


XXI
Había algo esperanzador en el aire aquella mañana. Mayúr sentía próximo a Inca o, dicho de otro modo, era como si el modo peculiar que Inca tenía de enfrentar la vida, de reírse de ella, de avanzar suavemente hacia el futuro con una confianza espontánea y absoluta en el destino, hubiese tornado de pronto a hacerse dominante en la personalidad de Mayúr. Y el guerrero hallaba en el zagal, en su simpatía, el arma más preciosa y efectiva para sobreponerse al laberinto del bosque y del Tiempo: la sonrisa. Y desde la ventana emotiva que Inca le abría al mundo exterior, Mayúr podía contemplar sus últimos tres días en Koria, desde la mañana en que emergió de la caverna azul y empezó a perderse en el dédalo de vegetación y vacío, con una sana y estimulante ironía, riéndose de la distancia que puede llegar a separar la ciega obstinación de un hombre del favor infrecuente de los Cielos.
«El favor de los Cielos… —sonrió interiormente Mayúr—. Pero acaso el favor sea seguir perdido en el bosque, no haber hallado la senda aún. Acaso el favor del Cielo sea no plegarse a mis deseos, mi urgencia, y no torcer el hilo de la historia para satisfacer mi voluntad, pues una Voluntad más alta hay que sabe y teje y guía».
Siguió avanzando. Como los días anteriores no halló rastros, señas, indicios y, cuando cerca ya del mediodía se tumbó al pie de un árbol de tronco ancho y obscuro para intentar hallar la ruta en sueños, el sueño lo absorbió como un agujero negro y el tiempo pasó como en un pozo de inexistencia. Al despertar percibió un cambio en la luz del bosque; el sol, ausente durante los últimos días, se hacía visible de cuando en cuando a través de desgarrones en las nubes y cada vez eran más las costuras rotas de aquel denso celaje. Habrían pasado al menos dos horas desde que se durmiera al pie del árbol y Mayúr se levantó de un salto, aborreciéndose por aquella pérdida de tiempo y temiendo que aquel día de armonía natural, de alegría espontánea y silenciosa acabase de forma tan estéril como todos los demás. Pero de nuevo Inca sonrió en su interior quedamente y su gesto mágico disolvió todo apasionamiento, devolvió la esperanza, la confianza y el poder de aceptación. Continuó hacia el Este y empezaba ya a oír el murmullo de un curso de agua cuando de pronto se sintió doblado, multiplicado, agrandado, exaltado, y le pareció escuchar a su izquierda el sonido creciente de algo que a un mismo tiempo era música, una música de fuerza y de gloria y alegría, y el repicar de unos cascos de caballo en el tambor de la tierra. Tornó su mirada en esa dirección y, como aquel que percatado demasiado tarde alza su vista al cielo para ver sólo el último resplandor de una estrella fugaz pero se le escapa su caída vertiginosa de cometa, Mayúr vio sólo un destello blanco entre los árboles partiendo desde algún punto desconocido a su izquierda y perdiéndose delante suyo. Pasó la música, remitió la sensación de euforia, exaltación, pero quedó en el aire una estela de fuerza y de belleza como si lo que había percibido Mayúr fuese la huella de un ángel o un dios. Hubo entonces como un chapoteo en el curso de agua que borbollaba algo más adelante y Mayúr se apresuró hacia allí, espoleado por la curiosidad pero también por el deseo de hacer revivir las sensaciones que el tránsito de la misteriosa albura había provocado en él. Vio desde lejos unos altos matorrales marcando el límite de la vegetación frente a la orilla de un riachuelo y se lanzó hacia ellos, se arrojó tras ellos y, sólo cuando estuvo seguro de que el chapoteo continuaba, ahora a corta distancia de él, alzó la cabeza sobre los matojos y contempló las aguas.
Sumergido hasta los jarretes en una corriente suave de transparencia fría sobre un lecho de piedras rojizas había un caballo alto y fuerte, más blanco que las blancas nubes, que la nieve, blanco como la luz primordial, indivisa y cegadora. Los globos de sus grandes ojos eran azules como turquesas; su cabeza, bella y poderosa; sus crines y su cola eran finas, largas hebras de oro trenzado; su cuerpo era una encarnación de la Fuerza, el Camino, la Esperanza. Tal como ocurre con el viento, con el mar embravecido, mirarlo era oírlo: una sinfonía de jubilosa exaltación llegaba de él para anegar los oídos, el ruido del roce dulce y creativo de las esferas estelares.
