


X
—¡Por aquí, por aquí, rápido! —la voz era apremiante, imperiosa; Brahmo pensó que no le era del todo desconocida.
Miró entre los escombros de la pequeña casa de pescadores hasta donde había logrado abrirse paso tajando y tajando, pateando y gritando, creyendo que al menos su padre lo seguía por detrás y sin darse cuenta de que el círculo que él lograba abrir con la hoja de su espada, su arranque de valor y la protección de los dioses, se cerraba fatal e ineluctablemente a sus espaldas.
—¡Aquí, príncipe!
Delante, la niebla no le dejaba ver de dónde surgía la voz ni qué dirección le indicaba; detrás, el amor por su padre y su honor lo llamaban y dudaba en volver al cerco de las fieras, abrirse paso nuevamente a su través, rescatar al rey, a los que quedasen del grupo… pero ningún grito humano era todavía perceptible allí.
—¡Rápido, rápido! —insistió la voz—. No vaciléis más. De vuestros amigos y vuestro señor ya no queda nada. Poneos a salvo al menos vos, ¡por el reino de Eben!
Brahmo abandonó sus dudas y corrió hacia la voz internándose en una niebla cada vez más espesa. Junto a unas ruinas de ladrillos, cañas, fragmentos de cerámica, restos de madera quemada, cuchillos que acaso habían querido combatir por sus dueños, una mano surgida de pronto del aire denso aferró su antebrazo.
—¡Por aquí! —lo guió.
Era una mano joven, lampiña, por la forma podía ser la de una mujer, pero era fuerte y su agarre poderoso. Miró a su izquierda: quien lo conducía, fuese quien fuese, vestía ropas negras de un tejido y un corte semejante a las que se usaban en Dyesäar, camisa larga hasta las rodillas ajustada por un cinturón y pantalones que se estrechaban pegándose a las pantorrillas. Calzaba obscuras botas de cuero y tapaba su cara con un pañuelo negro de seda. Para Brahmo todo había empezado a ocurrir, desde que aquella mano lo aferrase, como si de pronto el ritmo de los acontecimientos se hiciese lento, muy lento, y la intensidad de sus pensamientos, de sus percepciones se hubiese multiplicado por millares en relación a la velocidad de sus movimientos.
Le parecía ver, desde la profundidad sombría de un sueño, la orilla lejana y salvífica del despertar y corría hacia ella guiado por un ángel de la noche. El príncipe sí había hallado la clave para burlar la pesadilla.
Pero… ¿era Eben, su ciudad, la ciudad donde él había nacido y vivido durante veintiún años, aquel lugar de ruina y devastación? Corrían por calles que Brahmo era incapaz de reconocer, de reconstruir en su memoria. A medida que ascendían hacia la ciudadela, la niebla empezaba a deshilacharse, pero ahora descubrían despojos humanos a uno y otro lado de la calle.
Hallaron primero sólo huesos y cráneos con delgados jirones de carne putrefacta; más adelante, desechos recientes. Y de pronto, tuvieron ante ellos a tres grandes lobos grises de ojos asesinos, brillantes, cerrándoles el paso hacia su salvación… Y quizás la orilla lejana de aquel despertar no era, al fin y al cabo, sino una trampa.
El desconocido hizo a Brahmo a un lado. El príncipe vio destellar una espada en su izquierda. Ahora la empuñó con sus dos manos. Avanzó hacia las fieras. Los lobos gruñeron, mostraron sus colmillos como alfanjes en una mueca de desprecio e ironía, erizaron el gris perla de sus lomos, se deslizaron hacia uno u otro lado dibujando en el espacio los ángulos de su estrategia criminal; se prepararon para el salto. Y a espaldas de los fugitivos, ascendiendo la calle que los lobos les bloqueaban, el murmullo creciente de cuerpos reptantes, siseantes, sinuosos.
El personaje de negro quedó situado entre las tres bestias; cualquiera de ellas podía alcanzarlo ahora de un salto. Brahmo, con su espada tensa también en la mano, temblándole todo el cuerpo pero insensible al miedo y al temblor, no podía comprender las intenciones de su guía.
