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XIX

Remontando el río del recuerdo había perdido la noción del tiempo exterior. ¿Cuándo había partido Yummüel, una hora, un día o un año atrás?

—¿Me ayudarás? —le había pedido Mayúr al Caballero del Cuarto Anillo pensando en que debería enfrentarse a aquel ser extraño de sus sueños que, aun en el curso de una pesadilla, había conseguido arrojarlo a las sombras vivas de su memoria.

—Sólo hasta aquí se me permite acompañarte, Mayúr, amigo —respondió aquél—. Pero puedes estar seguro de que la protección de la Dama no te abandona. Es ella, Mayúr, quien en todo momento te guía.

Mayúr asintió con los ojos cerrados, como si le hiriesen las formas.

—Una cosa más quiero sugerirte antes de partir —añadió Yummüel—: libera a Táumandos.

Es un príncipe de su raza, sí, pero resistir a las fieras está más allá de su poder.

—¿Y yo, Yummüel, las resistiré yo?

—Tú debes enfrentarte a una aún Mayúr. La más terrible, sin duda. Pero vencida ésta, ninguna otra tendrá poder sobre ti.

—Hablas como si aún se ocultase otro Sarpa en los pliegues de mi memoria viva, hermano.

Yummüel lo miró con amor y no respondió.

—Por supuesto, Táumandos es libre de seguirte —concluyó Mayúr.

Ambos guerreros se abrazaron. Después Yummuël partió llevándose los dos caballos y dejando al retornado en la vasta caverna azul.

Ahora las palabras del Caballero del Cuarto Anillo volvían:

«Tú debes enfrentarte a una fiera aún…».

Y Mayúr, después de haberse contemplado en el espejo de los últimos días de su antigua vida, se disponía a examinar la larga noche que los precedió, en la que el mundo lo conoció y lo temió como Sarpa, rey de la Montaña Negra. Quería saber cómo había llegado a ella, conocer el porqué de su enfrentamiento con Ban y descubrir de qué modo estos fragmentos y fuerzas de una vida acabada se reencarnaban en su nuevo ser. Recordó el libro secreto que había leído en Dyesäar; el Sarpa de aquellas páginas aún era para él un personaje extraño, de novela, y ahora debía entretejer lo visto y lo leído en el libro arcano a lo escrito en su memoria con la tinta fascinante y dolorosa de la vida. Recordó de pronto la piedra negra de visos azules que portaba en el bolsillo de su capa. La buscó, la mantuvo en sus manos como horas antes había sostenido el collar, y la contempló largamente por primera vez desde que el rey Mándos se la entregase de parte de Dama Alayr.

La Montaña Negra… Todos los recuerdos de los últimos días de Mayúr los resumía y simbolizaba una pequeña pero incomparable colina, el Hur Abnè-Dúath, la Cima del Conocimiento Superior. Era justo, pues, que los de Sarpa, que siempre amó los extremos y los excesos, los representase una montaña de nombre abrumador. Pero ¿era realmente necesario volver a aquellos milenarios recuerdos?, se preguntó aún Mayúr antes de arrojarse de cabeza a ellos; ¿era posible siquiera contemplarlos sin pasión? Si no, ¿por qué había debido leer el libro enviado a Mándos por la Dama cuando Inca no sabía que era Sarpa y ni tan sólo acababa de conocer y de comprender a Mayúr? Oh, en cierto modo era fácil retornar a ellos, pues el olvido había escampado como un mar gris de nubes golpeado por el ímpetu de un viento liberador. Sin embargo, algo quería ocultarse aún, afortalarse en los pliegues opacos de una memoria cenagosa, e infectaba su mirada interior de una resistente pereza.

Mayúr concentró el poder de su mirada, tomó distancia de sí y se observó como el testigo de procesos ajenos, desprendido y desapegado; como esa consciencia pura que, según dicen los sabios, contempla desde el exterior, inmune y ecuánime, el devenir tumultuoso del mundo. Y lo primero que se presentó ante sus ojos de frío cirujano de su memoria fue la tarde aquella, trece siglos atrás, en que Maurehed, el dios caído, el Señor insurgente, lo llamó a sus aposentos.