Mayúr no dudó ni un instante: aquel caballo era un frey inmortal, una de las monturas que los Reyes Antiguos habían dado a sus elegidos para que recorrieran como ángeles el mundo dejando tras de sí estelas de luz, huellas de diamante.
El corcel miró hacia los matorrales entre los que emergía la cabeza del guerrero. En un gesto de luz, belleza y poder arboló su cuerpo, golpeó el aire con sus manos de cascos dorados y relinchó llenando el bosque de su presencia. Luego se dejó caer sobre sus cuatro patas nervudas, musculosas, y agitando gozoso sus crines partió al galope, remontando el río, partiendo con su pecho la corriente. Mayúr salió de su escondite y corrió tras él por la orilla derecha del riachuelo, pero el albor peregrino se perdió pronto tras los arcos de vegetación que abovedaban las aguas algo más al Norte.
Mayúr sintió que aquella aparición no era casual. El frey se había mostrado para señalarle la dirección, para decirle que al fin y al cabo su primera intuición, la de marchar hacia los Picos Gemelos, era lo adecuado y que había perdido demasiado tiempo buscando innecesarios rastros que la confirmasen. Sin duda aquél debía de ser el río Sangre, que brotaba de las fuentes del Ish y se deslizaba sobre un lecho rojo, de piedras y arenas como el cinabrio; y esta idea se formó en la mente del guerrero ajena a todo recuerdo consciente de Inca, de Sarpa o de Mayúr.
Cómo no recordar ahora a los frey, mientras Mayúr seguía al rayo blanco hacia el Norte de Koria por la margen oriental del Sangre, que los ebénidas llamaban Damm y los salvajes, Téy-tí. También a él le había sido dado un frey en los días gloriosos de los Grandes Señores, cuando su reinado no había llegado aún a su mitad; y Mayúr lo había llamado Surya, el Primer Sol, pues su color, aun siendo blanco, insinuaba una curiosa tendencia hacia un rojo atenuado, como el cuarzo levemente nublado de rosa. Durante siglos Surya lo llevó por los caminos del mundo, solos jinete y caballo como una centella o unidos a otros caballeros y debiendo someter su paso al de las monturas mortales. La Tierra parecía demasiado pequeña desde el lomo de Surya y, cuando galopaba, Mayúr tenía la sensación de que antes de que su corcel pudiera frenar sus ímpetus y detenerse arroyando el suelo ambos caerían por el precipicio del Infinito. Pero hubo un día en que Mayúr lo llamó y el animal no le obedecía, saltaba inquieto por el prado, ofrecido a la mirada de su caballero pero no a sus deseos. Corría el tiempo del obscurecimiento de Joves. Mayúr aún no se había traicionado a sí mismo, pero Surya percibía ya la cabeza de la serpiente, aunque todavía oculta bajo el plumaje del pavo real. Surya descubrió a Sarpa antes que Mayúr, en cuanto la primera gota de negrura cayó en su corazón para crear la costra que lo envolvería, acorazándolo, y borrar todo camino desde él hasta el Habitante Profundo. Aquel día, Surya se arboló como momentos antes el frey de puro blanco y partió hacia tierras y dueños desconocidos dejando a Mayúr solo y humillado. Y aquel día, porque Mayúr no encontró ningún otro caballo en las cercanías de su morada que se dejase montar por él, tuvo que presentarse ante su señor a lomos de una mula. Agriamente se vengó Maurehed de aquella humillación inferida a sus Electos, y una raza negra de corceles fuertes como toros, de resuello ponzoñoso y huella de fuego, vino a substituir bajo sus ingles a los frey inmortales. Alguien llamó a estas nuevas cabalgaduras Noches Galopantes y también Vientos del Infierno, y aunque no eran inmortales, el de Sarpa sirvió durante siglos y siglos a su señor, hasta que Dama Alayr le arrancó la vida en combate, y ello fue símbolo del nuevo destino que desde entonces cabalgaría Mayúr.
No había pasado ni media hora cuando el guerrero volvió a sentir aquella poderosa exaltación, percibió la música en su oído interior como un mantra de victoria y vio a su derecha el destello blanco, que galopó un instante delante de él y desapareció nuevamente en la espesura.
