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VIII

Hablaría con él. Hablaría con el rey Mándos. Se arrojaría a sus pies, los bañaría en lágrimas, gemiría hasta que el regio azor de inalcanzables vuelos percibiese en el cieno ante él al despreciable gusano y se dignase siquiera escuchar los motivos de su villano y cobarde corazón.

«… O renuncia y avergüénzate» —había dicho el rey-juez.

Pues bien, ahora estaba seguro: renunciaría y se avergonzaría. O, pensándolo mejor, Inca no tendría jamás de qué avergonzarse porque todas esas historias de espadas y leyendas y caballeros y gestas y damas… Por un instante volvió a él el recuerdo de la Dama de la ciénaga, tan hermosa, tan sabia y serena, tan dulce…

«¡Un sueño, una alucinación, una locura momentánea hija del miedo!» —se impuso cortando de golpe el hilo de sus pensamientos.

No. Todas esas cosas estaban bien para los reyes, los príncipes, los grandes señores, aunque tampoco en ellos fueran verdad; pero les daban un aire especial, mágico, distinto del populacho, algo que invitaba espontáneamente al respeto y eso hacía, al menos, más soportable servirles. Inca pensó en las palabras del veterano alférez Ébendas:

«¿El rey, mi padre?».

Se observó atentamente y se repitió esta pregunta cuatro, cinco, seis, doce, sesenta veces.

No había una sola fibra de su corazón, ni una sola gota de su sangre que respondiese con el más leve estremecimiento de su inconsciente pero infalible percepción a la pregunta con la que él se martilleaba hasta en el tuétano de sus huesos. ¿Había mentido Ébendas, así pues? No, Inca no lo creía capaz de mentir… y menos en una cosa como aquélla. ¿Entonces? ¿Sería él mismo tan insensible como para no notar en su propia carne el vínculo indestructible, inconfundible, de la verdadera paternidad? ¿No sería este vínculo, precisamente, lo que explicaba que él, Inca el humilde, el ignorante, el aldeano, hubiese llegado a palacio como paje del joven príncipe? ¿Lo sabría Brahmo, su señor, y por eso había hincado la rodilla ante él con tanta nobleza, generosidad y naturalidad? ¿Lo sabría Usha, la princesa, y por eso había litigado a favor de Inca pero en contra de los deseos de Inca? ¿Y el rey Vântar? ¿Había litigado él en favor de los deseos de Inca pero en contra de Inca porque lo despreciaba o… porque lo amaba?

«¡Basta!» —se dijo, se gritó.

Para Inca una incógnita podía ser un juego, pero dos eran ya un incómodo laberinto; tres, un espanto; cuatro, una enfermedad; cinco, un signo de locura; seis, un suicidio… ¡Y él se había llegado a formular hasta ocho!

«¡Bien! Una cosa es formularlas. Otra muy distinta, tratar de responderlas».

Y además, qué importaba todo eso… ¡qué importaba! Él no quería desprenderse de la espada por su rey, tampoco por su padre ni por la armonía entre los dos reinos que, estaba convencido, no dependía en absoluto de los aciertos o errores de un humilde servidor como él.

Quería deshacerse de Ida, la Señora, sencillamente porque le tenía miedo… ¡pavor!… y estaba harto de que todo el mundo le mirase con temor sagrado, silentes, reverentes a su paso, como si esperasen del elegido gestos, hazañas, que él sólo podía realizar en sueños, invisibles e inaudibles para el resto de la humanidad.

«¡Bien! ¡Basta! ¡Vamos!».

Con estas tres consignas todo su plan de batalla quedó decidido y trazado, y su cabeza, su corazón, sus manos y pies supieron exactamente qué tenían que hacer. Su cabeza se volvió y dejó de contemplar el ancho mar ilimitado, la azur incitación a los ensueños de magia y de gloria, para mirar el sólido castillo de Dyesäar a sus espaldas, gloria hecha piedra con sangre y con sudor, una realidad tan concreta que asustaba; su corazón también se volvió y dejó la actitud vacilante por la decidida, la decidida por la implorante; sus manos se apoyaron en la arena de la playa frente a la bahía, en la que había estado sentado toda la noche, insomne y contemplativo, y ayudaron al cuerpo grácil del muchacho a levantarse de un salto; sus pies, por fin, uno tras otro, con ritmo y modos que traducían todo el arco iris emotivo de su interior, empezaron a llevarlo a las habitaciones del rey Mándos. Fija su mirada en el deseable futuro que preveía y proyectaba para su persona, Inca avanzó, general de todos sus miembros y guionista de todo su teatro, dispuesto a liberarse de la espada y a ser nuevamente un inheroico paje… y, si no, truhán o mendigo.