Terribles sonaron los pasos de Sarpa en los suelos de piedra negra de los corredores del castillo de Lëon, donde se había atrincherado la Cabeza Negra. Entró sin llamar porque conocía la voluntad de quien le llamaba e hincó su rodilla apenas hubo cruzado el umbral. Niebla llenaba la estancia; niebla que a Sarpa le parecía en aquel entonces el cuerpo verdadero de la luz.

—Mira en qué me han convertido —sonó hueca, tremenda la voz de Maurehed—. Y dijo también:

—Mira en qué me habéis convertido.

Pero esto Sarpa no lo entendió.

Sarpa alzó los ojos y vio el cuerpo alto de su Señor, envejecido. Sobre unos hombros que soportaron el peso del mundo había una cabeza negra, un rostro que rindiera su antigua belleza inigualable para asemejarse a un cuervo quejumbroso, una cabellera híspida que caía abruptamente como los llantos y cicatrices de una tormenta. Sarpa sintió miedo y furor. Aquel ser que le había dado el poder, la ciencia, todas sus ideas y concepciones, la inmortalidad, se derretía. Dios pero más poderoso que sus seis hermanos dioses, y por ello único, insurrecto, independiente, aquel ser descendido a la Tierra para penetrar los últimos estratos de la Materia con su luz y turbar a los hombres con su inmortalidad, moría. Sarpa dejó de temerle y lo odió.

—Ellos lo llaman Samadhi, el Gran Sueño de los Reyes. Yo lo llamo muerte… ¡Muerte! A ella me arrastran, hijo mío, y me derrito —reverberó la hueca voz.

Sarpa permitió a la Cabeza Negra callar un instante y reencontrar las rutas del hablar a su errante inteligencia.

—Saben —continuó Maurehed— que no pueden vencernos en el campo de batalla. Y por ello se duermen, mis seis hermanos, y su sueño me arrastra. Sarpa, los Grandes Señores dejamos la Tierra; los monarcas de hoy serán pronto sólo un nombre: los Reyes Antiguos.

Maurehed retrocedió hasta un gran lecho cubierto de seda y terciopelo negro y se acostó en la penumbra. Y Sarpa vio lo que jamás habría creído posible ver: la debilidad de un dios, del dios más fuerte, del más sabio a sus ojos porque era el único que había explorado y tocado con la yema de sus dedos los secretos ambiguos de la honda, inconsciente Materia del mundo. Sarpa vio un dios viejo y moribundo. Y lo odió, lo odió, lo odió porque ya no lo temía, o acaso porque su estampa le mostraba lo que más temía: que el poder de las Tinieblas también es vulnerable.

—Odia Sarpa, odia, odia, que el odio te hará invencible —sonó otra vez la voz.

—Señor —dijo entonces Sarpa con voz de trueno— recuerdo el día en que nos revelasteis, a mí y al resto de vuestros Electos, iniciados y discípulos, vuestro secreto profundísimo, hallado en las últimas honduras de la opaca Materia. La mano del Supremo no alcanza los Abismos, dijisteis. De ahí el dolor incurable de los hijos de la Tierra. El Abismo es horror, cierto, dijisteis, pero el Abismo es sobre todo libertad porque la mirada del Alto no lo penetra. Es, nos dijisteis, poder sumo e ineluctable, si comprendéis que porque sois Abismo sois Dolor y Horror y, venciéndoos, esparcís vuestra semilla por las sendas del mundo y de la vida, ¡oh portadores de la tortura y de la muerte, conocedores y poseedores de la esencia del orbe! ¡Oh vosotros los libres, que envueltos en sayos de Tiniebla y abastionados en mansiones de Abismo escapáis a los ojos del Supremo Escudriñador de las Alturas! Señor —tronó aun más potente la voz de Sarpa—, ¿dónde está ahora ese poder invencible? Pues si vos, Supremo, morís, ¿qué ha de ser de nosotros, hijos de vuestra negra voluntad?

Y Maurehed contempló a Sarpa volviendo hacia él su Cabeza Negra y esbozó una sonrisa en su rostro de cuervo viejo.

