XXI
Matan más los que callan.
El pitido del móvil los sacó del silencio en el que se hallaban sumidos. La respuesta no se hizo esperar demasiado: “Acudiré. Quién quiera que seas”
Parecía evidente que Florencio sabía que Pablo no podía haber sido el autor del mensaje, pese a proceder de su móvil. Tuvieron unos instantes de confusión, no sabían con certeza como abordar la situación que se les venía encima. Todavía tenían unos largos minutos antes de recibir la anunciada visita. Eran anfitriones de barro, en una casa que no era suya, a la espera de un invitado que comenzaba a ponerles los pelos de punta.
Los relojes se acercaban de manera inexorable a las tres de la madrugada. La fría noche hacía sus estragos sobre el césped de la entrada, una fina capa de rocío lo cubría.
El sonido de la puerta exterior manchó el silencio reinante. Los pasos lentos y densos, amortiguados contra las baldosas del pasillo que conducía hasta la puerta de la casa, aumentaron el ritmo cardíaco de Soledad que esperaba sentada en el sofá, a oscuras, entre sombras.
El cerrojo de la puerta dió paso a una abultada silueta que cerró tras de sí. Avanzó lento, midiendo sus pasos. Parecía intuir que no estaba solo.
–Buenas noches don Florencio –la voz de Soledad sonó suave y tranquila.
–¿Quién eres? –se quedó quieto, intentando adivinar quién le hablaba escondido en las sombras del sofá.
–Nos conocimos hace un par de noches –se puso en pie muy despacio. Y añadió: – En esta misma casa.
Él se adelantó unos pasos, los suficientes para poder distinguir, a duras penas, los rasgos de Soledad. Ésta, pese a cierto temor contenido, no retrocedió ni un solo centímetro. Se mostraba firme. Segura.
–¡Umm! –exclamó sin abrir la boca–. Ya te recuerdo, eres la amiga de Pablo –el viejo dió otro paso adelante.
Esta vez ella creyó que cruzaba el limite de proximidad. Retrocedió algo temerosa. Él sonrió, como satisfecho de infligir cierto respeto, miedo.
–¿Qué le ha ocurrido a Pablo? –preguntó ella sin vacilar.
–Creo que hemos tenido una triste pérdida en nuestro grupo. Yo como gran Maestro lo he sentido más que nadie.
–¿Qué ha tenido que ver con ello?
–¿Yo? Nada, por supuesto. Parece que ha sido un desgraciado accidente.
–¿Podría explicarme por qué se ha molestado en escribir esto para hacer que su muerte pareciera un suicidio? –le lanzó a la cara la carta que el mismo había dejado allí esa mañana.
Florencio dirigió su mirada al mueble sobre el que había colocado hábilmente el sobre. Luego miró al suelo, se sintió atrapado, pero intentó otro pequeño juego de escapismo.
–Yo no he escrito nada, y mucho menos he intentado hacer eso que usted insinúa señorita.
Soledad señaló con su mano derecha la dirección en la que se encontraba la pequeña cámara, apenas visible en la penumbra de la sala. Un pequeño piloto intermitente de color rojo servía de testigo de situación.
–Tengo las imágenes donde se le ve entrando esta mañana aquí. Como revuelve los cajones del dormitorio y, por supuesto, como deja esa supuesta carta de Pablo en aquel aparador, bajo el cuadro.
El viejo metió las manos en los bolsillos de su abrigo y dijo:
–Olvidé el detalle de las cámaras –la miró fríamente–. ¿Sabes? pareces astuta. Una chica inteligente. Es una pena que tenga que matarte a ti también.
Ella sintió como su pulso se aceleraba de forma vertiginosa. Puso todos sus sentidos en alerta, vigilaba cada posible movimiento del viejo, cada pestañeo. Después de todo podía ser su abuelo, cualquier movimiento que hiciera sería lo suficientemente lento como para poder reaccionar a tiempo.
–Lo de Pablo no me gustó. Me caía bien. Créeme ha sido una pena. Pero el muy desgraciado me estaba utilizando. Nos estaba utilizando.
–¿”Nos”?