Pero ocurrió algo entonces, cuando alcanzó los jardines del castillo, que toda su astucia no habría podido prever jamás y que todo el poder de sus mañas y sus miembros no podía enfrentar; pues era algo que, como allá en la ciénaga, apelaba a lo más íntimo de su ser, a su razón última, a su alma, ante la que incluso el general y el guionista de su persona se doblegaban sumisamente cuando la percibían despierta.

Inca llegó a una plazoleta en la que desembocaban cinco estradas entre altos setos de ciprés y en cuyo centro había una fuente de piedra. El agua caía de su cima como diamante fundido por el sol y entunicaba con velos irisados y transparentes un monolito cuya forma era semejante a la de los escarpados riscos del Swar. A su alrededor, llenaba un estanque de forma irregular, uno de los muchos del jardín que embellecían grandes lotos y a los que, al amanecer, se acercaban a beber pavos reales blancos o de color, o aquellos otros que sólo existían en Dyesäar y que unían a un plumaje inmaculado una cresta de oro. Inca se detuvo un instante a contemplar aquellas aves incomparables. Una de ellas, de las del oro encrestado, se detuvo al percibirlo, dejó suspendido su largo cuello sobre el agua, la cresta cimbreándose, él inmóvil, sin culminar la trayectoria de su cabeza para beber del estanque, y tornó hacia él los ojos, crispados, alertas.

Entonces, al ver a Inca, se relajó de forma casi inmediata y se entregó confiado a la tarea cotidiana que lo había llevado hasta allí.

Inca sonrió complacido, agradeciéndole al ave su familiaridad, con un dibujo en sus labios que no era el de su pícara sonrisa habitual, sino la expresión de una alegría tan serena como profunda, tan espontánea como divina.

Pero de pronto algo se alzó del suelo, repentino, y enlazó al pavo real con abrazo inexorable y deletéreo. Una serpiente era, confundida hasta ese mortal instante con la hierba que cubría el suelo alrededor del agua. Su verde-réptil rayó el blanco-ave, amenazó el oro del pájaro.

Y entonces ocurrió. El pecho le crujió a Inca; pensó que caería retorcido de dolor… Pero no, aquel imponente habitante silencioso y desconocido que moraba allí, en el centro mismo de su ser, se hizo dueño de toda su persona. Con rapidez inconcebible, la mano de Inca desenvainó la espada, pendiente de un cinto, que casi rozaba el suelo con la punta cuando el muchacho caminaba; el brazo golpeó de revés con precisión tajando la cabeza del reptil, a sólo una pulgada ya del cuello desesperado del ave; la otra mano soltó el prieto nudo verde alrededor del cuerpo emplumado y lo arrojó lejos, con un desprecio y un temor ancestrales que aquel profundo habitante en su pecho había obligado a Inca a compartir, aunque no podía comprenderlo.

Unos ojos habían contemplado la escena pocos pasos a la derecha de Inca, desde la desembocadura de uno de los senderos en la glorieta del jardín. El muchacho se volvió hacia allí con un rictus extraño en el rostro, una expresión que no era suya sino de su alma antigua, forzada por la profundidad del momento en los rasgos de su faz. Ébendas lo observaba como si acabase de ver a un monstruo demasiado grande y terrible para caber entero, siquiera, en la pupila de la imaginación y, luchando contra el pavor que lo paralizaba, huyó en las alas del pavor que lo estrangulaba.