—Odia, Sarpa, odia, pero no dudes —carraspeó aún Maurehed—. El odio te hará fuerte, la duda hará de ti una polilla. ¿Quieres otro secreto profundísimo, oh Sarpa penetrantísimo? Está bien, hijo de mi negra voluntad. Yo parto y a mí no ha de serme útil ya. Escucha: de cuatro hijos nace un Padre, no soy yo el poder supremo del Abismo.

Sarpa se sintió paralizado por aquella revelación. Así ¿había servido a un mero mayordomo, a un portero del Infierno, a uno de sus caballerizos? Una a una logró forzar aquellas palabras atroces a través de sus secos, fríos labios:

—¿Y quién entonces, perro?

Maurehed rió, giró sobre las negras sedas, el terciopelo, para descender del tálamo nupcial en que aguardaba a la puntual Muerte. Maurehed se dejó caer al suelo. Rió enloquecido, consumido, y alzándose con indecible esfuerzo de la piedra negra, como un anciano en los últimos instantes de su decrepitud, hizo una reverencia ante Sarpa, su elegido, su siervo, su instrumento y pronunció un nombre misterioso. Luego cayó derrumbado y murió vomitando sarcasmo y una risa de hiena.

Aquel nombre no lo oyó Mayúr en las estancias de sus recuerdos. Lo velaban su propio misterio y el olvido.

Montaña Negra… «¡Matad, arrasad, devastad!», les había dicho Maurehed a sus cien elegidos el último día que se mostró ante todos ellos en la plenitud de sus fuerzas. Y después de la Primera Conflagración, en que los dieciocho Electos de los Señores Blancos hirieron y humillaron a los cien Electos Negros obedeciendo a la consigna de sus Señores —«¡Venced, guiad, cread, alzad!»—, los doce hijos del Abismo sobrevivientes se lanzaron por los caminos de la Tierra para destruir por venganza, aniquilar con odio y dañar por placer.

En los caminos del mundo, Sarpa reunió un ejército con hombres de muchos pueblos cuyos nombres no recordaría. Montañeses de piel clara y de piel obscura, hombres brutales de los blancos bosques norteños, jinetes de la pradera de rojas cimitarras bajo un omnipresente sol y que por toda cabellera tienen una cola densa y negra brotando furiosa del centro de un cráneo afeitado, beduinos adoradores del escorpión…, todos ellos unidos por su afán de botín y violencia, su odio informe, general, arrasador; todos ellos corrompidos por los Electos de Maurehed en sus viajes por el mundo durante los cien años del obscurecimiento de su Señor; todos ellos convertidos en herramientas de la muerte, cosecheros de ruinas, pastores de espectros, jardineros de la Desolación. Dejando una estela de llanto, peste y fuego, Sarpa alcanzó las fronteras de Astraya, una tierra costera en la que prosperaban grandes Casas del Mar, antiguas aliadas de los seis Señores Blancos. Había oído hablar del Oasis de las Nieves en los montes del Swar, nido de antiguos y potentes tesoros; había oído hablar de Ordum, las Tierras del Esperado, vastas y tendidas a los pies de aquellos montes soberbios; había oído hablar de la Eteria Sagrada, cuyas torres se entrañaban profundamente en el Cielo y cuyos moradores eran colonos de la Eternidad. Más de mil leguas de erial separaban a Sarpa de aquellas bellezas enemigas que ofendían su concepción del mundo; sobre ellas quería extender un manto de obscuridad, golpearlas ansiaba con puño de hierro para tornar luego su rostro a las Alturas y desafiar a aquel ocioso e incapaz Supremo: «Mira, hasta aquí he hecho llegar las sombras del Abismo; extiende ahora tu corto brazo y trata de rozar tus posesiones de otrora con la punta de tus ingrávidos dedos». Sarpa pensó, pues, en hacer de Astraya una base para sus ejércitos y desató la guerra contra la Casa de Vali, a la que todas las Casas nobles del país seguían en la paz y en la batalla.

Pero Sarpa hizo aun un descubrimiento inesperado.

