


XI
El corazón de un bosque. Un círculo de fogatas roba sombras a un sueño, pinta su trama con colores inspirados en el ocaso. Decenas de mujeres bailan en el círculo dando expresión con sus cuerpos a un ritmo poderoso que desvanece la razón. Las salvajes hotemotes, de cabellera larga y negra, y bocas atroces que prueban la carne del primer hijo; las kurias frenéticas, que recorren el bosque como ménades las noches de luna llena, ebrias, sus cuerpos desnudos cubiertos de fimo, desbocados poderes ctónicos cuyas manos ineludibles desgarran a todo ser vivo que cae en ellas; las ferales kuwsh, las mujeres del Gran Lago, que se baten en las aguas con los lagartos gigantes y comen cruda su carne y su cerebro; las ishá, gordas y amables, empujadas a la comunión del odio por la ola irresistible que recorre el bosque. La danza es ordenada, sabia, lenta; una llamada, una invocación, una forma de cuajar los eventos de un destino fiero, de pisar las uvas de una ira cuyo jugo venenoso infectará a todo poder enemigo. Oye la música el durmiente y teme quedar atrapado en ella, aniquilado como hombre, transformado en fiera. Fieras. Llegan dóciles de todas partes, de todos los rincones de Koria, los cuatro animales totémicos de los clanes salvajes: el lobo gris de los kurias, el león del bosque, el lagarto de los kuwsh, la serpiente esmeralda de los hotemotes. Y un solo ser los conduce a todos; hombre, mujer, titán, bestia, un Señor de las Sombras, un hijo de la Muerte, cumpliendo en la Tierra designios inescrutables, a un tiempo herramienta del Supremo y del Abismo. Él les entrega a las hembras; él oficia el rito brutal de la unión de la carne, del receptáculo humano con el pulso desenfrenado del gozo animal.
El corazón del bosque. De cuatro cavernas surgen humanas fieras, de vientres grutescos, de madres de bestias y hombres.
Otra vez aquel mismo sueño. Por tercera vez aquel sueño atroz. Mayúr despertó a mitad de la noche, sobresaltado; su mano buscó a Ida junto a él; su mirada, a Táumandos, su caballo.
La noche era templada, aunque húmeda; el silencio, completo a su alrededor, como si tras aquellas formas de árboles en sombras que podía abarcar su mirada no hubiese un bosque, una jungla, sino un mar de vacío cercando su minúscula isla de verde obscuridad. Era su segunda noche en Koria. Llegó a Eben, vio y partió. Tenía una espada, una Señora puesta en su mano por los dioses; tenía un libro misterioso en la memoria, puesto ante sus ojos por Dama Alayr; tenía un alma naciente y poderosa que día a día tomaba mayor posesión de todo su ser, aunque aún no le había confiado a su razón los secretos de sus milenarias honduras. Y había visto Eben al borde de la destrucción; ¿podía dudar aún de cuál era su camino? Y en los pasos que trazarían en la tierra ese camino que el cielo le exigía, ¿no hallaría acaso la respuesta al enigma en que él se había convertido para sí mismo? Extrañamente, presentía, las fieras eran la respuesta… pero ¿fieras salidas de un vientre humano? ¡Qué burla tremenda de la Vida que el hijo del hombre fuese la bestia!
