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Devora tus miedos o ellos te devoraran a ti.
Hugo sintió dos impactos sensitivos al abrirse las puertas: auditivo y visual.
Un sonido estridente, una música muy fuerte, su pecho parecía una caja de resonancia. Una voz rasgada, demoníaca, se mezclaba hasta difuminarse con sonidos electrónicos de textura contundente. El estupor inicial se tradujo en una sensación erótica, de excitación mayúscula.
El espectáculo visual era impensable un piso más arriba. Una zona muy amplia, del tamaño de dos enormes pistas de baloncesto. Había suficiente gente como para llenarlo todo, pero algunos claros se habrían entre la muchedumbre.
En la zona central una tarima amplia, con espacio para seis o siete personas, se elevaba sobre el bosque de cabezas. Había alguien sobre ella, retorciéndose, y moviéndose de un lado a otro de la plataforma, pero desde allí no podía apreciar si era un hombre o una mujer.
Soledad lo miró expectante, esperando algún tipo de reacción o comentario, sin embargo, permanecía absorto, revisando de manera minuciosa aquel lugar.
–¿Qué te parece? –ella se decidió preguntarle, pegándose a su oído.
–No sabría decirte –contestó imitando el gesto– ¿Esta música…?
–Marilyn Manson, versionando “Taited Love”. Me encanta –le aclaró ella.
–Nunca había oído nada parecido –su cara seguía mostrando asombro.
–Sígueme –ella seguía comandando la situación.
Se adentraron en la marabunta de gente que parecía apelmazarse a su paso. Mujeres jóvenes, de mediana edad, y alguna entrada ya en fase menopausica. Hombres, que también, abarcaban distintas edades. Todos con un denominador común, cierta ferocidad en sus miradas, movimientos secos pero provistos de provocación.
Poco a poco se abrieron paso hasta la plataforma central. En la zona baja, antes oculta tras la gente, había una barra de la misma forma rectangular que la parte superior. La gente se acercaba hasta allí como si de un abrevadero se tratara, dejando cubiertos casi por completo las cuatro aristas.
Ellos se situaron, como pudieron, muy cerca de uno de estos frontales. Hugo dirigió su, todavía, atónita mirada hacia arriba, a lo más alto de la plataforma. Allí una chica con el pelo rojo y semidesnuda se retorcía dejándose llevar por los efluvios que provocaba aquella música. Los flashes intermitentes que la bañaban, de una psicótica luz, hacían que sus movimientos y sus gestos parecieran los de un mimo, fotograma a fotograma, como poseída por un demonio.
Como si el martilleo de un despertador se hubiera activado, el cambio de canción a otra no menos sugestiva, hizo que Hugo saliera de inmediato de aquel estado de hipnosis transitoria.
–¿Quieres tomar algo? –preguntó a voz en grito acercándose a Soledad.
–Pídeme lo que vayas a tomar tú –contestó ella.
Como pudo se abrió hueco en la barra. Esperó que una exuberante camarera, con más pecho que escote, atendiera a una pareja de mujeres que, a su vez, esperaban la bebida de manera más entretenida que él, sus bocas se unían apasionadamente en un beso en el que sus lenguas jugaban un papel imprescindible. Pararon un instante y lo descubrieron mirándolas, estupefacto, con los ojos clavados en ellas. Estas, lejos de avergonzarse, repitieron el acto de manera más descarada y lasciva. Le lanzaban miradas sedientas y provocativas dejando sus lenguas peleándose, la una contra la otra, sin el amparo de las húmedas cavidades bucales.
A decir verdad todo el mundo en aquel antro de perversión seguía unas pautas y conductas que serían mal vistas en el exterior, sin lugar a dudas, no era una discoteca convencional. La misteriosa forma de entrar y el ambiente que se respiraba y que se podía casi palpar no era común.
Sin lugar a dudas el cambio de hábitos nocturnos había dado un giro de ciento ochenta grados. Había cambiado la agonizante programación televisiva por una mezcla de mórbidos acontecimientos y la inesperada visita a aquel lugar donde el devenir se presentaba más que interesante.
