciudad, la partida de las fieras, pero no habló de sí mismo ni reveló cuál había sido su función en esta historia. Sin embargo, estaba seguro de que el hombre había captado mucho más de lo que él había pretendido revelar y, cuando llegó al fin de su relato, éste le espetó:
—Así que vos salisteis en persecución de las fieras. Hmm… ¿Y qué pretendéis, cazarlas o investigarlas, aniquilarlas o descubrir su misterio?
Miró a Mayúr con sus ojos envolventes y Mayúr se sintió desnudo. Demoró su respuesta porque se dio cuenta de que entre las muchas preguntas que Inca se había hecho o le había hecho a los Cielos, al Destino, a Mayúr, no estaba ésta ni había una contestación posible que no se imbricase con otras cuestiones importantes, cuestiones que Mayúr no tenía la más mínima intención de revelar. Pero no fue necesario responder, el hombre no le dio tiempo.
—Veo que lleváis una curiosa espada a vuestras espaldas —dijo observando la empuñadura, que asomaba por encima del hombro izquierdo de Mayúr—. ¿No os sentís incómodo con el correaje o es que aún no os fiáis de mí?
—Tampoco vos os habéis desprendido de vuestra arma.
—Forma parte de mí mismo —repuso el hombre.
—Lo mismo me ocurre a mí.
—Y a esas fieras… ¿las habéis vuelto a ver desde que estáis en el bosque? —inquirió el extraño cambiando repentinamente la dirección del diálogo.
—Tres lobos. Dos jornadas al Este de aquí. Yo marchaba hacia el Norte. No me atacaron, pero me obligaron a perseguirlos durante una hora hacia el Oeste. Luego se separaron y les perdí el rastro.
—Muy interesante —comentó el extraño rascándose el mentón cubierto por una espesa barba negra.
—¿Qué es interesante? —interrogó Mayúr.
—Esos lobos os libraron de daros de bruces con los enfervorecidos kurias, amigo. Unas millas más hacia el Norte y habríais pisado su territorio. ¡Peor que meter el pie en un avispero o en un nido de serpientes! ¿Visteis las pinturas rojas de los que me atacaron? Eso significa «guerra».
—¿Guerra entre clanes? —preguntó Mayúr.
—¡Guerra! Cuando los kurias entran en guerra, el mundo entero es su enemigo, salvo los que se han aliado a ellos por un pacto de sangre.
—¿Creéis que son ellos los que han arrojado las fieras…?
—Ah, las fieras…
El hombre lo miraba de nuevo a los ojos con sus ojos directos, grandes, castaños, intensos, como si quisiera hipnotizarle o fondease misteriosamente en sus recuerdos. Mayúr no era capaz de descubrir malicia en aquella mirada, pero sí poder, un poder que podía, si quería, aniquilarlo. Temió. Se preguntó qué esperaba de aquel interlocutor extraño, por qué había acabado por revelarle cosas que habría preferido ocultar. ¿Aguardaba su ayuda, su asombro, su indiferencia o, sencillamente, se complacía en la compañía humana después de tantos y tantos días de soledad, esa soledad de Inca en el cerco silencioso de Mayúr y de Mayúr en la duda permanente de Inca?
—¿Realmente seguís desconfiando de mí? —preguntó nuevamente el extraño soltándose la hebilla del cinturón que sujetaba la vaina de la espada y dejando el arma a un costado.
Una sensación cálida, infinitamente agradable invadió a Mayúr como emergiendo de su hondo pecho. No, ahora no desconfiaba, se sentía como quien acaba de retornar al hogar después de mucho, mucho tiempo. Pero temía bajar la guardia.
—¿Quién sois?
—Os lo he dicho ya, joven amigo. Os lo he dicho con cada una de mis palabras y con lo que está detrás de las palabras, pero aún no me habéis querido oír.
—¿Vuestro nombre?
—Mi nombre no te diría nada esta noche, Mayúr, pero quizás sí mañana… Sí, quizás mañana te resulte revelador.
Mayúr no sintió extrañeza de que el desconocido abandonase definitivamente toda fórmula cortés, ni siquiera de que conociese su nombre, aquel nombre nuevo y antiguo que el Destino o la Secreta Voluntad le habían otorgado como llave de su transformación.
—Os conozco, ¿verdad? —dijo Mayúr sintiéndose de pronto un nuevo ser, ya no el infantil, el pícaro Inca, ni tampoco el grave, el maduro, el poderoso Mayúr, sino algo entre los dos, un joven pícaramente grave, entrañablemente maduro, infantilmente fuerte y poderoso; era el principio de la fusión de aquellos dos polos extremos.
—Es tarde ya, joven amigo —comentó el hombre tratando de parecer casual y recuperando un tratamiento más distante—. Os aconsejo dormir un poco. La selva es agotadora; si seguís en Koria muchos días, ya lo veréis. ¿Os gusta soñar?, ¿tenéis sueños reveladores? Por vuestra mirada creo que es así. Pues bebed del agua de este estanque, descubriréis que vuestras experiencias nocturnas se hacen más vívidas, más intensas, y que crece vuestra capacidad para recordarlas.
Se inclinó sobre el estanque y, tomando de su agua con las dos manos, se la llevó a la boca y dio un largo sorbo. Mayúr le imitó. Después, el hombre se acercó al apero de su caballo, tomó una manta que portaba sujeta a su montura y la extendió en el suelo, cerca del azul luminoso e inmóvil de las aguas.
—Es grande. Si queréis, podéis compartirla conmigo. La roca desnuda de la caverna es un lecho poco recomendable para dormir.