Sentía de forma cada vez más intensa que el frey era una clave, un arma importante para su aventura, el paso antes del fin y el camino que lo llevaría directo a su meta. Corrió tras él por la senda junto al río, que ascendía suavemente entre juncales y árboles combados sobre las aguas, cruzándolas como infirmes puentes de verdor. Y de pronto alcanzó una zona de helechos y matorrales bajos donde la vista podía volar más despejada; vio a su derecha una loma y, en la cima, engrifado, llamándolo con sus manos alzadas al viento, brillaba el frey. Mayúr no vaciló un instante y con toda la fuerza y velocidad de la que aún eran capaces sus piernas cansadas marchó al encuentro del inmortal. Esta vez el frey lo esperó, manso y espléndido. Mayúr se le acercó, jadeante. Alargó la mano hacia él y le acarició la frente, el belfo, el cuello, y el frey no sólo se lo permitía sino que se ofrecía como una doncella a sus caricias, magnificando con ternura su imagen de potencia. Esta actitud le resultó a Mayúr familiar. Descendiendo por su cuello con caricias, llevó su mano al pecho del animal y vio allí, en su centro, el remolino de pelos dorados.
Esbozó entonces una sonrisa de alegría y nostalgia.
—Úttar. Tú eres Úttar, el frey de Ban —dijo.
El caballo agitó gozoso su cabeza.
Lo invitaba a montar. Mayúr lo supo y aceptó, y en cuanto estuvo sobre el corcel, la euforia se aplacó, pero sintió su consciencia expandida y su campo de percepciones sensibles se extendió hasta incluir no sólo toda la periferia física de su cabalgadura, sino también su aura vasta y brillante. Como en tiempos milenarios le aconteciera con Surya, ahora Mayúr era uno con el frey, con su alma y su consciencia, sus sensaciones y representaciones. Y aún blanca y amorfa frente a él pero viva y accesible, una memoria honda, honda en el Tiempo, le invitaba a sus pliegues y a sus túneles, repletos de arcanos y de formas innumerables.
Desde aquella cima viva de blancura, Mayúr contempló el bosque, el horizonte, y la máxima distancia que su vista podía alcanzar le pareció una meta demasiado cercana para su galope de centauro divino.
Pero Úttar no galopó. Descendió la loma al paso, turbando la luz con su movimiento elegante. Si hubiese querido, habría podido alcanzar los Picos Gemelos antes de que muriese la tarde, pero no era éste su objetivo. Porque Mayúr era Úttar también y cada vez se sentía más penetrado por la consciencia del frey, más y más fundido con ella, comprendió que no era éste su objetivo. Su naturaleza frey quería mostrarle algo y por ello aquella memoria, extendida como un puente entre el pasado y el futuro, llamaba su mirada. La imagen del puente, simbólica, se sobrepuso a la del mundo vegetal que lo rodeaba; pero sobre todo lo inquietaba la sensación de un recuerdo naciente, palpitante, aún ciego y amorfo, pero prometiendo una senda fascinante a través de los nichos del Pequeño Olvido, que forma los depósitos inmediatos tras las salas iluminadas del museo de la memoria. Y arrojándose a los pliegues del Recuerdo, Mayúr se encontró con la imagen del Señor Sabathio, de los Grandes Señores el que poseía los arcanos del conocimiento místico y oculto, el Iniciador de Ban y de otros dos Rishis muertos en la Primera Conflagración. Una imagen le condujo a otra imagen y a través de uno de los túneles del Tiempo, su memoria activa se proyectó a aquellos años heroicos que los Rishis y los Grandes Señores llamaron del Dragón. Y fue así porque en aquel entonces muchas serpientes y reptiles alados lograron cruzar las fronteras del Gran Norte y perturbaron la vida de los hiperbóreos. Y cuando eran muertos por los héroes se tornaban aun más peligrosos, pues influían secretamente en las mentes y corazones de las gentes desde su propio mundo de fuerzas ocultas, y podían llegar a pervertir, dominar y poseer a aquellos que incautamente empezaban a aceptar como propios los obscuros pensamientos, las agresivas emociones, que aquellos seres deslizaban en sus consciencias como piedras falsas con apariencia de diamantes. Así pues, el Señor Sabathio meditó y con su cuerpo de luz penetró en los mundos ocultos. Y vio la mano de los cuatro grandes Asuras incitar a los Dragones contra los hombres, pues demasiado poderosa les parecía la ayuda y enseñanza que los Vedas, los Reyes Blancos, derramaban sobre la Tierra, y veían con pavor a la Tierra acercarse como una nave en las alas de un viento amigo a su destino divino y glorioso.