Cuando se acercaba hasta Soledad vio que esta hablaba con alguien. Era un hombre de unos cuarenta años, a juzgar por sus rasgos y las intermitentes canas. Estaban muy pegados el uno al otro, y era ella la que le hablaba al oído. Él, reía y bebía de su copa.
Al llegar a su altura Soledad tomó uno de los vasos que Hugo portaba y los presentó. Al parecer Pablo, así es como se llamaba, era un viejo amigo, sin más. Tenía unas facciones muy marcadas, mandíbula ancha, una intensa mirada, atractivo. Su pelo, ligeramente canoso, le daba un toque interesante. Era de complexión delgada y no muy alto. Al saludarlo notó sus huesudas manos de tacto suave.
Hugo bebió de su whisky y reviso con esmero el lugar. El techo era alto para ser una planta subterránea, las dimensiones tomaban, tras el asombro inicial, un tamaño más realista. No era tan ancho como le había parecido en un principio, sin embargo, le seguía pareciendo bastante profundo.
Pablo y Soledad lo observaban entre risas.
–¿Qué ocurre? –Hugo se sorprendió por las miradas de ambos.
–¿Es la primera vez que lo traes? –Pablo preguntó a Soledad.
–Sí –admitió ella.
–Entonces él no es… –no terminó su frase.
–No. Estábamos tomando una copa en otro sitio y se me ocurrió venir y enseñarle esto.
–¡Chica mala! –Pablo la miró burlonamente, y dirigiéndose a Hugo añadió: – Ten cuidado que te corrompe.
–Puede que me este fiando demasiado –Hugo, que había permanecido atento a la conversación, sonreía. Y añadió: –De todas formas venía un poco corrupto ya.
–Veo muy dispuesto a tu amigo –Pablo se dirigía a ella–. Espero veros más tarde.
Y si más, Pablo se despidió cortésmente de Hugo estrechando de nuevo su mano. Para ella reservo dos besos en las mejillas que denotaban algo más.
Tras un breve paréntesis, en el que ambos habían permanecido en silencio, tan solo dejándose abstraer por la música, Hugo decidió asaltar a Soledad con una duda que arrastraba desde hacía un buen rato.
–Este sitio… no sé…, esa extraña forma de entrar, la tarjeta… ¿qué es todo esto?
–Digamos que es un local privado –contestó ella con socarronería.
–Ya. Pero la historia de la tarjetita, el hecho de estar en una planta subterránea, y este ambiente tan…
–¿Libertino? –interrumpió ella.
–Diría que sí –el volumen de la música les hacia aproximarse el uno al otro cada vez que hablaban.
–¿Te sientes incomodo?
–En absoluto. Llevo una noche intensamente erótica, y empiezo a sentirme inmune a ciertos estímulos. Como le decía a Pablo –aclaró– ya venía algo corrupto, ¿no crees?
–Muy bien, pues divirtámonos.
Soledad estrelló su vaso contra el de Hugo y se dejó llevar por la aguda y chirriante música.
La actitud de ella, ese ambiente libertino, el alcohol, el cigarro de marihuana, el mayúsculo acercamiento al erotismo que lo acompañaba durante todo el día, el inesperado espectáculo del sex-shop, el contraste de los rosados labios con la tez clara. Todo invitaba. Todo lo empujaba. Todos los elementos habían conspirado para que deseara besarla, devorarla si era preciso.
Pero había algo que lo hacía vacilar, que lo mantenía en la divisoria. Era su jefa. Y si sus instintos le fallaban podía tener problemas. Sin embargo, las miradas y los acontecimientos parecían evidenciar que ella deseaba lo mismo.
Un torrente de lasciva ansiedad parecía cabalgar en su pecho. Soledad lo miraba de forma, inequívocamente, provocativa. Algunos movimientos tímidos e imperceptibles los habían acercado casi hasta rozarse. Algo estaba a punto de suceder. Y sucedió. Pablo apareció súbitamente entre ellos.
–Perdonad. Me preguntaba si os apetecería salir conmigo a la calle, tengo el coche aquí mismo y podríamos tomar unos “tiritos” –dijo mirándolos a ambos.