De pronto éste alzó su acero llameante y gritó una palabra en una lengua que el príncipe no podía comprender. Brahmo creyó ver resplandecer siete soles en la hoja larga y delgada del arma, pero fue sólo un momento y la impresión pasó. Con un impulso tan ágil como el de cualquier fiera del bosque, el guerrero desconocido se había situado junto a uno de los lobos, la espada levantada, y su golpe podía romper ahora el espinazo del animal. Pero lo imposible ocurrió. La bestia humilló la cabeza, hundió el lomo, lamió el pie del guerrero; miró sesgadamente a sus cofrades y huyó de un salto perdiéndose en la niebla, en la noche, seguido por ellos. También el murmullo de los reptiles había cesado.
Brahmo se pasó una mano por el rostro, no para enjugarse el velo de sudor que lo cegaba, sino para saber si este gesto ritual le haría despertar al fin, comprender que todo aquello era un sueño. Pero no, seguía allí, en una calle fantasma paralela a la avenida principal; los lobos habían huido y frente a él, inmóvil, aquel luchador misterioso con los poderes de un dios de las fieras, vestido como con paños prestados por la noche para ocultar un nombre, un rostro.
Se fijó en él más intensamente. Había algo conocido en aquella figura delgada, un poco más alta que el príncipe, ágil, elegante, extraña. Y la espada… ¿dónde, dónde había visto aquellas dos serpientes de carbunclo en la empuñadura, ensortijándose como un hechizo protector a la muñeca del amo del acero?
«¡Ida!» —se dijo de pronto—. «¡Ida! ¡He estado tan ofuscado como para no reconocerla!».
Caminó despacio hacia el desconocido, con un presentimiento. Éste no se movió. Llegó hasta él; la espada le pendía floja a un costado, al príncipe. Alzó la mano hasta el rostro de su salvador, con lentitud, con prudencia, y suavemente tiró de la punta del pañuelo que lo cubría.
Detrás de la negra seda apareció la faz de Mayúr, tan transformada que Brahmo tardó un instante en reconocer a su antiguo escudero.
—¡Inca, bribón, por todos los Cielos!
Y se arrojó a su cuello y lo abrazó.
Mayúr permaneció frío, insensible a la alegría y el gesto del príncipe. Permitió que éste liberase con la presión de sus brazos alrededor de su cuerpo, con su estremecimiento feroz, todas las emociones que le oprimían el pecho, pero su mente y su corazón estaban muy lejos de allí.
Cuando percibió que Brahmo sin poder contenerse empezaba a sollozar, se libró del abrazo, aferró su mano y le incitó a correr nuevamente por aquella calle obscura hacia la ciudadela.
Encontraron el camino despejado y no tardaron en llegar hasta los portales mayores de la fortificación real. Las viejas murallas de Sarkón habían desaparecido hasta su última piedra cuarenta años atrás y Vântar había edificado muros más altos y más anchos, con más puertas y más accesos subterráneos desde la ciudad baja y el río; había ampliado el recinto fortificado y lo había dotado de sabias y eficaces instalaciones para que todos los habitantes de Eben pudiesen resistir allí un asedio prolongado en caso de que fuese tomado el resto de la capital.
Mayúr y Brahmo se detuvieron a pocos pasos de las puertas en las que desembocaba la gran avenida, la arteria central de Eben, a la que habían accedido por un pasaje lateral. Jadeaban.
Dejaron que sus respiraciones recobrasen el ritmo normal y escucharon forzando el oído a través de la distancia. El murmurio de las bestias se alejaba apagándose. Desde donde se hallaban, cada vez que la luna emergía detrás de las nubes, les parecía observar entre jirones de niebla una masa obscura más allá de la muralla exterior, penetrando más y más en la noche hacia el bosque de Koria. El príncipe y su antiguo escudero se miraron a los ojos.
—Inca, ¿eres tú de verdad? Estás cambiado, crecido, tan distinto en la mirada, en la voz; y, sin embargo…
—Supongo, alteza, que nadie puede ser guardián de una Señora impunemente. Pero no es tiempo de hablar de estas cosas, no todavía. No sabemos qué nos espera en la ciudadela.
Llegaron hasta las grandes puertas y las golpearon. Nadie respondió. Repitieron los golpes dos, tres, seis veces, pero la ciudadela semejaba estar tan muerta como el resto de la capital. De pronto Brahmo descubrió que el postigo de la derecha estaba abierto y, aunque le extrañó no haberse dado cuenta antes, no pensó en tomar precauciones.