Ante los ojos interiores de Mayúr desfilaban, increíbles pero innegables, los acontecimientos. Recordar era escudriñar en el palimpsesto del ayer las claves de un hoy incompleto y misterioso. A su voluntad de saber, de comprender, el Tiempo respondía haciéndose forma. A veces, una docena de años se comprimía en una sola imagen, simbólica y evocadora; a veces un solo minuto se desplegaba en centenares de figuras y escenarios. Mayúr vio los ejércitos de Sarpa extenderse por las fronteras como un anillo de fuego, una música infernal los precedía, un lamento desgarrado celebraba sus huellas; fortaleza caía tras fortaleza y los capitanes enemigos se pudrían empalados bajo el sol; algunas Casas abrían a los mensajeros de Sarpa una minúscula rendija en sus corazones, prestaban sus oídos a susurros mentirosos y, casi sin percatarse, empezaban a incubar una venenosa traición. Como en un cuadro tenebroso, la tierra se cubría de cadáveres que nadie enterraba, pues el hijo yacía junto al padre y las mujeres, ahora esclavas, obedecían el capricho de amos extranjeros; exhausta, la tierra apagaba la sed de sus campos arrasados con ríos de sangre y lágrimas, y los ojos eran como heridas, abiertos sólo para llorar. Astraya estaba en el puño de Sarpa y Sarpa lo apretaba más y más, gozando inefablemente de la lenta y brutal agonía, de la impotencia miserable de Dios que, sentado en sus incólumes Alturas, veía el sufrimiento inalterable de la Tierra… o acaso, cobarde, apartaba su rostro viejo y tapaba sus oídos a los gritos de su torturada creación.

Pero Sarpa hizo aun un descubrimiento inesperado.

En la frontera septentrional de Astraya, alzándose sobre el verde esmeralda del bosque de Côs y contemplando al Norte el curso azul del Farfár o al Este el del Melas, veloz desde sus fuentes en los montes Thilílian hasta su encuentro con el ancho río limitáneo, era visible el Urmïlah, la Montaña de Oro. Y la Montaña de Oro era el alma de Astraya. Transformar la vida en llanto, de las criaturas de la Tierra hacer espectros y esclavos, de la Luz, sombra y Noche y nesciencia, tal era el fin declarado de la alquimia de Sarpa. Y Sarpa ascendió al Urmïlah como un negro asceta, a convertir en puerta del Infierno lo que era un puente entre la Tierra y los Cielos.

Sabía que vencido el espíritu del Urmïlah, Astraya entera se arrojaría débil e implorante a sus pies; intuía que en la cima ennegrecida por sus fieras austeridades hallaría las respuestas al enigma abierto, como una llaga profunda en su carne, por la Cabeza Negra. Mayúr veía el ascenso de Sarpa a la cima y, como en la imagen simbólica de un sueño, el dorado del monte se diluía en el ocaso de sus huellas y la Noche las seguía sumergiendo el Urmïla en Tiniebla. Pero la misma tiniebla velaba también las austeridades del Electo Negro en la cumbre de la montaña, sus ritos y ceremonias, las honduras de obscuridad que conquistaba, las fuerzas que invocaba y encarnaba, las puertas que al Orco le abría en el aire de la Tierra, los túneles y galerías y las rutas que horadaba hasta el Abismo desde allí, desde la Montaña Negra, en cuya roca castigada había labrado un trono tremendo y de la que se había declarado absoluto monarca. Una y otra vez trató de forzar Mayúr aquellos portales del Olvido, pero la niebla era impenetrable. A la imagen del ascenso de Sarpa sucedía la del Rey Negro encumbrado, sentado en su sitial de roca gris, coronado de hierro y diamantes carbonados, contemplando con mirada vasta y sombría la tierra doliente y muriente a sus pies.

Mas del Gran Norte también descendió por aquel entonces un pastor de pueblos. Una estela de verde y de dicha dejaba tras él, y hombres innumerables lo seguían. Era un aliado de la Vida, un amigo del Saber, un servidor del Ideal que los Grandes Señores, los Reyes Antiguos, habían implantado en el corazón humano con paciencia milenaria de jardineros. Hiperbóreos llamaban las naciones extranjeras al pueblo que le obedecía, aunque muchos clanes y tribus que nunca habitaron el Gran Norte se le habían unido en su anábasis hacia el Sur. Y el que marchaba a la cabeza se llamaba Ban, el Don, y se llamaba Ilânu, el Hombre-Dios, pero Sarpa lo había conocido como Pàrthu cuando Sarpa aún no era Sarpa ni Mayúr, y los hombres eran una estirpe joven e insabia, salvaje, que contemplaba el Norte lejano con temor, como una morada inconquistable y obscura, protegida por un anillo de encantamientos. Y Ban alcanzó los vados del Farfár como un aliado de la moribunda Astraya.