Soledad miró a Hugo esperando su opinión.
–Yo soy un invitado y me debo a mi anfitriona –dejó la decisión del lado de ella.
–Supongo que nos vendrá bien aire fresco.
La salida al exterior fue por otra puerta distinta, mucho más discreta y directa. Sólo unas escaleras y una puerta los separaba de la calle, eso si la puerta de salida era imperceptible desde el exterior, y por supuesto solo se podía accionar desde el interior.
Pablo tenía un precioso BMW negro con los tiradores de las puertas cromados en un brillante acero. Estaba limpio, reluciente. Algo impropio si el coche hubiera sido de Hugo.
–Aquí podemos hablar más tranquilos –dijo al tiempo que habría la puerta del copiloto.
–Llevábamos mucho sin vernos –ella se encendía un cigarrillo.
–Demasiado creo yo.
–¿Hace mucho que no vienes, o es que nunca hemos coincidido?
Hugo permanecía, esta vez sí, ajeno a la conversación.
–Últimamente, he estado trabajando, y ya sabes que me gusta trabajar de noche –Pablo habló sentado desde el asiento, buscando algo en la guantera.
–Pablo es escritor –ella se dirigió a Hugo en un ademán por introducirlo en la conversación.
–Vaya –soslayó levemente.
–Quizás sea más acertado decir que lo intento.
–¿No te va bien? –Hugo se repuso de su escueta intervención.
–Bueno, no me puedo quejar, pero de eso a denominarme “escritor” –por fin sacó una pequeña cajita del interior de la guantera.
–Yo creo –intervino Soledad– que tus libros son buenos. Es cuestión de tiempo que algún editor se de cuenta.
–Puede ser. Pero para mí todavía está lejos el admitir que lo soy, me parece demasiado. Mientras tanto –repuso con marcada alegría-, nos vamos a tomar un poquito de medicina de esta –les mostró el interior de la cajita. Una pequeña bolsa de cocaína.
–Veo que sigues fiel a tus vicios –este comentario y el conocimiento de su trabajo delato que se conocían bastante bien.
–Soy un animal de costumbres –dijo mientras extraía pequeñas porciones de la bolsita–. ¿A qué te dedicas tú, Hugo? –preguntó.
Hugo, que no estaba seguro de cómo responder a esa pregunta, miró a Soledad buscando aprobación, o esperando que interviniera.
–Somos compañeros –solucionó ella.
Estaban en una oscura calle, amparados por la luz de una alejada farola. No se oía nada, no se veía a nadie por las proximidades. Pero Hugo estaba intranquilo, se sentía extraño, temía que alguien llegara y pillara a Pablo manipulando aquello.
El eterno aspirante a escritor ofreció a Hugo un CD de Aerosmith con tres perfectas líneas blancas atravesando la foto de portada.
–No, gracias –rechazó el ofrecimiento educadamente.
Soledad si acepto. Lo tomó en sus manos y utilizando un billete bien enrollado aspiró profundamente el polvo blanco.
–Así que trabajáis juntos –Pablo se preparaba para imitar a Soledad.
Se enzarzaron en una animada conversación sobre trabajo. Tanto Pablo como ella reían exageradamente por cualquier cosa, y sus pupilas se dilataban como el objetivo de una cámara fotográfica. Repitieron el proceso aspiratorio en dos ocasiones más ante la, cada vez menos critica, mirada de Hugo que seguía sin unirse a la tarea. Sólo fumaba.
La vejiga de Pablo pudo con su educación y no le quedó más remedio que disculparse para ir al extremo de la calle más oscuro a hacer, según sus propias palabras, “aguas menores”.
Hugo y Soledad se quedaron, de nuevo, a solas. Ella parecía muy agitada. Se acercó a él.
–Ahí adentro parecías comerme con la mirada –un mínimo espacio les separaba.
–Tu tampoco te cortabas demasiado –él contestó casi con timidez.
Ella se pegó tanto que Hugo sintió como sus preciosos y redondeados pechos se fundían contra su torso.
Se quedó así. Quieta. Mirándolo con los ojos entreabiertos, con los labios húmedos, palpitantes. Lo miraba a los ojos y a la boca. Se apretaba contra él.