A Inca no le importó. Sentía honda calma. Su mano derecha aferraba aún a Ida, inmóvil pero amenazante, tensa prolongando la tensión del brazo. Y él, como cuando un niño siente en sus tobillos el dolor del crecimiento y se pone de pie y le parece estar contemplando el mundo desde una nueva altura, sentía por momentos aumentar de tamaño, aumentar en poder; se sentía despertar mientras el habitante oculto, como emergiendo de una sima obscura, ganaba para sí todas sus fibras, sus miembros, y se entrañaba en su carne dando para siempre a la urdimbre tosca de su persona la textura luminosa y sutil y poderosa de las cosas del espíritu.

Otros ojos habían espiado su acto. Inca alzó la mirada y descubrió en la ventana de la habitación más alta del castillo al rey Mándos. Y supo que lo esperaba.

*

—Venías a renunciar, ¿verdad, hermano?

Inca estaba allí, frente al rey más poderoso y sabio de Ordum, con la espada aún desnuda en la mano, con un gesto y una mirada de desafío que habrían hecho caer sobre él a todos los guerreros del reino de haberlo visto allí en aquel instante… pero el monarca lo llamaba hermano.

Y él sabía que era así. Y él no dejaba de sorprenderse de que fuera así.

—Sí —respondió—. Venía a renunciar.

—¿Y ahora? —inquirió el rey Mándos, no para que le confirmase lo que ya sabía, sino para hacerle pronunciar palabras de las que ya no podría retraerse porque surgirían con el poder incontestable del alma, inalterables, fijando una senda en el porvenir.

—Es más fuerte que yo —respondió Inca con voz grave y lejana—. No creía en el destino.

Hay destino. Quizás no para todo el mundo; quizás sólo para algunos. Yo tengo un destino. He nacido para él. Fuera de él, mi vida es un derroche de la Naturaleza, una traición al Altísimo.

Acepto, señor. Acepto Ida y cualquier cosa que me venga impuesta por ella.

—Mira —le tentó aún Mándos.

Abrió para él la ventana de su gabinete de trabajo, que daba al Oeste, sobre el patio de armas, y le mostró el grupo que estaba organizándose para la partida. Los jinetes de la túnica blanca y el baniano rojo formaban ya dos perfectas, marciales hileras. El príncipe Brahmo ocupaba en aquel momento la cabeza del escuadrón; el rey Vântar ponía el pie en el estribo de su corcel negro. La carroza regia, vacía, seguiría a los caballeros. El estandarte fue desplegado: al baniano rojo en el blanco farpado lo estremeció el viento de Dyesäar. El alférez, aún visiblemente turbado, gritó una orden. El grupo se puso en marcha, un aura lóbrega lo envolvía.

Y de pronto, ocurrió algo que tanto Mándos como Inca comprendieron que no era azar sino símbolo: un golpe de viento, misterioso, repentino como un chicotazo, desgarró el estandarte real. Hubo gritos, órdenes, el estandarte fue rápidamente substituido. El grupo, por fin, partió.

Vântar miró tristemente a un lado y a otro. Usha no apareció para despedir a su padre.

—Acaso no los vuelvas a ver… Mayúr —dijo Mándos.

—El destino que me separa de ellos puede volver a unirme a ellos, hermano —se consoló Inca… se sorprendió Inca de la calma creciente que lo poseía y de la hondura cada vez mayor del sentimiento que lo unía al monarca, como si éste fuese, realmente, un viejo conocido, un antiguo, antiguo amigo.

—Sin embargo, no confíes.

—¿Y ahora? —musitó Inca lejano, interrogando no tanto al rey como a sí mismo.

—Sólo tu alma despierta puede trazar el camino —respondió el rey.

Mándos, entonces, dirigió su mirada al pequeño cofre de madera y bronce que había sobre su mesa de trabajo.

—¿Lo reconoces? —preguntó.

—¿El cofre que trajeron las siete guerreras de la Orden desconocida?

Shaktis —repuso Mándos—. Habitan en el Mahat, el más alto de los picos del Swar. Las escoge, las instruye, las gobierna Dama Alayr.

Inca conocía aquel nombre, por supuesto: era el de una leyenda. Pero ahora se dio cuenta de que el nombre llegaba a él no como una palabra etiquetando una inaprensible imagen femenina de rasgos desdibujados y velados por el tiempo, redibujados y coloreados por la imaginación popular, sino como la expresión sonora de un rostro muy concreto: el rostro de la mujer de la ciénaga, aquélla de cuyos labios había oído por primera vez el nombre que tanto le perturbaba y que tanto exigía de él, Mayúr, que en dévico antiguo significa Pavo Real.

