


XVIII
Brahmo hubo de presionar el suelo con la planta de su pie, secretamente, sin ruido, para comprender que aún habitaba el mundo material, la realidad a la que había sido acostumbrado desde su nacimiento, y que este mundo todavía era sólido y poseía esa consistencia firme, compacta y concreta que lo distingue de los evanescentes sueños. Estaba oculto entre las ruinas de un barracón, junto a sus cazadores, los tres gigantes tholos y, en el suelo, atados y amordazados para que sus ruidos inconscientes no llegasen a delatar su presencia y su acecho, los cinco hombres drogados que se habían librado sin saberlo de ser el cebo en aquella cacería infigurable. Gritos desgarraban la noche, el bosque; gritos como Brahmo no había oído jamás. Y las fieras callaban, y la espesura guardaba un silencio de expectación.
Melk ocupaba ahora el escenario que llenaran los cinco hombres reducidos a la torpeza de sus cuerpos sonámbulos. Se había liberado de la gonela blanca con el baniano rojo y las insignias de alférez, de la cota de malla y el yelmo, del cinto con la espada. Pero al desvestir la parte superior de su cuerpo, Brahmo y los cazadores habían descubierto que el alférez Melk portaba sujeta a la espalda por dos correas un hacha bifaz, bella, poderosa y antigua. Brahmo incluso había creído ver, por un instante fugaz, siete puntos luminosos como siete soles secretos en el mango del arma, dispuestos verticalmente en la madera reforzada por el hierro. De esta arma inesperada, Melk no se había desprendido y, mientras aguardaba la llegada de las brujas, caminaba lentamente alrededor del hacha, depositada en tierra. Caminaba bajo la luna bañado en nácar, insistiendo en mostrarle a la noche su presencia con su no estar quieto, y de cuando en cuando gritaba como anticipándose a un inhumano dolor que presintiera.
De pronto un ruido continuado llegó desde el otro lado del riachuelo. La fronda se estremeció y unos cuernos altos, fértiles, emergieron entre los árboles coronando a un ciervo regio. El animal movió sus temerosos ojos grandes, sus orejas minuciosas y, precavido, sin acabar de confiarse totalmente, se acercó a beborrotear de las aguas. Melk se había detenido. La noche parecía detenida y la luz de la luna era un fuego blanco de fusión. El venado alzó la cabeza repentinamente; intuía algo pero, sediento como estaba, aún quería someter a sus sentidos su intuición. El temor le vencía y se movió nervioso, pronto a ensayar su carrera. Entonces una sombra cayó sobre él de improviso, y luego otra y otra, como grandes moscas. El ciervo bramó lastimeramente, pero su queja ahogaban berridos atroces, tremendos. Espasmos hacían bailar su cuerpo, aún de pie, pero desfallecido; sus ojos grandes miraban a lo alto, a la luna, como incrédulos ante el dolor del mundo, ese dolor grabado al fuego en la herencia de sus células por los depredadores de su raza, pero del que había creído poder huir por las sendas del gozo y la belleza. Ahora, con el cuerpo ensangrentado y destazado, roto como un muñeco, la lengua fuera enrojecida y su cabeza coronada caída, ya no parecía un rey de los caminos; era un montón de torturados despojos, materia desvencijada que fue vida.
Dos sombras más habían llegado saltando a través de la espesura. Las cinco mordieron, arañaron, tajaron, desgarraron, tragaron y escupieron la carne de la víctima, bebieron su sangre y sus humores, aullaron en un éxtasis animal infernando la noche. Desde donde se hallaba, Brahmo no distinguía formas humanas, sólo los gestos espasmódicos, repentinos y brutales de aquella macabra danza de aniquilación al otro lado del río. De pronto cesó. Otra bruja llegaba saltando, pero ésta superó la corriente y cayó como un gran felino a pocos pasos de Melk. Lo observó, acaso incrédula de que ante ella pudiese haber un hombre tan desprevenido. Melk había recomenzado sus absurdos círculos, miraba el suelo, no mostraba ni interés ni temor. Dos kurias más cayeron junto a ésta. Y otras dos. Y las cinco que habían satisfecho y excitado sus ansias con el ciervo. Y las diez gritaron su horror. Brahmo contempló sus cuerpos desnudos cubiertos de blanca ceniza y estiércol, sus negras melenas enmarañadas, sus largas uñas pintadas de blanco, sus ojos inflamados y enrojecidos, sus rostros fieros, sus cuerpos fibrados sin edad, panteras que hubiesen saltado más allá del aro de fuego del Tiempo. A su lado, sus cazadores temblaban y los tholos, inmensas imágenes de fuerza, estaban paralizados. Los cinco hombres atados a sus pies habían caído en un profundo sopor y Brahmo lo agradeció. Más tarde se preguntaría cómo había sido capaz de ver a las brujas con tanto detalle, a pesar de la obscuridad y la distancia; se preguntaría incluso si no habría imaginado los detalles y vestido con ellos su informe horror. Pero lo cierto era que en ese momento una calma extraña lo había invadido invirtiendo las respuestas de sus nervios: lo que antes lo empujaba a una indomable precipitación ahora lo sumía en una confiada serenidad y en una fe sin límites, y ese estado de ánimo acrecentaba portentosamente el horizonte de sus percepciones.