No pudo resistir mucho más. La tentación se agotó, y se lanzó a besarla. Pero ella retiró la cabeza hacia atrás. Él se extrañó, frunció levemente el entrecejo. Pero ahora fue ella la que lanzó un envite. Atrapó su boca con la suya, las lenguas se batieron en un duelo, revoloteando cual pájaro en su jaula. La excitación era tal, que leves jadeos eran perceptibles en la quietud de la calle.
Como si de un pesado “tacañón” se tratara, Pablo, volvió a irrumpir en la escena, subiéndose la cremallera del pantalón.
–¿Llego en mal momento? –inocente pregunta para tan evidente situación.
Despegaron sus cabezas y lo miraron de soslayo.
–En absoluto –dijo Soledad- llegas en el momento ideal. Ven aquí –le ofreció su mano mientras rodeaba el cuello de Hugo con la otra.
Hugo, que había decidido, inconscientemente, no sorprenderse por nada, se vio desbordado de manera inconcebible. Por un instante pensó que se trataba de una broma, que Soledad quería ironizar con la interrupción que habían sufrido. Pero cuando Pablo tomó su mano y esta se despego suavemente de Hugo para besar a Pablo con la misma intensidad, entendió que la situación era demasiado para él y se apartó.
Pero Soledad no quería una sola pieza, quería a los dos. Y se volvió de nuevo hacia él. No sólo para volver a besarlo, sino que, esta vez lo acarició en la entrepierna. Hugo lejos de volver a oponer resistencia. Quiso perderse. Se dejó arrastrar.
Estaba tumbado en la parte posterior del coche. Soledad, arrodillada sobre el asiento, con las piernas muy juntas, desabrochándole el pantalón. Lo miraba sonriente. Él le devolvía la sonrisa. Pablo, apoyado en el marco de la puerta abierta, contemplando.
Hugo pensó un instante en la escena que, aunque a medias, había visto en el sex-shop.
Cuando se quiso dar cuenta ella ya tenía la polla en su mano. Se la metió en la boca y movió su cabeza suavemente, en el sentido en el que se pinta una pared. Empezó a quitarle los zapatos, uno con cada mano. Con los ojos cerrados llevo sus manos hasta las caderas, Hugo se irguió lo justo para que pudiera tirar de sus pantalones hacia abajo, mientras seguía moviendo los labios aplicadamente. Pablo quebró su inmovilidad estirando una mano hasta el culo de Soledad, acariciándolo con suavidad, la misma que utilizó para levantar su falda de algodón y dejar al descubierto dos perfectos y preciosos hemisferios de aspecto suave y una fina tira apenas visible por tener el mismo color que su piel. Un débil gemido se le escapo cuando, Pablo, acarició su sexo por encima de la delicada prenda. Los certeros movimientos de Soledad hacían que Hugo emitiera frágiles sonidos de aparente placer, que se transformaban en continuos ensanches del miembro en su boca.
Pablo hundió la rodilla derecha en el asiento donde yacían. Con extrema, pero autorizada, sutileza deslizó la delicada tela que cubría el sexo de Soledad. Desde su posición recostada, Hugo, no podía apreciar con exactitud los movimientos del escritor, sólo intuía cierto movimiento.
Durante un breve instante, Soledad, liberó la relamida polla del interior de su boca y soltó un intenso gemido al tiempo que fue empujada con fuerza hacia delante. Pablo la estaba follando desde su encumbrada posición. En un alarde de descontrolada excitación, Hugo la asió con fuerza de su cabellera y la empujó a seguir con la tarea. Ella lejos de sentirse obligada, parecía incrementar la intensidad de sus ahogados alaridos. Ahora era Pablo quien marcaba el ritmo de los movimientos. Ella parecía estremecerse de placer. Hugo sintió un intenso calor en la nuca, todo su ser parecía al borde del éxtasis e intentó apartar la cabeza de Soledad. Pero esta se limitó a retener sus manos con fuerza, acelerando el ritmo de sus acometidas, apretándola entre el paladar y la lengua. Un torrente de vida, un estallido de los sentidos.