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XVII

Hur Abnè-Dúath, Cima del Conocimiento Superior. No fue uno de los primeros recuerdos en emerger a la memoria recobrada de Mayúr, sino el poso que quedó en ella cuando los cientos de años de su vida anterior hubieron pasado como un torrente de imágenes, impresiones, escenas, diciéndole al hombre que las contemplaba recuperándose: «Éste fuiste, éste has sido».

Hur Abnè-Dúath. En el silencio de sus labios, su lengua paladeó la palabra dos, tres veces, hasta que por fin su boca la exhaló, tan suavemente como si soplase la llama sutil de una vela. Mayúr se poseía ahora tan enteramente como un adulto posee su infancia y su juventud.

Mayúr era la infancia de Mayúr, Sarpa era la juventud terrible de Mayúr; Inca, su picardía y su ternura y, sobre todo, su humor y su amor, era la culminación de un ciclo, en cierto modo la plenitud de su madurez, su despreocupada iluminación. Ahora empezaba un ciclo nuevo; Mayúr, héroe, titán y pícaro iluminado, volvía a ser un niño. Y el primer acto voluntario de esta milenaria criatura era abrir los portales del Olvido y retomar su herencia.

Hur Abnè-Dúath. Porque en esta cima frente a Mâurwanna, en los días de la batalla que dio fin a Sarkón y al nuevo imperio, y expulsó de Ordum a sus aliados, Mayúr, Mayúr como un fénix renacido de las ascuas de Sarpa, conoció los extremos de la humillación y el amor y el dolor. Y conoció también ese inicio de la muerte en que la Cierta llega, y se lleva irresistiblemente el alma, y deja al cuerpo en el Tiempo todavía un instante, y lo envía caminando y con una apariencia de vida a su última circunstancia. Conoció ese instante él, que de los Reyes Antiguos había recibido el don o la cadena de la inmortalidad, y que había alegrado y torturado los senderos de la Tierra con huellas de bendición y de espanto durante más de dos milenios. Las tropas rebeldes lo recibieron como a un magnífico aliado entonces. Dama Alayr había vencido y sometido a Sarpa, allá, junto a las cataratas de Ishkáin, donde quedó perdido el collar de perlas negras que ahora Mayúr contemplaba en el hueco de sus manos mientras recordaba. La Dama del Arco lo saludó como a un compañero de armas viendo en él no al rey siniestro que había combatido sus tropas, sino el principio luminoso del que aquel rey había huido, ciego, por el camino del crimen y el error. Si como Sarpa había batallado contra las Órdenes y los Raja-Rishis con odio feral, con ilimitada pasión, como Mayúr luchó ahora sincera, impetuosamente contra sus antiguos aliados, incluso contra las huestes infernales que él mismo había entrenado y que le habían servido como perros a su amo indiscutible. También los Caballeros de los Anillos, los Reyes-Rishi, los héroes del Viejo Imperio, del Ideal eterno, lo recibieron como a un hermano, un antiguo camarada. De Yummüel se había burlado, lo había herido de muerte cuando aún era Sarpa y acababa de aniquilar las tropas de Ía en la batalla de los Campos de Dyesäar, cortando por placer las cabezas de los vencidos. También a Dión, el príncipe de Eteria, le había arrancado un tributo de dolor y de sangre, que sólo el poder gnóstico de Dama Alayr pudo sanar. Pero Sarpa estaba sometido, olvidado, y Yummüel y Dión lucharon con él, junto a él y por él, y él luchó por todos los que había odiado.

Hur Abnè-Dúath. Recordó la noche, después de la primera batalla de los Campos de Amhor, que sentenció definitivamente al nuevo imperio, en que se sentó junto a todos los héroes que amaría y aplaudiría y recordaría el mundo. A su lado estaba Yâra, a la que él había secuestrado y torturado como Sarpa. Y Yâra le sonreía con la franqueza y la lealtad del camarada. Frente a él estaban los ocho Raja-Rishis y Kundalón el Grande, que como él mismo habían llegado al Gran Norte con las tribus de Pàrthu casi dos mil quinientos años atrás y habían servido a los Reyes Antiguos. ¡Casi tres milenios al servicio de un mismo Ideal…! Aquellos nueve hombres eran los pilares de la Tierra, tan iguales y tan inconcebiblemente distintos de como Mayúr los había conocido cuando todos ellos, y diez más, no eran sino los consejeros de un jefe de clan de la Pradera… ¡Aquel Pàrthu indeleble que siguió a la Estrella Azul!