Buceando en la memoria de Sarpa, Mayúr vio con ojos propios y ajenos la batalla a las puertas de Tor Valimar, las Estancias del Señor de Vali. Las negras legiones avanzaban incontenibles, numerosas como columnas feroces de hormigas, empujando a las gentes de Vali hacia el mar. Fuego y humo las precedían y máquinas de guerra cubrían su marcha con aplastante artillería: el negro cielo llovía negras piedras y piedras encendidas. La batalla era de Sarpa.

Entonces una sola imagen substituyó el minucioso devenir de la historia, y Mayúr vio una cimitarra negra caer sobre un suelo de mármol y quebrarse en mil fragmentos de cristal obscuro; luego, cada fragmento se iluminó con el poder de una espada resplandeciente, arrasadora. Sarpa estuvo ante Ban, mientras su ejército huía derrotado. Y Mayúr oyó reverberar en los oídos de Sarpa el eco de aquellas palabras inmortales, pronunciadas en aquella hora por el Don:

«¿Ha vencido entonces Sarpa, la Serpiente, a Mayúr, el Pavo Real, sin esperanza para la Luz que habita en ti?».

Sarpa crispó el puño en un gesto de odio, como si estrangulase el aire de la noche, y partió al galope dejando un desafío en el viento, sabiendo que Ban lo seguiría hasta el centro de aquel reino suyo que aun asentándose sobre cimientos de este mundo lo era del Infierno. Allí libraría Sarpa la lid verdadera, sentado en su trono gris bajo un palio de noche negra y en el apogeo de su siniestro poder. Cruzó Sarpa la tierra de Astraya derrotado, pero cuando pisó la negra piel de su montaña de nuevo se sintió coloso, un rey invulnerable del Abismo. Mas tan impenetrable volvía a ser la niebla que allí lo ocultaba, que Mayúr no pudo ascender con Sarpa a la cumbre torturada del Urmïlah. Estos recuerdos, como los fragmentos de un incompleto rompecabezas, se unían a los despertados por el libro enviado al rey de Dyesäar. Pero ¿cuál era la pieza que faltaba? ¿Qué escondía la niebla de la Montaña Negra, milenaria, expandida por los pliegues de la memoria de Mayúr y trazando en ellos un país de cenagosa incertidumbre, amurallado por el vértigo y el olvido? ¿Acaso un desconocido reconciliaba o superaba y trascendía a Sarpa y a Mayúr? ¿Un Señor de la Obscuridad, la fiera aún por derrotar de la que hablara Yummüel antes de partir, o un inesperado ángel de Luz?

Mayúr abrió los ojos a la luz de la caverna y se alzó. Intuía que la respuesta estaba en el camino frente a él y que aquel cementerio azul le había dado ya todo lo que podía dar de sí. No era azar que aquella gruta hubiese sido el templo de su recordar, pues ¿no es la memoria también una necrópolis donde los muertos que el Tiempo acumula esperan la hora de su resurrección?

Se contempló en las aguas del estanque como en un espejo. Por un instante vio a Inca aún o creyó verlo en su reflejo. Recordó las incertidumbres del escudero y triviales le parecieron entonces desde las cimas y las simas de las incógnitas de Mayúr. Después, las aguas le ofrecieron un rostro nuevo que él no reconoció, un rostro joven y antiguo, dulce y duro, suave y poderoso, sabio y festivo… el rostro común a esa estirpe a la que pertenecían Mándos y Pradib y Arabínder, y Alayr y Ban, Rey de Reyes. Un rostro nuevo, pero un rostro eterno; exclusivo e individual, y a la vez gloriosamente compartido.

Luego, Mayúr emergió de la caverna al día de la Tierra. Koria despertaba y la luz era gris. Tan indescifrable como las sendas recorridas e insinuadas del Tiempo y la Memoria le pareció entonces el camino frente a él.