«¡Asuras!» —pensó Mayúr.
No había figuras, rostros reales detrás de esta palabra que formaba parte de aquellos secretos iniciáticos de los Rishis no trascendidos a la humanidad mortal; había sólo formas ofrecidas por la imaginación para vestir la desnudez del concepto, pero el nombre de los cuatro Dioses Primordiales, que al sentirse entidades separadas de la Madre Suprema y el Inescrutable se convirtieron en sus enemigos disputándoles el señorío del universo, turbó extrañamente a Mayúr. Podía percibir su memoria fundida con la del frey, pero sabía que de momento eran los pliegues de Mayúr los que se abrían ante su mirada y que de estos pliegues sólo surgían los recuerdos de otro, del Señor Sabathio, escritos allí no con la tinta roja de la vida, de lo experimentado, sino con la tinta negra de las cosas narradas. Pero buceó en la narración, en aquellos recuerdos transmitidos y delegados que habrían de transformar, al fin y al cabo, la experiencia y la visión del mundo de los veintiún Rishis en los años del Dragón. Pues Sabathio se enfrentó a Uddhán, Señor de Dragones, en los Campos Ocultos de Fuz, en los mundos sutiles del cosmos vital, donde ya había tenido lugar la primera guerra entre dragones y dioses mucho tiempo antes del descenso de los Siete Grandes a la Tierra. Una gran batalla hubo entonces y Uddhán fue vencido por el Veda del conocimiento místico, y todos los dragones se rindieron a él.
Entonces, el Señor Sabathio encendió un gran anillo de fuego diamante y obligó a los rendidos a pasar a través de él en señal de sumisión. Y a medida que los dragones atravesaban el anillo perdían su terrible apariencia, su forma imponente y colosal, para convertirse en meras sabandijas asquerosas e inofensivas.
Poco a poco, Mayúr había ido deslizándose desde los recuerdos prestados a los vividos y comprendió que se había sumergido ya en la memoria del frey, si es que verdaderamente podía distinguir de este modo las mitades de su memoria centaura. Veía al Sabathio de aquella hora, su cuerpo de Luz, no con la figura esculpida por su imaginación cuando en forma de cantar iniciático le fue narrada la gesta del Gran Señor, sino tal como fue a sus ojos en aquella hora de rendición, sumisión y liberación. Pues Úttar formaba parte de los dragones vencidos y esperaba el momento de saltar a través del anillo de fuego. Terrible les parecía a los dragones aquel círculo de diamante ígneo, doloroso como la verdad, que reduciría a la nada sus cuerpos de falsa potencia. Pero había entre las filas inmensas de dragones derrotados apenas dos docenas de ellos que estaban exultantes y, como si enloquecidos por el desastre quisieran apresurarse más y más hacia su ruina, trataban de adelantar puestos en aquella cola interminable para que el turno de saltar les llegase cuanto antes. Mayúr sintió aquella alegría galvanizando su cuerpo asqueroso de reptil inmenso. Los años o ciclos o eras pasados bajo el infierno de aquella piel rugosa, deseando una muerte que no podía penetrarla, alcanzarle tras la dureza de aquella coraza de saurio, desfilaron lacerantes ante él, pero vencidos ahora por la esperanza. Por fin pudo correr a través del campo hacia el anillo diamante, sostenido por la mano inexorable del vencedor entre el terreno que ocupaban los dragones y el que poblaban las sabandijas, venenosas ya sólo por su fealdad. Saltó sin poder dar crédito a tanta felicidad y el fuego corroyó su piel, penetró en su carne, hirió todos sus nervios, sus fibras, con punzadas infinitas de un dolor que era como una dicha demasiado intensa, insoportable. Cayeron sus dientes como espadas, sus uñas de acero en garras hábiles y asesinas; su lengua, que era una llama aniquiladora, se abrasó en el transparente fuego. Pero al otro lado del aro no cayó una lagartija, sino un corcel blanco de hermosura inigualable, pues aquél era Úttar, uno de los veinticuatro caballos divinos capturados y hechizados por Uddhán, Zar de Dragones, en su primera guerra contra las fuerzas de los dioses; aquellos veinticuatro que las crónicas del monte Meru llamaban los añorados, los nunca retornados de los Campos Terribles de Fuz; aquellos veinticuatro que, en agradecimiento a su libertador, descenderían a la Tierra para colaborar con la obra de los Reyes Antiguos y ser inmortales portadores de inmortales, heraldos de misiones divinas.