Mayúr no desconfió. Ahora se sentía bien junto al hombre. Inca, lejanamente, dudaba todavía; pero Inca había empezado a fundirse en la nueva personalidad y cada vez era menos independiente. ¿Qué era lo que estaba naciendo allí, en su propio ser? Mayúr no podía responderse aún, pero sabía que el extraño era el responsable, el oficiante de este proceso misterioso.
Se deshizo del correaje, dejó la espada en el suelo, a su lado, y se tumbó sobre su costado izquierdo, de espaldas a su compañero de lecho. Cerró los ojos. Fue como abrirlos. No supo si estaba dormido o despierto, pero la escena se desarrollaba nuevamente ante él: las mujeres danzando, salvajes y salvajemente sabias, eficaces, cuajando el destino, fraguando el terror, pisando uvas de sangre. Y las fieras, las fieras sagradas de Koria, incapaces de evitar la invocación, llegando a la danza como espectros imantados por un poder ineludible. Y la posesión brutal. Y los vientres humanos alojando infiernos de odio. Pero esta vez Mayúr estaba allí y se movía como un fantasma entre las escenas grotescas y terribles de la ceremonia inhumana. Dos altos picos, iguales, fieros como colmillos de lobos grises, arrojaban sus sombras afiladas tocados por la luna. La noche era un abismo. Ver, sentir, oír, percibir era hacer que el Abismo penetrase en uno, que el Abismo poseyese.
Y de pronto lo ve. Mayúr ve a aquel que es la encarnación de este horror. Y porque es su encarnación es su causa, la fuente inmóvil de su devenir torrencial. Fuerte es como un minotauro; a su alrededor, la noche estremecida. Hombre y mujer es, o ninguna de las dos cosas. Su cabeza humanoide parece modelada con la substancia del reptil y sus manos, guantes que ocultasen portentosas garras. Su cabellera larga, híspida, frondosa, es un llamear de violentas salamandras.
Sus ojos pequeños son pozos para la luz, para las formas… las beben y no devuelven nada. Su boca, como la de la serpiente, es un sagrario del veneno, su rostro es triangular; su cuello, un tronco rugoso y palpitante.
Mayúr camina hacia él. No puede hacer otra cosa sino caminar hacia él, imantado por su exigente presencia. Arrecia un viento que no estremece las hojas sino los sentimientos; se diría que el ave inmensa del martirio mueve sus alas secretas. Mayúr, a medida que se acerca, siente un tornado que penetra en él. Quiebra, derriba, demole, destruye… El templo de la memoria es ahora un escorial de recuerdos; el castillo del corazón, una ruina de emociones dispersas; la pirámide del alma, aspiración y esperanza muertas; el observatorio del intelecto es ahora un cerro aislado y arrasado y ciego. Una forma ha llegado hasta el titán, pero Mayúr está descompuesto y deslabazado. La mirada del monstruo podría fulminarlo; su voz podría gritar «¡arrodíllate!» y nada impediría tener que obedecerle. La danza de las mujeres ha sido absorbida por la noche; ahora es el ritmo palpable de las Tinieblas. Alrededor del fenómeno, deformando una realidad ya de por sí imposible, sólo vientres… vientres de mujer, hinchados y palpitantes.
Sí, podría fulminar lo que queda de Mayúr sólo con el guiño de un ojo. Pero…
El titán se arrodilla, baja la mirada, humilla la cabeza y pronuncia esas palabras terribles en el mâurya inhumano que carcome la mente:
—Shagr tuva, Sarpa, Wârkatar muma. Sangre a ti, Sarpa, señor mío.
Noche. Caída. El sueño precipita. Mayúr oye el vagido de un niño en su pecho, oye un quebranto. Le duele el pecho, como si supurase de nuevo una vieja, vieja herida. Se ha levantado del lecho y camina con los miembros aún entrelazados al sueño imposible. Camina ciego, pero ciegamente despabilado y como a través de las telarañas de antiguas memorias. Se arrodilla junto a sus alforjas. Lo ha llamado el collar misterioso de perlas negras. Su mano lo encuentra, infalible, en el seno del cuero. Lo extrae. Ahora, la inscripción de la medalla le resulta evidente y sus labios se mueven mientras una voz irreconocible, ni de Inca ni de Mayúr, surge de la honda caverna de su garganta:
—Shagr, Sarpa, Wârkatar Máurshanku. Sangre, Sarpa, Señor de la Montaña Negra.
Apenas ha pronunciado estas palabras, como un ensalmo, cuando los altos portales del Olvido caen y doce siglos de atroces recuerdos inundan su vacía memoria. Sarpa, el Rishi Negro, se posee otra vez. Desde un velado corazón, Inca gime aterrorizado porque descubre de pronto que Mayúr, el héroe emergente, no es sino el débil apéndice de un Algo sombrío y todopoderoso.
Pero Inca, como Mayúr, se precipita absorbido por el remolino de lo insondable.
Sarpa se posee otra vez y otra vez su huella será brasa y ascua y ceniza en los senderos torturados del mundo.
—Shagr, Sarpa, Wârkatar Máurshanku —repite esta vez más fuerte.
Dos cosas le quedan ahora por hacer al retornado: recibir la pleitesía de aquel siervo inesperado de sus sueños y, antes…
Se acerca al lecho junto al estanque azul. A sus pies está la espada. Algo más allá, la cabeza de Yummüel, el Caballero del Cuarto Anillo… unida todavía a un tronco humano.