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XII

—Mi señor, os pido que recapacitéis. La Puerta de los Sabios no es una buena elección.

—Es la forma más rápida de llegar a territorio kuria, Melk —respondió el príncipe Brahmo—. Y además de las razones prácticas tengo otras de orden simbólico.

—Pero, alteza —insistió el nuevo alférez de la guardia real—, aunque es una vieja historia y vos no habíais nacido aún, sabéis sin duda lo que le ocurrió al grupo de trabajo que vuestro padre envió allí para su reconstrucción.

—Nosotros no vamos a reconstruir la Puerta, Melk, sino a cruzarla.

—Enloquecieron, mi señor; enloquecieron todos, constructores y arquitectos… Un centenar de hombres. Y no tardaron en morir.

—Los médicos hablaron de una peste desconocida —repuso el príncipe recapacitando.

—Y tan desconocida, señor, como que no se ha vuelto a dar otro caso desde entonces.

—Eso fue hace veinticinco años, Melk —protestó el príncipe.

Melk se dio cuenta de pronto de que, sin pretenderlo, había ido subiendo el tono de su voz. Se sintió mal consigo mismo; no se hablaba así a un príncipe que por derecho ya era rey, aunque hubiese preferido partir a la aventura en defensa de su reino antes que dejarse ungir y coronar y festejar.

—Disculpad, alteza —dijo el alférez de la guardia real—. Habéis sido demasiado condescendiente con este soldado. Ordenad y seréis obedecido.

Brahmo apreció el gesto de su oficial. A los doce hombres que lo detuvieron en la puerta de la ciudadela, la noche de su llegada a Eben, los había convertido en el círculo más íntimo de su guardia personal y a Melk, un humilde cabo de la muralla, en jefe de todos sus guardias reales, que era casi tanto como decir comandante en jefe de las fuerzas capitalinas. Sentía ahora que su elección no había sido equivocada, a pesar del descontento de algunos nobles de la corte. Melk era un hombre leal y su oportuna humildad revelaba que, además, había en él sabiduría. Era hora de un cambio profundo en Eben y el ataque de las fieras a la capital del reino, con toda la tragedia, el horror y las pérdidas que suponía, lo preparaba y lo propiciaba. Y al pensar en el giro histórico que le daría a su reino, Brahmo no podía dejar de volver su mirada hacia el Sur y considerar que era la hora de la nobleza de alma y que los nobles de nombre y de título, surgidos como la mala hierba en tiempos de Sarkón y consentidos por su padre, debían abandonar la corte, los puestos importantes del reino, y dedicarse a lo único que sabían hacer: guapear en sus estúpidas fiestas. Ya llegaría el tiempo en que en el reino popular de Brahmo esos nobles perdieran hasta sus últimos recursos; el rey les conseguiría entonces trabajo y, como la vida que habrían llevado hasta entonces les habría hecho aprender mucho de esta materia, los pondría a cuidar cerdos.

Brahmo se sorprendió de sus propios pensamientos. Se estaba descubriendo a sí mismo: ¿hasta tal punto despreciaba entonces la obra de su padre, de aquel padre que amaba con todo su corazón? Y si era así, ¿era semejante desprecio anterior a su viaje a Dyesäar o una de las muchas consecuencias manifiestas y no manifiestas aún de aquella verdadera anábasis? Pero Melk todavía estaba frente a él, esperando en silencio sus órdenes y probablemente confuso ante la mirada abstraída de su señor.

—Agradezco tus advertencias, Melk. No voy a cambiar de opinión. No, al menos, por el momento. Pero actuaré con la mayor precaución posible. Y a ti te pido que no te calles ningún consejo que creas oportuno. De tu sinceridad y de la del resto de mis hombres de confianza depende ahora en gran parte que yo sea un buen jefe. Ahora dormiré un rato, Melk. Avísame cuando estemos acercándonos al lugar previsto de desembarco.

—Ya sois un buen jefe, alteza —respondió el oficial—. Reposad tranquilo, no perdáis cuidado. Os llamaré en cuanto avistemos la Puerta de los Sabios.