Oh, los recuerdos de Mayúr eran frescos entonces, sentado a aquella mesa de vencedores.

Y grande su humillación.

Aquellos hombres habían recorrido las sendas pavimentadas de la Luz, rectas hasta el infinito, fieles al primer ímpetu de sus corazones, fieles a la palabra dada en los días antiguos que precedieron al don de la inmortalidad. Él, Mayúr, Sarpa, había marchado por sendas tortuosas, parajes sombríos, había ascendido y descendido espirales de horror; los monstruos que pueblan las simas del hombre y del mundo le eran conocidos y, en ocasiones, los sentaba como cofrades a su mesa de despojos o los añadía a sus legiones como libres secuaces u hoscos esclavos. Mayúr conoció el día y conoció la noche. Ésta era su miseria, éste su tesoro. Y la sucesión perenne del día del alma, la noche de la maldición, urdía la trama de sus metamorfosis innumerables, las incontables vidas y muertes que sumaban el lapso de su prolongada inmortalidad. Mayúr y Sarpa eran dos extremos, luz indivisa y atramento; pero entre ellos había una gama casi infinita de negros, blancos y grises. Y nadie había sabido nunca de las dudas y tentaciones y luchas internas de Mayúr, como nadie había conocido ni llegado siquiera a suponer las dudas y luchas de Sarpa, su nostalgia ferviente de algo indefinido y lejano que llamaba «Bien», y cuyo nombre a la vez amaba y odiaba. Ésta era su miseria; ésta su riqueza inigualable. Qué corta la inmortalidad. Qué veloces habían pasado aquellos veinticinco siglos. Cuando él dejó el mundo como quien duerme un instante para nacer otra vez, aún había estúpidos en la Tierra que no podían representársela sino como la eterna repetición de lo mismo. ¡Pobres! ¡La irrefrenada sucesión del Tiempo imaginada a la medida de sus limitadas consciencias, siervas de la torpe y ciega rutina cotidiana!

¡Qué bendición morir cuando no hay más que eso, cuando el bicho llamado hombre no es más que eso…! ¡Pero qué bendición mayor es vivir cuando la vida no es sino la expresión de una consciencia ilimitada, de la que el Tiempo es siervo, su subjetiva extensión! Y del Centro de esa consciencia ilimitada los Rishis habían sido brillantes emanaciones, unidas a Aquél por un inmaculable rayo de Luz. Mayúr, en cambio, unido siempre poderosa, estrictamente a Él, al Centro, había experimentado las posibilidades extremas del vínculo: la dulzura de la armonía y la dulzura punzante de esa enemistad que, aunque el luchador no lo sepa todavía, está destinada a fundirse en una armonía aun mayor. Por todo esto sentía Mayúr profunda humillación en aquella cima, aquella noche de victoria y de grises augurios; por todo esto sentía Mayúr entonces un orgullo inconfesable.

Dama Alayr se retiró a su tienda entonces, apenas acabada la cena y comenzadas las deliberaciones de los jefes para el nuevo día de batalla, en que los muros de la capital inexpugnable deberían ser comprados con mares de sangre. A las pocas horas, alguien anunció su muerte. Alguien había entrado en la tienda de la Dama Adamante y hallado su cuerpo frío, su corazón quieto, su rostro petrificado en una mueca de dolor inefable. Una lágrima inmóvil ardía en la senda helada de su mejilla. Ella, la Virgen Libertadora, la Dama de las dos Espadas, la Dama del Creciente Lunar, muerta. Desvivida. Yâra antes que nadie supo que se había ido para volver, que si había dejado a la Sombra entrar en su cuerpo era para hacer de la Noche un incendio, y se alzó ante el umbral de la tienda, las piernas separadas y la mano en la empuñadura de su acero. Libna la Blanca, Dama del Arco y generalísima de todos los ejércitos, sonrió con un amor infinito. Tampoco ella se había dejado confundir por los disfraces de la Muerte. Miró el cuerpo yacente con la luz de sus ojos secretos y vio sobre él no la Mano Negra sino la suave ondulación de un hondo, hondo sueño. Pero Mayúr amó a Yâra por aquel gesto. El acto de la impulsiva princesa del desierto, tan humanamente humana al lado de todos aquellos sabios, héroes, iluminados, inmortales reyes, le dio de pronto, a los ojos de Mayúr, una dimensión infinita. Infinita en ingenuidad y, por ello, en pureza. Lágrimas brotaron entonces a los ojos de Mayúr porque supo sin lugar a dudas que, si Sarpa hubiese poseído algo, aunque fuese un mínimo, de aquel ánimo de Yâra, jamás habría dejado de ser Mayúr y el mundo no se habría colmado del grito que él arrancó a las criaturas. Sarpa habría sido, en el peor de los casos, la pesadilla de Mayúr en una noche casi olvidada de mala digestión.