Alayr… y este nombre le decía algo más ahora que su alma empezaba a vivir una vida propia y eterna. Le decía, le aseguraba, que aquella que lo portaba como un estandarte visible para todas las generaciones era alguien muy próximo, muy próximo a su propio corazón, a su corazón íntimo y antiguo.

—¿Tenéis contacto con la Dama, señor? —preguntó Inca retornando vacilante a una fórmula respetuosa.

—Pero a cualquier extranjero estoy obligado a negárselo —respondió el rey Mándos—. Tu compañera de armas… Mayúr —añadió.

Mayúr… Pavo Real. La imagen de la serpiente y el ave magnífica fue arrojada nuevamente por su memoria a sus ojos introvertidos, y palabras ancianas, acaso milenarias, acaso tan antiguas como el mundo, retornaron a él con honda carga de dolor:

«¿Ha vencido entonces Sarpa, la Serpiente, a Mayúr, el Pavo Real, sin esperanza para la Luz que habita en ti?».

Mayúr… ¿Hablaban acaso las crónicas de un Mayúr, compañero de armas de la Dama?

¿Por qué, pues, entre las muchas palabras dévicas que habían dado nombre a los hijos recientes de los nobles del reino ebénida, se había evitado ésta siempre, precisamente? Mayúr…

—Mayúr —interrumpió Mándos sus elucubraciones—. Este cofre y lo que hay en él son un regalo de Dama Alayr para el rey de Dyesäar, el mejor que podía hacerme, sin duda. Pero la carta que lo acompañaba traía un ruego, que para mí es una orden. «Muéstraselo al elegido», decía, «que lea y comprenda y siga». Traía, además, esto.

Mándos tendió a Mayúr un pequeño bulto, del tamaño del puño de un niño, envuelto en un paño aterciopelado de color negro. Al retirar el paño, Mayúr se encontró con una piedra negra de visos extraños que golpearon su mirada y su memoria y su imaginación con un poder siniestro. Asombrado, Mayúr se acercó a la mesa, miró al rey, el rey asintió. Mayúr abrió el cofre. Contempló su interior. Halló un pequeño libro con tapas de cuero y páginas de papel grueso, de textura suave, de color marfil. El título, en la cubierta, estaba escrito con letras doradas en dévico antiguo y debajo, en plata, en la lengua del Mar. Pasó las páginas, el oro inflorescente del dévico llenaba las de la derecha, ilustradas con miniaturas que reproducían paisajes arcanos, lejanos, de este mundo y de mundos del Más Allá. La plata de la lengua del Mar, en letras semejantes a olas grandes o cabritillas, lunas crecientes o plenas, aguas mansas o crispadas, montañas bajo argénteos soles, islas diminutas y estrellas, conformaba un lenguaje de misteriosos océanos y archipiélagos y constelaciones en las páginas de la izquierda. Los ojos de Mayúr se detuvieron en una curiosa ilustración en el margen derecho de una de las páginas dévicas: una montaña negra se alzaba siniestra sobre un valle, amenazante; pero encima de ella había otra, de un oro transparente, como si fuese de una substancia distinta de la de las cosas materiales y descendiese ahora a la negrura amontañada para transformar su burda, ignorante, dormida, terrible constitución, infundiendo en ella la Luz de las cosas divinas.

Cerró el libro de golpe. Respondió con su cuerpo, reflejamente, a una incitación antigua.

—Mayúr… —comenzó Mándos suavemente.

—No conozco el dévico —cortó éste—. Tampoco la lengua del Mar. Ni ninguna que no sea el ordumia común. Y aun ésta la hablo de un modo harto ordinario.

Y su última frase sonó como si su alma potente se quejase de un instrumento demasiado basto.