—¡Mira, Inca! ¡Por aquí está abierto! —exclamó, y se precipitó al interior.
—¡Esperad…! —le llamó Mayúr con un susurro forzado.
Brahmo ya no respondió y Mayúr se vio obligado a apresurarse tras él. Apenas había cruzado el umbral cuando el postigo se cerró de un golpe y Mayúr se vio en el centro de un corro de doce hombres, uno de los cuales inmovilizaba al príncipe con uno de sus brazos mientras lo amordazaba con la mano derecha. Eran hombres grises, de rostros demacrados, armados sólo a medias, pero en algunas de sus gonelas desgarradas aún era visible el baniano rojo de la guardia real.
—¡Ése que apresáis es vuestro príncipe! —exclamó Mayúr al tiempo que alzaba su espada y se disponía a defenderse.
Su voz surgió profunda, autoritaria, imperativa, y aquellos soldados deshechos, desastrados, no tenían ya mayor anhelo que el de ver aparecer a sus señores trayéndoles con sus figuras soberanas esperanza y salvación. Ida en la mano de Mayúr era una llama; Mayúr, un guerrero surgido de la leyenda o de los sueños. Así pues, la magia venía a sanar la noche; así pues, aquel joven estremecido, inmovilizado en los brazos de uno de los guardianes de las puertas, el rostro sucio, las vestiduras hechas jirones, salpicado de barro el cuerpo, tiznada la mirada por las sombras, era sin duda el príncipe de Tauris. El soldado que lo retenía lo soltó de inmediato, inclinó la rodilla ante él y, sin mirarle el rostro siquiera, humilló la cabeza.
—Señor…
—Levántate, mi leal Melk —lo reconoció el príncipe.
El guardián obedeció agradecido, aún con la cabeza inclinada y sin atreverse a mirar a su señor.
—¿Por qué no habéis respondido a nuestra llamada? —comenzó Brahmo.
El soldado alzó por fin los ojos con gesto semejante al de un reo azotado que mostrase su espalda devastada por el látigo, instrumento de infamia y de terror. Y era su mirada una llaga, una lepra; desde el negro inteligente de sus pupilas clamaban, fundidos en una sola opaca nube doliente, los rostros innumerables de la muerte y el apocalipsis.
—Príncipe, hemos pasado seis días desesperados. Cualquier sonido, cualquier luz incitaba el ataque de las fieras, que asolaban toda la ciudad y de las que tuvimos que defendernos incluso dentro de estas murallas. Corría la voz entre nuestras gentes de que detrás de las bestias llegarían los clanes salvajes de Koria y, al ver figuras humanas atravesar libremente la calle, creímos que su incursión ya había empezado.
—Hicimos sonar la caracola del barco cuando llegamos al puerto. ¿La oísteis? —preguntó Brahmo.
—La oímos, príncipe —respondió Melk—, pero vuestra madre la reina no nos permitió responder. Pensó que atenderíais las advertencias del otro lado del Deva, que nos alcanzaron a nosotros también.
—¿Dónde está la reina? —inquirió el príncipe repentinamente animado.
—Dónde está en este momento no os lo puedo decir, alteza. Pasa el día en la muralla, animando a la guardia, y por las noches reúne a todo el personal de servicio del palacio para atender a los miles de refugiados que hay por toda la ciudadela. Pero mirad, príncipe, por allí va Sura, su vieja camarera, portando algo para la reina. Preguntadle, ella lo sabrá.
El príncipe iba a correr hacia la anciana cuando otro de los guardias lo detuvo un instante aún.
—Alteza, alteza… —carraspeó—. ¿Vuestro padre el rey…?
Brahmo bajó la cabeza, luego miró al hombre a los ojos con su faz pálida.
—Está entre los caídos, Ebnemón, y también Ébendas y otros dieciséis de la guardia real.