–¡Acudía a nuestras fiestas! –contestó alterado–, ¡se acostaba con nuestras mujeres, se había introducido en nuestras entrañas!. Y añadió más relajado: –Los Tongs íbamos a ser vilipendiados, calumniados. Pretendía escribir un libro sobre nuestras costumbres. Incluso ha utilizado a su hermana para conocer los dos lados de la moneda, la ha insertado entre nosotros, la acercó hasta mí, me la ofrecío casi como “ofrenda”, y todo para conseguir información sobre los miembros. ¿Te imaginas lo que eso significa?
–¿Lo has matado? –Soledad no podía seguir callada.
–No fue difícil. Se rendía fácilmente a cualquier mujer, incluso a las de su propia sangre. Una buena amiga quedó con él. Se lo llevó a las afueras con la excusa de montárselo en el coche, eso le ponía mucho al cabrón. Créeme pocos hombres se resisten a esta mujer, estuvo en la fiesta. Ayudo al nuevo, al que tu trajiste para unirlo. Le di cocaína adulterada, para que se la diera a tomar. Un infarto, nada extraño en caso de autopsia –lo contaba sin moverse del sitio, con una frialdad asombrosa–. Luego dejar caer el coche por un pequeño barranco.
–Esta usted loco. Pensaba que nuestro grupo estaba creado para disfrutar entre todos de un interés común –la ira podía verse en sus exaltados ojos.
–¡Y así es querida mía!. Pero nadie, salvo nosotros mismos debe conocer nuestra existencia, es nuestro secreto,nuestro sistema. Nuestro baile de máscaras. Nuestra sala lasciva donde no nos reprimimos, porque nadie debe esconderse del que tiene al lado. Pero este iluso, y fracasado escritor “hijo de papá”, pretendía airear todo, dar los nombres de nuestros más destacados miembros.
–¡No es suficiente! –Soledad gritó–. No es motivo para matar a nadie.
–Basta de sermones y palabrerías –sus palabras sonaron determinantes.
Florencio parecía sacar algo del bolsillo. Soledad se abalanzó sobre él. Hugo, que estaba agazapado en lo alto de la escalera, apareció súbitamente. Los tres forcejearon. El viejo, con una fuerza inusitada para su edad, consiguió zafarse de ella, empujándola hacia atrás, sobre el sofá. Los dos hombres permanecían agarrados, Hugo lo sujetaba desde atrás. En un rápido movimiento le dio la vuelta y lo empujo con fuerza.
La silueta de Florencio no se mantuvo en equilibrio. Zozobro de espaldas, tropezó con el brazo saliente del sofá y cayó. Cayó golpeándose la cabeza con el borde de la pequeña mesa de cristal biselado que había en el centro.
Un golpe, seco y sordo, se escuchó. Soledad se apresuró a encender una luz.
El cuerpo inmóvil del hombre yacía en el suelo. Un fino reguero de sangre brotaba tras su canosa cabeza.
De pie en el centro del salón, Hugo y Soledad. Se miraron todavía jadeantes.
Hugo se inclinó sobre el viejo inerte y palpó su cuello, buscando pulso. Nada. Cogió su brazo izquierdo, poso sus dedos índice y corazón sobre su muñeca. Nada. Estaba muerto.
Miró a Soledad que parecía muy entera pese al panorama. Él, en cambio, se sentía palidecer. Lo había matado. Había matado a un hombre.
–¡Dios santo! ¿Qué hemos hecho? –se puso de pie con claros síntomas de nerviosismo. Con las manos en la cara, dando vueltas de un lado a otro.
–Tranquilízate –ella intentaba retomar el control de la situación, pensativa.
–¿Qué me tranquilice? –le gritó–. ¡Está muerto! ¡Iré a la cárcel! –por primera vez Hugo estaba realmente acongojado, cerca de romper en un ataque de histeria.
–Nadie va a ir a la cárcel –el semblante sereno de Soledad era asombroso–. Cógele por las piernas, yo le cogeré de los brazos.
–¿Cómo? –Hugo se calló en seco, no parecía, o no quería, entender lo que le insinuaba.
–Aprovecharemos el agujero que hizo Pablo para ese árbol que has visto arriba. Vamos sembrar a este desgraciado.