Yâra… Cómo la amaba de pronto. La amaba como a aquellos doce siglos de Luz que le faltaban. Porque la noche de su inmortalidad le enriquecía, sí, pero también le dolía, le abrasaban aquellos mil doscientos veintiocho años de exilio y desesperación. Yâra… Y Mayúr pidió que se le permitiese a él también ser guardián del sueño de la Dama, junto a Yâra. Y la Dama del Arco y Kundalón pusieron a Yug en sus manos, la espada de Ban, la Señora de las Señoras, como defensa contra los enemigos mortales e inmortales de Alayr. Hasta tal punto confiaban en él y lo respetaban. La espada del hombre-dios, del Avatar, del Sacrifico Peregrino, el arma del mundo, el acero único… en manos del mísero Mayúr, poco más que un hijo pródigo. Partieron los jefes, partió el ejército contra los muros de Mâurwanna, mientras Yâra y Mayúr permanecían allí solos, en el Hur Abnè-Dúath, la Cima del Conocimiento Superior. Y la Muerte y la Vida lidiaban por un cuerpo en el seno de una tienda pequeña, infinita.

Por un momento, Mayúr apartó la mirada del libro prodigioso de su memoria. Estrujó el collar de perlas negras con su mano derecha y lo arrojó con fuerza contra la embocadura de una de las galerías de la caverna. La joya desapareció en la obscuridad de la gruta con un sonido agorero y Mayúr deseó que el vientre de la Tierra lo hubiese devorado para toda la eternidad. No quería profanar sus recuerdos con el contacto de aquella inútil herencia de Sarpa y, si debía alhajarlos de algún modo, lo haría con la dicha silenciosa de su corazón, con su sonrisa o su nostalgia. Yâra… Sus ojos negros y brillantes como astros le arrancaron aquellas palabras la primera noche solos en la cima:

—Yâra, ¿me guardas rencor?

Porque Yâra se había mostrado humana, él descendió al lenguaje infantil de los humanos.

Yâra negó con la cabeza, comprendiendo detrás de las palabras.

—Yâra —insistió—, te he raptado, odiado, torturado…

—Sarpa murió, Mayúr —respondió ella con una voz que era la brisa nocturna en el oasis, corriente de dulzura.

Mayúr bajó los ojos, los perdió en las ascuas que quedaban de la hoguera. Yâra contempló el Oriente, hundido en la noche. Olía a dátil y su piel resplandecía.

—Mi pueblo hizo del rencor un arma. Por eso es respetado allí, en las profundidades del desierto. Junto a la Dama yo he aprendido a hacer un arma de la ausencia del rencor.

—Y esa arma, Yâra, ¿contra quién la blandirás?

—Esa arma, Mayúr, cura al mundo entero.

—Puede que también le ofenda, Yâra.

—Porque el mundo, Mayúr, está aún lleno de ignorancia. Y la ignorancia es susceptible.

Pero también de esto sanará… de la ignorancia.

Mayúr pensó que Yâra era como las dunas, una y múltiple, materia maleable en las manos de las horas ofreciendo siempre la forma más hermosa, pero siempre la forma de una cima. ¿Dónde estaba la ingenuidad, la niña que se plantó en el umbral de la tienda de su compañera en el impulso de su pureza espontánea? Yâra era sabia ahora. Y Mayúr, tan capaz de amarla como el día anterior.

—¿Recuerdas Ishkáin, Yâra?

—Son recuerdos de Sarpa y de su víctima, Mayúr. ¿Por qué insistes en ellos?