Diez kurias más se habían añadido a las diez primeras. Se movieron en círculo, rodeando a la incauta víctima, pero no se decidían a atacar, como si su instinto titubease ahogado aún en ebria extrañeza.
Contemplándolas, Brahmo recordaba ahora historias que su padre le había contado sobre los golem, los hombres-bestia creados por Sarkón y por Krissa, la reina-maga. Aquéllos habían descendido desde su humanidad a un instinto perverso empujados por la tortura y el dolor y la negación de todas sus cualidades humanas, habían descendido empujados por Sarkón para recuperar y poseer la raíz de la violencia y encarnar de forma pura, ilimitada, la brutalidad. Éstas habían bajado voluntariamente los peldaños uno a uno hasta el mismo círculo del infierno bestial.
Por eso eran más temibles y mortíferas. Qué espanto carga consigo el hombre desde la cuna, pensaba Brahmo; pues aunque no descienda a él, aunque no sea su víctima, ¿no está siempre respirando, de uno u otro modo, sin saberlo, sus exhalaciones perversas? Qué posibilidades tan extremas para este hombre mediano, este hombre que pende de un hilo de araña entre el cielo y los abismos y, ciego, ignora que su andadura natural es la marcha del funámbulo.
Pero sus reflexiones se vieron interrumpidas repentinamente. Las diez primeras brujas habían saltado sobre Melk cayendo como tábanos pegadizos que ningún golpe pudiera ahuyentar.
Melk desapareció bajo ellas y Brahmo sólo vio un remolino de brazos y garras y piernas galvanizadas tratando de arrancar de la presa su porción de botín. Sangre hisopó la tierra. Los cazadores reales, temblorosos pero valientes más allá de su inevitable pánico, hicieron el gesto de salir en ayuda del alférez. Brahmo, no supo por qué, los detuvo con su mano alzada y silenciosa. Pasaron unos instantes eternos. De pronto las brujas fueron proyectadas hacia atrás por una fuerza inesperable y cayeron de espaldas alrededor de Melk, como los pétalos de una gran flor tocada por el Otoño iconoclasta. Melk resplandecía envuelto en un aura dorada, indemne, y Brahmo se preguntó si los hombres que lo acompañaban podían ver también lo que él veía. Melk tenía ahora la apariencia de un gran rey, más alto, más robusto, intocable. Antes de que las brujas pudiesen incorporarse o de que el segundo grupo cayese sobre él, el alférez recogió el hacha del suelo y blandió su hoja negra. La hundió en un pecho, que crujió como madera; su filo imantó cabezas y las cortó, troncos enteros fueron separados de sus piernas y el hacha navegó la noche de cuerpo a cuerpo, a través de nubes de sangre, dejando en el aire una estela de luz. Diez minutos después, la luna huía obscureciéndose; una lechuza volaba, premonitoria; el suelo estaba cubierto de muchos pedazos de muñecas rotas.
Poco a poco, decenas de hombres que descreían de sus propios sentidos surgieron de sus escondites. Los tholos se arrodillaron ante Melk como niños ante un dios. Los cazadores reales permanecieron silenciosos, vencidos por el asombro. Brahmo se acercó y tocó el hombro de Melk para comprobar que era material; sólidamente, reciamente material. Habría querido en ese momento preguntarle quién era, quién se ocultaba o secretamente se mostraba tras el nombre de Melk y unas insignias postizas de oficial, pero temió sus ojos de esfinge y temió aun más que se desvaneciese, como en los cuentos ocurre a las hadas por las preguntas impertinentes del curioso.
Le miró con respeto y hasta con contenido pavor. Los ojos de aquel hombre eran ventanas a las que se asomase la transparencia inmarcesible de un alma inmortal; por eso, aunque profundamente desconocido, Melk no podía ser un extraño y la luz de su mirada alcanzaba las íntimas fibras del Ser Oculto de Brahmo.
Cayó sobre sus rodillas. El príncipe se humilló ante el héroe como cualquier guerrero tholo. Y sangre kuria empapaba su pantalón.