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XXIV

—Nos encontraron los tholos a las pocas horas de perderos, príncipe —les relataba Ébion a Brahmo, a Bárak y a Kadír una vez cesada la batalla—. Fue una bendición y una tortura hallarlos.

Algunos de nuestros cazadores hablaban su lengua y pudimos entendernos con ellos, y de lo primero que nos enteramos fue que en el exterior no quedaba un solo superviviente. Nos dijeron que abandonar la gruta era una locura porque todos los alrededores estaban infestados de aquellas fieras, pero que podía llegarse a través de túneles subterráneos hasta las faldas de los Picos Gemelos. Ellos habían reunido una tropa numerosa, unos seiscientos hombres se nos unieron en diversos túneles, y marchaban a la guerra de acuerdo con la palabra dada al hombre-dios —Ébion miró a Kadír al decir estas palabras, aún receloso del misterioso alférez real—. Los tholos no dudaban de hallaros aquí, Melk. Nosotros no lo esperábamos, ésta es la verdad, pero, por una parte, el deseo de venganza era grande y, por la otra, no había más salida del bosque que la huida hacia adelante.

Brahmo, Bárak, Kadír y parte de los compañeros se hallaban a orillas del Kuwsh, cerca de un campamento humeante. Bárak, liberado al principio de la batalla por las tropas ebénidas, había luchado como un héroe conduciendo a sus cazadores hasta el extremo del lago y arrasando las posiciones de los kuwsh. Ahora estaba junto al príncipe y Brahmo se apoyaba en el hombro de su cazador porque su pierna derecha, dolorosamente herida, le sostenía con dificultad.

Escuchaba las explicaciones del veterano Ébion, pero su mirada volaba una y otra vez a la terraza del Ish donde estaba Mayúr. Lo veía arrodillado, sentado sobre sus talones, el dorso de la mano derecha apoyado en sus muslos, la mano izquierda sobre la diestra como conteniendo algo valioso entre las dos, los ojos cerrados, ausente el espíritu. ¿Era así como combatían los dioses, labrando en el silencio y la inmovilidad la fuerza y el resultado que luego manifestará un acto meramente simbólico? Mayúr… Inca había desaparecido en aquella nueva personalidad, en aquel cuerpo más alto, más ancho, de rostro afilado, inteligente, luminoso, intemporal. Brahmo intentó sentirlo como padre, pero le era imposible. ¿Qué era un padre, al fin y al cabo? Una imposición biológica de la primitiva naturaleza animal que aún sufre el hombre, un modo de relación del hombre con sus mayores socialmente convenido. Ficciones y patrañas sin ninguna verdad interior, sin ningún arraigo en el alma, en el principio inmortal del hombre; pero ficciones y patrañas quizás necesarias para crear el campo de experiencia donde el hombre, en las eras de su inmadurez espiritual, aprenda generosidad, y el niño se instruya en el sometimiento, el cariño espontáneo y la disciplina, y acaso también en la lucha sin tregua contra aquello que le impide ser él mismo.

Se seguía hablando junto a él. Los compañeros narraban sus hazañas, Bárak sus impresiones, sus extrañas experiencias durante su cautiverio y, más tarde, atado a la estaca y esperando el fin. Kadír los escuchaba y sus escasas intervenciones hacían renacer al oficial Melk, alférez de la guardia real, enaltecido a los ojos de todos los soldados ebénidas. Alrededor, los hombres del bosque aliados realizaban sus ritos de expiación tras la batalla. Pero Brahmo estaba lejos y le era imposible prestar atención a ningún acontecimiento del mundo externo más que a la quietud contemplativa de Mayúr. Soltó el hombro de Bárak y cojeó hacia la terraza del Ish sobre el Kuwsh. Los compañeros le miraron partir, pero no dijeron nada.

Brahmo se detuvo por fin ante Mayúr. Frente a él estaba aún el Naga descabezado, pero el rostro del hombre arrodillado reflejaba tal intensidad de paz y de luz que transformaba el posible horror de la escena: los pedazos del monstruo, su esparcida sangre negra, con toda su potencia macabra, quedaban integrados en una dimensión mayor de armonía. La destrucción del titán sugería la acción de una fuerza divina, su ruina simbolizaba una nueva creación, los signos y elementos de la devastación mostraban el paso violento del viento del Espíritu cuando sopla arrasando un territorio y abriendo en él nuevos caminos a la evolución. El cuadro, de composición perfecta e inteligente, altamente inspirado, podría titularse La Hora de Dios.

Mayúr continuaba quieto y silencioso, y emanaba de él una extraña fuerza, como incitando a Brahmo a una nueva dimensión del saber. Y el príncipe comprendió de pronto: Mayúr era la respuesta viva a la pregunta que se había hecho horas antes y que Kadír había contestado con palabras. Mayúr era el hombre ascendido a las Alturas para vencer a la bestia de las profundidades. Tal era la victoria de la que podía alegrarse el mundo todo, pues era una victoria para toda la humanidad, y le ofrecía inesperados caminos.

Mayúr abrió los ojos y se encontró con los de Brahmo. Brahmo comprendió que Inca estaba también en ellos, su viejo escudero, unido a algo tan grandioso que incitaba a arrojarse a los pies del hombre arrodillado. Incapaz de seguir contemplándolo desde la altura, el príncipe se hinojó a su lado. Mayúr le sonrió con su rostro luminoso. Separó las manos y Brahmo descubrió un pedazo de oro de la forma de una piedra no muy grande. Mayúr se la ofreció en silencio y muchas, muchas cosas inefables se dijeron unos ojos a otros.

Aquella noche, enterrados o quemados los cadáveres, limpias ya las cavernas del Ish y el Ishá, sellado un pacto entre los ebénidas y los hombres del bosque que les habían ayudado en la batalla, hubo celebraciones de victoria y alianza en las orillas del Kuwsh y las horas hasta el amanecer fueron una fiesta de cítaras y flautas y altas hogueras. Bárak fue nombrado compañero y Brahmo fue aclamado rey por sus tropas y aliados. La estrategia de lo que debía hacerse en la capital empezó a hilarse con los consejos de Kadír y de Mayúr. Pero Kadír partió antes de la aurora hacia un lugar desconocido y Mayúr, que había tocado la orla del manto del Señor de la Vida y ahora anhelaba fundirse definitivamente con él, montó el frey a mitad de la noche y como ventisca galopó a través del bosque nocturno hacia la única que podía ayudarle a conquistar aquella cima espiritual: Dama Alayr, que en la cumbre soberbia del Mahat es Suprema Señora.