—Mayúr —retornó Mándos como si este nombre fuese un encantamiento para acabar de despertar, y de forma definitiva, al durmiente—. ¿No es el dévico tu propia lengua? Navega en ella. Da a tu alma lo que pide. Yo no sé por qué razón has sido invitado por la Dama a estos misterios que yo tardaré mucho tiempo en descifrar, pero quizás halles aquí un signo para el camino, un velado mapa de tu destino o una herramienta útil para lo que tienes que hacer. Mira, yo saldré ahora de aquí y te dejaré a solas con el libro. Ábrete a él y él se abrirá a ti, y lo que de él tenga que alcanzar tu alma inmortal irrumpirá, te lo aseguro, aun a través de la trama de letras desconocidas.

Mándos partió y Mayúr se quedó solo en los aposentos del rey, temiendo el libro y deseando sus secretos. ¿Por qué lo invitaba Dama Alayr a ellos? ¿Qué podía haber en aquel libro que le concerniese? ¿Una respuesta al enigma de su futura misión?, ¿al vínculo misterioso que unía Inca a Mayúr? Se sentó en la silla de trabajo de Mándos, junto a la mesa, sus piernas estiradas, sus brazos sobre los brazos de madera, la espada en el suelo a su costado, el cuerpo relajado y la cabeza ligeramente hundida en el pecho, su mirada golpeando el título incomprensible del libro frente a él. Así pasó muchas horas, en silencio inmóvil, soñando despierto, con la mente desprendida de su cuerpo vagando por espacios y tiempos inconcebibles y no arrojando sobre su cerebro material más que el reflejo deformado de raras imaginaciones, inconexas y erráticas. Un rayo de luz entró, sesgado, por el ventanuco occidental; la mañana había pasado, la tarde se empezaba a gastar. Los ojos de Mayúr seguían clavados en las letras doradas del título y, de pronto, vio, sintió, como si su cráneo se abriese y una mano surgiese de su interior con el gesto último y desesperado de quien busca algo a lo que asirse antes de caer al negro abismo. Una mano blanca, viril, salvífica, tendida por el invisible Cielo, la cogía entrelazando a los suyos sus dedos en un gesto infalible de unión completa y eterna. La visión pasó, fugaz. La mirada de Mayúr dejó de golpear las inviolables letras; éstas se abrían ahora como dóciles puertas. Leyó el título; sus labios lo pronunciaron para sus adentros con un estremecimiento de todo su ser:

DE LA MONTAÑA NEGRA,

LIBRO IV DE LA OBRA DEL REY BAN

TITULADA

LAS TRES MONTAÑAS Y LA FUNDACIÓN DE UN IMPERIO

y su alma despierta leyó el lenguaje desconocido…

Esto ocurrió a mediados de Noviembre de aquel año. Un día incomprensible. Un terror incomprensible pero, se revelaría más tarde, necesario…

A pesar de que el libro, ya desde sus inicios, daba por supuestos muchos acontecimientos, Mayúr se sintió penetrar en él como si todos ellos le fuesen conocidos, deslizándose suavemente hasta el alma de los hechos narrados. Las palabras fueron para él no letra muerta, sino terrazas de vasta panorámica; miró desde ellas y vio… vio cosas que estaban escritas y cosas que la letra ignoraba. Vio la Montaña Negra, un paisaje devastado, arrasado, un desierto amontañado; y vio una voluntad gobernándola, convirtiendo cada puñado de tierra calcinada en una trampa y un tormento para los seres vivos. Percibió la áspera vibración de aquella voluntad secreta: era la voluntad inflexible de un hombre, un hombre de poder incomparable, un titán… pero un titán que en la cima de aquel pico tenebroso, puente entre el mundo material y la Tiniebla, había multiplicado su fuerza por la cifra tremenda del Infierno esenciándose con la Fuente Cósmica del Horror… Tal hace el eremita de las místicas cumbres nevadas, mas su acto de autoanulación y de Amor lo funde para siempre con aquello que al Horror supera y contradice y lo despoja de su máscara deformada: la Consciencia Suprema. Aquí, en este monte, en esta cumbre de la Tierra, una voluntad gigante, un hombre de hierro había llegado al clímax de su poder con austeridad y esfuerzo titánicos para convertirse en Rey de la Desolación, Señor de la Muerte. Y atrapado en su tela de araña, Mayúr vio a otro hombre, desvalido. Los engaños de su enemigo lo habían llevado a una pequeña gruta en lo alto de un risco que era una isla de piedra en el aire, como si un falso monte se hubiese desmoronado de pronto dejando su cabeza sostenida por un fino tallo de roca, delgado como una aguja, convertida su cima en una cárcel inviolable, eterna. Y aquel hombre, desvalido, cuidando de una mujer joven, moribunda, era Ban, rey de hombres, rey de pueblos, rey de reyes, rey de Rishis, hacedor de reyes. Ban, desvalido, atrapado en la tela de araña del Rey de la Montaña Negra. Y aquellas palabras antiguas, milenarias, acaso tan viejas como el mundo, saltaron, nuevamente, de las páginas del libro a los ojos de Mayúr:

«¿Ha vencido entonces Sarpa, la Serpiente, a Mayúr, el Pavo Real, sin esperanza para la Luz que habita en ti?».

Mas ¿saltaban de las páginas del libro o de la mente y el corazón de Ban, contemplado desde aquella vasta panorámica de su visión? Ban, desvalido, luchaba contra la voluntad titánica entregándose… entregándose a una Voluntad mayor. De su lucha depende el mundo porque en él, de guerrero y líder convertido en campo de batalla pasivo, lidian las dos fuerzas primordiales, la Luz Suprema y el Rayo azabache de la Muerte. De su rendición completa depende su victoria; de su anulación total su pervivencia. Yug, su espada, Señora de las Señoras, reina generosa de la vida y de la muerte, está quieta: la quietud es su suprema batalla; de su filo inmóvil depende el futuro de la Tierra.

Mayúr vio, vio y sintió, a través de la letra fundido con el espacio y el tiempo de los que aquélla era puerta. Mayúr amó a Ban con corazón espontáneo y generoso, y se preguntó con rabia quién era aquel Señor de la Muerte contra el que Ban debía defender con sacrificio y tormento la causa del mundo. Vio los horrores que Ban hubo de enfrentar pasivamente, como quien bebe una copa de veneno, ofreciéndola ritualmente a la Voluntad de lo Alto, para transformarlo en su vientre en néctar de inmortalidad. Vio las fuerzas y poderes sutiles arrojados contra él por el Amo de la Montaña Negra; vio la Luz Gnóstica disolverlos uno a uno en su mentira esencial, como si jamás hubiesen existido. Vio a la mujer resurgir de la muerte; vio a Ban recibir en su cabeza un Sol y encarnarlo. Y cuando todas sus trampas y fuerzas y recursos ocultos hubieron fallado, vio al Enemigo dar cuerpo físico a los hijos predilectos de su maldad.

¿Quiénes eran esos seres perversamente poderosos y titánicamente grotescos, jinetes del aire y pastores de enloquecedoras serpientes cuya prole mítica, en el prosaico mundo de las realidades terrestres, eran la enfermedad y la demencia, el terremoto y el hambre, la muerte, la guerra, la tortura desmembradora, el volcán tremendo y purificador…? Ellos, que en los espacios sutiles habían sido vencidos por la rendición de Ban y la inmovilidad de su espada, ascendían ahora el tallo de roca, la rabia hecha sangre en sus venas de materia nueva y poderosa, hasta la cárcel y ermita del Avatar. Ellos, tres Señores del Espanto, vestidos de un cuerpo terrestre e invencible por su padre y Rey. Ellos, los tres Nagas, Señores de Serpientes, dispuestos a quebrantar la acción de Ban ya que no habían podido destruirlo en su pasión.

Hubo lucha en aquella cima de la Tierra y Mayúr la vio. El brazo de arcilla, de carne, relevó al Brazo etéreo del Empíreo y Yug vibró. Dos de los grandes Nagas cayeron al vacío; el tercero huyó. Y Yug entonces alzada, puente entre la Tierra y los Cielos, llamó a la Luz más alta y la Montaña Negra se hizo Oro… salvo por una pequeña piedra. El monte tenebroso volvió a ser la Montaña de Oro, antaño fanal y centinela de los Señoríos de la Astraya del Mar, que obedecían a una sola Casa, aliada de Ban por su amistad con los Reyes Antiguos.