De la memoria de Úttar, Mayúr emergió al día de Koria. El frey seguía al paso por los senderos entre los grandes árboles que se alzaban como pilares de la inmensa bóveda viva. Aún alargaba el sol sus brazos a través de las hendiduras en el muro vegetal transformando el aire en transparente platino. Extrañamente, el camino transcurría lento bajo aquel dios de los rápidos caminos. Pero Mayúr comprendía en su consciencia centaura que más importantes ahora que los senderos del espacio exterior lo eran los del tiempo interior, pues allí estaban sin duda las claves de su aventura. Sintió que la memoria compartida lo llamaba nuevamente y atendió. La memoria arrojó un nombre, Dragones, así los llamaban los hombres, y en rápidas metamorfosis lingüísticas como fugaces floraciones de ibiscus, el nombre se tradujo a las lenguas de los Sumânoï y los Gigantes, los Alquimistas y los Rishis… pues los primeros y los terceros los llamaron Salamandras, y los segundos y los últimos les habían dado el nombre de Nagas.
Nagas. El nombre reverberó en la memoria con el poder de algo próximo, conocido, de una experiencia reciente o de una celdilla abierta poco tiempo atrás por el recuerdo. Como un imán, atrajo hacia sí filamentos de la memoria que se deslizaron hacia él por los vastos espacios de la consciencia-tiempo y giraron a su alrededor cada vez más veloces, entretejiéndose en hebras de imágenes recordadas a medida que se precipitaban hacia el núcleo del nombre reverberante con la fuerza centrípeta que enciende los asteroides. Nagas. Y a través de los ojos de Úttar, recién devuelto a su forma divina y manso al costado del Señor Sabathio tras la segunda batalla de Fuz, Mayúr vio alzarse de aquel maremagnum de sabandijas gusaneantes a tres poderosos monstruos. Una mano enemiga los reclamaba devolviéndoles apariencia terrible y los tres abandonaban el campo de la derrota por rutas misteriosas, mirando con odio a su vencedor y con una promesa de venganza en sus pupilas encendidas. Y nada hizo Sabathio para detenerlos en aquel instante, pues la negra voluntad que rescataba a sus esbirros desde las sombras superaba el poder del Gran Señor, agotado tras la lucha o acaso inferior al de la secreta fuerza titánica. Por un instante, creyó Mayúr que podría seguir a los tres monstruos por las rutas veladas, pues en su memoria había caminos desde los ojos perplejos de Úttar hasta los ojos siniestros del Poder que, oculto, robaba a Sabathio parte de su victoria. Pero al poco de lanzarse por estos caminos obscuros de la consciencia-tiempo, a Mayúr lo detuvo un precipicio de terror: si podía seguir a los Nagas hasta su destino, si podía verlos con los ojos del Poder que los llamaba… Mayúr emergió jadeante del mar de sus recuerdos, como si hubiese braceado muy rápido hacia su superficie para tomar el aire que sus pulmones exigían mortalmente. En los fondos abandonados con premura quedaban como dos piedras negras dos frases condicionales. No quería mirarlas, sentía pánico de ellas. No quería bucear de nuevo hacia aquellos dos «si…» amenazantes y dejó que el pavor confundiese y cerrase sus sendas interiores.
Úttar trotaba ahora como aceptando que por el momento cesase el examen. Así pues, se había logrado al menos una clave y Mayúr quiso saber cuál. Tomando plena posesión de su mente externa, la observó. Allí estaba, una nueva flor de eclosión luminosa fascinando el jardín de su vigilia: el monstruo al que buscaba en la profundidad del bosque, el híbrido del terror, el oficiante de ritos infernales, era uno de los tres Grandes Nagas. El Naga era que sobrevivió a la espada de Ban y llamaba a Sarpa «mi Señor», el que cautivó y hechizó a Úttar, el que en el hombre, el animal o el dios despierta la naturaleza titánica.