—Sarpa te violó con odio. Era su forma de humillar, pisotear, preparar a las criaturas para la muerte, que también es una violenta posesión.

Yâra lo contempló con ojos como auroras. A través de su túnica de carne vio su alma desnuda y vio las sendas del Tiempo con las que en aquel instante jugaba el Destino. Dijo:

—Mayúr puede lavar el odio de Sarpa con amor.

Y después del dulce abrazo íntimo añadió:

—Tu hijo será rey, un día.

«¡Mi hijo! ¡Yâra! —pensó Mayúr solo en la caverna, rodeado del reposo de los muertos en los milenarios sarcófagos de piedra gris—. ¿Dónde estáis en este mundo extraño al que he vuelto? ¿Por qué no estáis aquí ahora que he vuelto? He vuelto… ¿De dónde he retornado? ¿Qué ha sido este sueño, esta ausencia? ¿Qué he soñado? ¿Quién ha sido Mayúr mientras dormía el sueño de los ausentes y por qué nombre lo han conocido los dioses, daimones, diablos y legiones incorpóreas de los mundos ocultos?».

Se llevó la mano al pecho. Aún estaba vivo el dolor de la herida que Turmo, la espada de Kewâlah abrió en su carne… la última de las Señoras Negras. ¡Turmo! Mayúr sonrió levemente.

Turmo era Saturno en mâurya, la Hoz. Saturno lo había matado y Saturno lo había recuperado de las garras de Sarpa resucitado, pues ¿no había dicho Yummüel antes de partir que contra Sarpa había luchado con el Yoga del séptimo poder del Anillo del Guerrero, el poder de Saturno?

Saturno, hoz de luz para la siega y hoz negra para la muerte, oro y hez, rey y pordiosero. De los alquimistas eterios heredó este secreto el Rey Ban y como un joyel equívoco lo engastó en sus Anillos de Sabiduría.

Pero el dolor estaba vivo. Vivo como recuerdo, pero perceptible aún en la raíz de la sensibilidad. Otras sensaciones físicas trataban de sepultarlo, amortiguarlo, desvanecerlo, pero estaba allí, vivo en el fondo de su tumba celular… ¿Cuándo desaparecería?, ¿qué precio habría que pagar nuevamente por él? Turmo abrió su carne, abrió una puerta violenta para su alma, y todo el poder divino de Dama Alayr no pudo salvarlo. Recordó su lucha con la muerte durante un tiempo incalculable en la misma cima en que había velado el cuerpo de la Dama, que lidiara triunfante contra el mismo enemigo poderoso. Ahora él lidiaba; pero retrocedía la Vida y la Muerte avanzaba. Yug yacía a su lado, puente entre la Tierra y los Cielos, canal de Luz sanadora.

Turmo yacía a su otro lado, quebrada, roto su embrujo. Al cabo de un tiempo de esfuerzo inhumano y de ver morir una a una sus esperanzas heridas, un tiempo que le pareció infinitamente más largo que la suma de todos los minutos de su inmortalidad, Mayúr supo que había llegado su última hora, que cruzaría el ancho río dejando a Yâra, invisible, inalcanzable, en la otra orilla, y que no llegaría a pagar su deuda con el mundo.

Aceptó lo inevitable.

Hay seres que antes de apagarse para siempre tienen un instante de extrema lucidez. Él pidió a la Muerte una hora de fuerza antes de entregarse a ella totalmente. Y la Muerte, clemente al fin y al cabo, se la concedió. Vestido como Sarpa, a lomos de un caballo negro, entró en Mâurwanna, en cuyas calles se luchaba ya, y rindió él solo la impenetrable fortaleza. La rindió con una sola palabra, y su ejército tremendo, todas las legiones del rey de la Montaña Negra que defendían los muros del último refugio de Sarkón, las entregó con un gesto de su mano a las espadas del Viejo Imperio. Después, cayó del caballo y murió. Contemplando a Alayr, su salvadora; contemplando a Yâra, su Yâra amada.

Yâra… ¿Dónde estaba ahora su felicidad perdida? ¿Le esperaba aún en la orilla viva del río o lo había cruzado ella también hacia el vacío y la noche mientras Mayúr regresaba? ¿Y su hijo, de qué reino era soberano?

Estaba en Koria, recordó. Pero más inextricable aun que el bosque le pareció la selva del Tiempo.