«¿Y el titán? —se preguntó Mayúr—. ¿Y el Rey de la Montaña, el Señor de la Muerte, de la Desolación?» —insistió con misteriosa y violenta inquietud.

Y surgiendo del fondo de la historia o de las honduras de su memoria dormida, una voz semejante a la del rey Mándos, pero desconocida y lejana, musitó, apenas audible para sus oídos externos:

«… todavía eres capaz de leer el dévico. Quizás la serpiente no haya estrangulado aún del todo al pavo real en ti».

Era de noche ya y Mayúr surgía como de un sueño. El reloj de arena sobre la mesa indicaba que casi veintitrés de las veinticuatro horas de aquel día de Julio, el vigésimo primero, se habían consumido ya. Mayúr supo que Mándos no volvería y que él tenía que partir. Devolvió el libro leído y no leído a su cofre de madera, con cuidado, con respeto. Tomó la pequeña piedra y se la guardó; tomó su espada del suelo y dejó las habitaciones del rey. Apenas encontró a nadie en las dependencias del castillo y a los que halló los ignoró y lo ignoraron. Salió por la puerta Oeste y se halló solo frente al camino, bajo una noche amable y estrellada.

Sentía paz. No tenía nada más que su espada y debía caminar centenares de leguas… acaso hacia el Norte. Pero sentía paz, la paz honda de quien sabe que ha llegado al punto de partida del verdadero sendero de su ser, elegido para esta vida por un alma antigua y consciente, y que los resultados de su viaje, de sus esfuerzos, sean éstos los que sean, victoria o fracaso o derrota o muerte, no cambiarán en nada el destino escogido… pues el único acto que dependía realmente de su humana voluntad ya había sido realizado, y sus pies hollaban ya la senda de la Fuerza y de la Luz.

Tomó la vía Lata, que tendía ligeramente hacia el Norte antes de virar hacia el Oeste para circundar la bahía. Anduvo con el estómago vacío, sin hambre, la mirada perdida en la noche, el corazón buscando morada en un espacio nuevo que fundía la imaginación, el ensueño, la vigilia, la esperanza. Y de pronto, cuando pasaba junto al bosquecillo de ilircos, apenas a unos pocos estadios del castillo, alguien lo llamó quedamente.

—Escudero…

Mayúr se volvió hacia los árboles, a su derecha, y forzó su vista entre los troncos gruesos, claros bajo la luna. Las flores de los ilircos, semejantes a lotos abiertos en la noche, semejantes a cálices en las largas manos de los árboles tendidas hacia el cielo, olían como incienso. Pero Mayúr no veía a nadie.

—Inca —llamó de nuevo una voz, esta vez de mujer.

Y Mayúr descubrió entonces, a un tiro de piedra de la calzada, a dos figuras. Un hombre moreno, de pelo corto y bigote, con un gato grande y negro, mimoso en sus brazos poderosos, y, junto a él, a una joven sobre un hermoso corcel.

—Inca —repitió ella—. Ven, aproxímate.

Mayúr obedeció y enseguida alcanzó las dos figuras. El príncipe Pradib le sonreía ahora; su enorme gato le observaba con asombrados ojos ambarinos; Usha, su princesa, lo acariciaba con la mirada. De palabras no había mucha necesidad. Todos comulgaban en un mismo sentimiento y todos conocían ya, como si lo hubiesen vivido previamente muchas veces, el instante siguiente que la rueda del Tiempo les deparaba. Usha desmontó y ofreció a Mayúr las bridas de Táumandos, no míseras sus alforjas en alimentos y monedas de plata. Pradib le dio una vaina de madera de ilirco para Ida y una correa para colgársela a sus espaldas. Mayúr montó y el caballo lo recibió alegre sobre su grupa. Dio unos pasos entre los árboles y entonces su jinete se volvió. Los ojos de Usha eran nuevos, eran fuego, eran vida y voluntad; los de Pradib, un vasto resplandor de protección cálida. Pero el caballo no aceptaba de grado el freno en aquella hora misteriosa, como si intuyese la premura que les exigía su camino, un camino derecho hacia el porvenir, mas incierto para el animal y para el hombre. Mayúr se sometió al brío de su montura y aflojando la tensión de las bridas galopó hacia la noche inmensa.