El soldado dejó caer su brazo y su cabeza. La melena le cubrió el dolorido perfil. Brahmo aún le estrechó con su mano el hombro. Luego corrió en busca de la anciana sirvienta. De pronto se detuvo, miró atrás: Inca ya no estaba en el corro de los guardias. Miró alrededor, pero su antiguo escudero había desaparecido. La incertidumbre retornó a él: ¿era aquél realmente su paje, el bribonzuelo que había visto crecer y que no vivía sino para servir a su señor y para sus correrías en la aldea? ¿O era un ángel de la noche enviado a él por la Providencia? En palacio se decía, entre cuchicheos, que Inca era un bastardo del rey; ¿había despertado, pues, en él la sangre regia de los Tauris, antiguos señores de Índu? Pero sus elucubraciones se vieron cortadas; la anciana lo había reconocido ya, a pesar de la noche, a pesar de las sombras, y se apresuraba hacia él.
—¡Príncipe, príncipe!
—Sura, mi Sura… —la abrazó Brahmo permitiendo que las lágrimas del aya le bañasen las mejillas.
La anciana sollozaba incapaz de articular palabra, pero Brahmo no podía dedicarle mucho tiempo más.
—Sura, Sura… anda, dime dónde está mi madre.
—Venid, príncipe, yo os guiaré —dijo la sirvienta serenándose un poco y, tomando de la mano a su joven señor, se encaminó hacia un refugio cercano; pero inmediatamente recapacitó y se detuvo—. No, príncipe Brahmo, no. Es mejor que vayáis a la Sala del Trono… no, allí tampoco, a las habitaciones de la reina, sí, id allí. Yo os la enviaré enseguida.
Brahmo no quería discutir y obedeció a Sura. Arrojó una última mirada a los alrededores en busca de Mayúr y, como no lo hallara, marchó con determinación hacia las dependencias del palacio. No halló guardias en las puertas, pero al cruzarlas hacia la gran escalinata que conducía a las plantas superiores, oyó el barullo que provenía del Salón del Trono. Éste era un enorme recinto magníficamente decorado que, cerrado por puertas de caoba y oro por la parte interior del palacio, se abría a una gran terraza sobre el hemiciclo Sur de la ciudad, en el que se alzaban los nuevos templos y desde donde ascendían soberbias procesiones los días de celebración hasta la ciudadela. Los reyes de Eben las recibían allí, en el Salón, sentados en sus tronos de ensueño orientados hacia el Sur, hacia los templos, y con todos los paneles del lado meridional corridos: la monarquía abierta a la ciudad, al reino, al océano lejano, al inmenso mundo. No era el ruido de los pasados fastos lo que ahora surgía de allí, sino gemidos dolientes, aullidos, llantos, palabras de ánimo dichas con fervor, pero con secreto descreimiento; palabras de consuelo susurradas a aquellos a los que quizás ya sólo podía consolar la muerte.
Brahmo no quiso ahorrarse aquella visión. Hombres y mujeres entraban y salían de la Sala por las puertas apenas corridas de oro y caoba, a espaldas de los dos grandes tronos.
Portaban jofainas, vendas, instrumentos de metal de los que se servían los médicos de palacio y que a Brahmo siempre le habían parecido tan siniestros como herramientas de tortura; portaban barriles de agua, de vino, escasas porciones de alimento; portaban las ropas bañadas en sangre ajena; se movían rápidos, con gestos imprescindibles, ajenos a toda otra realidad que no fuese la de los desesperados a su cuidado. Pasaban junto al príncipe sin reconocerlo, sin verlo siquiera, figuras próximas pero inalcanzables de un mundo espectral.
El suelo del Salón era una vasta alfombra de cuerpos temblorosos, estremecidos, retorcidos, gimientes, desmembrados, sangrantes… Otros, yertos, eran sacados entre dos o más hombres del recinto por la terraza meridional y llevados hasta una pira cercana de la que llegaba, cuando el viento viraba hacia el Norte, un terrible olor. Pero el resto del tiempo, cuando el humo de las hogueras humanas no torturaba a los moradores de aquella antesala del adiós, los paneles corridos de aquel lado permitían que el lugar estuviese aireado constantemente. A pesar de ello, Brahmo sintió náuseas; a pesar de ello, Brahmo no sólo era incapaz de apartar la mirada, sino que además se daba cuenta de que sus ojos se movían ávidos entre aquellas formas buscando las expresiones más atroces del horror y, cuando hallaban algo apenas reconocible ya como ser humano, una pura encarnación del dolor, buceaban hasta en el último rincón de aquel organismo desarticulado golpeando desesperadamente su misterio. La náusea desapareció. Pero no se trataba, no, de una prueba de fuerza, sino de un infinito estupor ante la vista de eventos posibles, sí, de acuerdo con la lógica de las cosas, pero de los que uno jamás creyó capaces al destino, al mundo, a los hombres, a los dioses.