Mayúr pegó el oído al suelo. La tierra le devolvió los latidos de su propio corazón. Las fieras serían la respuesta, pero la respuesta estaba perdida. Mayúr estaba perdido. Las huellas, que colmaban los Campos de Amhor desde las puertas de Eben hasta las lindes del bosque, desaparecían en Koria. La jungla las borraba con su magia. La jungla confundía al intruso hasta llevarlo a la perdición. Mayúr dudó. No había dudado la noche que partió de la ciudad burlando al príncipe Brahmo; no había dudado al atravesar los Campos de Amhor a galope, solo en la noche nieblada, siguiendo el murmurio y el rastro animal. Entonces, todo él era Mayúr: su mente, en la que emergían conocimientos insospechados invocados por la necesidad del momento; su brazo, en el que su alma vertía la destreza de un guerrero veterano extraída de los pozos de una experiencia eviterna; su corazón, que vibraba con emociones épicas, que entonaba las agudas notas de un coraje sobrehumano o se escudaba con una serenidad inviolable, hermana de una distante frialdad. Pero, a veces, aunque cada vez en más raras ocasiones, Mayúr dormitaba o se hacía el dormido y permitía que Inca alzase aún la cabeza, una cabeza que despertaba para dudar, para preguntarse y hasta para temer. Y quizás ahí, se decía ahora Inca, estribaba el secreto de que Mayúr le concediese despertar, le obligase a despertar incluso, mientras él simulaba estar ausente: Mayúr era pura fuerza, pura acción, pero la mente cuestionadora de Inca era lo que hallaría un sentido para los dos en esta vida, para el guerrero antiguo y para el paje sometido. Y lo hallaría no porque tuviese luces bastantes para poder responder, sino porque le acuciaban temores sobrantes para no dejar de dudar y preguntar.
Mayúr… había creído volver a Eben sólo para preguntar por este nombre. Habría podido hacerlo en Dyesäar, al rey Mándos, al príncipe Pradib, a los sabios de la historia; pero entonces, cuando se encontraba allá en el Sur, poco a poco desgarrado y conquistado por su alma emergente, había sentido la urgencia, la urgencia inexcusable, de arrojar la pregunta al rostro de aquellos que hicieron lo necesario para que el nombre se olvidase e ignorase. Dama Alayr lo había llamado Mayúr; el rey Mándos había llamado a Dama Alayr «tu compañera de armas» y él sabía, lo sabía carnalmente, que su vida había empezado y terminado luchando frente a los muros de Mâurwanna… tal fue el nombre de Eben bajo la bota despiadada de Sarkón. En Eben se ensalzaba hasta el último de los héroes que habían dejado su sangre y sus huesos ante los muros inviolables de la capital del nuevo imperio… ¿por qué se callaba sólo este nombre, Mayúr? Pensó en el libro puesto en sus manos por la Dama. No eran claves lo que había en él sino nuevos interrogantes: ¿qué tenía él que ver con Ban, el gran Rishi, o con sus luchas; con la joven moribunda o renacida a su lado, con la Montaña Negra? Y, sin embargo, presentía que todo era parte de la misma secreta trama: Ida, el libro, el nombre olvidado, las fieras nacidas de madre humana…
Su razón cesó de pronto, abruptamente; sus oídos escuchaban. Algo se movía entre el ramaje frente a él, con sigilo. La luna penetraba con destellos de su luz tenue el cielo vegetal del bosque; bajo la cúpula de altas ramas frondosas, el mundo no era sino habitación de sombras. El movimiento continuó, cesó, retornó, se expandió: ahora había tres focos de ruido a su alrededor, cada vez más franco, cada vez más evidente, y tres estelas se dibujaban hacia él en la superficie del mar de helechos que, altos, densos, lo rodeaban. Ida vibró en su mano, Inca se sumergió en sus entrañas; Mayúr, frío, esperó. No tardó en ver nuevamente ante él el gris perla de los lobos y sus ojos encendidos; encogidos, sus hocicos mostraron otra vez sus armas de invencible marfil.
Mayúr esperó el ataque. ¿No le decía su intuición que había vencido en batallas aun más audaces? Todos sus músculos, sus fibras, sus nervios, responderían a esta intuición. Pero los lobos no atacaban; no atacaron. Lo contemplaron no con desafío, sino con una advertencia y una rara sumisión en sus ojos diabólicos; luego, saltaron internándose en la espesura como si quisieran ser perseguidos. Mayúr no dudó. Montó a Táumandos y galopó tras las fieras. Inca se habría preguntado si la actitud de los lobos no sería una trampa; hubiera perdido el rastro y la trampa omnipresente del bosque habría acabado por vencerlo. Mayúr sabía que todo y nada es una trampa, depende de lo que se haga con ello. Los lobos le abrían camino: ¿hacia dónde? Sólo había una respuesta posible: hacia el centro del combate. El enemigo o las mañas del enemigo; todo era lo mismo y él quería ese combate.