Melk salió del camarote real en la nave comandanta de la flotilla que navegaba el Deva hacia el Norte, hacia los vados de Eteria. La componían el bajel del rey, diez grandes barcazas con cien hombres armados en cada una de ellas, una barcaza menor con treinta caballeros de la guardia real y sus caballos, y algunas lanchas de apoyo y de exploración. Habían partido del puerto de Eben al amanecer y, con aquella ausencia de brisa, recurriendo sólo a los brazos de los hombres para remontar las aguas, los capitanes de las naves calculaban doce horas de viaje hasta el fondeadero más próximo a la Puerta de los Sabios, antigua entrada a Koria desde la Ciudad Sagrada, único monumento que sobrevivía en el Norte, aunque en ruinas, de los viejos constructores eterios.

El camarote estaba lleno de recuerdos para Brahmo. Era el último sitio en el que había vivido su padre y las cosas estaban allí todavía tal como Vântar las dejó la noche que salió del barco, armado precipitadamente en sus aposentos, para tomar posesión por la fuerza de su capital, poseída por el misterio. Pero no podía pensar en él, aún no. Había por delante una batalla que ganar; una batalla fácil pero que le daría el carisma, la fuerza y la autoridad suficientes ante su pueblo para realizar los cambios que le exigía su corazón. Fácil, pensaba el príncipe: el castigo a uno de los clanes salvajes de Koria que, no podía ni quería dudarlo, era el causante del siniestro ataque de las fieras a Eben. ¿No se jactaban los kurias de que sus hechiceros podían asumir forma de animales para penetrar en los mundos ocultos o luchar contra enemigos de carne y hueso? Uno de los clanes más feroces, era cierto, pero apenas tres centenares de guerreros semidesnudos, según las estimaciones de sus geógrafos, armados con azagayas y primitivos cuchillos de sílex.

Miró por la ventana que se abría a la margen oriental del Deva. La tarde era gris, cálida, húmeda. Las naves avanzaban potentes por el ancho río, los remos eran música en las aguas, si uno quería oírlos, pero también podían ser silencio. Las caracolas de unas u otras naves sonaban de cuando en cuando transmitiendo mensajes, las grímpolas flameaban con el intenso avance apuntando al Sur su blanco paño triangular con el baniano rojo. Tardarían aún dos horas en llegar. Brahmo se sentó en el lecho. Había allí, sobre la hermosa colcha granate, una espada y un libro pequeño. La espada que había elegido para esta hazaña guerrera no era la suya, tampoco la de su padre, rescatada de entre los restos inhumanos que quedaron del rey y su escolta de valientes. No se habría sentido bien con ninguna de las dos. Después de haber tenido a Ida en sus manos quería una espada de abolengo y había tomado de la armería familiar a Mrïyantar, la Compañera, la Leal, la antigua espada del príncipe Tâuron que recibió este nombre en lengua del Mar por ser la pareja de Ida cuando aquél halló a la Señora y se convirtió en el guerrero de las dos Espadas, como muchos siglos más tarde lo sería Dama Alayr. ¡Ida!, pensó, ¡qué falta le hacía ahora! E Inca… ¿dónde estaría?, ¿qué habría sido de él, si realmente era su misterioso salvador?

Mas de que lo fuera, Brahmo empezaba a dudar seriamente.

Hizo la espada a un lado, que quedó tendida junto a su costado izquierdo, y se recostó sobre el lecho con el libro en sus manos. Era uno de los muchos libros de narraciones que Dama Yâra, su tía, había compuesto durante su estancia en Dyesäar y estaba escrito en la lengua del Desierto, que Brahmo conocía perfectamente. Dama Yâra, desde que encontró a su compañera de armas siendo ambas cautivas y esclavas de Sarkón, no había pensado en otra cosa que en ella, en Dama Alayr, y éste era el tema de todos sus relatos. Había quien creía que toda la vida de Dama Alayr podía reconstruirse a partir de ellos. Había también quien pensaba que las narraciones eran demasiado fantasiosas para ser tomadas como elementos de una biografía real. Brahmo, que había empezado la lectura del libro durante su viaje a Dyesäar, creía por el contrario no sólo que los relatos eran ciertos, precisos, sino que se quedaban cortos o, dicho de otro modo, que callaban más de lo que llegaban a confesar. ¿No había sido ella llamada Virgen Guerrera por los Caballeros de los Anillos y Libertadora por la milicia de Dyesäar? ¿No la había llamado el príncipe Dión Dama Adamante porque a su lado todo caballero palidecía en la lid? ¿No había sido ella la verdadera creadora del reino del Sur, la inspiradora de todos sus reyes y la iniciadora de Mándos? ¿No habían caído por su mano Sarkón y la inexpugnable Mâurwanna y, con ellos, el nuevo imperio? ¿No había sido la tercera portadora de Ida, después del príncipe Tâuron y de Kûrbion el Rishi, para quien los Señores Antiguos la crearon?