«No —reponía sin embargo la mente del príncipe sobrepujando el sentimiento de su corazón—. Lo que llamas misterio no lo es, sino al contrario. Estas formas son una revelación: ves en su crudeza el catálogo de horrores que reserva para ti tu memoria oculta, inspirado en el pasado de la Tierra, compartido con todas las criaturas del planeta, destinado a pintar tu próxima hora, tu mañana, tu futuro, aun otra de tus vidas… ineludible al fin y al cabo. Nada de lo que ves ahí fuera falta aquí dentro; estas formas son muchos de tus cuerpos. Si misterio hay, después de todo, es la obstinación con que te escondes que mirándolas te contemplas en el espejo».
Una mano cálida en el hombro del príncipe lo devolvió al presente de la Tierra.
—¡Madre! —exclamó Brahmo volviéndose, y ambos se abrazaron.
Dama Esha, con los ojos secos y sin lágrimas que verter ya, condujo a su hijo a sus habitaciones. Se dejó contar por él la llegada al puerto, la entrada en la ciudad, la caída del rey Vântar y la guardia, su misteriosa salvación a manos del no menos misterioso guerrero que Brahmo había tomado por Inca. El príncipe le habló también de Ida, de Usha, de Mándos, de los efectos radicales que produjo en todos ellos el reino del Sur. Y su madre, mientras, silenciosa, le limpiaba el rostro, le quitaba las ropas desgarradas, le curaba las heridas, lo serenaba con la quietud potente que derramaba en él a través de sus gestos pausados, sus palabras escasas y seguras, su tranquila mirada azul. Y al final de su relato, Brahmo comprendió que nada de todo aquello era realmente nuevo para Dama Esha y que, como siempre había ocurrido con todos los acontecimientos trascendentales de la vida de sus padres, sus sueños, velando o deformando acaso los detalles de la historia, la habrían tenido al tanto de las tendencias del destino de los ausentes.
—Pero aquí, madre… ¿qué es lo que ha ocurrido aquí? —inquirió el príncipe.
—Puedo decirte poco. Llegaron hace seis días, a millares, en un día de lluvia, niebla y tormenta como esta ciudad no había conocido. Qué pasó en las murallas es algo que no sabe nadie, porque ninguno de los centinelas ha vivido para contarlo. Las fieras invadieron Eben, calles, jardines, edificios, todo; lobos, leones, serpientes, lagartos. La alarma y los gritos sonaron por todas partes; la guardia real reforzó la muralla de la ciudadela, cerró las puertas y vigiló los pasadizos subterráneos. Cientos de personas se salvaron a través de ellos… hasta que las fieras descubrieron algunas de las galerías y nuestros hombres hubieron de combatirlas bajo tierra, con fuego y con acero, rescatando hombres, mujeres heridas de sus mismas fauces. El resto ya lo has visto.
La reina se interrumpió un instante, tragó saliva, miró al príncipe profunda y largamente.
—Tienes una guardia valerosa, Brahmo Shirsha, puedes estar orgulloso de ella… Tan orgulloso como lo está de sus hombres el rey de Dyesäar.
De pronto, ambos miraron a través de la ventana oriental de los aposentos de la reina. Un gris mortecino se insinuaba en el Este. Aquella larga y terrible noche ¿acabaría ya?
—Shirsha —continuó Dama Esha usando el nombre en lengua del Desierto que ella diera a su hijo—, eso que había ahí fuera no son animales, son diablos con forma animal. ¿Has visto sus ojos? ¿Has oído esas leyendas de brujos que se transforman en fieras? Es la rebelión de Koria, Shirsha, hijo; la vida ofendida cobra tributo al reino del hombre.
Brahmo contempló a su madre. Extrajo fuerzas de sus ojos. Y antes de dormirse exhausto se impuso que, si Koria se rebelaba, Koria pagaría su traición como cualquier otro reino, raza o pueblo que se alzase contra la obra de su padre, contra un trono que ahora era suyo.