Táumandos, negro como pura encarnación de la noche, galopaba suavemente, esquivando las ramas de los árboles y los obstáculos del suelo sin brusquedad, como si pensase más en el jinete que en sí mismo. Durante casi una hora siguió a los lobos tranquila y sabiamente, no como si fuesen fieras que pudieran abatirlo en un instante, sino como a eficaces lebreles contentos con su cacería.
Amanecía. El bosque griseaba con los primeros resplandores de la aurora y la grita de la vida innumerable atropellaba el aire, cuando los lobos se dispersaron y, antes de que Mayúr pudiera decidirse por uno u otro rastro, desaparecieron en la espesura. Mayúr estuvo otra vez solo, perdido. Sólo sabía que había marchado hacia el Oeste, internándose más y más en Koria, pero ni como Inca ni como Mayúr conocía aquella selva. Todo lo que había oído decir era que en su centro, guardando el paso a la región de los lagos, se alzaban los Picos Gemelos, el Ish y el Ishá, y que allí moraron, durante todo el periodo del nuevo imperio, los guerreros de Ilüel, el Caballero del Tercer Anillo. En su sueño había visto cavernas en el cuerpo de una montaña semejante al colmillo de un animal: ¿sería ésta uno de los Picos Gemelos? Acarició el cuello empapado de Táumandos, y en el brío que aún le sobraba a su corcel, a pesar del esfuerzo prolongado, Mayúr comprendió lo que era un príncipe de la raza de los caballos del Mar.
Se detuvo, desmontó y dejó que Táumandos gozase de la frescura y la ternura de los helechos que crecían soberbios por todas partes; pero lo mantuvo ensillado para poder recurrir a él al primer indicio de un nuevo camino que seguir. Aún había en sus alforjas pan de viaje, carne seca, queso, pasas y nueces comprados en la última aldea en que se detuvo antes de Eben; pero ahora no tenía hambre. Inca, a pesar de su delgadez, era un comilón y gozaba tanto de los panes y dulces caseros de la aldea como de las sofisticadas carnes de la corte real. Mayúr, a pesar de estar exigiendo al cuerpo en que nacía más de lo que nunca se exigió de él, a pesar de estar forzando en él una altura y una anchura nuevas, expresión física de su personalidad antigua, sentía una cierta repugnancia por los alimentos y, aunque recurría a ellos una o dos veces al día, en no mucha cantidad, tendía a reponer sus fuerzas en una concentrada inmovilidad de sus miembros, como si absorbiese del aire o de la misma esencia de las cosas la energía fundamental de su vivir.
Se sentó con la espalda contra una de las grandes hayas cuyas copas contribuían a abovedar el bosque. Permaneció quieto, ausente, internamente silencioso en medio del barullo de la vida. Su cuerpo laboró quedamente, como las plantas contemplativas que embeben tierra y sol.
Luego, con el retornar de su mente, retornó la incertidumbre. ¿El enemigo? Se había dicho que los lobos le llevarían hasta él o hasta sus mañas, pero ¿quién era el enemigo? ¿Lo eran las fieras; lo era todo el bosque, que las había vomitado contra Eben? ¿Lo eran las hembras salvajes o aquel ser extraño de su sueño? ¿Y no sería su sueño sólo un símbolo, un símbolo interior, un símbolo del proceso inexplicable que estaba viviendo: la fusión de Inca y Mayúr, o la substitución de Inca por Mayúr, o la usurpación de todo su ser por aquel desconocido que imponía a la nueva personalidad y nueva vida derechos ancestrales de posesión? ¿Sería su enemigo Mayúr; sería Inca su enemigo? Inca, Mayúr… ambos necesitaban un enemigo externo, porque ambos necesitaban una respuesta a su conflicto interior. Hasta que lo hallaran, podían ser aliados; después, el destino daría el poder a uno de los dos en aquel reino que era un solo hombre.
«Todo está claro entonces —pensó Inca, y Mayúr le dio la razón—: detrás queda una historia incomprensible; delante, el incierto camino del no saber».