La parte del libro que le interesaba ahora a Brahmo hablaba de la segunda estancia de Alayr en el Oasis de las Nieves, un nombre éste al que no acompañaba ninguna indicación topográfica ni ninguna referencia lo bastante explícita como para localizarlo en un mapa o saber si se trataba de un lugar real, simbólico o imaginario. Dama Alayr conversa con Aurossio, Maestre de los Alquimistas y éste le dice:

¿No has visto al guardián de la Puerta de los Sabios? Su secreto no es otro sino el de la paradoja que conoces: aceptar lo inevitable, lo ya establecido, con la sonrisa brillante del dios y la sumisión del alma divina, y enfrentarse a lo posible por venir con la voluntad inquebrantable y fiera del titán. Dioses, aceptamos la caída del Rey y la muerte del Viejo Imperio venerando a la Sabiduría, que la decretó y nos trasciende, la aceptamos con la adhesión de nuestras almas, con su gratitud y su regocijo secreto; Titanes, nos oponemos a la duración de los días obscuros y forzamos un futuro que no conocemos.

Sin embargo —repone Alayr—, ¿no es el titán otro disfraz de la Voluntad Suprema? ¿No es la misma Voluntad Suprema oponiéndose a los decretos de la Suprema Voluntad?

Lo es, pero el Titán no lo sabe. Aquí reside toda la diferencia. Y, mientras no sea Dios a la vez que Titán, está condenado a perpetuarse en la jaula de su potencia y su furor… inmensa, sí, pero prisión. El camino de la Transformación es como el filo de una navaja y ni el Dios ni el Titán pueden recorrerlo solos, pues cada uno gravita hacia un lado y pierde sin el otro ese equilibrio que es su misma razón de ser. Pero, mira, días llegarán en que la obscuridad será aceptada como voluntad de Dios por hombres que habrán visto el Rostro tras la máscara, y serán divinos, pero habrán asesinado en sí al Titán. Buscarán el cielo y despreciarán el cieno, y yo te digo que a pesar de su amor por las Alturas serán los mejores aliados del Enemigo, pues ¿qué más podría desear éste sino que despreciásemos sus dominios y huyésemos de ellos… aun por la ruta de las aves?

Brahmo remontó unas pocas páginas del libro y leyó unos comentarios en primera persona de la narradora, su tía:

Entramos por la puerta de los Sabios, una arcada de muchos codos de altura y construido con grandes bloques de piedra gris a cuyos lados velaba, enhiesto, formidable, augusto, el coloso bifronte —dios en el rostro que mira atrás, al pasado; titán por delante— que los beduinos llamaron el-Daltu, el Guardián de la Puerta del Alma, pero cuyos nombre eterio, virtudes y poderes jamás han llegado a conocer. Y he aquí que estas piedras son, en tierras del Norte, el único y último signo de la anciana cultura desaparecida, morada de potentes conjuros y de memorias profundas. Buscamos allí a Ilüel, que celebró con el corazón encontrarnos y festejó…

Cerró el libro; cerró los ojos. Al rey Vântar, su padre, lo habían llamado el Titán, pero…

«… Quizás tu fracaso haya sido justamente éste, padre, no añadir el dios a la voluntad del titán; creadora, sí, pero demasiado centrada en su propio impulso determinador para atender a las exigencias de la armonía universal de la Vida, del Cosmos, lo único en este mundo cambiante que puede hacer de una obra humana algo inmortal. ¿Es ésa la razón oculta del ataque de las fieras a tu reino: la rebelión de la Vida contra el exceso de simetría y estructura? No puedes responderme desde allá donde estés, pero ¿puedes, al menos, responderte a ti mismo?».

Y como si una fuerza extraña hubiese tomado de pronto posesión de sus pensamientos, Brahmo pronunció en voz alta aquellas palabras que Vântar, en sus últimos días, más temió oír de su hijo:

—Nos hemos equivocado, padre… Te has equivocado.

Y confundiéndose ahora con él, Brahmo, absorto en su pensar, repitió esta vez más fuerte:

—Me he equivocado… sí, equivocado.